jueves, septiembre 08, 2016

Ojos en la sombra con Nazul




















Nazul Aramayo, joven escritor lagunero, me entrevistó hace un año para la revista digital Suplemento de libros. El tema fue Ojos en la sombra (Conaculta, 2015). Refriteo aquí el diálogo con agradecimiento retroactivo a Nazul y al Suplemento...

Desde que recuerdo, en las sesiones del taller literario, hacías énfasis en narrar de lo que sabemos y desde donde estamos. Noto en los libros Las manos del tahúr, Parábola del moribundo y Ojos en la sombra que también los nutre eso que nos decías. ¿Se ha vuelto una especie de consigna para ti o por qué el énfasis en contar historias fuera de cualquier relumbrón cultural?
—Uno puede escribir sobre lo que sea, esa es decisión de cada quien y es imposible coartar algo que parte del gusto, es decir, de la subjetividad más profunda. Lo que sugiero en los talleres literarios —en la idea de que son eso, talleres literarios, es decir, espacios para el aprendizaje de la escritura sobre todo de jóvenes— es que al menos en los primeros intentos los concurrentes no busquen temas exóticos, lejanos en el tiempo y en el espacio a su experiencia personal. Se supone que en esa etapa no sólo se está afinando la escritura en sí, es decir, el oficio sutil de entretejer palabras con malicia e intención digamos estética, sino que también se está escapando del huevo, se está madurando. El joven, al llegar a un taller, carece no sólo de las herramientas técnicas de la escritura, desconoce lo que puede hacer con las palabras si las organiza de un modo o de otro; también, como joven, es muy probable que no haya sido atropellado por nada y esté lejos de la angustia laboral, de los fracasos amorosos, de la resignación matrimonial o del divorcio, de los tropiezos filiales, de los achaques, del desaliento político, de la cercanía de la muerte propia y la certeza de la ajena, del tedio, de la desesperanza. Lo que le queda por contar, entonces, es lo que tiene más a tiro de piedra, los conflictos de la escuela, la amistad, la relación con sus padres, hermanos y amigos. Eso es lo más práctico, lo que suelta más rápidamente la mano del aspirante a escritor al menos para los propósitos siempre un tanto apresurados del taller. Esto no significa, por supuesto, que haya impedimento alguno para que un joven tallerista escriba en primera persona el relato del alienígena intergaláctico o el del viejito abandonado por todo mundo cuando le pega cáncer de próstata. El joven escritor tiene derecho a tratar el tema que guste, pero no sé si los resultados van a ser los mismos si escribe sobre algo que le atañe o sobre algo que le queda a miles de años luz o a cuatro o cinco décadas de distancia vivencial.

Aunque el tono es humorístico hay algo de nostalgia. Las historias suceden en gran medida en los 80, hay una sensibilidad, en algunos, más propia de los 70. Se lee una ciudad que en algunos aspectos ya no existe pero en otros parece que se detuvo en el tiempo y repite lo de décadas pasadas. ¿Cómo fue tu relación ciudad-recuerdo para crear los cuentos que ahora leemos?
—Cuando un escritor maneja el humor no puede reconocerlo campechanamente, pues corre el riesgo de parecer pedante. Por eso es común que escritores como Ibargüengoitia hayan rehuido a la etiqueta de “humoristas”, dado además el prestigio intelectual que tiene la seriedad, la sobriedad, la gravedad, asociados más comúnmente con la inteligencia. En mi caso no rehúyo la etiqueta, pero me incomoda que me obliguen a hablar sobre el “humor” de mis relatos, si es que lo hay (esto es en sí un tanto humorístico, pero no puedo evitarlo). Ahora bien, dados mis intereses de lector, siempre he encontrado placer en autores que saben trabajar con el humor en sordina, no desparpajado, sino sutil, expresado en mil detalles ocultos en su prosa, en las peripecias que diseñan, en el tono general de sus libros. El Quijote sería el primer gran ejemplo del humor que me complace. Ese mismo humor, o parecido, lo leo en escritores que he tenido cerca como Carpentier, como Rulfo en muchos cuentos de El llano…, como Borges, quien llevó la ironía al más alto sitio al que se puede llegar en ese rubro, hasta la fecha, en América Latina. En mi caso aplico un recurso que aquí, para abreviarlo, llamaré “pendular”: procuro que mis textos se muevan, oscilen, entre eso que denominan humor y el otro lado: la tristeza, la desdicha, la “nostalgia” que mencionas. A veces salen más cargados a un lado que a otro, pero eso no depende de mí sino del tema o del estado de ánimo que tuve al momento de escribir. No sé. Por otra parte, y en respuesta a la segunda vertiente de tu pregunta, escribí esos cuentos en los años previos a mi onomástico cuarenta. No fue deliberado, pero ahora que me lo planteo retrospectivamente puede ser que estuve saldando cuentas con mi pasado, con mi juventud y mis primeras caídas de adulto. Provengo de una etapa poco dada al desenfado ideológico del nuevo milenio, todavía milito políticamente, tengo un lado “serio” y sesentero-setentero que pesa bastante, y supongo que eso se nota en varias de mis historias. Hoy a muchos escritores les apenan las etiquetas, que les digan “de izquierda” y todo eso. A mí no; podré ser escéptico, podré sentir desaliento, pero me queda claro que las ideas de mi juventud no fueron sembradas en broma y siguen siendo útiles para contrapesar, al menos en mí, el alud de inhumanidad que nos rodea y al que por cierto le sienta de maravilla la indiferencia que no comparto. En cuanto al entorno lagunero dominante en mis relatos, lo mismo: mis personajes se mueven más a gusto en La Laguna simplemente porque aquí le tocó vivir a quien los creó.

