miércoles, abril 29, 2015

A qué jugábamos












No es infrecuente que en las conversaciones de este tiempo salga a relucir el tema de la tecnología y la enajenación. Cualquier sobremesa, cualquier diálogo ocasional lo provoca, pues no falta que mientras avanza la charla alguno de los interlocutores saque el teléfono celular y comience a revisar su Facebook, su Twitter, su Istagram o algo parecido. Es allí donde surge la inquietud en quienes lo ven: ¿vas a estar revisando tu Facebook cuando platicamos?, le dicen. Y es entonces cuando revive el comentario acerca de la tecnología (los dispositivos electrónicos) y la adicción visible en cualquier lado, incluso cuando la gente va caminando en medio de la muchedumbre, lo que recuerda el chiste del paciente que llega con su psicóloga y le revela: “Me siento aislado, no converso con nadie y siempre estoy cabizbajo; ¿qué tengo, doctora?”. “Seguramente un celular”, le responde.
Ahora bien, si esta enajenación es evidente en muchos adultos, en el caso de los niños y los adolescentes es ahora casi unánime. La escena del chico metido hasta las orejas en su celular o su tableta en una fila o en la escuela o en la iglesia o en una sala de espera o en el camión es hoy omnipresente. La  enajenación por los dispositivos con pantalla es sobre todo, casi por antonomasia, la de los niños, y mucho se especula y se especulará si eso hace bien o hace mal, si de esa adicción saldrán seres humanos pensantes o atrofiados. No se sabe todavía, lo único cierto es que se trata de una conducta inevitable, pues prácticamente ningún niño renunciará a sus pantallas touch para engancharse a otras formas del consumo informativo y del entretenimiento.
Una de las conversaciones que crecen a la vera de las sobremesas es también, por lo anterior, la de los juegos. ¿A qué juegan hoy los niños? Respondemos rápido: a lo que bajan de internet en sus celulares y tabletas o a lo que igualmente pueden instalar en el televisor. O sea, los niños sólo juegan hoy a las pantallas. Esto, si uno tiene cuarenta años o más, nos lleva de paso a recordar los juegos infantiles preinternéticos, y es entonces cuando los comensales apelan a la nostalgia para traerlos a la charla.
Me ha tocado estar allí, en esos diálogos, y mostrar la parte que me corresponde de recuerdo. Uno de los comentarios que siempre hago es el de las temporadas. Así como el año se divide en estaciones, los juegos de mi niñez y la de muchos que tienen mi edad, poco más o poco menos, eran practicados en determinados periodos. Por ejemplo, si las canicas eran disparadas de mayo a julio, el trompo zumbaba de agosto a noviembre, y así los demás divertimentos.
Una rápida ojeada a esos juegos ya extintos, heridos de muerte por las pantallas táctiles, me permite armar este breve sumario.
Trompo. Fue mi favorito. A diferencia de los que fabrican ahora, los de mi tiempo eran de madera, unos coloridamente pintados, de una madera relativamente blanda, y otros más toscos, los de mezquite, durísimos. Esos trompos eran acondicionados con un clavo mocho y brutal en la punta, para que dañaran, pues el juego principal consistía en dar “cancos” (golpes) a los trompos enemigos de acuerdo a una sencilla reglamentación. Los trompos de ahora, hechos de plástico, sirven sólo para hacer suertes de fantasía, como lanzarlos y capturarlos en la mano, de aire, sin que pierdan su rotación.
Papalotes. También llamadas güilas o huilas. Tenían su fecha específica: febrero y marzo, para aprovechar los infalibles vientos que azotan por tales meses a La Laguna. Aunque vendían unos de plástico, eran muy pesados y elevarlos sólo era posible si uno corría soltando el hilo. Por esto eran insuperables los de papel de china o, todavía más caseros, los de periódico. Su elaboración era verdaderamente artesanal, y nunca dejaré de sostener que el éxito de su vuelo se basaba en dos elementos: la cruz de carrizo y la manera de amarrarlos. Un papalote de periódico y bien hecho podía sacar del carrete hasta 200 o 300 metros de hilo. Impresionante.
Canicas. Fui un mal jugador de canicas, pero empeñoso. Las reglas tenían muchas variantes, pero todas incluían la posibilidad de ganar o perder piezas según el acuerdo de los competidores. Había expertos que pasado un tiempo acumulaban botes llenos de canicas, todas ganadas en buena lid. De este juego recuerdo las palabras que servían para definir a los jugadores duchos y a los inexpertos; los primeros tiraban “de huesito”; los segundos, “de uñita”.
Yoyo. Era menos practicado, pero recuerdo rachas fuertes de pasión por este juego. Lo impulsó sobre todo una compañía llamada Duncan que fabricó un yoyo de plástico duro y eficaz. Con él se podían hacer muchas suertes, y son para mí inolvidables las exhibiciones que la empresa ofrecía con expertos que visitaban escuelas y se plantaban en tiendas para promocionar el producto.
Bélit. Sobre este juego he escrito detalladamente en otro espacio (“Nostalgia del bélit"), y creo que es el divertimento más económico que practiqué jamás. Tenía sus reglas, divertía por horas, y sólo requería un palo de escoba vieja. Se hacían dos trozos con el mango, uno como de doce centímetros y otro como de 35 o 40, y eso era suficiente para alegrar la tarde, imagínense.
Estos y otros juegos nada pueden hace frente al Xbox. La batalla está perdida y sólo queda la memoria para vislumbrarlos.