domingo, mayo 31, 2015

El futbolista increíble














Al escribir la inverosímil historia de este futbolista debo recordar que se le veía muchísima clase desde que tenía cerca de diez años. O tal vez menos. En torneos diferentes, jugaba para un equipo de su barrio y otro de la escuela ubicada también en su barrio, así que en la semana solía despachar al menos dos partidos oficiales. Varias veces salió campeón con sus equipos y otras tantas quedó en segundo o tercer lugar en la gráfica de goleadores. Lo que pocos veían era lo otro, eso otro que en las jerarquías menores no tenía monitoreo y por tanto pasaba casi inadvertido: era el líder pasador, por mucho. Sus asistencias para gol duplicaban, al menos duplicaban, las de su rival más cercano, de manera que ése, y no anotar, era su fuerte.
Como todo buen pasador, como todo buen ordenador del juego, como todo buen “arquitecto” de la ofensiva, era inteligente, muy inteligente y sereno. En la escuela no era de los menos adelantados, pues jamás bajó del 9. Tenía notable habilidad para las matemáticas y quería, por eso, ser ingeniero; futbolista e ingeniero, en este orden.
Los pasadores como él no son lo más visible en las categorías pequeñas, así que nadie vio en su infantil destreza que se trataba de un fenómeno. Eso se hizo más evidente en la secundaria, cuando de niño pegó el estirón y fue a parar, apenas adolescente, en el 1,83 de estatura. Más alto que sus compañeros, algunos pensaron que iba para defensor central, pero erraron el augurio: la estatura no lo entorpeció. Al contrario, al hacerse más evidente su presencia en el terreno se hizo más visible, a la par, su desempeño: fue entonces que surgieron las primeras comparaciones. Ese chico era una mezcla nada despreciable de Zidane con Riquelme. También altos, aparentemente dotados sólo para el choque o el cabeceo, el francés y el argentino habían demostrado que el tamaño no les estorbaba para jugar como artistas: gracias a que tenían la cabeza más arriba que los demás, dominaban siempre las situaciones del partido, casi como si realizaran un mapeo permanente. Junto con esa elevación de la mirada, junto con esos ojos de jugador omnisciente, tenían los pies educados para hacer arte, gambetas, túneles, sombreritos, ruletas, tacos, pases insólitos, todo con soltura de bailarín.
Embarneció, pues, y ciertos adultos comenzaron a seguirlo. Lo orientaron y fue a caer en la cantera del club profesional de su tierra, al que siempre adhirió. Allí mantuvo su lucimiento como pasador e incrementó la cuota de goles a la que estaba acostumbrado. No pasó mucho tiempo para que lo colaran a las reservas del primer equipo, y menos tiempo pasó para que a los 17 debutara en primera.
Todo fue que le dieran esa oportunidad para que demostrara su función de cerebro en el equipo. Desde el primer partido repartió pases acertados por toda la cancha, casi como un engrane que se conecta con toda la maquinaria. Anoto varios goles, pero lo suyo eran las asistencias. Tenía tan afinada la obsesión de pasar que algunas veces pudo rematar y no lo hizo: su desprendimiento era absoluto, tan grande que hasta rechazaba el tiro de penales.
No fue casual, por ello, que de alguna forma consiguiera tres veces seguidas el campeonato de goleo. No para él, claro, sino para su centro delantero. A él le agradaba llevarse el título de asistencias, lanzar los pases, poner los goles en bandeja, compartir todo el futbol que brotaba de sus empeines.
Las ofertas por su fichaje a otros equipos comenzaron a llover. Los dueños de su carta resistieron los cañonazos hasta que los ambiciosos clubes de la capital pusieron sobre la mesa una suma con muchísmos ceros. Entonces su club tomó la decisión: venderlo. Los aficionados reclamaron, pero era inevitable y todos lo sabían. Ocurrió entonces algo insólito: el gran pasador, el gran símbolo del equipo se negó a salir. Argumentó algunas tonterías, se disculpó con los directivos, y dijo en resumen que él no se iba, que siempre había querido jugar aquí y que su sueldo era suficiente —más de lo que nunca hubiera imaginado—para mantener a raya sus necesidades. A los 23 años, explicó además que prefería el retiro antes que firmar con otro equipo.
Los dueños de su carta le reclamaron, trataron de convencerlo, de picarle por el lado de los lujos a los que podía acceder si se iba. Él se sostuvo: dijo que prefería el retiro en vez de representar a otros colores. Sin remedio, sus directivos aceptaron la decisión y lo recontrataron. Incluso le bajaron el sueldo para ver si con eso se enojaba y accedía a dejarse vender. No pasó nada. Él siguió jugando de lujo, siguió con sus pases magistrales y siguió con sus nada escasos goles.
Por más de una razón justificó su apodo: El futbolista increíble.

Literal




















Eran diez condenados y el juez preguntó al verdugo cuánto cobraba por ejecutarlos. "Mil pesos por cabeza", dijo el verdugo.

Entrevista para el diario Zócalo de Saltillo


















Ayer 30 de mayo apareció esta entrevista en el diario Zócalo de Saltillo, Coahuila. Agradezco a Sylvia Georgina Estrada las preguntas y el espacio.

¿Qué significado tiene la escritura en su vida?
Supongo que mucha, aunque no suelo detenerme a reflexionar en esas profundidades. Más o menos en la etapa de la preparatoria descubrí que me gustaba leer, y de allí pasé, casi sin darme cuenta y estimulado por el misterio de las palabras ya leídas, a borronear mis primeros textos. Como no tuve una familia vinculada a las artes y por ello no había ninguna orientación a la mano y ni siquiera libros, mis lecturas iniciales fueron intuitivas, desorganizadas, y eso derivó en la escritura de cuartillas armadas casi a ciegas. Luego, ya en mi época de estudiante universitario, trabé contacto con amigos un tanto o mucho más adelantados en esta misma afición por leer y escribir. Ese fue el parteaguas: encontrar buenos libros, leer con atención, aprender de las páginas visitadas todo lo posible. Creo en suma que la escritura, para mí, es apenas una tímida y siempre vacilante derivación de algo mucho mejor: la lectura.

