miércoles, agosto 31, 2016

Visita













Elías observa el número incrustado en la pared de ladrillo rojo. Como si fuera a robar, mira a los dos flancos de la calle y advierte que no viene nadie. Un olor a jazmines rodea ese momento y detiene la vista en la maceta rectangular: “Cuida bien sus flores”, piensa. Toca el timbre, una especie de gong oriental que suena casi en su oreja, muy próximo. La casa es pequeña, de apenas unos cinco metros de ancho. Oye una respuesta lejana, seguramente la voz de Rita. Pasan dos minutos y vuelve a timbrar. Unos segundos después, la puerta se abre y allí está ella, Rita. Pasa un instante que ambos dedican al reconocimiento fugaz de las facciones. Pese a las arrugas, descubren en la memoria de esos rasgos la antigua cara que tuvieron, cuando fueron jóvenes. Sonríen, se dicen hola y aproximan sus mejillas en un roce que intenta ser un beso. Rita le permite el paso y él, Elías, avanza hacia uno de los sofás. No sabe si sentarse o permanecer de pie hasta que ella le ofrece tomar asiento. Suena entonces, del fondo, una voz que dice Rita. Ella se disculpa y va hacia una habitación. Tarda como cinco minutos y Elías aprovecha para mirar. Objetos de cerámica, manteles tejidos, cuadros de metal repujado, un óleo con la imagen de una casita en la montaña, un trastero con vajillas chinas, un florero y una vela inmensa delante de la guadalupana. En una mesa ratona más lejana, decenas de cajas con medicamento. Piensa en su situación: sesenta y cinco años, soltero, un infarto salvado de milagro y la sensación de que pronto llegarán más enfermedades. Rita vuelve. Explica que su madre le demanda mucho tiempo. Ochenta años, muchas enfermedades. Rita debe tener sesenta o poco más. Ya no es bella, pero algo, algo lejano de lo que era sobrevive todavía en su gesto. Elías supone que la vitalidad de Rita, lo que quizá la hace parecer más joven, es la fe. Ella tiene fe, cree en algo. Rita sonríe, dice que trabajar y cuidar a su madre es muy pesado, pero no importa, ella estará allí hasta que dios quiera. Elías imagina entonces esas manos, las manos de Rita, cuidándolo. No queriéndolo. Cuidándolo cuando lleguen los malos días.

lunes, agosto 29, 2016

Sobre Juanga sin aspavientos















Disiento amablemente (y parcialmente) de algunos que se han puesto doctorales y descalificatorios a la hora de juzgar: en ese oficio para mí hay tres sujetos metidos hasta el tuétano en el ánimo popular de México: en orden cronológico, Agustín Lara, José Alfredo Jiménez y Juan Gabriel, cada uno con al menos treinta composiciones que ya pertenecen al cancionero íntimo de nuestro país. En efecto, las letras de Juan Gabriel no son dechados de calidad literaria, abundan en defectos, pero aun así intentan y logran comunicar algo. Lara y Jiménez, cada cual a su modo y en el plano verbal más dotados, también tienen detalles que en lo estrictamente literario pueden ser cuestionables, pero igual: comunican con gran fuerza sentimientos elementales de, sobre todo, amor y desamor. Lo que no debemos perder de vista es que Juan Gabriel, a diferencia de Lara y Jiménez, fue todo: compositor, arreglista y espléndido cantante, y si a eso agregamos sus ruidosos performances en el escenario y el tiempo mediático que le tocó, ya vemos el resultado.
En cuanto a los defectos, la canción comercial/popular es así, se articula abajo, muchas veces por personas sin instrucción, intuitivas. No podemos pedir que Lara sea López Velarde, que José Alfredo sea Sabines ni que Juanga sea Octavio Paz. Lo digo sin aspavientos: me gusta lo comercial cuando a mi juicio tiene, pese a sus defectos, indescriptibles aires de sinceridad, y eso noto en Juan Gabriel y en muchos otros compositores de vena callejera. Si muy académica y quisquillosamente nos ponemos a buscar defectos a sus piezas, quizá los hallaremos. Pero insisto, cualquier canción popular (bolero, huapango, ranchera, norteña, balada, corrido, son, cumbia…) los tiene:

De la sierra morena,
cielito lindo, vienen bajando
un par de ojitos negros,
cielito lindo, de contrabando.

Veamos rápido: hay abuso de diminutivos y un ripio espeluznante en el bajando/contrabando. Además, el verbo “vienen” debe concordar con “par” y no lo hace. ¿Pero quién se fija en eso? O:

Qué bonitos ojos tienes
debajo de esas dos cejas
qué bonitos ojos tienes.
Ellos me quieren mirar
pero si tú no los dejas
ni siquiera parpadear.

¿Debajo de esas dos cejas? ¿Qué las cejas no son siempre dos y qué debajo no están siempre los ojos? Y si no parpadean, ¿no es precisamente para mantenerse abiertos y mirar? Si nos acercamos a la música popular, siempre encontraremos fealdades como estas o peores, pero no es el caso.
No voy a desgarrarme los trapos ante la muerte de Juan Gabriel, pues “morir es una costumbre que sabe tener la gente”, pero tampoco voy a ponerme pesado y desdeñar su valor en el contexto específico que le cupo en suerte: el de la música sencilla que como mejor prueba de su penetración y de su arraigo termina siendo oída/cantada con la familia y los amigos, es decir, con la gente que uno quiere.

