viernes, julio 03, 2015

Fernando Martínez Sánchez o la poesía reincidente




















A continuación, el prólogo que escribí para el libro Decir el ansia urgente, de Fernando Martínez Sánchez, Conaculta, Secretaría de Cultura de Coahuila, colección Arena de poesía, Saltillo, 2014, 126 pp.

Fernando Martínez Sánchez o la poesía reincidente

Jaime Muñoz Vargas

El vago azar o las precisas leyes que rigen este sueño, el universo, me permitieron gozar la generosa y festiva amistad de Fernando Martínez Sánchez (Torreón, Coahuila, 21 de septiembre de 1936-10 de enero de 2014). Pese a la diferencia de nuestras edades (soy del 64), mi relación con Fer, como siempre le dije, duró casi 25 años, poco más o poco menos. Como muchos en La Laguna, lo conocí en alguna actividad cultural de las muchísimas que aquí organizó, esto a finales de los ochenta o principios de los noventa. Ya entonces él radicaba totalmente en La Laguna luego de su larga estancia en la capital del país, donde egresó por la UNAM de contaduría pública.
Las anécdotas que puedo contar luego de mi convivencia con Fernando son numerosas. Casi todas ocurrieron en Torreón, pero por razones de trabajo literario algunas se dieron en Saltillo y el D.F. Fernando fue siempre un tipo incansable, un hiperactivo de ésos a los que nunca les ajusta el día para despachar las mil y una actividades en las que se involucran. Jamás, pues, lo vi quieto, o sólo dos veces: cuatro meses antes de su muerte, cuando por el deterioro de su salud debía mantenerse sentado, y la otra justo un día antes de su partida, cuando ya estaba inconsciente en una cama de hospital. Pude, pues, despedirme de este querido amigo, tocar su mano pálida e inmóvil, verlo vivo por última vez luego de muchísimas conversaciones y carcajadas.
Nunca dejó de asombrarme su vitalidad. Yo tenía poco más de veinte años cuando trabamos nuestros primeros diálogos. Recuerdo que aquellos acercamientos iniciales de Fernando se debieron al gustoso asombro que le provocó la irrupción del grupo literario Botella al Mar, en el que participé. Me dijo con estas o parecidas palabras que había notado un timbre especial, fresco y lúcido a la vez, en escritores como Gilberto Prado y Pablo Arredondo. Creo que en ese elogio me incluía, así que pronto nuestro primer contacto derivó en encuentros cada vez más frecuentes y en intercambio de ideas, de libros y proyectos.
Mi amistad con Fernando se extendió a María Caliano, su esposa, y a sus cuatro hijos: Fernando, Gerardo Joel, Mireya y Cristián. Lo extraño de esto es que jamás sentí que entre Fernando y yo hubiera casi treinta años de diferencia. Con su actitud, con su desenfado, con su risa y su ímpetu vital lograba ser un joven de tiempo completo. Era un obseso del trabajo, pero lo era más de los placeres que eligió y nunca dudó en darse a manos llenas, sin límites visibles: los libros, el cine, el teatro, la música, la buena mesa y los viajes. Por ello, Fernando no podía ganar un peso sin que ya estuviera pensando en qué libro, película, teatro, disco, restaurante o destino turístico lo gastaría.
Además de su buena memoria, esta es la razón por la que sus referencias bibliográficas, cinematográficas, teatrales y demás parecían no tener coto, casi como si fuera un internet viviente en las materias de su interés. Las sobremesas con Fernando eran entonces memorables. Si uno, por ejemplo, mencionaba una trama del abundante Simenon, Fernando la conocía y daba minuciosos detalles; si otro recordaba vagamente el nombre de una actriz perdida en los créditos de cualquier film alemán, Fernando mencionaba las películas y los roles en los que participó. Así era, un océano de experiencias artísticas, un gozador empedernido de la creatividad humana.
En medio de sus innumerables trajines laborales y hedónicos Fernando no dejó, además, de escribir. Lo hizo siempre, casi hasta el ocaso de su vida, en periódicos y revistas, y en menor escala, pero suficiente, como narrador y poeta, en libros. El número de sus títulos no es alto, pero creo que la calidad de su obra, sobre todo la poética, es harto estimable, tanto que a mi juicio —y se lo dije en varias oportunidades— él fue esencialmente un poeta, un hombre tocado por la magia del verso. La prueba que verifica esta afirmación podemos hallarla, si no me equivoco, en Decir el ansia urgente, la selección reunida en estas páginas.