¿Cómo aborda la creación de un cuento? ¿Cuál es el detonante para dar forma a una historia?
En general obedezco una receta algo laxa para escribir un cuento, pero no tengo ningún método para cazarlo, para acercarme a un tema “cuentístico”. Digamos que no busco cuentos deliberadamente, sino que los cuentos me encuentran, llegan a mí de la manera más imprevisible. A veces es una frase, a veces es un personaje, a veces es una anécdota, a veces es una mera situación, el caso es que, cuando se aproxima, no estoy seguro de tener un cuento a la vista, pero sí lo sospecho, lo vislumbro como caminando desde muy lejos hacia mí, decidido a encontrarme. Cuando llega, comienzo a escribirlo con cierta vaguedad, sin tener muy claro cómo avanzará, pero casi seguro de su final, punto que es decisivo, a mi parecer, en la estructura de este género. En el trance de escribir un cuento ocurre algo misterioso: van surgiendo detalles, trazos que no estaban predeterminados y sin embargo van sirviendo para apretar la trama. Esto que digo no aspira a ser una fórmula, en todo caso es apenas, y de manera harto general, la manera en la que procedo. En este sentido, el cuento es un poco como el poema; nadie dice: “Voy a escribir un poema de tal forma y con tal tema”. El poema aparece y el poeta obedece, escribe. El cuento es parecido: llega y uno lo atiende. La novela y el ensayo son menos hijos del azar, pues uno dice: “Voy a escribir un ensayo sobre la representación de Oriente en la poesía de Octavio Paz”, o “Voy a escribir una novela policiaca ubicada en Saltillo”, es algo más predeterminado.

¿Cuáles son los elementos que debe tener un cuento para atrapar lectores?
Creo que son básicamente los siguientes: buena prosa, enigma inicial, desarrollo en el que notamos un conflicto, cierta ambigüedad en el trazado de la anécdota, pormenores con “proyección ulterior” (cómo quería Borges) y, si es posible, una resolución sorpresiva y congruente. Pero esto no es tampoco una receta. En todo caso, esos elementos no sirven para atrapar a los lectores en general, sino para atrapar a un lector en particular: yo.

En el programa de la FILA aparece que presentarás Ojos en la sombra (Conaculta, Colección El Guardagujas, 2015)¿Por qué decidió contar las historias de aspirantes a escritores y editores de medio pelo?
Tres de mis libros (dos de cuentos y una novela) narran los afanes, logros y tropiezos (sobre todo tropiezos) de personajes que se mueven en el mundillo literario: escritores, editores, periodistas, maestros. Es un espacio en el que trabajo, pero en el que suelo no sentirme cómodo. Sé comportarme en ese ambiente, pero si me dan a escoger, prefiero evitarlo, no ir a reuniones y eludir en la medida tolerable por la urbanidad todo contacto con ese medio. En otras palabras, prefiero a las personas alejadas del bullicio y de la falsa sociedad literaria y periodística.

Me parece que México es un país de cuentistas, ahí están nombres como los de Juan Rulfo, Juan José Arreola o Jorge Ibargüengoitia, por mencionar algunos. Aunque no se publiquen muchos libros de cuento, creo que sí hay muchos lectores para este género. ¿Qué opina sobre este planteamiento?
Opino que en efecto hay muchos y notables cuentistas mexicanos y no mexicanos. Lamentablemente, este género maravilloso, como todos los demás géneros, se ha visto eclipsado por la novela. Es un fenómeno que data de muchos años atrás: si uno quiere ser escritor a secas, se dedica a la poesía, al teatro, al cuento, al ensayo, a la novela. Si uno quiere ser escritor famoso —aunque también aquí todo es inseguro—, casi no hay opción: debe dedicarse a la novela y aceptar algunas o todas las reglas del mercado.

¿Cuál es su opinión sobre la literatura norteña? Más allá de las clasificaciones, creo que hay varios escritores interesantes trabajando en esta parte del país...
Interesantes y con una obra ya más que estimable, tan amplia que hoy ocupa unas dos o tres generaciones. Hay que distinguir sin embargo al escritor norteño del escritor norteño ya radicado en el DF o fuera de México. Si nos referimos sólo a los primeros, son valiosas las obras de Yépez, Gabriel Trujillo y Crosthwite en el extremo oeste, Hugo Valdés en Nuevo León, Enrique Servín en Chihuahua, Julio Pesina en Tamaulipas, Eve Gil en Sonora, Herbert en Saltillo, Jesús Alvarado y Alejandro Merlín en Durango, sin duda JJ Rodríguez y Élmer en Sinaloa, y claro, los laguneros Velázquez, Reyes, Herrera y Lomas. En fin, ya son muchos y eso es grato.

sábado, mayo 30, 2015

El audio es rey














La intervención de teléfonos —llamada en otra parte “escucha ilegal”— es por supuesto un delito. Que alguien ajeno a los interlocutores de un diálogo telefónico meta su oreja y grabe representa una violación a la privacidad, y más lo es que capte movimientos y voz en video, de ahí que muchas instituciones, como los bancos, adviertan que al entrar en sus espacios ellas tienen el derecho de usar cámaras. Pese a su ilegalidad, ya filtrados tienen un poder letal y es casi imposible detener su onda destructiva y detectar a los autores materiales e intelectuales del espionaje. Su éxito radica —hoy principalmente gracias a las redes sociales— en el morbo que despiertan y también, sin duda, en que se convierten en rendija por donde el ciudadano de a pie accede por única vez al mundo íntimo de los poderosos.
Casi como en cualquier país, México es un dechado de escuchas ilegales. Hay casos legendarios, como el del Góber Precioso, quien se ganó este apodo en aquella llamada telefónica que atentaba contra los derechos de la periodista Lydia Cacho. Inolvidable también es el audio de Fox con Fidel Castro, o el del “chamaqueado” Niño Verde que gracias a una conversación fue catapultado a la corrupta fama de la que hoy goza. Más recientemente, ahí están los audios absolutamente íntimos con los que Pedro Ferriz de Con fue bombardeado por sus enemigos o el del Gran Jefe Lorenzo Córdova.
Ahora, en estos días electorales, dos audios (uno de ellos complementado por video) han hecho las delicias de la morbocracia nacional. En uno, que ya comenté el miércoles pasado, un periodista sin escrúpulos extorsiona, según él con elegancia, a un político también sin escrúpulos. En otro, un funcionario del gobierno del Estado de México y un empleado de la empresa constructora OHL exhiben los modos de hacer obra pública en nuestro país: a punta de malas artes, a punta de arreglos apegados al más oscuro manual de procedimientos ilegales en materia de contratos.
¿Por qué tienen éxito estos productos no nacidos en el periodismo sino en la vendetta entre grupos y particulares? ¿No deberíamos darles la espalda si de antemano sabemos que son ilegales? Lamentablemente, eso es imposible, más en un entorno caracterizado por la lucha de perros que van por la misma chuleta (un abrazo al Chuletita Orozco por sus cuatro goles, añado de paso) y no cejarán en su intento por exhibir al enemigo. En el reino del amafiamiento, de la opacidad y de la venganza como código de conducta, el audio es rey.