Nota 1: sólo una vez, hace cerca de veinte años, fui a un concierto de Juan Gabriel. Lo ofreció en el estadio Corona de Torreón, hoy extinto, y luego de eso escribí y publiqué una crónica que no sé si conservo y cuyo contenido no recuerdo ni siquiera vagamente. Supongo que me puse rejego, que acudí a la ironía y me hice el desentendido de la emoción. También supongo que eso se debió al momento que corría mi manera de percibir y a que en general me molestaban, y me molestan todavía, los espectáculos con multitudes. Veinte años después estoy en posición de afirmar que lamentablemente no hice esto: disfrutar mejor aquel concierto.

Nota 2: La juangolatría pasa principalmente por la emoción, insisto, no por el frío racionalismo. Ese personaje y sus creaciones gustan no porque sean perfectos, sino porque las vinculamos con el espacio simbólico de lo afectivo. Por eso muchos que son duros, fieros y/o cultos declaran que simpatizan con el paracuarense (no sé si éste sea el gentilicio de Parácuaro, Michoacán) porque les recuerda a su madre, a su familia, a la novia o el novio. Analizar a Juanga con criterios esteticistas lleva necesariamente a la perdición, igual que rechazar a Vivaldi porque no tiene éxito en las carnes asadas, entre caguama y caguama. En fin. No pasa nada si alguien ama u odia al recién ido. En los gustos cabe todo. Como en otras tantas materias, a mí me cuadran los dos. Lo único que hago es consumirlos en espacios diferentes.

miércoles, agosto 24, 2016

La risa del maestro
























La edición tira a feyita y el ejemplar que el azar con celofán me deparó está descabalado —le faltan algunas diez páginas—, pero no importa, es un gran libro. Me refiero a El humor de Borges (Lectorum, 2008, 207 pp.), de Roberto Alifano, amigo y colaborador de Borges. Sé que hay una edición más reciente y, supongo, mejor, más aseada, así que es de relativamente fácil consecución. Hago énfasis en la idea de conseguirlo sobre todo a los borgólatras, aunque no está de más para los no iniciados en este autor que, como el mismo Borges señalaba de Quevedo, es menos un escritor que una literatura, una amplia y profunda y divertida literatura.
Lo leí en 2009, cuando lo compré, y desde entonces no dejo de sentir gozo ante el pingüe racimo de anécdotas compiladas por Alifano para demostrarnos lo que observa en su presentación: “Borges fue generando así una obra verbal paralela a su obra escrita que compite con ésta y la enriquece. A fuerza de tanto reportaje y tanta inquisición terminó siendo un conversador fascinante. Por más que se lo saque de contexto [las cursivas son de Alifano], Borges siempre es genial, siempre es prodigioso. Un escucha sagaz puede notar que, a la vez que contesta toda respuesta muy solemnemente, por lo común toma el pelo muy solemnemente a su interlocutor”.
Es pues una colección de comentarios del mejor escritor y repentista latinoamericano, de manera que uno puede leerla de corrido o a saltos, dejándose llevar por el encabezamiento más sugerente. Nunca en estos años di una opinión general sobre el libro, pero lo mencioné y cité directamente en un artículo titulado “Borges en el futbol”; ahora, en el cumpleaños 117 de Borges, no sobra recomendar El humor de Borges como una de las muchas puertas de entrada, la más risueña, a la lujosa mansión de su obra escrita. La compilación de Alifano me lleva a creer que se trata de un libro importante pese a su ligereza, pues subraya de forma sencilla, nada abstrusa, el talento del inmenso escritor argentino: si así hablaba, si así respondía a cualquier espontánea incitación, ya podemos imaginar cómo se desempeñaba a la hora de escribir.
Es, en suma, un libro que no complica su justificación. Con unas cuantas instantáneas arrancadas de sus páginas basta, creo, para persuadirnos: hay que buscarlo, leerlo y sonreír con sus numerosas pinceladas.
Va un puñado:

La peligrosidad de ser Borges
Borges es acosado por unas señoras en el momento mismo en el que cruzamos la calle.
—¿Usted es Borges, verdad? —pregunta una de ellas.
—Sí —responde el escritor—. Pero si seguimos aquí corro el riesgo de dejar de serlo en cualquier momento.

Posición ética
Hacia mil novecientos cuarenta y tantos Borges integraba la comisión directiva de la Sociedad de Escritores. En una reunión, el poeta Vicente Barbieri clama ante sus compañeros:
—Señores, debemos hacer algo por los jóvenes que se inician en el camino de las letras.
Borges levanta la cabeza y con dos palabras aconseja el procedimiento a seguir:
—Sí, disuadirlos.

Trueque
Aunque es bien sabido que nunca se le concedió el Premio Nobel de Literatura, muchas veces Borges fue propuesto para ese premio. Las propuestas venían de diversas instituciones del mundo. Un señor le informa en la calle que se ha enterado de una de ellas.
—Borges, más de veinte críticos italianos lo proponen a usted como candidato al Nobel para este año.
Y Borges responde con sonrisa maliciosa:
—Bueno, le cambio a esos veinte italianos por un sueco.

Asesino sí, pero ladrón, no
Contaba Borges que un compadrito le contó que había estado preso un par de veces; pero agregó: “Siempre por homicidio, señor, siempre por homicidio”.

