miércoles, marzo 29, 2017

Plaga de júniors




















Como dos años trabajé de manera altruista en una cárcel y, obvio, fue una experiencia imborrable. De aquel pequeño esfuerzo obtuve in situ una conclusión que en México ya es lugar común: los pobres son la materia prima de nuestras cárceles. Quizá debo generalizar y decir lo mismo de Brasil, de Colombia, de Perú y de todo país rezagado, pero lo que vi lo vi en México y es aterrador. Aquellos sábados entraba al reclusorio para dirigir un taller literario y por los pasillos, en los patios, por todos los recovecos del lugar aparecían sujetos que a las claras se veían sumidos en la precariedad, eufemismo para no decir, simplemente, pobres.
Muchas veces intenté localizar algún preso que pusiera en crisis mi certeza de que allí, en el bote, sólo había jodidos. No lo logré. Seguramente los hay, algunos pocos, pero no me tocó verlos, escucharlos, saber que estaban tras las rejas, pese a su buena posición económica, por algún error de esos que cualquier ser humano puede cometer. Pero no, insisto: las cárceles sólo se alimentan de pobres, y en el envés de esta triste realidad está lo previsible: no es que los pudientes no delincan, sino que la posición económica es el factor clave para no morder barrote en el reino de la impunidad.
Por eso no me extraña que uno de los Porkys de Veracruz acusado de pederastia se haya salido con la suya. El júnior había sido detenido en junio pasado en Madrid, y luego de este lapso el juez consideró que no había quedado plenamente acreditado el delito de pederastia. La determinación tiene un aspecto churrigueresco: “… un roce o frotamiento no serán considerados como actos sexuales, de no presentarse el elemento intencional de satisfacer un deseo sexual a costas del pasivo”.
Pese a lo delicado que es examinar delitos sexuales de este tipo, es increíble que en la circunstancia en la que operaron los Porkys, y prófugos como estaban, no se considere que hubo un “elemento intencional”. El arabesco retórico se debe, creo, a la posición social de los acusados, bien ubicados como júniors de esos que hoy son plaga y se enorgullecen de su plata y de su estupidez y de su facilidad para librar cualquier lío con la justicia. De no haber sido pudientes, los acusados pasarían en automático a ser carne de presidio. Así es México. Punto.

sábado, marzo 25, 2017

El miedo cabalga de nuevo














En 1994 cubrí durante cuatro meses parte del proceso electoral en Chihuahua. Lo hice para El Diario de aquella entidad, y no recuerdo dónde conocí a Miroslava Breach, si en ruedas de prensa o en sesiones del IFE. No la traté, pero su peculiar nombre era fácil de memorizar y desde entonces la ubiqué como reportera respetada en el entorno de la capital chihuahuense. Luego, durante más el veinte años y un poco al azar de la lectura en internet, leí notas de esta periodista brutalmente asesinada el 23 de marzo pasado.
Este crimen me conmueve y me irrita por el antecedente que acabo de traer. No quiere decir que los otros valgan menos, sino que ese nombre estaba, como el de Eliseo Barrón, unido de alguna tenue forma a mi experiencia profesional: Miroslava trabajó para El Diario, donde yo publiqué en los noventa; y Eliseo, en Milenio Laguna, donde publico estas líneas. En ambos casos sus muertes se inscriben en el contexto ya largamente turbulento e ininterrumpido de la violencia que en grado superlativo padecemos desde 2006, es decir, desde el arranque del espuriato.
No estoy completamente seguro, sin embargo, sobre el origen de la descomposición que hoy se advierte al rojo vivo. Como ocurre en la escritura de la historia, en algún punto hay que hacer cortes artificiales para no comenzar todo desde el Big Bang; igual, para explicar el fenómeno de la violencia recargada en México debemos colocar un punto de arranque, una cota. Para mí es el 88. El régimen priísta ya se había agotado en ese momento y gracias a lo que ya sabemos y no es necesario recontar, fue mantenido a punta de garrote. Sorpresivamente, ese año no calcularon el efecto de la antipatía y fue necesario un golpe brusco de timón la misma noche del recuento de votos. Luego, en 1994, para prevenir otro escenario ochentayochero, sembraron antes el miedo, casi el terror, lo que derivó en el triunfo de Zedillo. Luego vino la farsa de la transición foxista y después, de nuevo, la siembra del miedo en 2006 que seis años después amerdizó en la vuelta pactada del PRI, es decir, en el retorno del apocalipsis.
Hoy, otra vez, en este mar de tsunamis recurrentes que es nuestra política, se va abriendo el expediente del miedo, ese viejo conocido electoral de los mexicanos.