miércoles, mayo 27, 2015

El Tlacuache superado













Pensé alguna vez, en 2009, que la frase de César Garizurieta jamás iba a ser superada. Él era conocido con el apodo de El Tlacuache y más conocido todavía por haber acuñado la máxima máxima de la sabiduría cínica mexicana: “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”. Tengo pocos datos adicionales sobre Garizurieta; sé que nació en 1904 en Tuxpan, Veracruz (la tierra de donde zarpó el Granma con rumbo a la epopeya barbuda), y que se distinguió como abogado, político y diplomático, donde confirmó en carne propia su teoría de no vivir en el error. Murió en 1961.
Pues bien, gracias a un video pudimos ver que un periodista poblano (periodista en un sentido sumamente laxo, hay que aclarar) acuñó una frase de ésas que merecen estar en letras de oro y a la vista de todos, pues ilustra a la perfección el grado de inmundicia al que ha llegado la relación entre cierto periodismo y nuestro agusanado poder político. En esta historia ni siquiera son necesarios los nombres propios, pues da lo mismo que sean quien sean los que se mueven en estos albañales.
En el video de marras (así escribían los periodistas de la vieja guardia: “de marras”) todo es corrupto, comenzando por el lenguaje, una mezcla de insolencia carretonera con fraseo pirruris, muy en el estilo privado y seudojocoso de Lorenzo Córdova. Como delincuentes de pura cepa, un periodista y un político aclaran puntos. El periodista lo chantajea: le dice al político que si no afloja diez millones, saca a la luz una grabación. El político le explica que no tiene esa suma, se escurre por peteneras y se hace el desconcertado mientras el periodista le dicta cátedra casi de manera condescendiente, como lo haría un profe sereno frente a un fósil.
Por allí, casi al final, el periodista defeca la frase luminosa: “Mi negocio es administrar la reputación de los periodistas”. Lo que no sabía es que el político lo estaba videograbando, y que luego editaría el material para dar a conocer lo que le convenía para sacarse de encima al chantajista.
Todo aquí es pútrido: el contexto del golpeteo más bajo que arrastrarse pueda en nuestro país, la maniobra del político que graba y exhibe a su enemigo, el prepotente cinismo del periodista que amaga como si tuviera todos los cochinos hilos en la mano. En fin, cierto que se trata sólo de un botón entre los muchos que seguramente hay en la mercería, pero de todos modos, dado su valor, no es descabellado que quede impreso a cincel para beneplácito de la eternidad: “Mi negocio es administrar la reputación de los políticos”. Una finura.

sábado, mayo 23, 2015

Cortázar y la "mecánica de chicle"
























Un campesino me describió la situación con esta metáfora: “Los que se van del rancho son como las sandías: crecen más allá de donde los plantan, pero no se despegan del origen”. Asombra la sencillez de la imagen porque describe a la perfección lo que frecuentemente pasa con quienes se van: que por más tierra o agua que pongan de por medio, se llevan la atmósfera de la niñez y la juventud adherida como un fantasma en el alma, y jamás terminan por desprenderse.
Entre los escritores hay muchos ejemplos de distanciamiento forzado o voluntario. Uno de los más famosos es el de Cortázar, quien luego de nacer, casi por accidente, en Bélgica (1914), pasó de niño a su espiritualmente natal Argentina. En Banfield, un suburbio del llamado Gran Buenos Aires, transcurrió su decisiva juventud y allí comenzó el largo camino que décadas después lo llevaría a convertirse en uno de los protagonistas de la literatura mundial.
En Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar (Seix Barral, 2013), el escritor y periodista Diego Tomasi (Morón, 1982) rastrea el pasado del autor de Rayuela entre las calles, las amistades y los oficios que luego, cuando tomó la decisión de brincar definitivamente el Atlántico, alimentarían su nostalgia y sus papeles. Se trata entonces de un libro importante en la amplia bibliografía sobre Cortázar, ya que saca a la luz la enorme influencia que la Capital Federal tuvo sobre un autor que pese a su ulterior radicación europea jamás dejó de mirar con gratitud su pasado porteño.
Tomasi escudriña sobre todo en las amistades que sobreviven a Cortázar y en su abundante correspondencia. El trabajo de investigación, ciertamente complicado debido a que entre 1930 y 1950 el inmenso cuentista era un joven absolutamente desconocido, rinde frutos espléndidos, tantos que Tomasi puede incluso calcular los días exactos que Cortázar pasó en Buenos Aires: alrededor de seis mil días, “menos de una cuarta parte de su vida”. Sin embargo, más allá de ese cómputo a todas luces aproximado, apunta: “ese juego matemático es eso. Un juego. Un juego de números que no guarda relación con la enorme influencia que la ciudad ejerció sobre él”.
La gravitación de Buenos Aires en el espíritu de Cortázar tiene que ver directamente con lo desafiante y enriquecedor que fue, a un tiempo, su etapa de formación. La capital fue el primer estímulo de su voraz cosmopolitismo, el sitio donde halló la literatura francesa, el jazz, la pintura, el cine, el aprendizaje de la traducción profesional como trabajo alimenticio, los afectos para siempre.
Tomasi examina cronológicamente los pasos de Cortázar, sus estancias de trabajo en Bolívar, Chivilcoy y Mendoza, su relación con familiares y amistades, el encuentro con Aurora Bernárdez, su contacto con Borges, su trabajo en la Cámara del Libro, su despacho de traductor y en general su relación, entre tersa y áspera, con una ciudad que, sin que él lo sospechara, estaba marcando para siempre su literatura.
Es de suponer que la vivencia europea de Cortázar está mejor documentada que la porteña, pues la fama que construyó en París a partir de los sesenta propició una avalancha de entrevistas, reconocimientos, ensayos y fotografías. Se sabe menos, mucho menos, sobre la andanza cortazareana en el ámbito argentino, el de su juventud. Por ejemplo, sobre la nula relación con su padre. Tomasi la recuerda en un pasaje memorable, cuando Julio Cortázar padre le escribe a su hijo ya adulto y le pide que firme sus textos de prensa con el añadido del segundo nombre. El escritor, distante, le respondió así: “Con mi nombre Julio Cortázar he publicado un libro, y numerosos ensayos en revistas de B.A. Por una simple razón de mantenimiento profesional de mi nombre, sumándose a otra de eufonía que me interesa más que la anterior, no puedo incorporar mi segundo nombre, ni siquiera su inicial”. La inicial a la que se refiere es la “F”, de “Florencio”.
Cortázar tomó la decisión de abandonar Buenos Aires. Se va de allí en octubre de 1951, en barco y despedido por sus cercanos. Lo que siguió fue adueñarse de París, cierto, y comenzar el amplio armado de sus mejores libros. Pero no pudo evitar que los aires de Buenos Aires llegaran hasta su buhardilla y alimentaran sus relatos. La ciudad formativa y rechazada se convirtió entonces en una especie de chispa permanente para encender la nostalgia creativa. Lo expresó en una carta a su amigo Eduardo Jonquières, variante metafórica de la sandía que mencioné al principio: “Irse no es nada. La cosa es darse cuenta que hay una mecánica de chicle, que te has quedado adherido y te vas estirando”.