Seguridad borgiana
En la Sociedad de Distribuidores de Diarios, Revistas y Afines, le presento a Borges al periodista Enrique Bugatti.
—¿Cómo me dijo que se llamaba usted, señor? —le pregunta Borges.
—Bugatti, como los automóviles —le responde el periodista.
—Ah, encantado, yo soy Borges, como las cajas fuertes.

Plagio
Una tarde, mientras completábamos un artículo que Borges me dictaba para la agencia EFE, cierta urgencia (no literaria), hizo que me disculpara por un minuto. Cuando regresé, Borges me esperaba de pie afirmado en su bastón: “Bueno, el hábito del plagio —me dijo sonriendo—. En este caso será un plagio diurético. Ahora discúlpeme usted por un minuto”. Y se dirigió al baño.

En el trono
En el avión que nos lleva a la ciudad de Santa Fe, donde mantendremos un diálogo público sobre El Quijote, Borges me pregunta si conocí al poeta Pedro Miguel Obligado.
—Lo conocí muy poco, casi no lo traté —le respondo—. Era un excelente poeta.
—Pero sí, tiene poemas magníficos —asiente—. Yo recuerdo de memoria un poema de él  que empieza con estos versos: Es otoño. Estoy solo. Pienso en ti. Caen las ojas… Unos versos realmente espléndidos.
—Coincido con usted, tiene poemas bellísimos; un gran lírico.
—Sí, pero era un hombre raro, poco tratable —comenta Borges—. Le voy a revelar uno de sus hábitos, un hábito un poco escatológico. Resulta que todos los días, a las cinco de la tarde, entraba a la librería Atlántida, de la calle Florida, pedía la llave del baño, tomaba un voluminoso tomo de arte, y se encerraba por un largo tiempo. Cuando algún empleado quería entrar al baño, lo encontraba ocupado, y si golpeaba la puerta, se oía de adentro: Un momento, tenga paciencia, soy Pedro Miguel Obligado”. ¿No le parece raro eso a usted?
Al día siguiente, por la mañana llamo a la habitación  de Borges para bajar a desayunar y no responde. Preocupado le pido a una empleada del hotel que me abra la puerta. Compruebo entonces que Borges está en el baño. Golpeo y desde adentro se oye su voz, intencionalmente grave: “Un momento, tenga paciencia, soy Pedro Miguel Obligado”. Cuando sale, completa la broma diciendo: “Bueno, Alifano, como puede imaginarse estaba ocupando el sitio de Pedro Miguel Obligado”.

Sensatez trasandina
—Borges, esto sin duda habrá de alegrarlo —dice asombrada una joven chilena—. En mi país a usted se lo estudia, se lo lee y se lo reconoce más que en el suyo.
—Bueno, eso puede ser una prueba de que aquí seguramente son más sensatos que en Chile  —responde Borges.

Último comentario: el libro cierra con un texto sobre el sobreseimiento a Alifano luego de que María Kodama lo acusó de “delitos contra la propiedad intelectual” por El humor de Borges. La justicia argentina juzgó que Alifano no incurrió en ningún delito pues “aportó su creatividad individual transcribiendo fragmentos de conversaciones entre ambos, y que en ellas fue co-protagonista y determinador de muchas respuestas a sus preguntas”.

Robo




















La idea del robo se le ocurrió a Prudencio. Éramos cuatro: él —o sea Prudencio—, Archivaldo, Sidartha y yo, José, el único con nombre normal y quizá por eso el único que corrió con otra suerte, aunque sólo momentáneamente. Aquel día estábamos en la esquina sin un peso en la bolsa, y comenzamos a platicar de música. Sidartha fue quien nos alborotó la tentación: “Dentro de dos semanas vienen Los Huracanes de Montemorelos y nosotros sin dinero para ir a verlos”. No teníamos ni para cerveza, y a Sidartha se le ocurría sacar el tema de Los Huracanes. Nos quedamos callados un minuto y de golpe fue Prudencio quien habló: “Tengo una idea para conseguir lana. Está peladito”. Comentó que don Gus dejaba mucho dinero en la caja registradora de su tienda de abarrotes, y que en la noche se quedaba sola. Lo difícil era brincar el muro de atrás, como de cinco metros, desde el terreno baldío, pero ya en el patio era más o menos sencillo entrar a la tienda pues don Gus le había hecho una puertita a su gato. “Si llevamos un serrucho, hacemos un poco más grande la puertita y listo, pasamos arrastrándonos”, dijo Prudencio. Les comenté que yo era un poco más rellenito y que me daba miedo, pero Sidartha dijo que no me preocupara, que yo podía quedarme en el patio para echar aguas. A la noche siguiente, Prudencio llevó una soga gorda y unos guantes de carnaza. Le hicimos varios nudos separados como medio metro uno del otro, para tener mejor agarre, además del gancho de varilla metálica para pescar la soga en la cresta del muro. Esperamos a que se dieran las once y allá fuimos. Todos brincamos limpiecito y sin ruido, aunque yo batallé para subir. Prudencio le dio duro al serrucho y logró ampliar la puertita del gato. Entraron los tres, y yo, como habíamos acordado, me quedé en el patio. Me asomé por la puertita y vi que con la lámpara encendida esculcaban la caja registradora. Entonces se me antojó entrar, pues sentí que si no lo hacía me iban a dar una parte insignificante del botín. Por mala suerte me atoré en la puertita del gato. Cuando estaba luchando por zafarme comenzó a sonar la alarma, y era como una maldita patrulla. Entonces mis amigos, ya con el dinero en una bolsa, me jalaron hacia adentro de la tienda. Luego salieron a rastras, fácil. Yo intenté salir, pero de nuevo me quedé atorado y sólo pude ver a mis amigos como sombras, uno por uno superando el muro. Vi al final que recogían la cuerda, que me abandonaban mientras la sirena de la alarma no paraba de hacer ruido. Esperé entonces la llegada de la policía, de don Gus, y preparé la confesión que de todos modos me iban a sacar por las buenas o por las otras: “Lo planeamos entre cuatro: Prudencio, Archivaldo, Sidartha y yo”.

