miércoles, noviembre 30, 2016

Examen



Estaba en la preparatoria y en aquellos tiempos sucedía ya que las secundarias federales padecían sobrepobladas por la escandalosa cantidad de sesenta alumnos, y a veces varios más, en cada grupo. Los exámenes, por eso, solían ser elementales, de unas pocas preguntas que permitieran al maestro la revisión más veloz posible. Estaba en mi segundo año y yo sospechaba desde entonces que las humanidades eran “lo mío”. Soñaba pues con dejar atrás, algún día, todo lo referente a la física y el álgebra, como al final ocurrió cuando opté por estudiar Derecho. En un examen de historia, una de mis pocas materias favoritas, cierto compañero de cuyo nombre no puedo acordarme me pidió entre dientes, desde el pupitre de atrás, que abriera el brazo para copiar la pregunta número ocho. La maestra no podía derramar su mirada vigilante en todo el salón, así que solía pedir ayuda a una secretaria o a quien fuera. Vi casos raros, como el de un profesor que llevó incluso al conserje de la escuela con tal de impedir que los alumnos copiaran. Diez minutos después yo tenía el examen concluido, pero con más desidia que generosidad, o no sé si miedo a que me descubrieran pasando las respuestas, esperé el momento oportuno para facilitar el trabajo de mi amigo. Entonces, lejos la maestra y distraída en una ventana su aburrida ayudante, abrí un poco la axila y dejé pasar la mirada de mi compañero. “Listo, la copié, listo”, me dijo con un susurro. Unos días después recibí un diez de calificación (los exámenes eran, como ya dije, simplísimos, tal blandos que un adulto con información mediocre podía responderlos en dos minutos). Pasaron varios días y llegó la calificación de la materia. Mi compañero recibió la suya y de inmediato me buscó para hacerme un comentario burlón: “Por tu culpa obtuve un 9 (nueve) de calificación”. Su única respuesta incorrecta fue la que me había copiado. Obviamente me desconcertó, pues yo saqué 10 (diez) final. Le pedí que me mostrara su examen, y allí estaba la razón de su 9. La pregunta solicitaba anotar las ciudades donde habían estallado las dos primeras bombas atómicas. Con lápiz, claramente, mi compañero había copiado y ésta había sido su respuesta: “Hiroshima y Nacozari”. 

sábado, noviembre 26, 2016

Boquete



















Llegó al cementerio en la madrugada, a las dos en punto. Con dificultad brincó la barda enana que lo separaba de los túmulos y afortunadamente pudo ver, gracias a una luna llena que parecía foco, la cuadrícula polvorienta de caminitos y el decorado escenográfico de lápidas y cruces que le recordó películas mexicanas de terror. Un perro ladró a lo lejos, y más lejos aún sonó el pitazo imperativo de un tren. La noche de noviembre ya no guardaba calor  ni mosquitos, sino un fresco que en mejores situaciones hubiera sido disfrutable. Avanzó con los ojos puestos en los árboles, atento al sitio convenido. Lo encontró junto al pinabete que lucía sus tristes greñas con un horror obvio en ese ámbito. Había alcanzado los sesenta y dos años con una enfermedad metida en el fondo de los huesos. El hoyo era de buen tamaño y, al parecer, tenía la profundidad suficiente para aislarlo de todo. Pensó en el pasado inmediato, en el lento o quizá no tan lento descenso hacia el abismo de la depresión. Poco a poco, sin quererlo pero también sin luchar en contra de ellos, los problemas se fueron acumulando a su alrededor. La pérdida del trabajo, el quebranto de su relación de diez años, la aparición del mal hospedado en su cuerpo cuando fue al examen de rutina… Todo venía a pique, trató de meter las manos pero pronto vio que era imposible. El cuerpo da hasta cierto límite, y el alma igual. Ahora ninguno de los dos estaba a modo para defenderlo: cuerpo y alma se mostraban ahora vencidos y no tenía caso oponerse al destino ya sellado. Todavía miró hacia el cielo. Vio la luna, unas nubes afiladas, las ramas lúgubres del pinabete, el caminito de tierra. Nada, no había consuelo en nada, ni arriba ni abajo. Se colocó al borde del agujero, sentado, y al empujarse un poco con las manos cayó como bulto, derrumbado en el fondo, quizá con el tobillo roto. En la cintura, metida en el pantalón, guardaba la pistola. La colocó de frente a su boca. Ahora no veía nada, sólo sintió la gelidez metálica del cañón por el que saldría su balazo. El panteonero había cumplido con el trato bien pagado de hacer el hoyo. Antes de dispararse deseó que ojalá y aquel hombre llegara con la aurora, callado y responsable, a recoger la pistola y reintegrar la tierra al boquete ya habitado.