miércoles, mayo 20, 2015

Esos imbéciles












En menos de cuatro o cinco días vimos, gracias a la magia de la comunicación chirinolera y global, tres escenas imbéciles relacionadas con el fanatismo futbolero. La primera en la Bombonera, estadio de Boca Juniors; la segunda en el Jalisco, sede del Atlas de Guadalajara, y la tercera en el aeropuerto de El Prat, de Barcelona. A su modo, de bulto, esas tres manifestaciones equivalen a lo mismo: la intolerancia estúpida a la que ha llegado cierta afición para demostrar que su equipo es “el mejor” y para evidenciar que en el negocio de la supremacía no sólo se requieren goles y campeonatos cosechados en la cancha por los jugadores, sino también la participación directa de los aficionados dispuestos a cualquier barbaridad con tal de lastimar a quienes los contradigan, léase jugadores o aficionados de los equipos rivales.
Vistos por partes, advertimos que en los tres hechos hay un componente de frustración gratuita. Al medio tiempo del Boca-River iban 0 a 0, marcador que en la vuelta de la Libertadores clasificaba a los llamados Millonarios gracias al 1-0 obtenido en la ida. ¿Y qué pasó? Que algunos “barras” (apócope de “barrabrava” o hincha radical) de Boca no pudieron esperar el segundo periodo y con gas pimienta decidieron ayudar a los enemigos, pues era lógico que el agente químico impediría la continuación del partido. Eso pasó, y junto con el escándalo, la eliminación de Boca sin segundo tiempo, la obligación de jugar cuatro partidos a puerta cerrada y una multa, todo por la crasa imbecilidad de cinco o seis pelotudos, dicho esto en el caló de allá.
Durante el domingo de Liguilla en México algunos aficionados del Atlas, atravesados por una frustración legítima pero que jamás merecerá importancia, saltaron a la cancha cuando las Chivas ya habían aplicado cuatro vacunas al atlismo. En lugar de enojarse y gritar con toda la energía de sus pulmones, límite al que debe llegar cualquier catarsis futbolística, los macacos acometieron con el fin de lastimar. El resultado: una mayúscula ridiculización y un veto al estadio Jalisco, o sea, nula ayuda a su equipo.
Y por estos mismos días, lo del aeropuerto levantino, lugar donde unos aficionados del Madrid atacaron a sus homólogos y archirrivales catalanes. En suma, una bestialidad absurda y muy ingenua, pues sólo un cabeza chata puede atacar físicamente a otro por motivos de futbol. Imposible concebir mayor descenso a la agresividad —sin asideros lógicos— de parte de la mente humana, por adjetivar de algún modo la bicoca gris de esos imbéciles.

sábado, mayo 16, 2015

Puertas de papel




















Las preguntas aparecen cada vez con mayor frecuencia: ¿qué han sido y qué son hoy los libros, qué pasará con ellos, cuál es su destino en un mundo gradualmente dominado por la comunicación electrónica, en qué se convertirá la lectura si todo sigue como hasta ahora? Arnoldo Kraus (Distrito Federal, 1951, médico y profesor de medicina en la UNAM, articulista y autor, entre otros libros, de Apología del lápiz y Cuando la muerte se aproxima) ha pensado en esas preguntas y en Apología del libro (Conaculta, México, 2012) ofrece algunas respuestas atendibles no sólo por quienes creemos en este objeto —es decir, lectores que no necesitamos ninguna conversión— sino, sobre todo, por quienes desconocen o han renunciado al libro como transformador del alma humana.
Este libro sobre el libro es un ensayo libre, personal, sereno, como pensado con el chip de Montaigne puesto en la cabeza. Sin dogmatismo, sin desgarrarse la piel para demostrarnos que es verdad lo que poco a poco afirma, sin atestar de citas eruditas su reflexión, Kraus nos convida un paseo por su pasión bibliográfica. Es un paseo lento, a pie, como bien cuadra a un recorrido sobre este tema.
En las páginas va quedando pues asentada su certeza sobre el valor todavía fundamental del libro como organizador de la sensibilidad y la memoria de nuestra especie. El contraste, claro, se establece entre el libro y los soportes que lo han colocado en una zona marginal, más marginal que la padecida por el libro antes de la aparición de internet. Kraus exalta las bondades del objeto, las enumera: el contacto con el papel, el olor de la tinta, la posibilidad de escribir con mano humana sobre sus hojas y todo eso. En la acera opuesta, la lectura sobre pantallas, siempre vertiginosa, irreflexiva, facilista, entrecortada, fragmentaria y superabundante, tanto que hoy se ha hecho de códigos (“mensajes abreviados, casi sin idioma”) en los que nada entra en real contacto con nada y todo se consuma en el plano de la virtualidad.
Apología del libro, objeto editorial bellamente ilustrado por el maestro Vicente Rojo, es en el fondo un sereno llamamiento a quienes todavía sientan que puede ser posible, sin renunciar a las nuevas tecnologías, creer en el libro como arma civilizatoria principalmente porque con él podemos hacer algo que no excede las capacidades humanas: pensar con calma, reflexionar con hondura, sentir que gracias a estas puertas de papel entramos de veras en contacto con nuestros semejantes debido a la magia de la impresión real.
Podrá ser un clamor en el desierto, no sé, pero yo lo acepto y, como Arnoldo Kraus, seguiré siguiéndolo.