miércoles, marzo 22, 2017

Policial a la mexicana




















Amorcito corazón (Nitro Press-Instituto Sonorense de Cultura, 2015, 127 pp.), novela de Carlos René Padilla (Agua Prieta, Sonora, 1977), pega un brinco al pasado y nos inmiscuye en una aventura situada en el DF de 1957, cuando la capital ya comenzaba a dejar de ser “la región más transparente del aire”. Con prosa agilísima, tan ágil que los diálogos se imbrican vertiginosamente con la ya de por sí vertiginosa narración, Padilla aprieta su historia en unas pocas horas, el tiempo contrarreloj que necesitan dos investigadores, los norteñotes Ezequiel Rocha y Pánfilo Díaz, para esclarecer un doble asesinato.
Dos fulanos, un hombre y una mujer, aparecen semicalcinados en un tambo. Rocha y Díaz llegan al lugar y a partir de allí comienzan una pesquisa que los (nos) llevará a recorrer varios submundos: el de las corporaciones policiales, el de los hacinamientos habitacionales deefeños, el de las estrellas de cine mexicano y el de la droga en el norte del país. Aunque parezca increíble, Padilla se las arregló para que en esta novela desarrollada en el DF quedaran varias marcas de su condición norteña: como los dos investigadores, uno de los muertos es nada menos que Pedro Infante, sinaloense cuya muerte fue aquí ficcionalizada.
A partir del enigma inicial y con la valiosa ayuda del Niño Palencia, fotógrafo de la nota roja, los sabuesos develan poco a poco el misterio que envuelve a los dos muertos. En determinado punto, no sin cierta violencia y picardía ejercidas en el trance de investigar, Rocha y Díaz logran convencer a su jefe, el señor Córdova, de proseguir una investigación que les está siendo arrebatada por un gringo cercano a nuestra alta burocracia. Gracias a Ismael Rodríguez, el cineasta, se enteran de lo que ha pasado con el ídolo de Guamúchil: María Félix y el mismo Rodríguez habían viajado a Sinaloa en el avión de Pedro Infante porque el actor deseaba mostrarles unos predios que acababa de comprar. Allí los tres se llevan una sorpresa que vinculará la historia con el narcotráfico que ya en el 57 era una realidad amenazante en la tierra del Chapo.
Dotado de habilidad para contar a todo tren, Padilla cuaja una historia envolvente, maliciosa, plena de humor negro; en suma, un acabado espécimen de literatura policial a la mexicana.

sábado, marzo 18, 2017

Primer cuento con olor a cancha















En la oscuridad del estadio y sobre el césped que ya presiente la humedad del rocío, un joven de 25 años camina hacia el centro de la cancha. Es la media noche y a lo lejos sólo se oye el leve rumor de la ciudad dormida y, acaso, algún ladrido suelto, distante. El joven lleva en la mano un arma y en el bolsillo de la camisa un par de cartas escritas la tarde anterior; dentro, en su corazón, bulle una pena, un dolor que no lo deja en paz. No soporta la idea de no jugar o, peor aún, de jugar en otro equipo, y antes de que eso ocurra terminará con todo. Al pisar el círculo central, mira o cree mirar por última vez hacia las tribunas casi borradas por la noche. Recuerda las ovaciones, los espesos gritos de aliento que se derramaban desde las gradas hasta su figura de atleta. Llora un poco, pero ya no quiere darse tiempo para pensar en lo que viene. Levanta el arma, mira apenas la solidez de su brillo y sin pensarlo más se pega un tiro.
El cuerpo es encontrado hasta el amanecer. El nombre del suicida es Abdón Porte, jugador del Club Nacional de Football, del Uruguay. La noticia corre de inmediato por los diarios y conmociona a los lectores. Porte, jugador del Nacional, fue un ídolo durante los cinco o seis años previos a la autoinmolación. Nació en el Departamento de Durazno, en el corazón del Uruguay, hacia 1893. Lo apodaban El Indio y fue un elemento recio, mediocampista defensivo con mucha personalidad y extraordinario cabeceo, lo que le aseguró el rol de líder, de capitán. Tras una inexplicable baja de juego, la directiva del equipo decidió reemplazarlo y con esto comenzó la tragedia. Era tanta la pasión de Porte por sus colores, era tan grande el sentimiento de pertenencia acumulado en más de doscientos partidos con esa camiseta que en pocos días tomó la decisión: suicidarse, lo que ocurrió el 5 de marzo de 1918.
La leyenda de Abdón Porte comenzó a andar, por supuesto, de inmediato, y hoy en la tribuna del Nacional —equipo más popular, junto a Peñarol, del Uruguay— el suicida es visto casi como santo y seña de la pasión sostenida por los llamados “tricolores”, quienes despliegan banderas con un mensaje contundente: “Por la sangre de Abdón”. Creo además que tras esa muerte no sólo comenzó la leyenda de Abdón Porte, sino la narrativa con tema futbolero en América Latina. A reserva de que algún perito investigador desentierre un relato previo, apenas unos días después del suicidio de Polti, en mayo de 1918, Horacio Quiroga publicó “Juan Polti, half-back” en la revista Atlántida de Buenos Aires.
Radicado en la capital argentina, el escritor uruguayo tenía ya una fijación profunda por las muertes trágicas, más si eran suicidios. Él mismo, como sabemos, ingirió cianuro en 1937, así que el motivo literario del suicidio era para él, digamos, una especie de sombra. Tras conocer lo vivido por Porte, Quiroga fue movido de inmediato a la escritura, y sin saberlo estaba fundando un tema o subtema literario que a mi juicio se retomaría sólo hasta 1959 con la publicación del cuento “Puntero izquierdo”, de Mario Benedetti, en el libro Montevideanos. Luego, muchos años después, por los setenta-ochenta, la narrativa futbolística se fue armando en antologías y libros individuales que poco a poco constituyeron un tópico preciso en el mapa de la literatura ficcional. Galeano, Fontanarrosa, Sacheri, Villoro, Braceli, Sasturain, García Galiano, Rivera Letelier y muchos más han dedicado tiempo a la escritura de estos relatos cuyo antecedente remoto está, insisto, en el cuento precursor de Quiroga.
Una mención colateral: en su celebrado libro sobre futbol, Eduardo Galeano —a propósito, hincha del Nacional— publicó “Muerte en la cancha”, una estampita sobre Porte:
Abdón Porte defendió la camiseta del club uruguayo Nacional durante más de doscientos partidos, a lo largo de cuatro años, siempre aplaudido, a veces ovacionado, hasta que se le acabó la buena estrella.
Entonces lo sacaron del equipo titular. Esperó, pidió volver, volvió. Pero no había caso, la mala racha seguía, la gente lo silbaba: en la defensa, se le escapaban hasta las tortugas; en el ataque, no embocaba una.
Al fin del verano de 1918, en el estadio del club Nacional, Abdón Porte se mató. Se pegó un balazo a medianoche, en el centro de la cancha donde había sido querido. Estaban todas las luces apagadas. Nadie escuchó el disparo. Lo encontraron al amanecer. En una mano tenía el revólver y en la otra una carta.
Se trata, como vemos, de una especie de microbiografía con énfasis en el momento trágico. Y no más. El cuento de Quiroga es, en cambio, una punzante indagación en el alma de un hombre que cree haber tocado el cielo con las manos y luego cae en desgracia hasta sentir que su condición de estrella ha sido devaluada (“una criatura fulminada por la gloria”, dice el autor). El encumbramiento y la caída es tema común del arte narrativo, claro, pero lo raro es que por primera vez se aplicó a la gloria y la caída futbolísticas, y eso lo consumó, acaso a ciegas, Quiroga, como acaso a ciegas Edgar Allan Poe, su remoto maestro, había inventado el relato policial. “Juan Polti, half-back” es un cuento extraordinario, uno de los mejores de Quiroga, mejor incluso que muchos otros más famosos de su producción. Lo traigo aquí completo para facilitar su acceso, aunque daría casi lo mismo que lo leyeran en donde lo tomé: la revista Sudestada.