domingo, agosto 21, 2016

La sinécdoque de Predrag Jekovic
























Futbol y política no son necesariamente sinónimos de deporte y concertación. A veces, con más frecuencia de la deseable, ambas actividades equivalen a violencia, a veces a violencia extrema. Ambos, el futbol y la política, son los temas vertebrales que, paralelos, atraviesan Predrag. Ángel del exterminio, novela corta de Daniel Salinas Basave (Monterrey, 1974).
Este es el primer libro que de él he leído, y no me tiembla el teclado al afirmar que es una grata, gratísima sorpresa. No debería serlo tanto, pues su segundo apellido anuncia de entrada algo: Daniel Salinas es nieto del filósofo y cervantista Agustín Basave Fernández del Valle, y sobrino de Agustín Basave, polítólogo e historiador. Reportero y escritor, Salinas Basave ha publicado libros como Mitos del bicentenario, La liturgia del Tigre Blanco (biografía sobre Jorge Hank Rohn), Vientos de Santa Ana y Dispárenme como a Blancornelas, además de haber ganado premios importantes como el Gilberto Owen, Malcolm Lowry, José Revueltas y Sor Juana Inés de la Cruz.
En Predrag, novela corta que da la impresión de no serlo acaso por la densidad de datos que la informan, accedemos a una especie de relato biográfico narrado en segunda persona, perspectiva que, recordemos, usó Fuentes en la nouvelle Aura o Rulfo en el cuento “Acuérdate”. Ya desde allí, sostenido con solvencia por el autor, ingresamos a su tono peculiar, envolvente: las acciones que realiza Predrag nos pasan rozando porque sentimos que nosotros, como lectores, en realidad somos el propio Predrag respirando el ensangrentado aire balcánico de los noventa.
Cuando nos enteramos de quién es nuestro (aquí el posesivo es casi literal) personaje, ingresamos al infierno encarnado en un solo sujeto: Predrag Jerkovik es un fanático (también esto es literal) del Estrella Roja de Belgrado. Desde niño hasta los veinte años, su único objetivo en la vida consiste en la banalidad de defender los colores de ese equipo hasta donde es posible: asistir al estadio, gritar, emborracharse, fumar mariguana y al final de cada partido tratar de apalear a los aficionados enemigos sobre todo si adhieren al Partizán, sus más enconados rivales. Predrag es un veinteañero alto, blancuzco, feo y absolutamente entregado al ocio. Estamos en los albores de la década de los noventa y Yugoslavia comienza a desgajarse, el nacionalismo serbio, encabezado por Slobodan Milošević, hace de las horrendas suyas y no pasarán sino meses para que los Balcanes se conviertan en un pandemonio en el que sin misericordia lucharán serbios, croatas, eslovenos, bosnioherzegovinos y montenegrinos.
Poco antes de que estalle la guerra yugoslava, un grupo paramilitar ultranacionalista de Serbia detecta y recluta a un aficionado nada tierno del Estrella Roja, precisamente Predrag. El comando, encabezado por Željko Ražnatovi, alias Arkan, ve en las tribunas que el joven tiene talento para la violencia y conjetura que servirá a la perfección en las labores de limpieza étnica que requieren los serbios contra los croatas. Gradualmente, sin que desaparezca por completo el futbol, vemos los avances de Predrag: de ser una bestia en la hinchada del Estrella Roja pasa a convertirse en un asesino con Kaleshnikov y violador difuso al servicio de una causa nacionalista de la que entendía poco o nada, pues su interés se movía hacia otras direcciones: “Estar en guerra significaba descargar. Descargar tu AK-47 y descargar tu pene una y otra vez”.
La conflagración en los Balcanes, lo sabemos, fue una carnicería. La OTAN intervino con bombardeos en Belgrado y algunos años después Milošević fue detenido y llevado a La Haya acusado de crímenes de lesa humanidad. Ya antes Arkan se había enriquecido con botines de guerra y afianzado su liderazgo, aunque estaba impedido de salir de Serbia debido a que también pesaban sobre él acusaciones de genocidio. Predrag pasa entonces a formar parte de su custodia y, con el tiempo, Arkan le encomienda cuidar la espalda de sus hijos y de su esposa, la famosa cantante Svetlana Ražnatović, mejor conocida en la farándula como Ceca, un bombón.
Impresiona en Predrag. Ángel del exterminio, su malicia sinecdóquica: revela el todo por la parte, pues al seguir los turbios pasos de Predrag, al verlo “evolucionar” de don nadie hasta lo que llegó, en el trayecto pasamos sustanciosa revista a uno de los conflictos bélicos más despiadados del siglo XX. Daniel Salinas Basave ha convocado en esta novela, por todo, sus dos principales destrezas: la de reportero que sabe investigar y la de escritor que sabe relatar. A ellas sumemos, por si fuera poco, la de aficionado que sabe subrayar el flanco político, social y mafioso del futbol.