miércoles, mayo 13, 2015

Ciudadano postergado




















Es un fenómeno común en México y en los países que, como el nuestro, padecen un registro alto de corrupción e impunidad. Me refiero a la eterna postergación del bienestar ciudadano. Aunque no sea parámetro pese a que debería serlo, en países civilizados el Estado de bienestar es la prioridad: que todos tengan todo lo que se requiere para pasar la existencia con dignidad, sin carencias ni sobresaltos de todos los colores.
Insisto en que no podríamos compararnos con Finlandia o Alemania, aunque no hay razón para no hacerlo al menos con el fin de colocar la mira donde la dignidad del ciudadano es respetada, porque terminaríamos llorando. No hay que soñar con tanto, es verdad, dado que si algo nos caracteriza es el rezago y acaso ya la imposibilidad de salvación, pero tampoco debemos ponernos demasiado laxos. Es intolerable, por ello, la propaganda que primero simula mesura, mediana insatisfacción, para luego arremeter con una sarta de logros que sólo son momentáneamente reales para los actores del anuncio. Son esos mensajes proselitistas, todos vulgares, que abren con un diálogo en teoría espontáneo, familiar, amiguero, y pronto brincan a la demagogia más desenfadada.
Que la electricidad está bajando, que la gasolina ya no va a subir, que los principales campos del narco ahora sí están cayendo, eso y mucho más suministran tales anuncios. ¿De veras la electricidad está bajando? Jamás lo he notado. ¿En efecto ya no subirá la gasolina? Ah, qué bien, como si fuera posible olvidar el megagazolinazo de enero. ¿Que están cazando a los capos más pesados? Uy, qué bárbaros, como si tuviéramos la certeza de que el Chapo es el Chapo.
Como los funcionarios que se hicieron cínicos cuando fueron pillados un fraganti haciéndose de casas en lo oscurito, los jefes de propaganda ya no tuvieron opción: o mentían pesado o mentían pesado, y es lo que están haciendo. En la vida real el ciudadano sigue comprando menos con lo que gana, sigue sufriendo servicios médicos y educativos de octava, sigue recibiendo pensiones de limosna, sigue zozobrando en la falta de seguridad, sigue, en suma, postergado como ciudadano, humillado y ofendido por quienes deberían servirlo.

