sábado, enero 28, 2017

El chovinismo tiene permiso




















“Chovinismo”, nos informa el DRAE, es la “Exaltación desmesurada de lo nacional frente a lo extranjero”. La palabra proviene, como ya se habrá notado, del francés, y tiene una interesante etimología. “A principios de los años 90’, Nicolas Chauvin seguía siendo un hombre de carne y hueso, con una biografía casi completa, la de un héroe nacional con fecha y lugar de nacimiento; se sabía cuántas heridas había sufrido en sus campañas como simple soldado de la República francesa y como veterano de Napoleón; e incluso cuánto cobraba de pensión cuando se jubiló. (…) Su apellido —cosa extraña— se convirtió ‘en vida suya’ en adjetivo (chauvin/chauvine en femenino) con el significado de patriotero fanático. Poco tiempo después vendrían las palabras chauvinisme, chauviniste que llegarían a varios idiomas: ‘chauvinist’ en alemán, ‘шовинист’ (shovinist) en ruso, ‘chauvinista’ en portugués, ‘sciovinista’ en italiano, ‘szowinista” en polaco, y ‘sovonizta’ en húngaro. ¡Todo un éxito internacional!”, dice la servicial página chilena de etimologías en internet. Como “boicotear” o “linchar”, palabras que provienen de Boycott y Lynch, “chovinista” tiene su origen en un apellido y hoy es palabra de uso más o menos común en nuestro idioma.
Ser chovinista suele no tener buena prensa. A su modo, es una forma de decir “xenófobo”. Un nacionalista empedernido no sólo puede terminar en la querencia desbordada por lo propio, sino en el rechazo indiscriminado de lo ajeno. Hay que tener, pues, cuidado con estos sentimientos generalmente extremos, tan cegatos que derraman toda lógica, como el disparate que revela la frase “como México no hay dos”, colmo de expresión chovinista.
Se vale, sin embargo, incurrir de vez en cuando en cierto chovinismo, recordar valores importantes para sobrevivir como región o país. Creo que el momento actual, frente a la Bestia que reside en la Casa Blanca, amerita una cierta dosis de chovinismo, revivir en nosotros alguna forma del orgullo de ser lo que somos. Pensar al menos que frente a los agravios del megalómano no deseamos poner la otra mejilla. Como López Velarde, como Pacheco, debemos creer en nuestro país por méritos inmediatos —no por su “fulgor abstracto”— y defenderlos.

miércoles, enero 25, 2017

Posmoderno Nerón











La palabra “guarura”, dicen, es de origen tarahumara; si esto es verdad, es posible que se trate del tarahumarismo más usado en todo nuestro país. Los mexicanos la empleamos, ya se sabe, para designar coloquialmente al escolta de algún poderoso chico, mediano, grande o extragrande (XXL), como es el caso de Donald Trump, quien el viernes de su toma de posesión caminó algunas cuadras de Washington junto a Melania, su mujer, y buena parte de su familia. Por supuesto que no lo hizo solo, sino acompañado por una cantidad más o menos nutrida de bien nutridos guaruras seguramente entrenados a la usanza de Rambo.
Uno de ellos, de garbardina negra y pelón para más señas, seguía a la pareja presidencial a no más de tres metros de distancia. Nada raro sería esto si no fuera porque en los videos de YouTube se ve al mentado sujeto con las manos permanentemente fijas, inmóviles. El tipo camina despacio, lleva los codos doblados, las manos a la altura de la barriga y estáticas, fijas como las de un maniquí. La especulación de quienes comentaron esa curiosidad se inclina hacia lo obvio: el guarura trae las manos reales debajo de la gabardina, la palma en la cacha, el índice en el gatillo, todo listo para sacar el arma en caso de emergencia.
Nunca había visto algo así. Más: ni siquiera se me hubiera ocurrido. Tampoco se me hubiera ocurrido, hace varios meses, que algún día fuera a escuchar un discurso imperialista tan sincero como el enunciado por DT. Lo oí con asco durante la noche del viernes 20, pero ahora que he vuelto a revisarlo no doy crédito a la desfachatez del sujeto que ahora gobierna los EUA.
Ya muchos analistas le han hincado el diente, pero, unos días después de pronunciado, no debemos dejar de enfatizar que su contenido desborda hasta las más elementales buenas maneras del trato que en política debe darse.
Trump habló de recuperar empleos, fábricas, fronteras y demás para los EUA, lo que devolverá la prosperidad “al pueblo”, su pueblo. Eso, sin embargo, lo dice hasta el alcalde de Cuencamé en su toma de posesión. Lo que rebasa todo pudor, y en el colmo del gringocentrismo, es una frase dicha al inicio de su alocución: “Juntos definiremos el rumbo de Estados Unidos y del mundo en los años que vendrán”. Ahora no sé pues qué fue lo más asombroso: si las manos del guarura o esa frase del posmoderno Nerón.