miércoles, noviembre 23, 2016

Puntos












Todo comenzó con un pantalón nuevo. Adrián lo recibió como regalo de su novia y se puso contentísmo: “Es para la fiesta —le dijo Yosadara—, y luego ya sabes…”. El “ya sabes” iba acompañado de un guiño y era la insinuación de la promesa, largamente pospuesta, de entregarse en un hotel. Todos sus amigos ya habían pasado por ese aro de lumbre y Adrián se sabía rezagado. En las charlas de borrachos postadolescentes, por supuesto, no admitía su demora, desviaba el tema cuanto podía y cuando debía encararlo no dejaba de fanfarronear con falsedades. Creía ser convincente, pero en el fondo palpitaba su sospecha de que alguno de los cuates podía descubrir la triste verdad. Así que al mismo tiempo recibió el pantalón y el ofrecimiento de su novia: ahora sí, luego de la fiesta buscarían el sitio y ya, por fin, terminaría el misterio más grande en sus largos 16 años recién cumplidos. Sólo faltaban tres días y listo, sabría quién era Yosadara en cuerpo y alma. Llegó a casa, entró a su cuarto, se tumbó el pantalón viejo y por la prisa se le fue hasta el calzoncillo. Así, desnudo y con apuro entró en el nuevo. Se vio en el espejo y lucía perfecto, impecablemente negro. “Este será el pantalón de la victoria”, pensó. Sin perder alegría, con innecesaria premura bajó el zipper y allí ocurrió el desaguisado. La punta de su prepucio fue agarrada por los dientes de la cremallera y Adrián quedó inmovilizado. Sintió un dolor que llegó hasta sus ojos, que de inmediato se humedecieron. Quiso gritar, pero imaginó la entrada de su madre y sus hermanas, la bochornosa revisión. Como pudo se tendió en la cama y allí, inmóvil, esperó no sabía qué. Se fue la madrugada y en la mañana —ventajas de las vacaciones— oyó el llamado de su madre tras la puerta. Fingió, le dijo que quería seguir dormido, y así pasó todo el día. Aprovechó que la casa quedó sola para arrastrarse como gusano a la cocina. Tenía hambre, pero evitó los líquidos pues no quería orinar. Desesperado, un día y medio después dio un jalón al zipper que cedió dejando una herida en el pellejo. Sin remedio, su madre lo llevó al hospital y allí le pusieron cuatro puntos. Ya en casa, casi aliviado, recibió a Yosadara y ella decidió darle un adelanto: se desabotonó la blusa, se desabrochó el sostén y Adrián comenzó a gritar de dolor.

sábado, noviembre 19, 2016

Alianza














Bajé del camión y lo primero que se me ocurrió fue husmear por la ciudad, comenzar a conocerla pese a sus 38 grados. Así que esto es La Laguna, pensé. Tanto que me la platicó mi padre, oriundo de acá. El viejo todavía alcanzó a ser fanático del Santos, pero no me contagió, pues yo torcí hacia Chivas desde que estaba en la primaria. Mi padre festejó como loco el primer campeonato, allá por el 96, y un año después se nos adelantó. Desde entonces, para homenajearlo en secreto, quise echar una vuelta a su ciudad, a Torreón, pero jamás se dio la oportunidad hasta este día. En la empresa me comisionaron y no me hice del rogar, tomé el bus y nueve horas después llegué a la cochambrosa terminal. “Los primero es lo primero, mijo. Vaya al Torreón viejo, camine por la Casa del Cerro y échese una cerveza en el mercado Alianza. Allí empezó mi ciudad”. Eso hice. Sólo traía una mochilita de hombro y antes de buscar hotel se me ocurrió tomar un taxi hacia el “Torreón viejo”, como le decía mi padre. Cuando llegué a la zona comencé a culearme. Era un sitio espantoso, caótico, parecía un mercado de la India. Bajé de todos modos y erré sin rumbo. Me asombró la cantidad de perros callejeros, tantos como personas. También me asombró la cantidad de catarrines, todos tirados o sentados en la calle con su frasco de alcohol médico mezclado con cualquier refresco. Vi de lejos la famosa Casa del Cerro y me prometí visitarla con más calma. Luego me interné en un laberinto de callecitas con fruterías, carnicerías, queserías y todo lo que termine en ías. Hallé, por cierto, varías cervecerías semiocultas y por supuesto sórdidas. Vi una que además contaba con billares. Entré. Estaba sola, pero apenas me senté, comenzaron a poblarse las otras mesas. Supongo, por las fachas, que eran albañiles, jornaleros, raza de combate a ras de suelo. Sentí que algunos me miraban de vez en vez. El solo hecho de usar lentes era allí una diferencia sustancial. Pensé en beber sólo una Indio y salir, pero me gustó que estuviera harto fría y me tomé la segunda. Algo más me gustó: la música norteña de la rocola, triste y justísima para el lugar. Cinco horas después salí de allí, mareado y vagamente orgulloso porque le cumplí a mi padre: empecé a conocer Torreón por su comienzo. Luego pedí un taxi hacia cualquier hotel.