martes, mayo 12, 2015

Dos, dualidades que estallan
























Oriunda de Gálvez, Provincia de Santa Fe, Argentina, Giselle Aronson sigue sin tregua la configuración de una obra narrativa sólida y atractiva, espesa de sentido humano. Luego de publicar dos libros con microficción (Cuentos para no matar y otros más inofensivos, Macedonia Ediciones, 2011, y Poleas, Textos Intrusos, 2013) se lanzó al desafío de la novela y, por lo que puedo notar, salió bien librada. Dos, título de su relato, nos planta sin demagogia frente al tema del sometimiento y la liberación de la mujer en la vida cotidiana, asunto difícil porque coloca al autor, en este caso autora, en la peligrosa zona del panfleto en el que unos personajes —todos los hombres— son criaturas monstruosas, y otros —todas las mujeres— padecen inexorablemente el poder opresivo de los machos.
Aunque esto en efecto está cerca de la realidad o, si pasamos por alto las escasas excepciones, es la realidad, su planteo literario resulta complicado, pues si algo tiene el arte de la novela, de la buena novela, es que elude hasta donde es posible todo maniqueísmo y nos coloca en un espacio más ambiguo y entre personajes que, como el ser humano estándar, no son ni totalmente santos ni totalmente demonios. Aronson es hábil en Dos para no incurrir en tal maniqueísmo: nos cuenta, entrelazadas, dos o hasta tres historias de mujeres que ven sus destinos obliterados por el hombre, aunque en muy distinto grado. Es aquí entonces donde la novela adquiere densidad de vida real: la autora no quiere que veamos a sus mujeres como víctimas estandarizadas, uniformadas por la compasión del lector, sino como víctimas que de acuerdo a su circunstancia y su personalidad pueden zafar (este verbo es caro en el habla coloquial argentina) o no zafar, liberarse o quedar presas en la telaraña de poder tendida desde la dominación machista.
Construida como un pequeño mecano en el que zigzaguean dos planos narrativos, Dos cuenta la historia de Carmen, ama de casa y esposa de Sergio Foglia, intendente (en México sería presidente municipal) de Río Calmo, una pequeña ciudad de la provincia argentina donde en apariencia no debe ocurrir gran cosa más allá del transcurso (obviamente calmo) del tiempo. En realidad, sin que Carmen lo sepa, el lugar es un hervidero de chismes donde el chisme mayor la tiene a ella como protagonista: su marido, el sagaz y apuesto y exitoso político local, la engaña. Carmen no advierte, al parecer, ni los cuernos ni los chismes, pero gradualmente avanza, por su propia experiencia en casa, hacia la certeza radical del desamor. No se equivoca, pues Sergio, sin que veamos sus andanzas, denota en los encuentros domésticos y maritales el interés que puede tener un esquimal por la nieve. Aunque su mujer se afana al principio en creer que la relación sigue en pie, lo cierto es que Sergio ya no le da bola (otra expresión coloquial de allá) y hasta se ausenta en largos viajes de trabajo que mucho tienen de sospechoso. La vida de Carmen —madre de dos hijos, hombre y mujer, ya profesionistas y radicados lejos del sopor riocalmense, y esposa de un político que no la mira y mucho menos la toca— deviene desconcierto, aburrimiento, resentimiento y rabia, todo más o menos en este orden.
A la par, entre los capítulos correspondientes al borrón humano que va quedando de Carmen, se cuenta la historia de Silvia, empleada de un colegio donde trajina entre escobas y trapeadores. Ella es esposa de Ramón, un don nadie que ni siquiera es capaz de arrimar un peso para el gasto familiar y con quien no ha podido tener hijos. A diferencia de Carmen, Silvia tiene arrestos para cuestionar a su pareja, incluso para desafiarla y echarle en cara su ineptitud. Trabajadora casi insignificante, sin letras, sin “clase”, Silvia se muestra sin embargo vivaracha, astuta, intuitiva y, lo que no es poco significativo, económicamente independiente de Ramón.
En el pespunteo entre las historias vamos esperando lo que termina por ocurrir: el destino las junta, y ambas son una misma moneda, la cara y la cruz de un agravio casi idéntico.
No creo poco relevante mencionar un tercer personaje femenino. Contra lo que podamos pensar, Imelda, la sirvienta eterna de la familia Foglia, aparece en el relato no como personaje secundario, como fortuita compañía emocional de Carmen o como instructora en el arte de cebar mates. Imelda, quien tiene sus orígenes en el ámbito rural, es una mujer que está en el punto medio entre la sumisión atávica de la mujer y la total independencia: tiene un marido al que casi no menciona, ella gana su dinero, ayuda con el gasto familiar, trata de estar cerca de sus hijos y su vida jamás parece en shock. Esto es muy importante: un relato maniqueo —y ya dije párrafos atrás que éste de Aronson no lo es— hubiera agarrado parejo: todas las mujeres son humilladas y ofendidas, y no hay redención posible para ellas mientras los machos sigan actuando como actúan. Imelda deja entrever que todavía es posible, en estos tiempos de caos, que una mujer se encuentre al menos medianamente bien en su relación y que sea por ello imposible el uso de tabulas rasas para declarar la derrota total, por culpa de la barbarie masculina, de la monogamia o cualquier relación que se le parezca.
Ahora bien, salvado el caso de Imelda, es evidente que no son escasos los que se asemejan a la vivencia atroz de Carmen y no menos adversa de Silvia, de ahí la identificación (la mixtura, la dualidad) que se da entre ellas en cierto punto del relato. Es imposible avanzar en la descripción de la trama, al menos en su cierre, sin incurrir en la impudencia de insinuar el desenlace. No lo hago, pero sí traigo, para terminar, unas palabras de Juan Martini, el lujoso prologuista de este libro: “Los prejuicios del infierno grande, la solidaridad instantánea entre dos mujeres que pertenecen a diferentes segmentos sociales y que no se conocen, la humillación pública y privada, el rendirse ante los hechos consumados y una especie de locura liberadora actúan con  sincronización ejemplar, para hacer de esta novela, también, un relato al que no le tiembla el pulso cuando llega la hora de asomarse al abismo y, si es necesario, dejarse caer”.
Como pasó con Cuentos para no matar y otros más inofensivos, libro que a mi juicio jamás pareció primer libro, esta primera novela de Giselle Aronson tampoco parece primera experiencia con el género y augura, esto es lo mejor, nuevas historias de largo aliento tan eficaces, esperemos, como Dos.

Dos, Giselle Aronson, prólogo de Juan Martini, Milena Caserola, Buenos Aires, 2014, 177 pp.

lunes, mayo 11, 2015

Nueva edición de Ojos en la sombra
























Acaba de aparecer, y ya está en circulación, la segunda edición de Ojos en la sombra (Conaculta, México, 2015, 145 pp.). Tiene estas palabras en la contratapa:

"Los protagonistas de estos relatos se mueven en una región siempre marginal de la vida cultural y literaria. Aspirantes a es­critores, editores de ínfimos pasquines, investigadores de oscuros institutos e inflados esbirros de la 'burocracia intelectual' lu­chan por el monopolio de la inquina, el recelo, la beca, la plaza y el fracaso menos estruendoso.
Desfilan por estas páginas un filósofo de buhardilla que no sabe bailar, un académico asediado por la sed de poder de una minúscula tirana, un estudiante de periodismo que debe narrar el Super Bowl desde Los Mochis. Narrados con un sentido del humor punzante y una prosa de absorbente ritmo, los cuentos de Ojos en la sombra transmiten también una melancolía: es en el territorio del recuerdo donde se desenvuelven estas historias, y su carácter cómico y a veces absurdo no evita —más bien pro­picia— que toquen ciertas fibras sensibles.
Con este libro de cuentos, Jaime Muñoz Vargas se confirma como una de las voces más reconocibles e intensas de la reciente literatura del norte de México. Un autor que ha inventado un lenguaje para narrar la vida a la orilla del desierto".

Poco a poco iré informando sobre sus presentaciones.

sábado, mayo 09, 2015

Sala David Lagmanovich I

Dedicaré en este blog un espacio fijo a la microficción, forma literaria que le interesó como teórico, crítico y creador a mi amigo y maestro David Lagmanovich (Huinca Renancó, departamento General Roca, Córdoba, Argentina, 1927-San Miguel de Tucumán, Tucumán, Argentina, 2010).














Niño genio
Marcial Fernández

Concibió la idea de detener el tiempo. Si reprobaba el ciclo escolar, por ejemplo, se quedaría en el mismo año.

Tomado de Un colibrí es el corazón de un dios que levita, Ficticia, 2014, p. 207.