Predrag. Ángel del exterminio, Daniel Salinas Basave, Editorial Artificios (colección En la mira), Mexicali, 2016, 88 pp. Edición de Elba Cortez y Rafael Rodríguez.

El feisbuquero-tía




















No voy a darle mucha importancia, pero al menos sí opinaré brevemente sobre él. Lo llamaré feisbuquero-tía. Se trata de un militante del regaño y de la enmienda, un aconsejador profesional aunque sin paga, un enderezador de entuertos que a la menor provocación nos indica —como si fueran pellizcos, coscorronazos o jalones de oreja/trenza— qué hacer, cómo comportarnos, qué camino seguir en la vida. El feisbuquero-tía no amplía una opinión, no plantea su modesto parecer sobre un tema, sino que escribe para corregir nuestro camino, para que abandonemos malos hábitos y andemos por la senda adecuada, precisamente la que él transita. En su obsesión por hacernos el bien, no se conforma con escamotear sus likes; en lugar de eso nos interpela con respuestas en las que figura casi textual y por sistema la frase “lo que debes hacer” y otras análogas. El feisbuquero-tía siempre tiene la boca fruncida, el ceño cejijunto y permanentemente a la mano un poderoso dedo índice —de Zeus— para señalar todos los errores en los que incurren los feisbuqueros-sobrinos. No opina, no plantea una posición que, como todas, puede ser aceptada o no, sino que nos hace ver lo jodidos que andamos, lo ridículos que nos vemos, lo grave de nuestro fallido comportamiento. No nos pide, nos exige que depongamos nuestras luchas, que renunciemos a lo que somos, que bajemos la cortina de nuestro negocio y abramos uno nuevo. El feisbuquero-tía entra a Facebook y siente perverso gusto al ver el tiradero, pues eso le dará la oportunidad de repartir órdenes para que hagamos, al menos, un poco de limpieza. El feisbuquero-tía jamás se distrae: vigila, nos mira entrar y salir, y bufa como un depravado bisonte porque estamos mal, muy mal, y a veces siente, pese a sus generosos esfuerzos, que no tenemos remedio. El feisbuquero-tía no sabe que es feisbuquero-tía.

sábado, agosto 20, 2016

Placas

















Le decíamos licenciado, pero creo que el licenciado Aguirre no era nada, ni de la secundaria había salido. Era nomás, creo, uno de esos sonrientes, lenguaraces e hiperactivos vividores que logran acomodarse siempre en puestos más o menos importantes sólo porque se levantan más temprano. Ahora, gracias a una supuesta amistad con el alcalde (el propio Aguirre hizo correr el mito de que de niños vivieron en la misma colonia), había conseguido un cargo fantasma: promotor de turismo y tradiciones en el centro histórico. Era una burrada, uno de esos inventos del poder para asignar puestos públicos a las sanguijuelas que colaboraron en la campaña electoral. El sueldo de Aguirre era ridículo, pero de todos modos se trataba de una erogación innecesaria, pues no hacía nada. Para no llamar la atención del periodismo siempre deseoso de jugar a las vencidas contra los jerarcas del municipio, Aguirre diseñó un plan con el cual autojustificarse laboralmente o, como se dice en el argot burocrático, comenzó a hacer como que hacía. Durante una noche diseñó su estrategia y a la mañana siguiente, a primera hora, expedito aunque se tratara de una vacuidad, envió una carpeta al señor alcalde: era su proyecto de promoción turística en el centro histórico. Pasaron varios días y no recibió respuesta. Atribuyó el silencio a las numerosos compromisos del presidente, aunque la verdad su proyecto fue piadosamente arrojado a la basura mucho antes de que llegara a las manos del mero mero. Todo esto lo sé por la secretaria del alcalde, mi novia, con quien crucé información luego de la reunión que los comerciantes del centro tuvimos con “el licenciado” Aguirre. No sé cómo, el parásito nos convocó y no sé por qué acudimos a su llamado. Fuimos como treinta dueños de restaurantes y bares, todos convidados con la idea de fomentar el turismo en nuestra zona de trabajo. Luego de una exposición supuestamente erudita (con datos saqueados de aquí y de allá), Aguirre propuso que para atraer la curiosidad del público debíamos colocar placas metálicas de “estilo sitio histórico”, sin tomar en consideración que dijeran mentiras. “Lo importante es que la gente venga al centro”, dijo, y dio un ejemplo: “Por ejemplo, en un bar podemos colocar una placa que diga ‘En esta casa Francisco Villa preparó su estrategia militar para la toma de Torreón’”, y así. Lo único que debíamos hacer era ponernos de acuerdo para no repetir placas conmemorativas y solicitar a los historiadores de la localidad, previo pago, que acomodaran los datos en un libro turístico adecuado. Por supuesto, la iniciativa no prosperó y el aviador siguió en su puesto. Ignoro si ha concebido mejores estupideces. 