Para armarla convoqué todos los libros con poesía del autor. Uno de ellos, Nada y ave (Pléyade, 1963) es en realidad un libro con prosa poética y cuentística, pero asombrosamente abre con un poema químicamente puro. Digo que esto es asombroso porque parece una tardía confirmación de lo que siempre le comenté a Fernando, incluso antes, mucho antes, de que yo pudiera establecer contacto con Nada y ave: “Eres poeta, Fer, la poesía es lo tuyo”. Pues bien, ahora que pude conseguir el libro lo primero que allí destaca es que “Nido de palabras”, un poema, sirvió como primera escala en un material prosístico y de alguna manera inauguró la carrera literaria de su autor. Es difícil —o imposible, más bien— saber por qué Fernando no marginó ese poema, pero dado lo que sucedió luego es inevitable asociar la carrera estrictamente poética de autor con aquel poema de juventud. Fernando tenía entonces 27 años, era un adulto ya, estaba en el DF y sé que al margen de la chamba alimenticia exploraba espacios literarios con reconocidos escritores como los mexicanos Ermilo Abreu Gómez y Emmanuel Carballo, y el peruano Edmundo de los Ríos. Pese a la juventud de Fernando, “Nido de palabras” es ya un poema cuajado de aciertos, yo diría que hasta impecable. Siento que en sus imágenes todavía late el influjo de las vanguardias, y por allí le sospecho, por ejemplo, al mejor Maples Arce. Es lo de menos. Lo de más es que el poema se deja leer de un jalón y permite —o permitió en su momento— advertir la llegada de un buen poeta.
El anuncio de aquella obra cristalizó en Suma presencia (Ediciones Oasis, 1967), primer poemario-poemario de Fernando y a mi juicio su libro más logrado. El autor tenía 31 años y allí, en esas breves páginas, dejó caer poemas de un notable encanto expresivo, tanto que Emmanuel Carballo resaltó en sus diarios la pericia expresiva del lagunero. En esta selección he creído importante acopiar un número importante de piezas de Suma presencia. La razón es simple: sólo tuvo aquella edición, la del 67, pese a que se trata de un libro más que bien articulado.
Los caminos de la creación artística son inescrutables, por eso no sé cómo explicar el silencio poético de Fernando luego de publicar Suma presencia. Aventuro la hipótesis de la hiperactividad: Fernando se echaba tantas tareas a cuestas y disfrutaba hasta el fanatismo de tantas manifestaciones artísticas que pospuso y pospuso y pospuso lo que a mi parecer, insisto, fue su mayor virtud: la escritura de poemas. La pospuso, sí, pero siempre reincidió, y eso a fin de cuentas es lo que debemos subrayar. Imagino ahora que si hubiera sacrificado otras actividades, si no hubiera sido devorado por la cinefilia o el teatro o la promotoría cultural, el lapso que corrió entre su publicación del 67 y la siguiente no sería tan amplio como lo fue. Por limitaciones de espacio no es posible traer aquí toda su Suma presencia, pero de una vez deseo imaginarle una edición íntegra, incluso en fascímil.
En 1980 apareció Reincidencias (Macondo-Ayuntamiento de Torreón), el segundo libro de poemas de Fernando. La edición es modesta, pero su contenido ratifica la calidad del artista. Los versos mantienen la musicalidad y el brillo metafórico, y los temas siguen siendo la mujer, el amor, el abandono y la desdicha que jamás condesciende a la autoflagelación. Tiene unas palabras prologales de José Muñoz Cota, quien afirmó: “Fernando Martínez es un varón correcto. Bien educado, de maneras suaves y discretas. Así son las líneas de su poesía. No levantan el tono ni mueven las manos con exageración. No gritan. No agonizan”.
Tuvieron que pasar 28 años para tener Al filo de la ausencia (Iberia Editorial, 2008), nuevo libro de Fernando. Aprovechando la coyuntura de un homenaje, yo hice y pagué la edición, y lo preparé como un regalo secreto para mi amigo. En el Teatro Nazas presentamos esa noche su novela Mi nombre es lluvia, y allí, sin que él supiera nada, le hice entrega de ejemplares que regaló al público. Con perdón por la autocita, una parte de mi prólogo explica todo aquello:

De los géneros literarios encarados por Fernando Martínez Sánchez (…), su poesía destaca, a mi juicio, con hipnótica fosforescencia. Es, creo, un escritor tocado por la maestría para articular en verso su pensamiento y su emoción, de ahí que por su mano fluyan con extremosa facilidad las imágenes y el ritmo, la música de las palabras vertida sobre la partitura en blanco que es la cuartilla del poeta. Esa es la razón por la que aprovecho el justo homenaje que Martínez Sánchez ha recibido el 20 de febrero de 2008 para mostrar, convocado en este libro, un lote de poemas que hace algunos años tuvo la generosidad de acercarme sin mayor propósito que el de compartir sus “originales”, textos ya pulidos y listos para una potencial edición.
Los sonetos reunidos en Al filo de la ausencia han pasado pues un lapso no muy largo, aunque innecesario, de silencio. Los mantuve celosamente hospedados en un archivo digital porque sabía que tarde o temprano se iban a conjugar las circunstancias para darles continente de libro y ofrecerlos al lector. Ese momento ha llegado, y me honra saber que tengo aquí la suerte de difundir estos hermosos sonetos de Martínez Sánchez en ocasión tan propicia: un homenaje, su homenaje.

También tuve algo que ver con Silabario de Eros (UA de C, 2009), su último libro de poesía. Había comenzado el declive de su salud y me confió aquel libro. Lo propuse a la UA de C y trabajé con Gerardo Segura y Claudia Berrueto para que la edición fuera perfecta. Este libro incluye algunos poemas que Fernando había publicado en Las voces del tranvía (Ayuntamiento de Torreón, 2007); la compilación es de Rossana Conte y tiene dos prólogos, uno de Eduardo Langagne y otro de Gilberto Prado Galán, quien señala lo que a mi juicio puede también notarse en los cuatro poemas que seleccioné de Silabario de Eros: “La poesía de Fernando Martínez Sánchez ha transitado de la mesura y corrección formales, como se aprecia en el soneto ‘Deseos’, hasta la puesta en marcha de poemas irreverentes, coloquiales y apasionados como ‘Silvana: estrella en blanco y negro’. Esta poesía oxigena el territorio lírico al ignorar la mojigatería y el recato”.
Recapitulo. De Nada y ave tomé el único poema que allí habita. De Suma presencia, una buena parte por los motivos ya expuestos: su brevedad y su precoz fortuna literaria. De Reincidencias, la mayor parte de su contenido, pues es un libro también breve y eficaz, casi una plaquette. Igual hice con Al filo de la ausencia, y de Silabario de Eros elegí pocas piezas dado que es un libro todavía disponible si uno lo busca en las instancias editoriales de la UA de C.
Debo confesar por último un problema. Fernando retrabajó algunos de sus poemas y de una edición a otra llegó incluso a modificarlos casi hasta convertirlos en productos nuevos. Enfrenté pues la disyuntiva que seguramente han arrostrado otros seleccionadores en similar trance: ¿cuál versión dejar de “un mismo” poema? Por un momento pensé en elegir la más reciente, la retrabajada con el paso de los años por el autor, pero opté por el otro camino: incluir los poemas de la primera versión disponible, esto por tres razones: 1) porque la primera versión es innegablemente buena; 2) porque (principalmente en el caso de Suma presencia) resulta evidente que el autor ya era un poeta formado desde su primer libro, y 3) porque la selección cronológica nos permite apreciar mejor la evolución del escritor.
Fernando Martínez Sánchez murió la tarde del 10 de enero de 2014, en Torreón. Al día siguiente le dediqué una columna cuyo cierre también me sirve en esta presentación: “Pese a nuestra diferencia de edad, conviví con él en incontables/imborrables momentos. Edité dos de sus libros y recibí como regalo muchos de su enorme biblioteca. Gracias a él tengo, por ejemplo, el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias, una joya. No olvidaré (supongo que muchos en La Laguna podrán decir lo mismo) a don Fernando Martínez Sánchez. Yo lo recordaré principalmente por las que fueron, creo, sus dos máximas virtudes: la poesía y la risa”.
Sea.