sábado, enero 21, 2017

Digestión del horror














No me da el espacio para pormenorizar el reformateo mental de los adolescentes. Tengo, sin embargo, algunas ideas armadas a partir de lo que he conjeturado desde que comenzó a darse un acceso de amplio espectro a la información, a cualquier información. Para comentarlo necesito recordar —recordarme— qué era ser adolescente hasta antes de internet y, mejor aún, más precisamente, hasta antes de las redes sociales.
Para las generaciones anteriores al boom de las nuevas plataformas de la información ser adolescente consistía en aprender dosificadamente lo bueno, cierto, aunque también lo malo. Por la edad, los conocimientos eran administrados por instituciones inmediatas: más o menos, la familia formaba hábitos de conducta cotidiana (aseo, responsabilidad, respeto a los mayores), la escuela proveía de conocimientos en materias básicas como aritmética, redacción, biología y demás, y la iglesia se encargaba de infundir expectativas y temores trascendentes. Luego la calle, los amigos, iban aleccionando al joven en materias de sexualidad, malicia para defenderse y atacar, picardía varia.
Toda la información ingresaba al joven en módicas cuotas, poco a poco, hasta que, llegado a cierta edad, el joven era adulto y, se supone, alcanzaba una base axiológica firme para distinguir con toda claridad, o más o menos con toda claridad, “lo bueno” de “lo malo”. Así me formé yo y así se formaron, con las variantes que son del caso, miles de jóvenes aquí y en China. Digamos que algo tarde, cuando ya éramos maduros, nos enterábamos de las monstruosidades de la vida.
Pasa ahora que todo se ha precipitado. A una edad de suyo complicada, la adolescencia, se ha añadido una sobredosis de información muy difícil de digerir. Y no me refiero, claro, a la información constructiva, edificante, sino a toda la que, lo sabemos, es difícil que un joven pueda procesar sin atragantarse. Pienso en la información sexual, por ejemplo. ¿Cuándo vimos o nos enteramos nosotros, por ejemplo, de la penetración anal? ¿Sabemos que eso es ya pan de cada día en cualquier espacio pornográfico? ¿Qué piensa un joven sobre la sexualidad si cobra adicción por esas escenas?
No voy a caer en la moción reaccionaria de prohibir. Sólo diré que debemos acompañar más a los jóvenes, que hoy más que nunca estamos obligados a ayudarlos con la digestión del horror.

miércoles, enero 18, 2017

Nostalgia de la cárcel













En una de las páginas de su libro 2922 días: memorias de un preso de la dictadura, el ensayista Eduardo Jozami comentó una característica del encierro en la que yo jamás, claro, había reparado. Observa que un preso político, y quizá cualquier preso, se va adaptando a la circunstancia como el nativo de un lugar se adapta a las condiciones de su medio natural: “Aun en los regímenes carcelarios más severos la vida se vuelve rutinaria y, por lo tanto, el preso tiende a acomodarse”. Se refiere Jozami a su cautiverio de ocho años como preso político de la dictadura que gobernó (es un decir) la Argentina entre 1976 y 1983, cuando poco después del fracaso en la guerra de las Malvinas se dio el regreso de la democracia.
Más que comentar el libro, lo que será motivo de alguna reseña venidera, deseo reflexionar ahora sobre ese rasgo en la percepción de Jozami y emparentarlo con lo que habitualmente nos ocurre a los mexicanos. El también autor de la mejor biografía sobre Rodolfo Walsh que conozco apunta que luego de sus años encerrado le quedó una especie de nostalgia, llamémosla así, con exagerada lasitud, de los momentos de serenidad vividos tras los barrotes. Es, creo, algo raro, una especie de síndrome de Estocolmo penitenciario. ¿Cómo —podemos preguntarnos— alguien puede recordar con agrado ciertos momentos de su reclusión?
El mismo Jozami da la respuesta a esa pregunta. En un régimen opresivo, donde unos pocos tienen todos los hilos del control y otros sólo deben callar y obedecer, hasta la cárcel puede ser grata durante algunos periodos, es decir, cuando por un tiempo no hay torturas, requisas, vejaciones. Ya en el destino de la cárcel puede llegar a ser hasta gozoso estar encerrado en un cuarto sin ruido y con libros. El preso agradece tal rutina y vive permanentemente atento, temeroso, a los cambios sorpresivos, a la posibilidad del empeoramiento.
Tras leer eso pensé, creo que con alguna razón, en los mexicanos: aunque sepamos que estamos mal, que muchas veces hemos tocado fondo, que nuestros carceleros no suelen apiadarse, solemos sentirnos contentos en la precariedad, pues siempre sospechamos que la situación podría ser más terrible. Por eso el poder induce el miedo: sabe que preferiremos la quietud de la opresión a la incertidumbre de un traslado o una golpiza.

