sábado, junio 18, 2016

Ancla




















Como ahora, cada vez que de cerquita veo mariachis recuerdo a un charro casi extraviado en mi memoria. También recuerdo, claro, a la tía Fany, una tía abusivamente bonita, casi una segunda Miroslava. Estos recuerdos son algo borrosos, pues no por nada se remontan a mi niñez y a mi primer asombro ante el asedio a las mujeres. Tenía yo, supongo, ocho o nueve años. Supongo también que, aunque la adolescencia todavía me quedaba lejos, ya podía distinguir a una mujer hermosa de otras no tanto. Es posible que mi tía Fany tuviera cerca de treinta años y no sé si para entonces ya era mamá. Estaba casada con mi tío Gabriel, un tipo más bien malencarado, agrio, de plata. En las fiestas del abuelo se servía de todo para todos, pues había bonanza y todavía eran tiempos de reuniones con familia extensa, venturosamente llena de primos. Recuerdo que íbamos a la casona del abuelo y no miento si digo que era una hacienda como de película mexicana: inmensa, de adobe, con un montón de cuartos y bodegas y patios y pilares y corrales. En una de las bodegas, esto jamás lo olvidaré, se almacenaba una montaña de algodón todavía no despepitado sobre la que nos tirábamos desde una ventana muy alta. Allí también jugábamos a la lucha libre y terminábamos con la ropa llena de pelusa que después era imposible desprender. El abuelo no tenía límites para agasajarse en sus cumpleaños. Era su mejor guateque. Mataba no sé cuántos marranos, ordenaba hacer varias sopas, aguas frescas, guacamole, totopos, kilos y kilos de tortillas y cazuelas retacadas de salsa. Además, obvio, surtía litros interminables de trago para los señores. Solía amenizar con un mariachi que duraba a todo mecate durante no menos de seis o siete horas. El grupo ejecutaba, no miento, todo el repertorio de Jose Alfredo y otros compositores. Eso sí, “La barca de oro”, favorita de mi abuelo, era tocada varias veces entre tanda y tanda. Recuerdo que una vez, cansado de jugar con mis primos, me senté al lado del mariachi y me quedó cerca un charro con violín. Tenía una pequeña ancla tatuada en el envés de la mano izquierda, y cuando terminó una pieza me pidió que le consiguiera otra cuba. Eso bebía, el asqueroso brandy Presidente apreciado en aquellas épocas. Permanecí allí y poco después me pidió otra. Supongo que ya medio briago agarró confianza y en una pausa del mariachi me dijo en voz muy baja: “Está chula aquella dama”. Indicó discretamente con la barbilla hacía mi tía Fany, quien conversaba con mis otras tías. Y así siguió: apenas terminaba una canción, el charro insistía en lo mismo: “Está chula aquella dama”, ahora con la mirada más enfática hacía mi tía. Niño y todo, presentí, temí, el peligro: mi tío podía percibir los coqueteos y yo de alguna manera era cómplice del charro, y le daba la razón. Pero no ocurrió nada. La fiesta siguió su rumbo y mi tía Fany salió ilesa del acecho. Hoy recuerdo todo esto porque llegó mariachi al aniversario matrimonial de un amigo. Cuando eso pasa busco, si lo hay, al charro más viejo. Si de casualidad toca el violín, como quien no quiere la cosa trato de pasar cerca y mirar su mano izquierda. Algo me dice que volveré a encontrar el fetiche del ancla como si con eso pudiera recordar mejor a la tía Fany.