miércoles, noviembre 09, 2016

Jefe




















Me urgía un trabajo y compartí a mi primo la inquietud. Era un tipo cercano a dos o tres mandones, abierto y oficioso. “Le diré a don Óscar que te reciba; él podrá acomodarte en alguna chamba”, propuso. Don Óscar no, pensé, pero preferí no ponerme rejego. Confié en el tiempo, en los treinta años transcurridos. Fui pues a la oficina del viejo. Despachaba en un edificio de tres pisos, todo de su propiedad. Yo sabía que alternaba el negocio de los tráileres con la política, pero seguramente andaba en más asuntos. Estos sujetos jamás se quedan quietos, le tiran a todo. En la antesala me hicieron esperar más de media hora. De la mesita central tomé una revista para matar el rato. Era un pasquín servil al poder de turno y por supuesto hostil, casi brutal, con los enemigos. Por allí vi la foto de don Óscar en un templete donde él y varios como él levantan los brazos en señal de triunfo. Era uno más entre los pocos que se habían apoderado del municipio. Jamás perdían. La secretaria me hizo pasar y lo vi de espaldas, la mancha de pelo corto en su nuca y la calva como tonsura. Hablaba por teléfono, miraba hacia la calle. Esperé de pie a que el viejo me ofreciera asiento. Tres eternos minutos después se dio la vuelta y casi sin verme estiró la mano para señalarme el asiento. Siguió llamando. Capté que era una larga distancia, algo de comprar o vender camiones en Reynosa. Hablaba sin cuidar la información, fuerte y distendido. Colgó veinte minutos después y de inmediato recibió otra llamada. Era un colega suyo de la política local. Lo trató de compadre. Habló sobre una reunión. Mencionó un rancho. Especuló sobre una candidatura. Habían pasado treinta años desde que publiqué un reportaje sobre este gusano. En ese lapso perdí todo: la revista, la familia, el entusiasmo. El viejo colgó otra vez. Apenas lo hizo, le habló su secretaria. Salió de la oficina sin cerrar la puerta y me abandonó quince minutos más. Atendió de pie a uno de sus empleados. Al fin volvió, miró la pantallita de su celular, picoteó. Tomó asiento, barajó papeles sobre el fichero, habló: “¿Lo conozco?”. Respondí que no. “Bueno, da igual. Mire, tengo un puesto de velador. Si le cuadra, empieza hoy”. Volvió a sonar su celular. Mencionó unas inversiones en McAllen.

