domingo, enero 10, 2016

De Ax y sus maravillas
























Desde hace meses traía el pendiente de subir mi presentación, y la prasentación del propio autor, Alfredo Hernández (Torreón, 1943), a El prodigioso reino de Ax (Ayuntamiento de Torreón-SEC, 2013, Torreón, 97 pp.), libro que me sigue pareciendo, a un tiempo, desconcertante y hermoso. Subsano aquí esa deuda.

De cómo tuve noticia sobre Ax
Jaime Muñoz Vargas

El 24 de mayo de 2013 fui invitado a enunciar unas palabras en el homenaje que rindió San Pedro de las Colonias, Coahuila, a dos de sus ciudadanos más valiosos: el matrimonio de la poeta Concha Luna y el dramaturgo y narrador Alfredo Hernández. Asistí gustoso, seguro de que el reconocimiento era más que merecido, pues Concha y Alfredo son, para mí y para muchos que los conocemos, dos excelentes escritores y dos de los promotores culturales más entusiastas de La Laguna.
Al final de la ceremonia tuve la suerte de conversar en corto con Alfredo. Recién había elogiado en público sus relatos breves, y le insistí que debíamos hacer algo para verlos publicados. Fue entonces cuando, ya casi en la despedida, exactamente afuera de la Casa de la Casa de la Cultura de San Pedro, Alfredo soltó a regañadientes: “Tengo por allí unos textos que quizá puedan servir para algo. Hace muchos años publiqué algunos en el DF, pero necesito revisarlos y ordenarlos, pues no he vuelto a ese material en mucho tiempo. Lo llamé ‘El prodigioso reino de Ax’, y es una relación de cosas útiles, animales diversos, plantas, flores, minerales, asesinos, salteadores, músicos, poetas y demás gentes de buen y mal natural que hicieron grande y poderoso al reino de Ax. De eso trata más o menos”.
Algo me latió al oír este sumario. Sospeché de inmediato, basado en las microficciones de Alfredo que poco antes leí con motivo del homenaje, un valor literario que provocó mi inquietud y, claro, mi respuesta más apurada: “Mándame eso, maestro. Suena muy bien”.
Pocos días después envié una carta a Alfredo para preguntarle por Ax. Le dije que no había olvidado la propuesta y que esperaba con ansia el material. Respondió que estaba trabajando, que debía releer, pulir, reordenar todo. Esperé, y luego de unas semanas me llegó la primera tanda de estampas de El prodigioso reino de Ax. Apenas clavé el ojo en las cuartillas y advertí que se trataba —así, sin avisar— de uno de los libros más inteligentes y divertidos escritos en la historia de la literatura lagunera, pues en él su autor nos lleva a un mundo remoto y delirante, un reino poblado por objetos y criaturas del más extraño pelaje que, entre otros méritos, obligan a reflexionar sobre la condición ficcional inherente a buena parte de la escritura histórica. Acuñadas con exquisita prosa, vi que las estampas sobre Ax hacían guiños de jocosa y borgesiana erudición, y con ellos nos instalaba en la certeza de que el hombre, haga lo que haga y viva en la época en la que viva, siempre será un bicho estrambótico, un creador de desvaríos, un ser más próximo a la locura que a la razón. Pensé que era fácil augurar un inmediato aprecio a las páginas de este libro, animal bibliográfico tan asombroso que también parece obra del prodigioso reino de Ax y no de la literatura amonedada habitualmente en la Comarca Lagunera. Lo demás fue trabajar un poco con Alfredo y pedir a Luis García González el trabajo de ilustración que tampoco dudo en calificar como excelente, un complemento gráfico digno de total admiración y gratitud.
En resumen, El prodigioso reino de Ax es un libro que no debemos eludir. Su imaginación y su filoso humor nos obligan a celebrar la presencia de Alfredo Hernández, una presencia que da gusto reencontrar y compartir.
Comarca Lagunera, 22, octubre y 2013

Introducción al prodigioso reino de Ax
Alfredo Hernández

Aquel que fue declarado territorio estéril por los descubridores ingleses y portugueses, lugar proclamado maldito por los viajantes que posteriormente rescataron unos cuantos manuscritos conservados hasta la época presente, fue el reino de Ax cuyo recuerdo estuvo a punto de desaparecer. Un yermo de planicies inmensas cubiertas con un manto milenario de sal guarda las reliquias de aquel país que se desarrolló entre el prodigio y la locura de sus gobernantes, más lo segundo que lo primero. Historiadores de todo el mundo en todas las épocas han intentado penetrar en el misterio del lugar y el tiempo de este reino.
Más espesa que la capa salina que cubrió el territorio es la conjura que se propuso borrar todo rastro del paso de los hombres de Ax sobre la tierra. Esa confabulación provocó en muchas mentes el deseo de saber más de lo que las tradiciones y leyendas han transmitido. Contando con los amarillentos y quebradizos papeles de que ya dimos noticia, muchos alientan la esperanza de encontrar aquellas ciudades con palacios de muros de esmeralda.
Algunas mentes brillantes lograron penetrar en el misterio y acordaron mantener en secreto la historia para que los hombres del futuro, tú y yo, buscáramos nuestro propio camino sin las referencias de lo sorprendente que esconde la memoria de Ax.
De la colección de documentos conservados en la biblioteca del venerable J. L. Casares pudo extraerse el «Nova Totivs Terrarvm Orbis Geographica Ac Hydrographica Tabula, del auct: Henr: Hondio». En ese mapa, realizado en el primer tercio de 1600, aparece un espacio abajo del «Mar de India», la región «Terra Australis Incognita» que algunos identifican como asiento del reino perdido. El padre G. de Ockham, poco antes de ser excomulgado por el papa Juan XXII, descartó esa idea y propuso buscar en el lugar que hoy es conocido como Triángulo de las Bermudas, muy cerca del sitio donde se dice que se encontraron ruinas que confirman la existencia de la Atlántida.
En cuanto a la época del florecimiento de la cultura de Ax, nadie se pone de acuerdo, pues si bien Pitágoras emplea como metáfora la belleza física de todos los hombres y mujeres de aquel territorio, Tucídides introduce en La guerra del Peloponeso a uno de los embajadores griegos que tiene conocimiento exacto del lugar preciso donde se desarrolló la grandeza de aquel pueblo, sólo que éste no pronuncia palabra en todo el encuentro con los lacedemonios. Pero hay más todavía. Artistas, filósofos, historiadores, religiosos y buscadores de tesoros manejan secretamente algunos trozos de información que intercambian en medio de rigurosos acuerdos y luego cada uno a su manera intenta reconstruir el mapa real donde se ubica el lugar que ha motivado tantos afanes. Han pasado muchos años desde que el primero de estos hombres dio a conocer la estatuilla de bronce de la reina Tit en aquel oscuro museo de historia natural de un remoto poblado boliviano, confirmando con ello la existencia de lo que hasta entonces sólo había sido conjetura.
Todo lo referente a los hechos que ningún historiador quiere registrar, han sido transmitidos de boca a oído. Aún no hay nada escrito, salvo estos pocos registros recuperados del arca de hierro de un anticuario egipcio muerto en extrañas circunstancias. Pero esa es otra historia y no se relatará en estos documentos por temor a caer en imprecisiones o falsedades.