Juan Polti, half-back
Cuando un muchacho llega, por a o b, y sin previo entrenamiento, a gustar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremisiblemente. Es un paraíso demasiado artificial para su joven corazón. A veces pierde algo más, que después se encuentra en la lista de defunciones.
Tal es el caso de Juan Polti, half-back de Nacional. Como entrenamiento en el juego, el muchacho lo tenía a conciencia. Tenía, además, una cabeza muy dura, y ponía el cuerpo rígido como un taco al saltar; por lo cual jugaba al billar con la pelota, lanzándola de corrida hasta el mismo gol.
Polti tenía veinte años, y había pisado la cancha a los quince, en un ignorado Club de quinta categoría. Pero alguien de Nacional lo vio cabeceador, comunicándolo en seguida a su gente. Nacional lo contrató, y Polti fue feliz.
Al muchacho le sobraba, naturalmente, fuego, y este brusco salto en la senda de la gloria lo hizo girar sobre sí mismo como un torbellino. Llegar desde una portería de juzgado a un ministerio, es cosa que razonablemente puede marear; pero dormirse forward de un Club desconocido y despertar de half-back de Nacional, toca en lo delirante. Polti deliraba, pateaba, y aprendía frases de efecto:
—Yo, señor presidente, quiero honrar el baldón que me han confiado…
Él quería decir blasón, pero lo mismo daba, dado que el muchacho valía en la cancha lo que una o dos docenas de profesores en sus respectivas cátedras.
Sabía apenas escribir, y se le consiguió un empleo de archivista con cincuenta pesos oro. Dragoneaba furtivamente con mayor o menor lujo de palabras rebuscadas, y adquirió una novia en forma, con madre, hermanas y una casa que él visitaba.
La gloria lo circundaba como un halo. “El día que no me encuentre más en forma”, decía, “me pego un tiro”.
Una cabeza que piensa poco, y se usa, en cambio, como suela de taco de billar para recibir y contralanzar una pelota de football que llega como una bala, puede convertirse en un caracol sonante, donde el tronar de los aplausos repercute más de lo debido. Hay pequeñas roturas, pequeñas congestiones, y el resto. El half-back cabeceaba toda una tarde de internacional. Sus cabezazos eran tan eficaces como las patadas del team entero. Tenía tres pies: esta era su ventaja.
Pues bien: un día, Polti comenzó a decaer. Nada muy sensible; pero la pelota partía demasiado hacia la derecha o demasiado hacia la izquierda; o demasiado alto, o tomaba demasiado efecto. Cosas estas que no engañaban a nadie sobre la decadencia del gran half-back. Sólo él se engañaba, y no era tarea amable hacérselo notar.
Corrió un año más, y la comisión se decidió al fin a reemplazarlo. Medida dura, si las hay, y que un club mastica meses enteros, porque es algo que llega al corazón de un muchacho que durante cuatro años ha sido la gloria de field.
Cómo lo supo Polti antes de serle comunicado, o cómo lo previó —lo que es más posible—, son cosas que ignoramos. Pero lo cierto es que una noche el half-back salió contento de casa de su novia, porque había logrado convencer a todos de que debía casarse el 3 del mes entrante, y no otro día. El 3 cumplía años ella. Y se acabó.
Así fueron informados los muchachos esa misma noche en el club, por donde pasó Polti hacia medianoche. Estuvo alegre y decidor como siempre. Estuvo un cuarto de hora, y después de confrontar, reloj en mano, la hora del último tranvía a la Unión, salió.
Esto es lo que se sabe de esa noche. Pero esa madrugada fue hallado el cuerpo del half-back acostado en la cancha, con el lado izquierdo del saco un poco levantado, y la mano derecha oculta bajo el saco.
En la mano izquierda apretaba un papel, donde se leía:
“Querido doctor y presidente: le recomiendo a mi vieja y a mi novia. Usted sabe, mi querido doctor, por qué hago esto. ¡Viva el club Nacional!”
Y más abajo estos versos:

Que siempre esté adelante
el club para nosotros anhelo.
Yo doy mi sangre
por todos mis compañeros,
ahora y siempre el club gigante.
¡Viva el club Nacional! 

El entierro del half-back Juan Polti no tuvo, como acompañamiento de consternación, sino dos precedentes en Montevideo. Porque lo que llevaban a pulso por espacio de una legua era el cadáver de una criatura fulminada por la gloria, para resistir la cual es menester haber sufrido mucho tras su conquista. Nada, menos que la gloria, es gratuito. Y si la obtiene así, se paga fatalmente con el ridículo, o con un revólver sobre el corazón.

miércoles, marzo 15, 2017

Si Jesucristo pitara















Contra la inclinación generalizada, creo que jamás he odiado a un árbitro de futbol. Algunos me han caído mal, como Edgardo Codesal o Joaquín Urrea, pero jamás he pensado en ellos para víctimas de mi vudú. La razón de esta especie de indiferencia es simple: creo que ellos practican un trabajo muy difícil, uno de los más complicados del mundo e imposible de ejercer sin sobresaltos. Como tiendo a ser racional antes que bárbaro —aunque a veces le gane lo segundo a lo primero—, pongo los elementos de esa chamba sobre la mesa y concluyo que un árbitro lleva siempre, injustamente, las de perder.
Para empezar, y aunque lo acompañen dos abanderados y un asistente, el árbitro actúa esencialmente solo, pues más allá del auxilio que sus asistentes puedan prestarle él tiene el silbato y sólo en su pellejo recaerá el error o el acierto de las decisiones. Junto a esto, y he aquí lo más peliagudo, debe ver y juzgar cada jugada casi de inmediato, sin tiempo para el análisis, el juicio y el fallo; en otras áreas de la vida en las que interviene algún tipo de arbitraje los encargados de impartir justicia disponen de algunas ventajas: un juez penal, por ejemplo, escucha a las partes en litigio, analiza las pruebas, puede solicitar más elementos, establecer prórrogas, esperar apelaciones y así hasta llegar al veredicto. Un árbitro, al contrario, comprime todo el proceso en un segundo, y a veces en menos, lo cual no es una exageración. Es decir, ve una jugada y de inmediato, casi como si fuera una acción espontánea similar al parpadeo, decide qué tipo de infracción fue cometida. Si a esto sumamos que no son pocos los actores de un partido y que todos o casi todos entran a la batalla con la deshonesta idea de disimular las faltas cometidas o fingir las no recibidas, la labor del silbante se torna terrible, siempre polémica en función de la falibilidad humana tanto suya como de los jugadores.
Creo por eso, y lo he dicho a varios amigos cuando tocamos este tema, que no debemos cargar tanto las tintas a los árbitros, quienes mucho hacen al ser jueces en una actividad propicia al desbordamiento de los ánimos, más que a la ecuanimidad. Cierto que se equivocan, cierto que algunos pueden ser parciales, cierto que en ocasiones se dejan impresionar por las tribunas, pero nadie que tome el silbato podría ser ajeno a las pifias o a la debilidad. Si Jesucristo pitara, también provocaría discordias, esto ni dudarlo.
Por todo, ir al estadio o ver un partido de futbol para apreciar el desempeño del árbitro me parece una depravación. A mí me gusta este deporte por lo que tiene de fortuito y de azaroso, incluso de injusto. Cuento entonces de antemano con las equivocaciones de los árbitros y los jugadores, pero también doy por hecho sus innumerables y a veces maravillosos aciertos. Todo es parte del juego, así que arremeter contra los “nazarenos” (como les decíamos antes) por sus fallas es pecar de ingenuidad, considerar que esos pobres seres de carne y hueso no son como nosotros, exactamente como nosotros: humanos, demasiado humanos.