sábado, noviembre 05, 2016

Torre




















La “Figura 68” (Torre de radioemisión vista desde abajo, foto de László Moholy-Nagy) del libro Punto y línea sobre el plano, de Vassily Kandinsky, me perturbó. Se trata de una imagen en la que se entrecruzan varias vigas de metal, lo que configura un todo sin orden aparente. Es uno de los muchos elementos gráficos que Kandinsky suma a sus teorizaciones sobre el constructivismo. Lo cito por una razón: esa torre es idéntica a la que años atrás vi desde esa misma perspectiva y en la que supuse iba a perder la vida. Todavía hoy, muy frecuentemente, pienso en aquellas horas. Salí de la galería como a las ocho de la noche, y estaba a punto de llegar a mi Focus cuando tres hombres me cayeron por la espalda. Oí una voz y al mismo tiempo sentí una cosa fría y dura en el cuello, detrás de la oreja derecha: “No se mueva, no mire”. De inmediato acaté la orden. Una manaza me agachó la cabeza y caminamos a un vehículo. Sólo pude ver los zapatos de quienes me detenían. Me subieron y en todo momento indicaron que no mirara, que mantuviera el cuerpo encorvado. Conjeturé: era una confusión. Ese día llevé mi saco más elegante, pues recibiría al arquitecto Aranguren. Sin problemas cerramos el trato por dos cuadros que le gustaron mucho, y se fue. Noté que, bien observados, parecíamos parientes, por lo menos primos: el pelo largo, ensortijado y canoso, la misma estatura, el saco azul y la camisa blanca. Todavía contesté algunos mails en la galería, afuera se hizo de noche y al salir pasó lo que pasó. Era una confusión, sin duda. Nos detuvimos en un paraje oscuro. Me dejaron un rato en el coche y bajaron a deliberar. Oí que discutían, pero no entendí nada. Poco después me bajaron, caminamos un rato en la penumbra y llegamos a una torre. Me echaron las manos atrás, me amarraron a una pata de la torre y se largaron. Pensé que volverían a terminar con todo, pero no. Tuve mucho frío y sentí que en cualquier momento me atacarían las alimañas. Asombrosamente pude dormir, y amaneció. Durante la mañana vi la torre desde abajo, ya con la espalda tiesa de dolor. Cuando estuve seguro de que no volverían, me zafé del nudo. Todavía eché un vistazo a la torre y huí a tumbos. Hoy, dos años después, encontré la imagen del húngaro Moholy-Nagy y recordé todo con renovado horror.

miércoles, noviembre 02, 2016

Ganchos













Mi boleto era de la fila D en la zona verde, un buen lugar para ver la pelea de campeonato. No el más caro, por supuesto, pero sí cercano al ring. Se enfrentarían Ismael Burrito Gómez contra Alberto Misil Aguirre por el fajín de peso gallo del Consejo. Yo no tenía favorito, pero me inclinaba levemente a favor de Gómez sólo porque en teoría era el más débil. El título estaba vacante y se pronosticaba una pelea de órdago. Despaché las preliminares sin mayor emoción, dándole con gusto a la cerveza. Así llegó el pleito estelar y con él Isabel a la primera fila. Isabel lucía espectacular, casi una artista. Traía una falda brillosa, como de oro, untada a su descomunal derrière. Pese a sus cuarenta y cinco se conservaba como si dios no quisiera maltratarla, un cromo. Puedo asegurar que incluso estaba mejor que antes, cuando fuimos novios. Ya desde entonces, a sus veintitantos, era ambiciosa. Jamás dejé de pensar que, de hecho, me cortó porque aspiraba a más, pero no pude probarlo porque poco tiempo después consiguió un trabajo fuera de la ciudad y le perdí el rastro. Pasados los años, un amigo común me dijo que Isabel había pegado el brinco del barrio al paraíso, pues se agenció un millonario, un cacique de Zacatecas. En teoría eso no debía dolerme, pero lo hizo. Muchos años pensé lo mismo cuando el recuerdo me la traía a la mente: la perdí por falta de plata. Pero yo no estaba muy seguro de que ella estaba bien, feliz y orgullosa de ser la propiedad de alguien, una cosa. Ella y su mono llegaron pues a la primera fila y de inmediato noté la pleitesía del acomodador y de otros personajes: el tipo era tan importante que se daba el lujo de llegar hasta la última pelea y le respetaban los asientos. Isabel, insisto, lucía como actriz en alfombra roja, y su dueño era un bigotón de pelo en pecho, esclava en la muñeca y Stetson negro. Sus conocidos lo saludaban con respeto y frente a Isabel bajaban la cabeza. Sentí impotente rabia. Cuando comenzó la pelea, vi que el tipo le iba al Burrito, y entonces, de manera natural, cambié mi preferencia, me incliné por el Misil. Fueron suficientes dos ganchos para que el Burrito liquidara, por KO efectivo en el tercer asalto, al bulto Aguirre. Hay tipos que siempre ganan todo. El bigotón era uno de ellos.