Como escritor ¿qué tanto nutren o estorban los trabajos periféricos, como los que realizan los personajes, en tu creación literaria?
—Ya que no puedo vivir de la literatura, siempre he tratado de trabajar en espacios que no me coloquen demasiado lejos de ella, es decir, en universidades, revistas, centros culturales y en casa, de freelance, como redactor, corrector, editor... Eliminadas dos módicas becas estatales, cada una de un año, jamás he tenido patrocinios para escribir, así que en realidad he vivido toda mi vida laboral con dos chambas: la alimenticia y la literaria; soy pues el mecenas de mi propio destino de escritor. Esto de las dos profesiones no ocurre en otras: el plomero es plomero, y vive de eso, así como lo hacen el médico, el contador, la dentista, el ingeniero, la modista, el comerciante. Dado el estatuto un tanto nebuloso de la profesión de escritor (al menos donde vivo), uno sufre la condena de la invisibilidad laboral, por eso pasa con frecuencia que me pidan algo así: “Mi sobrino de quince años escribió una novela sobre dinosaurios y me gustaría que la leyeras para que le digas si es buena o no; sólo son como 200 páginas”. Es muy difícil explicar en estos casos que uno no desea leer eso, que si uno tuviera tiempo libre leería a Víctor Hugo o a Emerson, y que si lee algo que está al margen de sus intereses debe ser por trabajo, con un pago de perdida simbólico. Pues bien, cuando uno, titubeante, trata de explicar esto, parece un mezquino, un verdadero miserable, como no parece mezquino ni miserable el médico cuando vamos a una consulta y nos cobra honorarios. Todo este circo de la supervivencia ha entrado a mis relatos porque está en mi experiencia y porque tiene también algo de tragicómico, de picaresco en el sentido quevediano de la palabra.

¿Por qué escribir sobre el escritor si, como en “Papá Matías” se afirma que “La literatura no sirve para nada por acá, sólo para ocasionar problemas?
—Esto tiene relación con la respuesta anterior, pero antes debo instalar una nota al pie de página: mis personajes opinan por su cuenta, sus pareceres no necesariamente son los míos. El personaje de ese relato es un pesimista, un tipo que de antemano se sabe condenado a la mediocridad, al fracaso, y que por una misteriosa razón (todas las razones que nos mueven a hacer algo son misteriosas) sigue intentando escribir. Lo único que hice fue llevar al extremo, en ese personaje, un sentimiento que yo tengo sobre los beneficios que deja la literatura en un páramo como el lagunero: dos o tres apapachos de los amigos, cierto orgullo familiar, algún pequeño espacio laboral, unos cuantos pesos y fin. Todo lo demás son problemas, inadaptaciones por ejemplo a lo fiscal, rezagos, broncas sobre todo cuando, como en La Laguna, no hay un flujo intenso de energía cultural y por ello no se ha alcanzado un estatus de profesionalización siquiera decoroso para actividades como la mía de escritor e incluso de editor, corrector, maestro. A esta hora, luego de 35 años dedicados a la literatura, con cientos, miles de cuartillas comprobadamente publicadas en libros, revistas, periódicos e internet, mis números materiales son apenas grises, no negros, pero por razones otra vez misteriosas creo que he hecho lo correcto, que el precio de seguir escribiendo ha sido rodearme de problemas que otros a mi edad, como dice el personaje del cuento que mencionas, ya tienen resueltos.