El Malevo
Gilda Manso

Comía la naranja sin pelarla. La partía al medio con un cuchillazo seco y la masticaba así, con cáscara. Esta costumbre le había hecho ganar el respeto de todo el pueblo. Esto, y su capacidad para desenfundar el revólver a la menor provocación.
Era conocido como El Malevo, y todos los días se sentaba en la mesa más arrinconada del bar, a la espera de algo. Todas las personas, tarde o temprano, lo buscaban para que los ayudase a solucionar problemas. El Malevo, con su revólver fácil, sus palabras escasas y sus desayunos de naranjas al mejor estilo macho que todo lo puede, tenía más poder que cualquiera.
Un mediodía de verano, arrastrando polvo y sudor, El Gigante irrumpió en el bar. Contó que venía de un pueblo remoto, huyendo del marido de alguien. Se sentó, apoyó los pies en el respaldo de la silla de El Malevo y ordenó un whisky. El Malevo lo miró con toda la incredulidad que podía permitirse y puso una mano en su arma. El Gigante no se inquietó: tomó un espléndido ananá de una frutera repleta y le pegó un mordisco feroz. Así, sin pelarlo.
El Malevo volvió a guardar la mano en el bolsillo y pagó una ronda de whiskies, por si acaso.

Tomado de Matrioska, EyC, Colección Íntimos, México, 2012, p. 74.












Manifestación
David Lagmanovich

Una bella periodista morena cubre la manifestación por los hijos asesinados. Desde el estudio, el conductor del programa, con estrepitosa corbata italiana, insinúa preguntas. Los padres se mantienen mudos; las madres sollozan y dan gritos de dolor frente a las cámaras; los televidentes admiran a la rubia locutora que ensaya gestos de comprensión. Cuando la manifestación llega a las puertas de la Catedral, la movilera entrega la nota a la gente del estudio: esa noche tiene una cita con el conductor. Hay agradecimientos y las cámaras se retiran. Un momento después comienza la represión policial.

Tomado de Menos de 100, Editorial Martín, Mar del Plata, 2007, p. 98.

Mi carrera boxística















No sé por qué siempre he creído que el boxeo es el deporte más difícil del mundo. Será por eso, quizá, que cuando a los pugilistas les va bien sus bolsas alcanzan a hospedar varios millones de dólares. Pero con éxito o sin él, trepar al ring y calzar los Cleto Reyes o los Everlast es un desafío ubicado en los extremos de la exigencia física. Yo sabía eso, o lo intuía, antes de aceptar una incursión en tal negocio. Se dio más o menos en 1981, en la calle donde conviví con palomilla ad hoc desde la adolescencia hasta los veintitantos años. Durante cientos de tardes, los amigos de la cuadra, de cuyos nombres sí puedo acordarme, organizamos cáscaras de fut en pleno y transitado asfalto, pero a una hora sin mucho flujo vehicular para que los partidos no se vieran tan tijereteados. No digo nada que no haya ocurrido y siga ocurriendo en miles y miles de barrios: los partidos eran eternos, tanto que en vacaciones podían durar desde las seis o siete de la tarde hasta las dos de la madrugada. Jugábamos “retas”, o sea, se formaban tres o cuatro equipos de cuatro o cinco jugadores que entraban o salían a la “cancha” de acuerdo a los marcadores predeterminados. No había premios, no había castigos, se jugaba sólo para quemar toda la energía que la consuetudinaria masturbación no lograba extinguir. Caray, qué bien me siento al repensar que todas aquellas horas invertidas en el peloteo callejero tal vez fueron las socialmente más felices de mi juventud. En fin, no me desvío más, pues estaba hablando de boxeo.
Dije que el box me parece un deporte que está más allá de la exigencia física y me tocó sentirlo. Cierto compañero de las picas futboleras llegó una vez a la esquina de las reuniones con dos pares de guantes. Dijo que se los habían prestado. Como era de esperar, varios quisieron darse un tirito y de inmediato pactamos unos cuantos pleitos. Apenas comenzados los combates, noté que aquello se oía espantoso, que cada madrazo tenía apariencia de ser el último. Vi que ninguno era ducho para establecer una guardia y para soltar golpes con elegancia, al menos con un mínimo de naturalidad televisiva. Mis amigos usaban los guantes, pero en mucho parecían ajenos a toda la estética del pugilismo clásico.
Así llegó mi turno. Me tocó encarar al único amigo de mi edad exacta. Yo era, y soy todavía, más alto que él, pero el tipo era correoso. Me pusieron los guantes y cuando al fin los tuve en mis puños sentí una terrible incomodidad, la sospecha de que esos guantes, como en el cuento de Borges, no iban a servir para defenderme, sino para justificar que me vapulearan. Nos dieron la orden de empezar, levanté la guardia y mi rival hizo lo mismo. En aquel tiempo yo jugaba futbol durante cuatro o cinco horas seguidas, sin parar, y corría una hora diaria en el lecho seco del río Nazas, sin playera y bajo los 40 grados con sol del mediodía lagunero, a campo traviesa. Con esto quiero decir que aquellos fueron mis años de mejor condición física. Eso no sirvió a la hora de boxear. Di algunos golpes, me dieron otros, pero el caso es que en menos de tres minutos, vaciados de aire, exhaustos como relojes de Dalí, los dos hicimos el gesto de “basta, se acabó, ahí muere”.
Recuerdo que agradecí al cielo que mi rival accediera a terminar, pues poco antes de que dejamos de tirar golpes, él me había aplicado un gancho al plexo solar que vació todo mi oxígeno. Con un tremendo esfuerzo actoral, fingí retirarme un poco, me quitaron los guantes mientras me dolía el alma. Luego la atención de los demás se distrajo en otro lado y pude hacerme el desentendido para agarrar aire y recuperar la capacidad del habla.
¿Qué pasó entonces? Pues que mi carrera en el boxeo duró poco menos de un round, y callejero. Me quedó claro que ese asunto no me competía y le dije adiós así, de golpe, el mismo adiós taxativo que poco a poco, en la vida, le he dado a tantas ocupaciones para las cuales, lamentablemente, como la pintura o la música o el alpinismo o la matemática o la medicina o la danza o tantas más, carezco en absoluto de virtudes.
Pero bueno, no es tan grave. Salvo Leonardo da Vinci —el milusos renacentista, todos padecemos esa múltiple limitación, esa plural falta de virtudes que compensamos con uno o dos talentos, si bien nos va. Supongo que con eso basta para no sentirnos tan mal.

Posdata
Vía mail recibí esta carta. Es privada, pero creo que debo compartirla tal y como me llegó. Antonio Cruz es un hombre inteligente, generoso y sensato, además de un excelente escritor y un atento corresponsal. Bienvenidas siempre, para mí, sus palabras.

