martes, mayo 12, 2015

Dos, dualidades que estallan
























Oriunda de Gálvez, Provincia de Santa Fe, Argentina, Giselle Aronson sigue sin tregua la configuración de una obra narrativa sólida y atractiva, espesa de sentido humano. Luego de publicar dos libros con microficción (Cuentos para no matar y otros más inofensivos, Macedonia Ediciones, 2011, y Poleas, Textos Intrusos, 2013) se lanzó al desafío de la novela y, por lo que puedo notar, salió bien librada. Dos, título de su relato, nos planta sin demagogia frente al tema del sometimiento y la liberación de la mujer en la vida cotidiana, asunto difícil porque coloca al autor, en este caso autora, en la peligrosa zona del panfleto en el que unos personajes —todos los hombres— son criaturas monstruosas, y otros —todas las mujeres— padecen inexorablemente el poder opresivo de los machos.
Aunque esto en efecto está cerca de la realidad o, si pasamos por alto las escasas excepciones, es la realidad, su planteo literario resulta complicado, pues si algo tiene el arte de la novela, de la buena novela, es que elude hasta donde es posible todo maniqueísmo y nos coloca en un espacio más ambiguo y entre personajes que, como el ser humano estándar, no son ni totalmente santos ni totalmente demonios. Aronson es hábil en Dos para no incurrir en tal maniqueísmo: nos cuenta, entrelazadas, dos o hasta tres historias de mujeres que ven sus destinos obliterados por el hombre, aunque en muy distinto grado. Es aquí entonces donde la novela adquiere densidad de vida real: la autora no quiere que veamos a sus mujeres como víctimas estandarizadas, uniformadas por la compasión del lector, sino como víctimas que de acuerdo a su circunstancia y su personalidad pueden zafar (este verbo es caro en el habla coloquial argentina) o no zafar, liberarse o quedar presas en la telaraña de poder tendida desde la dominación machista.
Construida como un pequeño mecano en el que zigzaguean dos planos narrativos, Dos cuenta la historia de Carmen, ama de casa y esposa de Sergio Foglia, intendente (en México sería presidente municipal) de Río Calmo, una pequeña ciudad de la provincia argentina donde en apariencia no debe ocurrir gran cosa más allá del transcurso (obviamente calmo) del tiempo. En realidad, sin que Carmen lo sepa, el lugar es un hervidero de chismes donde el chisme mayor la tiene a ella como protagonista: su marido, el sagaz y apuesto y exitoso político local, la engaña. Carmen no advierte, al parecer, ni los cuernos ni los chismes, pero gradualmente avanza, por su propia experiencia en casa, hacia la certeza radical del desamor. No se equivoca, pues Sergio, sin que veamos sus andanzas, denota en los encuentros domésticos y maritales el interés que puede tener un esquimal por la nieve. Aunque su mujer se afana al principio en creer que la relación sigue en pie, lo cierto es que Sergio ya no le da bola (otra expresión coloquial de allá) y hasta se ausenta en largos viajes de trabajo que mucho tienen de sospechoso. La vida de Carmen —madre de dos hijos, hombre y mujer, ya profesionistas y radicados lejos del sopor riocalmense, y esposa de un político que no la mira y mucho menos la toca— deviene desconcierto, aburrimiento, resentimiento y rabia, todo más o menos en este orden.
A la par, entre los capítulos correspondientes al borrón humano que va quedando de Carmen, se cuenta la historia de Silvia, empleada de un colegio donde trajina entre escobas y trapeadores. Ella es esposa de Ramón, un don nadie que ni siquiera es capaz de arrimar un peso para el gasto familiar y con quien no ha podido tener hijos. A diferencia de Carmen, Silvia tiene arrestos para cuestionar a su pareja, incluso para desafiarla y echarle en cara su ineptitud. Trabajadora casi insignificante, sin letras, sin “clase”, Silvia se muestra sin embargo vivaracha, astuta, intuitiva y, lo que no es poco significativo, económicamente independiente de Ramón.
En el pespunteo entre las historias vamos esperando lo que termina por ocurrir: el destino las junta, y ambas son una misma moneda, la cara y la cruz de un agravio casi idéntico.
No creo poco relevante mencionar un tercer personaje femenino. Contra lo que podamos pensar, Imelda, la sirvienta eterna de la familia Foglia, aparece en el relato no como personaje secundario, como fortuita compañía emocional de Carmen o como instructora en el arte de cebar mates. Imelda, quien tiene sus orígenes en el ámbito rural, es una mujer que está en el punto medio entre la sumisión atávica de la mujer y la total independencia: tiene un marido al que casi no menciona, ella gana su dinero, ayuda con el gasto familiar, trata de estar cerca de sus hijos y su vida jamás parece en shock. Esto es muy importante: un relato maniqueo —y ya dije párrafos atrás que éste de Aronson no lo es— hubiera agarrado parejo: todas las mujeres son humilladas y ofendidas, y no hay redención posible para ellas mientras los machos sigan actuando como actúan. Imelda deja entrever que todavía es posible, en estos tiempos de caos, que una mujer se encuentre al menos medianamente bien en su relación y que sea por ello imposible el uso de tabulas rasas para declarar la derrota total, por culpa de la barbarie masculina, de la monogamia o cualquier relación que se le parezca.
Ahora bien, salvado el caso de Imelda, es evidente que no son escasos los que se asemejan a la vivencia atroz de Carmen y no menos adversa de Silvia, de ahí la identificación (la mixtura, la dualidad) que se da entre ellas en cierto punto del relato. Es imposible avanzar en la descripción de la trama, al menos en su cierre, sin incurrir en la impudencia de insinuar el desenlace. No lo hago, pero sí traigo, para terminar, unas palabras de Juan Martini, el lujoso prologuista de este libro: “Los prejuicios del infierno grande, la solidaridad instantánea entre dos mujeres que pertenecen a diferentes segmentos sociales y que no se conocen, la humillación pública y privada, el rendirse ante los hechos consumados y una especie de locura liberadora actúan con  sincronización ejemplar, para hacer de esta novela, también, un relato al que no le tiembla el pulso cuando llega la hora de asomarse al abismo y, si es necesario, dejarse caer”.
Como pasó con Cuentos para no matar y otros más inofensivos, libro que a mi juicio jamás pareció primer libro, esta primera novela de Giselle Aronson tampoco parece primera experiencia con el género y augura, esto es lo mejor, nuevas historias de largo aliento tan eficaces, esperemos, como Dos.

Dos, Giselle Aronson, prólogo de Juan Martini, Milena Caserola, Buenos Aires, 2014, 177 pp.