miércoles, agosto 17, 2016

Memoria















Hubo tristeza general en la familia cuando el tío Hernán cayó en coma. Yo también lo lamenté, pues era un tipo muy querido pese a sus excentricidades. En las fiestas hacía bromas, siempre insistía en traer más cerveza cuando se acababa y era bueno para bailar con cuanta tía y sobrina se atravesara en su camino. Su último gran descubrimiento fue el karaoke, aparato que usaba para torturarnos con su repertorio de “boleros de oro”, racimo obsoleto de canciones cuyo tema eje era la desdicha amorosa. Porque el tío Hernán, hay que decirlo, siempre fue muy enamorado. Jamás se casó, pero los que lo conocieron de joven (mi mamá, por ejemplo) dicen que cada mes cambiaba de novia y que en La Laguna no hubo lupanar ajeno a su infatigable escrutinio. Visto así, sólo por encima, parecería un bicho frívolo. En el fondo no lo era, pues tenía un flanco intelectual, por decirlo de algún modo, que lo llevó a formar una biblioteca relativamente bien surtida con unos dos mil títulos entre los que se contaban los tres de poesía que escribió y publicó: Rosas del corazón, Sinsabores del alma y Por la geografía de Venus, todas ediciones de autor impresas con buena voluntad aunque con las patas. Fue mi madre quien me dio la noticia cuando el coma de su hermano ya no tuvo marcha atrás: el tío Hernán, previsor, había escrito una carta con su testamento. Carecía de hijos, así que dejó sus pertenencias a quienes tenía más cerca: sus dos hermanas y algunos sobrinos. Supo que alguna vez publiqué dos inolvidables (por malos) poemas en una revista cultural de la universidad y ya con eso me consideró su “heredero literario”, así que me quedé con todos los libros. Ahorro detalles sobre los títulos y los géneros del material. Sólo me detengo en un libro encuadernado en azul oscuro, como tesis pero escrito a mano. En la portada tiene el nombre de mi tío con ampulosas letras doradas. Las hojas lucen amarillentas, y aunque le entiendo poco a su caligrafía, sé que se trata de una especie de memoria exclusivamente donjuanesca del irrefrenable tío. El libro está dividido en años. Cada uno abarca como veinte páginas y como diez mujeres distintas, o sea, poco menos de una al mes. El estilo es rebuscado, dulzón y a ratos picante, cuando la ocasión lo ameritó. La cronología comienza en abril de 1960 y termina en agosto de 2003, cuando el promedio de conquistas había descendido a tres por año. Tengo la impresión de que el tío Hernán me dejó todos los libros sólo para que yo intente publicar sus impublicables memorias, “el río de placer que conservaré en palabras que serán como trofeos, como rosas encajadas en el jardín de mi recuerdo”, según consignó glucosamente en la página 16.

domingo, agosto 14, 2016

Oíd, mortales




















Nunca he contado esta anécdota, la anécdota del único momento en mi vida en el que he estado cerca de una ceremonia de entonación de himnos nacionales. A mediados de 2012 yo era director de cultura de Torreón y como tal debía organizar actividades públicas. Por obvias razones, siempre procuré apersonarme en todas las presentaciones, fueran de lo que fueran, pues en esos casos (iba a escribir "eventos", pero no les digo así) siempre existe el peligro de que algo no funcione y se venga a pique la actividad. Yo quería estar presente, pues, en lo que iba organizando para no dejar solos ni a los artistas ni al público. Con problemas y precariedades, todo salió adelante en esos meses tensos y muy agitados para mí.
Por esas fechas tuvimos un pequeño festival de danza folclórica en la Plaza Mayor. Fue popular y gratuito, como todo lo que encabecé. En el encuentro participarían tres grupos: uno paraguayo, otro argentino y uno más mexicano, de Torreón, uno por día. En la inauguración se presentaron unos gauchos y unas chinas argentinos con música en vivo. Eran oriundos, me dijeron, de Campana, ciudad de la provincia de Buenos Aires. Hice la inauguración y presenté al grupo. Invoqué, para exaltar la belleza de su folclor, al gaucho Martín Fierro, a don Ata, a la Negra Sosa, tiré un rollito sobre las milongas, las chacareras y los gatos, y algo agregué sobre Cosquín, el festival gigante que organizan en Córdoba. Ya el público estaba impaciente, lo noté, y aceleré mi remate. Textual, di la bienvenida a los músicos y a los bailarines, con estas palabras: "¡Oíd, mortales, el grito sagrado / libertad, libertad, libertad!", y bajé del escenario.
Poco después, en la cena colectiva con los invitados, el del bombo (un gordito de piel lechosa y pelo de cazuela) me dijo que comenzó a golpear el cuero con lágrimas en los ojos al escuchar el "oíd, mortales". Lo entendí. Quizá me hubiera pasado lo mismo si lejos de mi país escucho "Mexicanos, al grito de guerra".
La foto que acompaña este largo post es de mis hijas (hoy ya no se parecen a ellas, han crecido mucho). Como puede verse, lucen alegres junto al joven gaucho de Campana, provincia de Buenos Aires.