domingo, marzo 12, 2017

El amasiato: la entrega del PAN
























Soy de los que creen, no sé si exageradamente, que en los hechos no ha habido transición política en México al menos desde 1928. Sumamos pues noventa años de lo mismo: un régimen autoritario, pleno de privilegios para unos cuantos grupos que, mutatis mutandis en el plano ideológico, se autoprotegen y preservan el estado de abismal desigualdad característico de México. El PRI, por supuesto, es el causante mayor de esta calamidad, pero no ha sido magra la colaboración de otras fuerzas políticas en teoría opositoras. En los últimos años, baste este ejemplo, el PRD de la línea chuchista-pactista se ha entregado con destacada solicitud al actual gobierno federal.
Pero no sólo la “izquierda” representada por el perredismo blandengue ha revuelto sus canicas con las del priísmo; el PAN, opositor histórico del tricolor, ha renunciado a los principios de sus fundadores y en los años recientes sus líneas de acción han entroncado, contranatura, con las de un PRI que entre sus principales valores se cuenta el hecho de no tenerlos, de responder sólo a intereses de camarilla. Así entonces, las esperanzas de renovación que trajeron las elecciones del 2000 se vieron frustradas por la ineptitud y la mendacidad de Vicente Fox, y luego, tras el amaño de 2006, por el despotismo de Felipe Calderón. El resultado es lo que hoy estamos viendo: un país desvaído, vapuleado por el saqueo, la corrupción y la impunidad.
En el libro El amasiato: el pacto secreto Peña-Calderón y otras traiciones panistas, Álvaro Delgado (Lagos de Moreno, Jalisco, 1966) recorre de lado a lado el sexenio de Felipe Calderón y lo que llevamos del presente hasta mediados de 2016, es decir, los diez vertiginosos años de la violencia sin coto y el desprestigio casi terminal de las instituciones en el que ahora estamos instalados. Es un lapso complejo, acaso el más borroso momento de nuestra historia reciente, pues se han desvanecido las fronteras que, así sea precariamente, habían distinguido la geografía política mexicana como espacio segmentado en tres grandes territorios: por un lado una siempre trastabillante y conflictuada izquierda, por otro una derecha plena de fe en la virginidad ideológica de sus adeptos y, en un punto siempre ambiguo, el PRI y su pragmatismo capaz de abrazar cualquier postulado con tal de lograr sus propósitos. Pues bien, eso se dislocó en los diez años que deambula El amasiato, época extraña en la que todo o casi todo se ha “revolcao en un merengue”, como dice el tango “Cambalache”.
Provisto de un arsenal de datos obtenido de entrevistas directas, documentos y acervos periodísticos, el libro de Delgado, reportero de Proceso y autor de títulos como El Yunque y El Ejército de Dios, explica minuciosamente en qué consistió el amasiato entre el mexiquense y el michoacano. La historia comienza, digamos, en 2006, cuando el entonces gobernador del Estado de México tuvo un acercamiento con el candidato del PAN a la presidencia para negociar la entrega de 200 mil votos que a la postre serían muy útiles en la jornada electoral del 2 de julio. A partir de entonces y ya en el desfiguro total, los dos partidos (léase los dos personajes, Peña y Calderón) comenzaron una relación entrañable que no pasó desapercibida para nadie, menos para los panistas que vieron la evolución de ese amorío político durante el segundo sexenio presidencial del PAN.
Calderón no sólo emprendió por sus pistolas “la guerra contra el narco” y militarizó el país, lo que devino genocidio hasta hoy impune, sino que quiso proceder a la más pura usanza del presidencialismo priísta: trató de adueñarse de su partido y lo logró parcialmente durante las presidencias de esos dos tipos de cuidado que fueron Germán Martínez y César Nava, ambas expertos en negocios particulares antes que en trabajo político. Pese al desconcierto de gran parte de la militancia blanquiazul (como la de Javier Corral y Juan José Rodríguez Prats), Calderón prosiguió con su acercamiento a la figura de Peña Nieto hasta llegar al siguiente proceso electoral, el de 2012, para definir al nuevo presidente de la República.
Álvaro Delgado describe pormenorizadamente, y desde la perspectiva de varios involucrados, el más asombroso viraje que un panista ha dado para favorecer a su supuesto némesis: el PRI. Me refiero al desguace de la campaña electoral de Josefina Vázquez Mota, que nació muerta tras el fallido acto del Estadio Azul, la revivieron un poco con los espots de “Peña no cumple” y la volvieron a desfondar con el retiro de esos anuncios que habían pegado estrepitosamente en la línea de flotación peñista, pues exhibían lo que hoy todos sabemos a la perfección: que en efecto Peña no cumple. La justificación que se dio para retirar esos espots no deja de ser, sin embargo, lógica si nos atenemos a los compromisos de EPN y FCH de 2006: según los sondeos del PAN, el candidato del PRD, López Obrador, estaba siendo el más favorecido por los espots panistas contra Peña, al grado de que se corría el riesgo de que ganara, y eso no lo iban a permitir quienes son enemigos del PRI pero en las malas no dejan de echarle una manita. En esto Calderón no estuvo solo, ya sabemos, y recibió ayuda, entre otros, de Vicente Fox, el rey de los bandazos.
Libro ágil, certero y sobrio, El amasiato sirve ahora, asombrosamente, no tanto para asomarnos al pasado inmediato, a los dos sexenios oscuros de Calderón y Peña, sino para vislumbrar el futuro que ya despunta. Por eso ha regresado el fusible mil veces quemable de Josefina, ahora en Edomex, y por eso ya hace fila Margarita ante la debacle del PRI. En pocas palabras, quieren hacer de las suyas otra vez, quieren que el amasiato jamás llegue a su fin.