"Querido amigo:

Te escribo este correo en privado porque me ha entrado el temor de que, cuando hago un comentario en tu blog o en tu muro del face,  a algún desprevenido que no conoce de nuestra amistad y nuestro mutuo respeto, se le dé por pensar que escribo solamente para dar rienda suelta a mi histrionismo. Hay una segunda razón: me asombra (y a veces hasta me asusta) las muchas coincidencias que han ido apareciendo por estos tiempos al recordar y/o relatar nuestras historias personales.
Digo esto, porque esta mañana al abrir el face, vi tu post; como ocurre ya casi habitualmente apenas veo algo de tu blog, rajé a visitarlo porque quería ver que coincidencia nueva aparecía y sorprendentemente (ya no tan sorprendentemente) leí algo que me recuerda algo (parece un juego de palabras pero no lo es).
Se trata de lo siguiente. Con mi padre solíamos ver por la tele (blanco y negro, por supuesto) las peleas por títulos mundiales o argentinos o sudamericanos y antes de la tele las escuchábamos por radio. A los dos años de instalarme en Córdoba para mis estudios de medicina y a raíz de la pasión boxística propia de los dieciséis años, comencé a entrenar boxeo en un club que se llamaba 'Club Las Flores' dedicado en exclusiva al boxeo y que, supongo, llevaba ese nombre por las flores de piñas que se ataban los boxeadores (esto último es irónico y no deberá ser tenido en cuenta por el jurado).
El entrenador que guió mis primeros pasos me decía 'para tu peso tenés la altura ideal y sos zurdo, por lo que te auguro un futuro venturoso en el boxeo'. Con un metro sesenta y nueve de estatura y cincuenta y un kilos de peso no era descabellado pensar así. La cosa es que a los dos o tres meses ya me movía con cierta soltura, aporreaba la bolsa y hacía 'puchingbol' con cierta destreza. Hacía sombra y me movía bien pero lo cierto era que, por un lado ya me creía Locche y por el otro, hasta ese momento, jamás había 'tirado guantes' con nadie.
Una tarde, apareció por el club un petisón morrudo de unos quince o dieciséis, con cara astuta y zorruna propia de esos tipos formados en la calle; verlo, preguntarle su peso aproximado y organizar una tiradita conmigo fue una respuesta inmediata del entrenador que quería ver a su pupilo en combates verdaderos. Decidí probar suerte. Nos calzaron los guantes de ocho onzas (no recuerdo bien la marca pero creo que eran Slazenger, aunque bien podrían haber sido Sportlandia) y comenzamos a danzar dando pequeños brincos. Le llevaba una cabeza y lo miraba desafiante pensando por dónde le entraba, hasta que en un momento, ni siquiera sé cómo, el tipo, que era fuerte y ladino, se metió bien abajo y me tiró primero un gancho al hígado y, cuando retrocedí abriendo la guardia, un directo al mentón que me mandó a la lona mientras las cuerdas, el entrenador y el chango giraban alrededor mío y un batallón de enanos hacía tronar tambores en mi cabeza. Allí me quedé lo que para mí fue una eternidad y comencé a levantarme recién cuando el entrenador se acercó a preguntarme como me sentía. 'Como el culo', dije, y mientras me levantaba sacándome los guantes, supe dos cosas: que el boxeo era un deporte demasiado rudo para mí y que mi incipiente camino hacia la gloria acababa de concluir. 
Mirá vos… otra coincidencia…  mi carrera boxística duró exactamente lo que a vos te duró… un  round… un solo round… un puto y maldito round por culpa de un pendejo que se interpuso entre yo y la fama.

Con mi mejor abrazo

miércoles, mayo 06, 2015

Arriero en la urbe















El hibridaje siempre nos depara, valga el lugar común, gratas sorpresas. Malas o buenas, pero sorpresas al fin. Las mezclas, obvio, son infinitas y en ese universo algunas pueden resultar intragables. Pese a ello, es mejor intentarlas, experimentar de vez en cuando, obtener en las probetas una sustancia diferente y en ocasiones plena de novedad y por lo tanto grata al alma. Supongo que creemos vivir, por efecto de la globalización, en una época de hibridismos, pero mestizar productos culturales es una vieja y saludable costumbre del ser humano, como lo puede probar casi cualquier cultura actual.
Un ejemplo de hibridismo exitoso lo encuentro en la interpretación de “El arriero”, milonga de Atahualpa Yupanqui cantada alguna vez por el grupo de rock Divididos. Se trata, claro, de una pieza vinculada al mundo rural, así que parecía osado escanciarla en un recipiente completamente identificado con la urbe. Divididos, sin embargo, logró lo que parecía imposible: hizo de “El arriero” un objeto distinto, igual de valioso y bello que el original yupanquiano.
Tan logrado me parece que ahora, luego de escucharlo muchas veces en la voz de su autor, “El arriero” se me aparece más con el estilo de Divididos que con el de don Ata, y conste que digo demasiado al decir esto, dada la rendida admiración que guardo desde hace treinta rendidos años por don Roberto Chavero.
Antes de pasar a las dos versiones, cuento la anécdota que le oí a Osvaldo Bayer en un documental sobre Yupanqui. Narra el historiador de la rebelde Patagonia que felicitaron a don Ata por el estribillo de “El arriero”. El viejo poeta, honesto como siempre, dijo que eso no era de él, que la frase del estribillo la escuchó en el campo. Don Ata vio pasar a un arriero, elogió la calidad de sus vacas, y el arriero, casi sin voltear, le respondió: “No son mías; las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”.
Sea como sea, “El arriero” es una de las canciones emblema no de don Ata, sino de todo el folclor latinoamericano. La versión original de Yupanqui tiene sólo el acompañamiento de su gloriosa guitarra; la híbrida, la del grupo Divididos (del disco La era de la boludez, 1993), es metalosa, potente en sus guitarras y su batería. Ambas versiones son fácilmente hallables en YouTube y me recuerdan otra mixtura inenarrable: la de “Adiós muchachos”, el tango, cantada y profundamente modificada en ritmo y letra nada más ni nada menos que por Louis Armstrong; ésta también hay que buscarla y oírla.