sábado, noviembre 29, 2014

Blablablá al alto vacío














En “El atroz redentor Lazarus Morell”, una de las estampas que componen la Historia universal de la infamia (1936), de Borges, hay un pasaje que jamás he olvidado desde que lo leí por primera vez, hace 25 años. Se refiere a la habilidad oratoria del protagonista, el señor Morell. Escribe Borges: “No desconocía las Escrituras y predicaba con singular convicción. ‘Yo lo vi a Lazarus Morell en el púlpito —anota el dueño de una casa de juego en Baton Rouge, Luisiana—, y escuché sus palabras edificantes y vi las lágrimas acudir a sus ojos. Yo sabía que era un adúltero, un ladrón de negros y un asesino en la faz del Señor, pero también mis ojos lloraron’”.
Así sea mediante la exquisita sorna borgeseana, lo que podemos ver aquí es la importancia de la oratoria y del carisma a la hora de persuadir o de conmover mediante la palabra. Maquiavélicamente hablando, un hombre que trabaja para la cosa pública y tiene la obligación de dirigirse a las masas debe acusar ciertas facultades, imponer con su forma discursiva el fondo, sus ideas.
Cierto que hace rato no contamos con presidentes persuasivos (¿los hemos tenido alguna vez?). Fox fue el último que logró, pese a su estilo deshilachado y sólo cuando se encontraba en la cresta de su popularidad (2000-2001), arrancar un poco de convencida emoción al respetable público. Pero su “espontaneidad” era más bien limitación, falta total de miras, improvisación, y ya sabemos en qué terminó su tragicómico periodo.
Cuando Peña Nieto comenzó su campaña todos notamos algo extraño, algo que Juan Villoro definió mejor que nadie y de botepronto: que era una especie de robot, alguien que desde su cascarón de figurín repite y repite y repite frases, frases enderezadas por un equipo que por más lucha que imprima, por más énfasis que redacte en el teleprompter (“Todos somos Ayotzinapa… Todos somos Ayotzinapa… Todos somos Ayotzinapa…”) no logra que el sujeto reproductor comunique alguna módica emoción.
Una buena parte del déficit de credibilidad que hoy padece EPN radica por supuesto en el pasado, en los gobernantes que sin medida ni clemencia han usado las mismas fórmulas, los mismos ademanes y más o menos el mismo estilo (roto un poco por Fox y sus ya señalados atrabancamientos), pero también es cierto que el mexiquense es el enemigo número uno de sí mismo. Al desgaste del discurso en clave de cambio y promesa debemos sumar sus limitaciones: falta notable de instrucción e incapacidad casi ejemplar para transmitir alguna emoción mínimamente cálida al ciudadano que lo escucha.
Esta, aunque parezca superficial, no es una incapacidad menor. El jueves se requería una conjunción vigorosa de fondo y forma, pero estoy seguro de que la mayoría esperaba confirmar sus expectativas: el fondo fue una ristra de rectificaciones al vapor y sin átomo de autocrítica, y la forma un personaje bien acicalado, de peinado exacto, con voz engolada y gélida, de orador que no ve al pueblo de frente (ni siquiera en televisión) porque está muy concentrado en leer bien el paso de las palabras sobre el teleprompter.
EPN se encuentra pues en una situación no grave, sino gravísima al concluir el primer tercio de este sexenio: nadie le cree. El espectáculo mal librado de las casas angelicales y del tren México-Querétaro, sumado a las dudas sembradas por Murillo Karam y demás turbulencias, han apuntalado la sensación de que el único camino para el ciudadano es el de la incredulidad, el escepticismo, la desconfianza y el consecuente rechazo.
Esto lo saben allá arriba, de ahí los movimientos ajedrecísticos en la sombra, la represión hoy por goteo, pero en peligro de arreciar.