El amasiato: el pacto secreto Peña-Calderón y otras traiciones panistas, Álvaro Delgado, Ediciones Proceso, México, 2016, 191 pp.

sábado, marzo 11, 2017

Libro del mapa humano













El filósofo Pedro Yerena dice que dicen de él que es un libro abierto y ya escrito, y agrega que a tal afirmación no hagamos caso, que nada es cierto. Me atrevo a contradecirlo, y más: todos, por el solo hecho de existir, somos libros abiertos donde no sólo mucha gente ha escrito, sino, de entrada y desde que habitamos el microcosmos uterino, donde la misma naturaleza nos redacta hasta convertirnos, modestia aparte, en la máquina más sofisticada entre todas las que pueblan la cáscara de este melón llamado Tierra.
Algo, o más bien mucho, hay sobre esto en Mapa del libro humano, hijo bibliográfico más reciente de Gilberto Prado Galán (Torreón, 1960). El ensayista, un ensayista que sí escribe muy bonito, continúa y magnifica de algún modo lo realizado en Los ojos de la Medusa: explorar con poesía y erudición, con erudición y poesía que nunca dejan de darse la mano, el laberinto del humano ser, la nomenclatura y el valor real y simbólico que tiene cada parte del organismo que nos constituye.
La tarea, por supuesto, no es sencilla, pues si hay algo complejo entre lo complejo eso es lo que somos y el conocimiento y el sentido que damos a lo que somos. Esta inverosímil complejidad del homo sapiens ha demandado siglos de observación, miles y miles de horas hombre para dar, sin que el misterio haya sido revelado por completo, con la verdad absoluta sobre el funcionamiento del engranaje vital. El avance durante los siglos cercanos ha sido portentoso, es verdad, tanto que ya es posible, por ejemplo, curar enfermedades inauditas y, algo todavía más apabullante, xerografíar, clonar al ser humano con todas las implicaciones éticas y demográficas que esto conlleva.
Prado Galán, fascinado desde siempre por el funcionamiento de la máquina, suma con éste, pues, dos aproximaciones a la fachada y a los interiores de la criatura que somos. Las ha cristalizado, como ya dije, desde una perspectiva literaria, irrenunciablemente poética, sin descuidar el fondo de conocimiento profundo que caracteriza a los ensayistas de mejor cuna.
Como en Los ojos de la Medusa, en Mapa del libro humano avanza a trancos cortos, gambetea, para el balón y sigue con su dominio del asunto sin dejar de darnos la impresión de originalidad —cara en el ensayo—, como si cada parte del cuerpo guardara secretos que nos son revelados por primera vez, como si fuéramos acompañados por un guía en la ciudad que habitamos pero ya no vemos: nuestro propio cuerpo.
Maliciosamente, inteligentemente, la metáfora global de esta obra se halla cifrada en el título. Prado Galán no piensa en el cuerpo humano como un cuerpo, pues eso es dominio casi exclusivo de la ciencia médica, sino como un libro. Lo que hace entonces, casi en sentido estricto, es reseñarnos ese libro, mapearlo, trazar las coordenadas que nos permiten apreciar el valor literario atañedero al arsenal lingüístico de la anatomía y la belleza que hay en la descripción de las funciones propias de cada uno de nuestros recovecos externos y recónditos.
El resultado salta a la vista: paseamos la mirada y el entendimiento por nosotros mismos, reconsideramos el valor de nuestra arquitectura, nuestro moblaje y nuestro cableado, y nos solazamos con la opulencia del saber gilberteano siempre aderezado por un sentido del humor elegante hasta para citar giros populares. No es, como podría pensarse hasta ahora, un recuento poetizado sobre secciones aisladas del organismo, sino un pespunte entre esas partes y su razón de ser. El detonante de la reflexión es, en más de un caso, como bien lo ha notado Héctor Orestes Aguilar, prologuista, cierta palabra a todas luces rara, técnica, ajena al vocabulario habitual. Un caso para mi ejemplar, aunque en todas las estampas late este sistema, es “Un rinoceronte en la cama”, instantánea dedicada al ronquido. La palabra que aquí mueve el pensamiento del autor es punto menos que espectacular, un racimo de letras que en teoría debemos pronunciar de corridito. Notemos en la cita lo que he advertido: ubicación física del objeto, función específica y palabra o palabras detonantes: “El ronquido es, según dicen los que saben, el sonido que se produce al paso libre del aire a la nasofaringe. Y sus causas son de naturaleza variopinta: el alcohol, la comida antes del sueño, el cigarro, el sobrepeso o las salidas de tono de la úvula o del velo del paladar. Llegué al asombro del ronquido por la vía de una palabra kilométrica, que retuvo mi atención de inmediato: uvolopalatofaringoplastia, vocablo teratólogico, de 25 letras, que por supuesto ha sido expulsado de la cárcel de los diccionarios”.
Dividido en dos grandes predios (“Extramuros” e “Intramuros”), la suma de estampas sobre las diferentes partes del cuerpo humano, sus modos de accionar, similares y conexos, es también kilométrica: 95, si no computo mal. A esto hay que añadir el prólogo ya mencionado y tenemos de cuerpo entero un tour al país de carne y hueso que somos, a las regiones de la nariz, del oído, de la garganta, de las axilas, de los pies, y también a las provincias de la próstata, de los pulmones, del hígado, de los intestinos y demás etcéteras siempre orientados por el sextante de un ensayista que, sin necesitarlas ya, sigue dando pruebas de su mandona pericia a la hora de usar, por cierto, el más fértil territorio de nuestro cuerpo: el cerebro.
Felicidades a Gilberto por estas veinte mil leguas de viaje al centro y al exterior de lo que somos.