A propósito de “Puentes”, la última sección del libro: ¿por qué trazar vasos comunicantes entre las tragedias latinoamericanas como la de Argentina y Chile con la cotidianidad que vive un lagunero?
—Desde hace muchos años, casi podría decir que desde que leo, he sentido una gran identificación con la realidad y los problemas de los países latinoamericanos. No soy indiferente a sus historias, al desgarramiento de sus territorios, de sus economías, de sus hombres y mujeres. De joven me interesé mucho por la crónica de Indias, me enteré cómo nacimos, cómo desde entonces hemos sido saqueados casi hasta el exterminio, cómo desde la conquista somos un estorbo paradójicamente funcional para las grandes potencias. Eso no es demagogia. Nuestros razagos, visibles cuando apenas damos un paso en la calle o nos internamos en cualquier barrio o ejido, obedecen a miles y miles de pequeños actos de violencia perpetrados por naciones foráneas y por sus esbirros autóctonos. No otra cosa es para mí, hoy, Estados Unidos y el gobierno mexicano, por citar sólo el ejemplo que tengo más al alcance de mi asco. Pues bien, dos de los países cuya historia mejor conozco son Argentina y Chile, y a estos añadiría Cuba. Con el primero de estos países he mantenido una relación muy intensa en los años recientes, como de 2000 a la fecha. He leído mucho sobre su, espero, última dictadura, sobre los problemas que vinieron luego de que cayó y del momento para mí alentador que los sorprendió con la llegada, en 2003, del kirchnerismo. ¿Cómo no estar de acuerdo con un gobierno que condenó por fin a los militares genocidas? ¿Cómo no estar de acuerdo con un gobierno que, como pocos, ha dado la pelea contra un grupo mediático como Clarín? Toda proporción guardada, es como si los gobernantes en México por fin decidieran poner un alto a las porquerías de Televisa, cosa que estamos lejos de ver. Así pues, un poco azarosamente me salieron tres o cuatro cuentos que tenían, como dices, vasos comunicantes entre las realidades argentina, chilena y méxico-lagunera. Puede parecer un atrevimiento o una ingenuidad, pero para mí nuestras realidades acusan muchas simetrías y pueden ser tratadas literariamente sin desbarrar.

En tu “Palabra final” mencionas “no deseo trazar historias deshuesadas, ‘prosa poética’, ocurrencias pasadas de contrabando como cuentos”, ¿consideras que ya no se escribe cuento clásico o que ya no se buscan los mecanismos lingüísticos para soportar una estructura?, ¿por qué consideras necesario acatar las reglas del cuento clásico?
—Creo que traté de dejar claro en esa “Palabra final” que en mi libro procuré (ojo, en mi libro) ceñirme a la idea —no mía— de escribir cuentos de una manera no suelta, relajada, desenfadada, sino de acatar las nociones que han caracterizado al género de unas décadas a la fecha. Y no estoy en contra de ningún formato, de ningún molde ni de ninguna cruza experimental. En lo que discrepo es en pasar de contrabando (usé tal palabra: contrabando) un formato cuando en realidad es otro. Sé que sueno rígido en esto, pero sería la misma rigidez decir que a un perro le digamos perro y no rinoceronte, o decir que a un libro le digamos libro y no refrigerador. Ni el libro ni el refrigerador son buenos ni malos en sí, no se contradicen, son sólo objetos distintos, y es lo mismo que pienso sobre el cuento-cuento y la prosa poética. Está bien romper las reglas, desbaratar, pero siempre debemos mantener alguna mínima certeza. El dadaísmo sólo funcionó una vez.

¿Por qué el título Ojos en la sombra? ¿A qué se refiere?
—A mí me gustan casi todas las palabras, pero unas más que otras, como a cualquiera. Entre las que me gustan mucho está “sombra”. Tiene la misma sonoridad que “lumbre”, palabra que coloqué en el título de mi primer libro, publicado en 1990. Usé “sombra” aquí, en primer lugar, porque me gusta su sonido, y en segundo, porque pensé en una especie de metáfora: el escritor es un sujeto que mira desde el margen, que observa a veces sin ser visto, que da testimonio desde la oscuridad. Sus ojos son pues unos ojos no observados, unos ojos en la sombra.