miércoles, noviembre 26, 2014

Palabras muertas




















Quizá la primera gran víctima del Estado mafioso (“Etat-mafia”, como se dice en francés) fue su discurso. A diferencia de lo que ocurría en otras etapas nada lejanas, la demagogia, el triunfalismo y la supuesta claridad de miras han cedido su lugar al repentino silencio o al balbuceo. Los personajes destacados de nuestra política pasaron de golpe a darse cuenta de una realidad inédita: se acabaron las palabras que durante muchas décadas fueron útiles para mantener las apariencias en el terreno ideológico. Frente a los hechos ya incontrovertibles, frente a la descomposición ya puesta sobre la mesa como bufet bien surtido de atrocidades, la llamada "clase política" del país ha quedado súbitamente muda.
¿Y qué otra opción le quedaba? Asombrosamente, ninguna. Hablar, escribir en esta coyuntura se convirtió en garantía de derrota al menos en el plano de lo simbólico. Nuestros politicastros, en contra de su natural dicharachero y prometedor, hoy mantienen una actitud de contención verbal que pasma a quienes siempre vimos sus despliegues retóricos a todo trapo, impúdicos. Ahora, pues, observan un inevitable silencio, les cayó un extraño veinte, casi como si tuvieran la certeza de que callados, a lo mucho, les alcanza para el empate.
El ejemplo mayor de esta renuncia discursiva es el de Peña Nieto. Nunca fue ni será un hombre de ideas claras y discursivamente bien articuladas, pues para serlo a un grado decoroso es necesario haber pasado por alguna escuela y/o algunos libros, pero al menos tuvo, antes del momento actual, la confianza para soltar frases redactadas por su equipo cuyo utópico fin era convencernos de que, más allá de que dijera o no la verdad, tenía algo qué enunciar sobre tal o cual suceso o actividad relacionada con su investidura. La combinación de Ayitzonapa y la casa turbia aplacaron su presencia oral y escrita, y junto con la suya quedaron asordinadas las voces de secretarios, diputados, senadores, gobernadores, alcaldes y toda una caterva de funcionarios que de la noche a la mañana perdió la capacidad de comunicar siquiera embustes.
Si observamos la cuenta de tuiter manejada (aunque sólo sea en términos meramente nominales) por EPN, advertiremos varias rarezas. La primera, que por allá del 24 y 25 de septiembre todo marchaba normalmente. Sus tuits consignaron participación en cumbres de mandatarios, atención a damnificados por fenómenos meteorológicos y demagogia miscelánea. Sobre el caso de Tlatlaya no escribió ni una coma, como si fuera peccata minuta. Luego, entre el 26 de septiembre y el 5 de octubre, cuando ya varios periódicos colocaban en sus primeras planas la aberración de Iguala, EPN no dijo nada. Sobre este espinoso asunto, el mexiquense apareció ¡hasta el 6 de octubre! con el siguiente tuit: “Ante los lamentables hechos de violencia en Iguala, Guerrero, instruí al gabinete de seguridad del @GobRep esclarecer el acontecimiento”. Luego vinieron, salteados, varios comentarios más intercalados con referencias a su actividad diaria hasta que el 7 de noviembre escribió esto: “A los padres de familia de los jóvenes desaparecidos, y a todos los mexicanos, tienen mi palabra: no pararemos hasta que se haga justicia”. Después, con México ardiendo de inquietud por Ayotzinapa y por la casa de Las Lomas, tuvo casi dos semanas sin decir ni pío, como si le hubieran comido la lengua los acontecimientos.
Tiene 3.28 millones de seguidores en tuiter, una cantidad envidiable para persuadir o al menos intentarlo. ¿Por qué no tuitea, como antes, aunque sea las patrañas de siempre? Esto revela lo que digo: el desgaste semántico terminal al que llegó la retórica del poder, su desguazamiento ante el peso de la realidad.
Por obligación y convicción, para hacer justicia y lograr un México en Paz, actuaremos con decisión y firmeza contra el crimen organizado”, fue uno de sus últimos tuits. Como podemos leer, son palabras nomás, palabras muertas.