sábado, enero 14, 2017

De rapiña y de cinismo












Comparto con miles, tal vez con millones de mexicanos, el asco ante los recientes discursos de Peña Nieto. Ya no es posible hablar con eufemismos. Asco, asco puro, es lo que produce su oratoria acartonada, su ensayada pose de político que sabe algo. Con o sin teleprómpter, el residente actual de Los Pinos nos comunica impostadamente grave lo que en los hechos podemos entender como devastación de la economía nacional.
En los días recientes, el sujeto que en teoría encabeza el gobierno de lo que queda de México ha tenido que salir a declarar lo impensable para justificar el hachazo perpetrado contra los mexicanos con el aumento al precio de la gasolina. El jueves pasado fue el colmo. La alocución parece improvisada, de ahí el manejo simplista y enredado sobre todo de su intro: era necesario eliminar el subsidio a la gasolina y usar ese recurso para rubros cuya atención no permite más demora: salud, educación, seguridad… Junto con este imperativo, el gobierno ha eliminado el subsidio para operar como casi todo el mundo, es decir, se trata de una medida aguijada por razones foráneas.
Ganar tiempo es, desde hace mucho, el tema implícito, lo no expresado pero evidente en los discursos enunciados durante los últimos estertores de cualquier gobierno mexicano. EPN está lejos todavía de ceder la banda presidencial a su sucesor, pero ya parece desguazado por los acontecimientos. Se habla incluso de cansancio, de un deseo ya más o menos visible por tirar la toalla. Como tal abdicación no va a darse y no hay modo de deponerlo por otros medios, debe amasar discursos en los que, como es ya una tradición cada vez más exasperante, los buenos resultados de las decisiones tomadas en el presente, un presente de fracaso, se ubican en el borroso futuro, en los sexenios por venir, es decir, cuando gracias a la impunidad que nos caracteriza sea imposible asentar responsabilidades.
En el mismo discurso, EPN articuló una de las metáforas más desafortunadas que yo recuerde en labios de un Ejecutivo federal: “se nos acabó” Cantarell, “la gallina de los huevos de oro”. Se nos acabó. Así, como si de golpe, de un día para otro y de la nada, desapareciera, sin culpables a la vista, el manantial de nuestra riqueza. Tiempos trágicos los que vivimos. Tiempos de mentirosos seriales, de rapiña y de cinismo.

miércoles, enero 11, 2017

En barrena




















“Se define barrena como pérdida prolongada, en la cual el avión cae en una posición de morro bajo describiendo una trayectoria helicoidal (como un sacacorchos) alrededor de su eje vertical. Esta situación también se conoce como autorrotación. Es una maniobra peligrosa si se hace a poca altura debido a la mayor o menor dificultad de salir de ella (dificultad que depende básicamente del tipo de avión y del ángulo de su eje longitudinal respecto al horizonte)”, expresado así, al modo de Wikipedia, el texto es algo complicado para quienes no nos movemos en el ámbito de la física o, más precisamente, de la aeronáutica. Lo que describe es la caída en picada de un avión, tal y como está cayendo nuestro país desde hace varios años.
Antes no advertíamos tanto este descenso porque, como lo observa la explicación técnica, el desplazamiento en caída libre es más peligroso en la medida en la que nos aproximamos al suelo. Hace algunos años ya avanzábamos en dirección al desastre, pero de una u otra forma sospechábamos que todavía había tiempo para reaccionar, para elevar la nave. Sin embargo, nada, absolutamente nada (ni con Salinas, ni con Zedillo, ni con Fox, ni con Calderón) indicaba que el destino de la nave fuera otro que el choque con el horizonte; hoy entonces, en los también pavorosos años de Enrique Peña Nieto, la certeza del impacto está cada vez más cerca.
Disculpen la metáfora aeroespacial, pero de momento no se me ocurre otra para imaginar la trayectoria del país. Está en caída libre y sin piloto en los comandos, si señales provenientes de la torre de control y además, por si fuera poco, amenazado por un gigantesco cazabombardero con matrícula norteamericana. Los pasajeros, por eso, estamos en vilo, viendo con vértigo que el relamido piloto nos tira choros tranquilizadores mientras sentimos el vértigo del desplome.
Sin dejar de señalarlo con incertidumbre, muchos analistas en medios de todos los pelajes apuntan, ahora sí, que queda poco margen de maniobra, que el país ya no está lejos del colapso y que por tanto es imperativo hacer algo. El problema es cómo dar ese viraje, cómo escapar de la coyuntura en la que nos han metido varios gobiernos hasta llegar, para colmo, a uno particular, apabullantemente inepto: el actual.