Comarca Lagunera, 7, abril y 2016

Nota: comentario leído el 7 de abril de 2016 en la presentación de Mapa del libro humano (Axial- Arteletra, México, 2015, 164 pp.). Se celebró en el auditorio del Museo Regional de La Laguna, Torreón. Participé junto a Gilberto Prado Galán y en la misma mesa fueron presentados, también de la colección Axial-Arteletra, En los signos luminosos de tu cuerpo, de Pablo Arredondo, y Moradas diez éticas, de Javier Prado Galán, este último presentado por Salvador García Cuéllar.

miércoles, marzo 08, 2017

Valor de lo simbólico




















Vi hace dos días, no sin admiración y reconocimiento, el gesto simbólico de algunos jóvenes torreonenses armados con cinta amarilla para “clausurar” la destrucción del torreón erigido hacia 1974 en el origen del bulevar Constitución. Sin más, Elías Agüero, Carlos Castañón y Aldo Villarreal rodearon este emblema de nuestra ciudad con la cinta usada para aislar espacios de manera precautoria. La foto no deja mentir: aunque fueron pocos, es evidente que les asiste la razón, pues ninguna ciudad del mundo echa por tierra sus símbolos para justificar el progreso, y menos sin un consenso previo que legitime las decisiones tomadas por la autoridad.
No soy urbanista, ingeniero, arquitecto o algo parecido, pero así sea un simple ciudadano puedo opinar que hay ciertas edificaciones que merecen respeto no sólo por su diseño, su extensión o su valor en metros cuadrados construidos, sino por lo que significan en el terreno de lo simbólico. No todo lo que se levanta sobre la tierra tiene, pues, la misma gravitación en el espíritu de una comunidad, y eso debería saberlo cualquiera, mucho más las personas que en teoría velan por preservar la integridad de los bienes públicos. Si esto no fuera así, hace mucho tiempo que —menciono tres casos emblemáticos— en las zonas ocupadas por el Big Ben, la Torre Eiffel o el Templo Mayor ya habrían construido centros comerciales o los grandes estacionamientos que, se supone, hacen siempre falta en la megaurbes.
Sé que para quienes sólo saben hacer cálculos monetarios es difícil comprender el valor de lo simbólico. El torreón moderno es, pese al descuido en el que lo han tenido muchos años, una obra representativa de nuestra ciudad, además de estar ubicado en la puerta principal de Torreón, al pie del puente —igualmente entrañable— del río Nazas. Luego entonces, no hay argumento sensato para eliminarlo de ese rumbo.
Por eso adquiere relevancia el gesto cívico de los jóvenes que “clausuraron” el desmantelamiento, ya que han puesto el acento de su inconformidad en un punto sobre el que la ciudadanía no mira con atención, distraída como está en los problemas de la subsistencia cotidiana, pero que si fuera informada/consultada seguramente no vería con buenos ojos la iniciativa de la autoridad. El ayuntamiento está a tiempo de parar. Esperemos que así sea.

