miércoles, septiembre 14, 2016

Cena












Sentí el filo nervioso en mi yugular y al mismo tiempo escuché las palabras supuestamente imperativas, firmes: “¡El dinero o lo mato!”, dijo. No le creí, el tipo temblaba, era un principiante. Había poca luz en esa calle, otro de los agujeros negros que adornan con su peligro las madrugadas de mi ciudad. Yo caminaba porque el coche me dejó tirado y pensé que andar veinte, treinta cuadras podía convertirse en una especie de ejercicio forzado a mi sedentarismo. De pronto, las dos manos en mi cuello, el cuchillo y la frase rompieron el paseo. “Tranquilo, tranquilo”, dije. “¡El dinero o lo mato!”, repitió. Le expliqué rápido que permitiera mi movimiento, que aflojara un poco su mano y su cuchillo para sacar mi billetera. “Tranquilo, amigo, no haré nada, tranquilo”, insistí. Yo estaba seguro de que era un principiante, y en tal corazonada fundé mi temor. Un profesional no mata al asaltar en la calle, mientras que un principiante puede matar en cualquier situación, ante cualquier mínima amenaza. En eso ocurrió algo sorprendente. Era mi día, o mi noche, de suerte, y yo que pensaba en lo contrario cuando el Tsuru ya ni siquiera dio marcha. El tipo aflojó la mano izquierda que me atenazaba el cogote, retiró el cuchillo y cuando pude voltear ya estaba semihincado, gimiendo como mocoso. Escuché unos estertores y luego otras palabras: “Perdón, señor, váyase, yo no sirvo para robar”, dijo y soltó un gimoteo más fuerte. Quise caminar, pero me detuvo la curiosidad, el deseo de ver su rostro. “¿Puedo ayudarte en algo?”, le pregunté. “No, sólo tengo mucha hambre”. Me compadecí: “Mira, ten, cien pesos”. Por fin levantó la cara. Era flaco, tenía los ojos hundidos, la edad indescifrable de los apabullados y la ropa muy sucia. “No, señor”. Tras rechazar mi dinero, le ofrecí otra opción: “Vamos a la plaza, allí siempre está el carrito de los hotdogs, te disparo los que quieras”. Afirmó con la cabeza, dejó de gimotear y comenzamos la caminata de tres cuadras hacia la plaza. Un rato después, el tipo engulló, en silencio y casi sin respirar, nueve hotdogs con todo. Al despedirnos pensé en lo obvio: es increíble que no me haya matado con esa hambre y esa incapacidad de principiante.