domingo, noviembre 23, 2014

Más allá de las marchas














Luego de la marcha del 20 de noviembre es posible sacar algunas conclusiones pertinentes sobre la cobertura mediática que recibió y, principalmente, sobre la metodología de las protestas que vienen.
La marcha ha sido desde hace muchos años el medio de expresión más recurrente del descontento social. Suele tener como desenlace un mitin, a veces plantones e incluso asambleas, y sin duda representa una demostración de crítica que, más allá de las consignas específicas, pesa por sí misma sobre todo cuando en efecto convoca multitudes.
Pero junto con sus bondades, las marchas tienen también limitaciones. La principal es que pueden llegar a ser molestas para el ciudadano no sumado a ellas. Este fleco ha sido explotado por los medios adictos al poder para desacreditar el reclamo, como cuando elaboran “sondeos” callejeros que con una edición simple, ad hoc, dejan ver "claramente" que las manifestaciones obstruyen el libre tránsito y por ello se convierten en una “pesadilla”.
Una desventaja más de las marchas es su desgaste. Para que en realidad tengan un alto poder de convocatoria, las marchas, como la del 20 pasado, requieren una bandera poderosa, un punto de acuerdo fuerte, una idea-símbolo que aglutine el malestar y mueva a la manifestación. Pero aún en estos casos se puede dar el cansancio, el desgaste. Dado que en la naturaleza de ciertas marchas la convocatoria es abierta, acuden a ellas lo mismo sectores muy politizados que otros no tanto, de manera que la convocatoria a muchas marchas seguidas corre el albur de terminar en el desdén de quienes en un primer impulso se acercan al reclamo con convicción, pero sin ideas políticas arraigadas.
Otro problema de las marchas radica, y aquí esto es muy visible, en lo fácil que es "reventarlas" con infiltrados. El juego es, por supuesto, perverso, y se atiene a la lógica más elemental del aparato represivo: si las marchas derivan en violencia, en vandalismo, el Estado hará uso "legitimo" de la fuerza. Por más fotos que sean hoy mostradas con el antes (sobre camiones verde olivo) y el después (lanzando bombas molotov) de los infiltrados, poco se logra, pues la pinza para evidenciar el "vandalismo" de quienes marchan es cerrada por los medios adictos al poder. En la marcha del 20 esto fue obvio: asistieron miles de manifestantes pacíficos de todas las edades, incluso niños y ancianos, pero en ciertos medios no dejaron de destacar las imágenes de los "anarcos" y su encontronazo “inevitable” con el cuerpo de granaderos.
Asimismo, tras revisar en internet la prensa fuereña uno puede ver claramente que a ella le son más atractivas las imágenes de los disturbios focalizados en unos cuantos puntos que las de los miles de marchistas pacíficos, de manera que en el extranjero queda enturbiada, infectada por el vandalismo real o ficticio, la idea de protesta pacífica.
Si a todo esto añadimos el componente del castigo a los "revoltosos", la criminalización anticonstitucional de la protesta social con el argumento de la “desestabilización”, es fácil deducir que el recurso de la marcha está en permanente riesgo. Ayer mismo, de golpe, algunos detenidos en la marcha del 20 fueron acusados de “terrorismo” y llevados a cárceles de máxima seguridad, todo como obvio, dibujado, mensaje inhibitorio para futuros manifestantes. Ya muchos opinólogos en concierto, con una inquietud sospechosamente preocupada, habían escrito sobre la posibilidad de que apareciera la represión, y no se “equivocaron”.
Lo anterior mueve a pensar en la necesidad de articular la protesta con esquemas nuevos, creativos, no tan fácilmente saboteables. No sé cuáles pueden ser, pero intuyo que las marchas tienen puntos demasiado vulnerables y por ello un usufructo político limitado. Pueden seguir, claro, pero deben ser acompañadas por otras formas de lucha cívica. Y aquí es donde la creatividad debe aparecer, manifestarse y expresar con vigor el reclamo de los miles y miles de agraviados e inconformes.