sábado, agosto 13, 2016

Atletas













Fuimos a competir en los juegos estatales con un equipo de veinte atletas y obtuvimos extraordinarios resultados. Todos, me incluyo, nos habíamos preparado con dificultades y sacrificios pero al fin logramos sacar adelante nuestro entrenamiento. Por eso mismo atravesamos con total facilidad las eliminatorias regionales: de antemano no nos preocupaba pues gozamos de un nivel muy superior en esta zona. Este primer logro coincidió con el cambio de director en el Instituto Deportivo Municipal (IDM). Si antes era complicado conseguir todo lo necesario para los viajes y las competencias, ahora fue peor. Faltaban tres semanas para el viaje, y los atletas no fuimos siquiera recibidos por la autoridad. Nuestra preocupación no estaba tanto en que ese sujeto nos recibiera o no, sino en saber si contaríamos con lo necesario para participar en los estatales. Por medio de un vocero nos comunicaron que todo estaba listo: uniformes, transporte, hotel, comidas, lo mínimo indispensable para participar. Pero llegó el día de la salida y lamentablemente no llegaron los uniformes. Todos nos ajuareamos con los trapos del año pasado y antepasado y ante antepasado, de manera que parecíamos una delegación de carnaval. Al llegar al punto de reunión esperamos durante varias horas el transporte en el que viajaríamos seis horas a la sede de los juegos. Nuestro representante llamó desesperadamente al IDM y luego de no sé cuánto nos enviaron un camión desvencijado, inútil hasta para cargar maíz. Pese a todo, subimos y ya arriba comprobamos que la pasaríamos algo más que mal: el cacharro no traía aire acondicionado y dentro olía a una mezcla peligrosa de diésel y mierda, porque ni el escape ni el baño funcionaban. La tortura en cámara lenta duró nueve horas, tres más que en un camión normal. Llegamos ya de noche, molidos y directo al hotel que nos habían previsto. Para nuestra mala suerte, jamás hubo una reservación, así que nuestro representante llamó al IDM y luego de media hora nos comunicaron que pararíamos en otro hotel. Nos llevaron hacia allá y cuando lo vimos fue inocultable, por las cortinas en cada habitación, que se trataba de un hotel de paso que por eso y por el nombre exaltaba su especialidad, pues se llamaba “Momentos Íntimos” con sórdidas letrotas de neón. Ya no digo lo que pasó a la hora de cenar: tuvimos que salir del hotel y buscar alguna taquería donde nuestro coordinador hizo malabares para que alcanzara el presupuesto con una ingesta inevitablemente grasosa y antideportiva. Al día siguiente competimos e, insisto, nuestros resultados fueron extraordinarios. En todas las disciplinas quedamos entre los últimos lugares. Sólo un atleta, yo, saqué un miserable sexto sitio en salto triple.

miércoles, agosto 10, 2016

Llamadas




















Ya instalados en la reunión del viernes no fue nada difícil que llegáramos a la misma conclusión: había perdido la cordura. Éramos cuatro matrimonios y cada mes organizábamos un encuentro sin duda gratificante. No llevábamos comida lujosa y la bebida no pasaba de la cerveza para los hombres y el vinito tinto de medio pelo para las mujeres, pero esa materia prima daba para pasarla bien con la charla sobre los hijos y la chamba. El tema salió un poco al azar, nada premeditadamente. No nos habíamos reunido para hablar sobre eso, pero sin quererlo el rollo atravesó toda la noche. Las cuatro mujeres habían recibido esa semana una llamada de Virginia, la misteriosa Virginia. Todos en la reunión la conocíamos bien y sabíamos que cuando inauguró su sorpresiva viudez se le agudizaron las muestras de locura. Tal vez no era locura, sino depresión o algo parecido, aunque lo más fácil es etiquetar a alguien de loco cuando su comportamiento se desliza hacia lo que juzgamos, no sin ligereza, como anormal. Virginia iba con su marido a las reuniones, pero desde que lo perdió, apenas tres años después de haberse casado, inició un proceso hasta cierto punto entendible de no arrimarse a nada que le recordara su tragedia. Lo extraño es lo que dijo durante el sepelio: “Yo lo presentí, sabía que iba a morir con una semana de anticipación”. Ya viuda dejó de asistir a las reuniones, aunque de todos modos era convocada a tiempo. Ella sabía, pues, qué día exacto se daba el encuentro mensual, y esa semana no fue la excepción. No asistió, pero hizo algo que dio materia prima para la charla. O sea, toda la noche estuvo presente. De lunes a jueves distribuyó unas llamadas alarmantes: “Hola, Claudia. No te preocupes, ya supe lo que pasó con Luis y estoy contigo, querida amiga”. Por supuesto que a Claudia le estalló el corazón y de inmediato buscó a Luis por el celular. Luego él, en la oficina, le aseguró que no pasaba nada, que tenía mucho trabajo y que ignoraba de dónde había salido lo que dijo Virginia. Y lo mismo en las cuatro llamadas. Todas las mujeres, por supuesto, tras comprobar que no pasaba nada se comunicaron con Virginia para reclamarle la imprudencia; ella se disculpó con un débil argumento: “Lo que pasa es que lo oí en la calle, supe que a Luis le había ocurrido algo grave”. Era imposible comprobar si se trataba de un rumor cierto o inventado por ella, y le exigieron que no volviera a telefonear esos mensajes. Ya estábamos en el resumen de la conversación y hasta reíamos cuando sonó el teléfono de Claudia. Era Virginia: “Disculpa, amiga, por la llamada del martes. A Luis no le pasó nada esta semana, pero cuidado, puede pasarle algo la semana que entra. Cuenta conmigo para lo que se ofrezca”.

