sábado, mayo 09, 2015

Mi carrera boxística















No sé por qué siempre he creído que el boxeo es el deporte más difícil del mundo. Será por eso, quizá, que cuando a los pugilistas les va bien sus bolsas alcanzan a hospedar varios millones de dólares. Pero con éxito o sin él, trepar al ring y calzar los Cleto Reyes o los Everlast es un desafío ubicado en los extremos de la exigencia física. Yo sabía eso, o lo intuía, antes de aceptar una incursión en tal negocio. Se dio más o menos en 1981, en la calle donde conviví con palomilla ad hoc desde la adolescencia hasta los veintitantos años. Durante cientos de tardes, los amigos de la cuadra, de cuyos nombres sí puedo acordarme, organizamos cáscaras de fut en pleno y transitado asfalto, pero a una hora sin mucho flujo vehicular para que los partidos no se vieran tan tijereteados. No digo nada que no haya ocurrido y siga ocurriendo en miles y miles de barrios: los partidos eran eternos, tanto que en vacaciones podían durar desde las seis o siete de la tarde hasta las dos de la madrugada. Jugábamos “retas”, o sea, se formaban tres o cuatro equipos de cuatro o cinco jugadores que entraban o salían a la “cancha” de acuerdo a los marcadores predeterminados. No había premios, no había castigos, se jugaba sólo para quemar toda la energía que la consuetudinaria masturbación no lograba extinguir. Caray, qué bien me siento al repensar que todas aquellas horas invertidas en el peloteo callejero tal vez fueron las socialmente más felices de mi juventud. En fin, no me desvío más, pues estaba hablando de boxeo.
Dije que el box me parece un deporte que está más allá de la exigencia física y me tocó sentirlo. Cierto compañero de las picas futboleras llegó una vez a la esquina de las reuniones con dos pares de guantes. Dijo que se los habían prestado. Como era de esperar, varios quisieron darse un tirito y de inmediato pactamos unos cuantos pleitos. Apenas comenzados los combates, noté que aquello se oía espantoso, que cada madrazo tenía apariencia de ser el último. Vi que ninguno era ducho para establecer una guardia y para soltar golpes con elegancia, al menos con un mínimo de naturalidad televisiva. Mis amigos usaban los guantes, pero en mucho parecían ajenos a toda la estética del pugilismo clásico.
Así llegó mi turno. Me tocó encarar al único amigo de mi edad exacta. Yo era, y soy todavía, más alto que él, pero el tipo era correoso. Me pusieron los guantes y cuando al fin los tuve en mis puños sentí una terrible incomodidad, la sospecha de que esos guantes, como en el cuento de Borges, no iban a servir para defenderme, sino para justificar que me vapulearan. Nos dieron la orden de empezar, levanté la guardia y mi rival hizo lo mismo. En aquel tiempo yo jugaba futbol durante cuatro o cinco horas seguidas, sin parar, y corría una hora diaria en el lecho seco del río Nazas, sin playera y bajo los 40 grados con sol del mediodía lagunero, a campo traviesa. Con esto quiero decir que aquellos fueron mis años de mejor condición física. Eso no sirvió a la hora de boxear. Di algunos golpes, me dieron otros, pero el caso es que en menos de tres minutos, vaciados de aire, exhaustos como relojes de Dalí, los dos hicimos el gesto de “basta, se acabó, ahí muere”.
Recuerdo que agradecí al cielo que mi rival accediera a terminar, pues poco antes de que dejamos de tirar golpes, él me había aplicado un gancho al plexo solar que vació todo mi oxígeno. Con un tremendo esfuerzo actoral, fingí retirarme un poco, me quitaron los guantes mientras me dolía el alma. Luego la atención de los demás se distrajo en otro lado y pude hacerme el desentendido para agarrar aire y recuperar la capacidad del habla.
¿Qué pasó entonces? Pues que mi carrera en el boxeo duró poco menos de un round, y callejero. Me quedó claro que ese asunto no me competía y le dije adiós así, de golpe, el mismo adiós taxativo que poco a poco, en la vida, le he dado a tantas ocupaciones para las cuales, lamentablemente, como la pintura o la música o el alpinismo o la matemática o la medicina o la danza o tantas más, carezco en absoluto de virtudes.
Pero bueno, no es tan grave. Salvo Leonardo da Vinci —el milusos renacentista, todos padecemos esa múltiple limitación, esa plural falta de virtudes que compensamos con uno o dos talentos, si bien nos va. Supongo que con eso basta para no sentirnos tan mal.