sábado, enero 07, 2017

Héroes congelados














Cada dos o tres meses practicamos algún ritual para venerar a nuestros héroes. Desde el gobierno, por la vía de la SEP, los niños son sumariamente informados sobre las gestas de personajes que de una manera u otra, a veces sin mucha claridad, “nos dieron patria”. Nos enteramos por lo general, con un maniqueísmo y un vaciamiento contumaces, de que los héroes se rebelaron contra alguna tiranía, contra algún déspota adecuado, encarnación de la perversidad. No vemos nada mal que así haya sido: el pueblo, encabezado por líderes henchidos de convicciones, tuvo todo el derecho a reclamar justicia, libertad, bienestar, soberanía, etcétera, y si algún autócrata se opuso no hubo más remedio que defenestrarlo. Esa es la didáctica general de las efemérides inscritas en el santoral patrio.
Lo curioso de este respeto irrestricto a la heroicidad es su abstracción. Los próceres y sus hazañas son objetos de museo, son parte del injusto pretérito y hoy sólo sirven para que en los patios escolares y en las plazas públicas les mostremos gratitud. Las injusticias contra las que lucharon aquellos hombres probos ya no existen, como tampoco los tiranos que las impusieron. En el presente, pues, gozamos de las instituciones conquistadas gracias a hombres y mujeres bien acaudillados.
Soy de los que creen (y lo creo así desde hace al menos treinta años) que en México padecemos un régimen cuya esencia es beneficiarse a sí mismo y crear injusticias de todos los colores y de todos los sabores. Atrincherada en la hueca historia de bronce y en el “respeto a las instituciones”, una manga de pillos ha prevaricado el servicio público hasta convertirlo en acto ya visiblemente peligroso. Para lograrlo, se ha apoderado de todos los instrumentos que tiene la República para legitimar sus trapacerías y permitir su impunidad. Con algunas pálidas excepciones, son dueños, mañosamente dueños, de todos los hilos: la presidencia, las secretarías, las cámaras, el INE, el aparato económico, el sistema de seguridad, los gobiernos estatales… y no se han saciado.
No digo que calquemos a los héroes, pero sí que pensemos en lo obvio: las injusticias, la opresión, la falta de respeto a la ciudadanía, el despotismo en suma, no son padecimientos del ayer, lepras del pasado. Los vivimos hoy, y hay que hacer algo.

miércoles, enero 04, 2017

Misil Proust














Avelina Lesper extendió su campo de acción a la literatura. Como sabemos, durante muchos años ha tratado de exhibir, creo que legítimamente, el muy fraudulento manejo que se da en el mercado del arte. Decenas, acaso miles de creadores de manchitas o instalaciones sin valor pululan hoy y, aunque se trate siempre de un asunto muy subjetivo, o precisamente por esto, no está de más tratar de distinguir el grano de la paja.
He leído su alegato contra la llamada “tuiteratura” y siento que hay allí, acaso por la arrebatada brevedad del texto, demasiados sobrentendidos y otras tantas generalizaciones. Para empezar hay que decir que con internet se multiplicó toda forma de creación personal buena, regular y pésima. Artistas y seudoartistas de cualquier disciplina (música, plástica, danza, cine, literatura…) han encontrado un trampolín en las nuevas tecnologías y ya no podemos esperar que sólo se manifiesten los genios. Ahora es suficiente un teléfono celular y WiFi para que cualquiera, con o sin talento y formación, nos comparta sus chuladas. Ya deberíamos estar acostumbrados a esto y no sentir que se trata de una horda invasiva al Sagrado Recinto de la Belleza.
Sospecho que quienes trabajan seriamente en alguna disciplina artística han asumido el uso de las redes sociales, como Tuiter, con el debido escepticismo. Me parecería insensato que alguno se creyera mejor artista sólo porque publica allí. Tampoco me parece afortunado disparar el misil Proust para contrastar la supuesta frivolidad de todos los tuiteros con respecto del abnegado francés. Que yo sepa, ningún tuitero cree que sus maquinazos de 140 caracteres pisarán los callos de En busca del tiempo perdido, y lo mismo ocurre con quienes suben su música a YouTube: no están compitiendo contra Wagner. Calma, pues, no caigamos tan fácil en el fundamentalismo de la pureza.
Salvo todas las salvedades (que en las redes son casi infinitas), sospecho que los buenos escritores que se asoman a Tuiter lo hacen sin pensar que de allí, de sus tuitazos (me suena feo eso de “twiterazos”), va a salir la obra que estremecerá a la humanidad. Creo que la alarma de Lesper es, pues, excesiva. Más: creo que si monsieur Prust hubiera tenido redes sociales, las hubiera usado sin sentir que perdía el tiempo para ir en su prodigiosa búsqueda.