domingo, agosto 07, 2016

Hotel Kennedy: cuentos sobre calles destruidas




















Agrupados en la colección En la mira, los cuentos de Hotel Kennedy (Editorial Artificios, 2016), de José Salvador Ruiz Méndez (Mexicali, 1971) constituyen otro bienvenido ejemplo de la fortaleza alcanzada por la actual narrativa negra producida en México, particularmente en el norte del país, y en el caso preciso de este libro, en territorio mexicalense.
Estudioso de la literatura policial vinculada sobre todo al contexto de nuestra frontera norte, Ruiz Méndez ha sabido asimismo construir su propia obra de ficción. Recién, por ejemplo, ganó en Tamaulipas el quinto premio nacional de cuento Rafael Ramírez Heredia con el libro No déis lugar al diablo.
Hotel Kennedy nos coloca en el bajo mundo cachanilla. En algunos de los cuentos caminamos guiados por Dominico Hidalgo Aqueberro, alias el Kótex, policía judicial retirado que luego de servir oficialmente a la justicia —es un decir, así que bien podemos entrecomillar la palabra “justicia”— se dedica a planear asaltos con sujetos de la más turbia calaña. De hipotético origen español, origen exaltado por su acento gachupín y el uso de palabras según él lujosas, el Kótex acondiciona sus andanzas gracias a los conocimientos adquiridos durante su paso por la policía: sin vacilar, sabe con quién, cómo y dónde operar para sacar una raja económica que jamás se le niega.
Otros cuentos no lo incluyen, pero no dejamos de asistir por ello al submundo criminal lleno de apodos, armas, drogas y delincuentes —muchos delincuentes, todos— que ni siquiera parpadean cuando se ven impelidos a matar. José Salvador Ruiz ha procurado, en todos los casos, armar historias que encuadren en el bastidor tradicional del género negro: guardar la sorpresa y dejarla caer en los últimos renglones. En este sentido me parecen ejemplares los cuentos “Nada puede fallar” y “Junkie cop”, articulados con maestría para, en ambas historias, jugar con dos planos narrativos y derivar en vuelcos tan rotundos como lógicos.
Son muchas, pues, las virtudes de los ocho cuentos que componen Hotel Kennedy. Destaco la que ya señalé (el juego con la temporalidad y el latigazo final en cada pieza) y otras no menos atendibles: el detallado conocimiento del territorio ficcionalizado, el denso humor, la pluralidad de torcidos personajes y el haber descubierto que los Oxxos pueden ser elevados a la categoría de teatros donde el hampa, con charola o sin ella, acuerda sus pequeñas y grandes tropelías.

Hotel Kennedy, José Salvador Ruiz, Editorial Artificios (colección En la mira), Mexicali, 2016, 111 pp. Edición de Elba Cortez y Rafael Rodríguez.

sábado, agosto 06, 2016

Pasajero













Cuando comenzaba el viaje de regreso vio que todo tuvo algo de sueño o fue una especie de milagro aunque esta palabra religiosa no se aviniera bien con aquel tipo de aventuras. Había salido de La Laguna sólo movido por la necesidad, acaso interminable, de conseguir unos pesos más para su familia. Ya sumaba dos hijos, y si bien había “cerrado la fábrica” —como se refería a la operación anticonceptiva de su esposa—, sacar adelante los gastos de la casa constituía desde hace varios años un pequeño y habitual infierno. Tal era la razón por la que no daba largas cuando lo llamaban de Chiapas para ofrecer el curso; era un una joda de jodas viajar hasta allá un viernes por la tarde, trabajar casi todo el sábado y regresar el domingo más cansado que un camello luego de cruzar el Sahara, pero eso significaba una entradita nada desdeñable que servía siempre, cómo no, para resolver alguna necesidad de su esposa o de sus hijos, los tres tiburones que sin la menor consideración extinguían cualquier ingreso. Siempre era lo mismo. Llegaba la invitación del curso quince días antes, él aceptaba y de inmediato le enviaban la reservación del vuelo, los detalles del hotel y algún pormenor extra muy afectuosamente comunicado por una secretaria eficaz. Todo era preciso, mecánico, muy de estilo empresarial. E igual, al aterrizar en Chiapas, la recepción de un chofer, el recorrido al hotel y las infalibles muestras de que todo estaba en orden. El sábado, ya en el curso, las seis horas con descanso intermedio —break, le llaman ahora los siervos del inglés—, la foto con el grupo bien hinchado por la camaradería que infundían sus palabras y al final el pago en efectivo, la presa anhelada. Así era siempre, pero aquella vez falló lo última parte del proceso. El pago no estuvo a tiempo y lo agarró sin un peso en las arcas, ni uno. El problema era el trasbordo en la capital, las ocho horas de espera en el DF y sin nada para hotel. Allí se dio el milagro: la vecina de asiento era conversadora y él se hizo el canchero, un hombre de mundo aunque no trajera un chicle en la bolsa. Pronto, entre insinuaciones ambiguas de los dos, ella lo convidó a no pasar solo la noche en un hotel, y lo convidó a su casa de Polanco. Era funcionaria pública, no muy agraciada pero de hermoso corazón, tan hermoso que a la mañana siguiente, con la serena alegría de quien se sabe solvente y desinteresado, le preparó café, fruta, panecito con mantequilla y lo mandó al aeropuerto con un taxista de confianza. Poco antes, con ella todavía en bata de dormir teóricamente sexy, se intercambiaron teléfonos por si volvía a ofrecerse. Pero eso no ocurrió. En Tuxtla ya nunca fueron impuntuales con el pago.