Posdata
Vía mail recibí esta carta. Es privada, pero creo que debo compartirla tal y como me llegó. Antonio Cruz es un hombre inteligente, generoso y sensato, además de un excelente escritor y un atento corresponsal. Bienvenidas siempre, para mí, sus palabras.

"Querido amigo:

Te escribo este correo en privado porque me ha entrado el temor de que, cuando hago un comentario en tu blog o en tu muro del face,  a algún desprevenido que no conoce de nuestra amistad y nuestro mutuo respeto, se le dé por pensar que escribo solamente para dar rienda suelta a mi histrionismo. Hay una segunda razón: me asombra (y a veces hasta me asusta) las muchas coincidencias que han ido apareciendo por estos tiempos al recordar y/o relatar nuestras historias personales.
Digo esto, porque esta mañana al abrir el face, vi tu post; como ocurre ya casi habitualmente apenas veo algo de tu blog, rajé a visitarlo porque quería ver que coincidencia nueva aparecía y sorprendentemente (ya no tan sorprendentemente) leí algo que me recuerda algo (parece un juego de palabras pero no lo es).
Se trata de lo siguiente. Con mi padre solíamos ver por la tele (blanco y negro, por supuesto) las peleas por títulos mundiales o argentinos o sudamericanos y antes de la tele las escuchábamos por radio. A los dos años de instalarme en Córdoba para mis estudios de medicina y a raíz de la pasión boxística propia de los dieciséis años, comencé a entrenar boxeo en un club que se llamaba 'Club Las Flores' dedicado en exclusiva al boxeo y que, supongo, llevaba ese nombre por las flores de piñas que se ataban los boxeadores (esto último es irónico y no deberá ser tenido en cuenta por el jurado).
El entrenador que guió mis primeros pasos me decía 'para tu peso tenés la altura ideal y sos zurdo, por lo que te auguro un futuro venturoso en el boxeo'. Con un metro sesenta y nueve de estatura y cincuenta y un kilos de peso no era descabellado pensar así. La cosa es que a los dos o tres meses ya me movía con cierta soltura, aporreaba la bolsa y hacía 'puchingbol' con cierta destreza. Hacía sombra y me movía bien pero lo cierto era que, por un lado ya me creía Locche y por el otro, hasta ese momento, jamás había 'tirado guantes' con nadie.
Una tarde, apareció por el club un petisón morrudo de unos quince o dieciséis, con cara astuta y zorruna propia de esos tipos formados en la calle; verlo, preguntarle su peso aproximado y organizar una tiradita conmigo fue una respuesta inmediata del entrenador que quería ver a su pupilo en combates verdaderos. Decidí probar suerte. Nos calzaron los guantes de ocho onzas (no recuerdo bien la marca pero creo que eran Slazenger, aunque bien podrían haber sido Sportlandia) y comenzamos a danzar dando pequeños brincos. Le llevaba una cabeza y lo miraba desafiante pensando por dónde le entraba, hasta que en un momento, ni siquiera sé cómo, el tipo, que era fuerte y ladino, se metió bien abajo y me tiró primero un gancho al hígado y, cuando retrocedí abriendo la guardia, un directo al mentón que me mandó a la lona mientras las cuerdas, el entrenador y el chango giraban alrededor mío y un batallón de enanos hacía tronar tambores en mi cabeza. Allí me quedé lo que para mí fue una eternidad y comencé a levantarme recién cuando el entrenador se acercó a preguntarme como me sentía. 'Como el culo', dije, y mientras me levantaba sacándome los guantes, supe dos cosas: que el boxeo era un deporte demasiado rudo para mí y que mi incipiente camino hacia la gloria acababa de concluir. 
Mirá vos… otra coincidencia…  mi carrera boxística duró exactamente lo que a vos te duró… un  round… un solo round… un puto y maldito round por culpa de un pendejo que se interpuso entre yo y la fama.

Con mi mejor abrazo