miércoles, enero 20, 2016

Gordo














El sujeto era gordo, alto y de pelo crespo, pero su rasgo más sobresaliente estaba en que se movía con la lentitud de un tráiler a punto de estacionarse. Lo vi durante cinco años, siempre en el mismo rincón del café, siempre vestido con pantalón caqui y una camisa inmensa, de cuadros chicos y desfajada. Me caía bien porque, como yo, no saludaba a nadie, simplemente entraba y a paso cansino llegaba hasta su mesa, se instalaba con dificultad y le servían un café que ya no pedía pues los meseros sabían que eso deseaba, además de una canastita con pan dulce. El gordo caía allí de lunes a viernes de seis a siete, siempre en punto, exacto como las desgracias. Cargaba un libro y leía unas páginas, bebía tres tazas y despachaba sin falla dos piezas de pan. Toda su rutina era parsimoniosa y precisa, e igual, sin decir palabra, en cámara lenta, dejaba dinero sobre la mesa, se levantaba otra vez con dificultad y salía. Recuerdo que noté algo: cuando abandonaba el local todos los comensales lo mirábamos intrigados. Seguramente había unanimidad en los pensamientos: ¿quién era ese gordo inquietante?, nos preguntábamos. La ciudad ya no es lo que era hace algunos años, cuando todos se conocían y el chisme era comunitario, pasto para mitigar el aburrimiento. Ahora podía llegar un gordo al café y aunque su presencia fuera notoria y recurrente ya se daban casos de aislamiento total, de anonimato perfecto. Cierto jueves reparé en su ausencia. Pregunté a un mesero y me dijo sólo una palabra: murió. Dije ah viendo a otro lado y no pregunté más. Pasaron unos días y una tarde llegué al café. Todas las mesas estaban ocupadas, salvo la del gordo. Fui hacia allá, me senté y pedí lo de siempre. Al día siguiente ocurrió de nuevo, caí en la mesa del gordo. Al tercer día había muchos espacios disponibles en el local, pero adrede fui a sentarme en el mismo lugar. Poco a poco, tarde tras tarde, tomé posesión de aquel espacio y repetí la rutina tal y como lo hacía el gordo, sólo que yo nomás fulminaba una pieza de pan. Aprendí a cargar libros y a simular interés en ellos. Una tarde, al salir, vi que todos me miraban. Sospecho que se preguntaban quién era yo. Me gustó vivir en ese misterio, desconcertar a la concurrencia, crearme un aura intrigante. Más que el café, más que el pan, más que el libro mentiroso, lo que comenzó a deleitarme era sentir que otros me veían como veíamos al gordo, que en paz descanse.