sábado, marzo 04, 2017

Maestro, amigo, hermano




















Borges escribió un poema de homenaje póstumo para Alfonso Reyes, amigo luminoso que se le adelantó en 1959. El título del poema es “In memoriam A.R.”, y comienza con la siguiente estrofa: “El vago azar o las precisas leyes / que rigen este sueño, el universo, / me permitieron compartir un terso / trecho de curso con Alfonso Reyes”. Nadie puede mejorar eso, así que incurro en la comodidad de parafrasearlo: el vago azar o las precisas leyes que rigen este sueño, el universo, me permitieron compartir 25 años, un maravilloso trecho de mi vida, con Sergio Antonio Corona Páez.
Sergio murió el pasado primero de marzo de 2017. Nació en Torreón el 12 de octubre de 1950, y en poco más de 66 años construyó una existencia que, como se lo dije muchas veces, me parecía asombrosa y ejemplar, tal vez la más asombrosa y ejemplar de cuantas he conocido. Tímido, introspectivo, sobrio siempre, Sergio fue desde niño un hombre dedicado a trabajar con las dos facetas del espíritu: la de su fe en lo trascendente y la de su amor al conocimiento. En ambos casos no descansó un solo día para mejorar, para mejorarse como ser humano.
Sin grandilocuencia, siempre en el más bajo de los perfiles e íntimamente orgulloso y seguro de lo que hacía, supo desde niño que su vida se vincularía estrechamente, en el plano de lo privado, en una relación personal, directa, con dios, y en el profesional, en el público, con el conocimiento de la historia. A los ocho años comenzó su carrera de historiador y la concluyó hasta el final de su vida, sin parar, lo que dejó a La Laguna aportaciones hoy fundamentales para entender nuestro pasado.
Metódico, pacífico, sereno, respetuoso de la dignidad de hombres y animales, Sergio se consumó como científico social en el campo de la historia. Su divisa fue la de Marrou: “La historia se hace con documentos; sin documentos no hay historia”, por lo que desconfiaba de toda ficcionalización del pasado por intereses ideológicos o ingenuidades. Jamás se sintió dueño de ninguna verdad, y consideraba su obra un punto de partida para nuevas exploraciones, no de llegada.
Le adeudo mucho, muchísimo, y por fortuna se lo expresé a tiempo. Fue mi maestro, se lo dije incontables veces, pero él jamás aceptó serlo. Tampoco aceptó ser mi amigo. Él prefirió algo mejor, como buen sabio: ser mi hermano.

Nota. Tomé la foto que encabeza este post en el pasillo aledaño al Centro de Investigaciones Históricas que coordinaba el doctor Corona Páez en la Universidad Iberoamericana Torreón. Esta imagen figuró en la contratapa del libro "El rancho de La Concepción. Trashumancia laboral: factor del proceso de formación de una identidad regional lagunera, siglos XVIII yXIX" (2016), que yo edité.

miércoles, marzo 01, 2017

Librerías en La Laguna




















El tema nació en mi clase de literatura de la Ibero Torreón. Hubo por allí una pregunta y comenzamos con el ejercicio. Es un grupo perspicaz, así que casi todos los muchachos colaboraron con la lista. Tratamos de anotar todas las librerías de La Laguna, y comenzamos con Torreón.
Aparecieron las más famosas y dedicadas exclusivamente a eso: Gandhi, que es una de las cadenas más poderosas del ramo en el país, y Gonvill, digamos que su competidora más cercana en la ciudad. Sumé El Astillero, hermoso emprendimiento encabezado por Ruth Castro que sobre el Paseo Morelos ofrece un catálogo muy bien seleccionado, tan bueno que es quizá la librería más consciente de su sentido en nuestra región. En la misma avenida está la Librería del Estudiante, un poco escondida y ajena al ruido, pero todavía (asombrosamente) viva. Cerca de allí, dentro del Museo Arocena, Educal, con excelentes ediciones, la mayoría publicadas por instituciones que operan con recursos públicos.
Luego escribimos los nombres de los negocios que, sin ser propiamente librerías, tienen una oferta más o menos valiosa aunque se carga a veces a los libros de venta masiva (autoayuda, sobre todo); son las librerías de Sanborns (ya sólo una, la de Galerías) y la librería del restaurante La Terraza, en Cimaco, con mejor selección. Sumamos asimismo la librería Del Maestro, que hasta donde me da la memoria es básicamente papelería y hace mil años no visito.
Caímos, obvio, en las de viejo: El Libro Usado, sobre la Galeana, al lado de la Plaza Mayor, y cerca de allí la Otelo, sobre la avenida Juárez. También sobre la Juárez, cerca del palacio federal, trabajó un tiempo un compa apodado el Güero que vendía libros de segunda en buena cantidad; no sé si siga en acción.
En un rubro más especializado, frente a la catedral, sobre la Matamoros, hay una librería religiosa, y en la Juárez, ya casi en el rumbo del mercado Alianza, estaba la sucursal de Trillas con libros de corte más académico, pero no sé si ya desapareció. Hay también, en la colonia San Isidro, un espacio para venta de cómics, y sobre la Juárez, cerca de la alameda, la librería Aurora de las hermanas Galíndez Araiza, de pura literatura infantil.
Todo esto en Torreón. En las otras ciudades de La Laguna no localizamos nada.

Posdata. El mismo día en el que apareció esta columna recibí una carta de Javier Rodríguez Villa. La agradezco mucho y la comparto con su autorización. Contiene información que subsana una laguna de mi texto: "Estimado Jaime: Ciertamente en Gómez Palacio la oferta editorial es muy limitada, pero no inexistente. Así, por la calle Allende a la altura de Soriana centro, desde hace varios años se encuentra establecida la Librería del Maestro; en la línea de literatura religiosa e infantil, por la misma Allende, a un costado de la CTM, se localiza Casa Angélica; de este punto, dando vuelta hacia la Avenida Independencia, se ubica la Librería "Antioquía" y siguiendo hasta la Catedral de Guadalupe, a su costado encontramos la Librería "Juan Pablo II". Existe también un distribuidor de Enciclopedias Pedagógicas en la colonia Bellavista y en la Papelería Nazas y El Nuevo Modelo ofrecen a la venta libros de texto. Saludos".