sábado, noviembre 22, 2014

Clamor con eco global














En julio de 2010 publiqué aquí uno de los muchos textos editoriales que en esta columna se han referido, con o sin estilo elíptico, al problema de la violencia en La Laguna o en México. Llevaba como título “Madrugada internacional” y, como todo lo que aparece con mi firma en estas páginas, está archivado y visible en el blog Ruta Norte Laguna desde 2006 a la fecha. En aquel texto, recuerdo, hice notar con un  recurso sencillo que por fin la violencia lagunera era nota no sólo local, pues la información sobre la matanza de la Quinta Italia Inn, una de las más brutales que han sacudido nuestras vidas, apareció en periódicos de todo el planeta.
Mi preocupación en aquel momento, también documentada en varios textos de esta columna, era que la violencia padecida por los laguneros no trascendía informativamente los cerros grises y pelones de nuestra región, que aquí era posible matar por puños y apenas aparecía algo, una arrinconada notita, en los periódicos de la capital. Luego de algún crimen multitudinario, como acto casi reflejo yo hurgaba durante las mañanas en El Universal, La Jornada, Excélsior, Reforma y Milenio, y lamentablemente no sentía el mismo eco periodístico que sí tenían ciudades igualmente violentadas como Juárez, Tijuana, Culiacán, Reynosa, Laredo y demás. Mi pregunta era obvia, y la hice: ¿por qué si en La Laguna caen acribillados por decenas no hay una cobertura periodística nacional? ¿Qué no tenemos la misma importancia que otras regiones del mapa mexicano? Mi inquietud, obvio, no tenía que ver con el ansia de glamour, sino con la urgencia de que muchos ojos del exterior vieran el infierno en el que vivíamos y quizá lo denunciaran.
Pero ocurrió la masacre de la Quinta Italia Inn, recordamos, y fue entonces cuando no sólo pasamos a ocupar las primeras planas de los diarios nacionales, sino de decenas de periódicos y portales de internet en todo el mundo. Pude comprobarlo con el traductor de Google: La Laguna era noticia internacional, por fin veían nuestro calvario más allá de Bermejillo y León Guzmán. Así, armé  mi columna con la transcripción de los primeros párrafos de notas publicadas en diferentes idiomas. Por ejemplo, en italiano decía así (con todo y el error, que no debería serlo ya, sobre la capital de Coahuila): “Diciassette morti e una ventina di feriti. Questo il bilancio drammatico dell'ennesimo fine settimana di sangue in Messico. Dove un commando armato ha fatto irruzione in un centro residenziale dove era in corso una festa alla quale partecipavano tutti giovani fra i venti e i trent'anni. Teatro della strage Torreon, capitale dello Stato di Coahuila, una zona a ridosso della frontiera con il Texas. Il bilancio potrebbe aggravarsi, poiché alcuni dei ragazzi feriti, condotto negli ospedali della zona, sarebbero in condizioni molto critiche”.
El jueves 20 de noviembre de 2014, lo vimos todos salvo quienes habitualmente no ven esto, decenas de medios de comunicación en el mundo fueron testigos del clamor que hasta la fecha, creo, es el más sonoro entre todos los que alguna vez han jalado la atención del planeta hacia nuestro país. Esto es importante, insisto, no por caché geopolítico, sino porque da fe internacional de que se ha manifestado una inquietud generalizada y legítima entre los mexicanos, lo que a su vez posibilita la presencia de organismos y más medios foráneos que puedan luego exhibir las condiciones en las que se mata, se ejerce la justicia y se distribuye la riqueza en nuestro país.
Por último y a propósito del 20-11, un diario alemán comienza su nota del 21 con estas palabras: “Tausende gingen aus Solidarität auf die Straße”, lo que en el romance del traductor Google significa “Miles de personas salieron a las calles en solidaridad”.

miércoles, noviembre 19, 2014

Tres motivos del crack













En los agitados días que corren me asombra, entre otras cosas, el asombro con el que estamos admirando los acontecimientos. Dado que desde hace varios años vengo viendo  la rapiña, el deterioro y la muerte como algo de todos los días, de cada año y de cada sexenio, lo único que en verdad me asombra es la tensa y larga espera que debió darse para sentir que ahora sí estamos frente a un escenario verdaderamente irritado y convencido del colapso social y político de un modelo caracterizado por su podredumbre moral.
Varios analistas (Jorge Zepeda, Juan Villoro…) han planteado que el futuro se pinta hoy con tonos de incertidumbre. A estas alturas, todavía en medio de la tormenta, no es posible adivinar lo que viene ni siquiera la próxima semana. Las piezas de un ajedrez roto se están moviendo a una velocidad que día tras día cambia los pronósticos y modifica los perfiles del porvenir. Cierto, entonces, que jugar a las adivinanzas no es la mejor opción en estos momentos, de ahí que, a mi juicio, ver hacia atrás es tan importante como ver hacia adelante.
El 16 de noviembre leí un tuit que guardé porque creo que en sus pocos caracteres grafica vertiginosamente lo que hoy está ocurriendo. Lo escribió Elisa (@tannit), y es éste: “¿Pues qué esperaban después de 40 años de neoliberalismo salvaje, 3 fraudes electorales (2 seguidos) y 120 mil muertos? ¿Besos y abrazos?”. La apretada síntesis de este tuit subraya, me atrevo a decir que de manera deslumbrante, casi monterroseana, tres de las causas principales, si no es que las principales a secas, de lo que sucede en esta zarandeada coyuntura:
1) La larga noche padecida por la economía, la desangrada economía de nuestro riquísimo país, ha sido una noche que incluye, obvio, inflación, desempleo, bajo crecimiento, aumento sin pausa de la población en pobreza extrema, indefensión laboral, abusos del sistema financiero, crecimiento de la economía informal, deterioro de los servicios públicos y, en general, empeoramiento de la calidad de vida de la mayoría de los mexicanos;
2) Efectivamente, la “izquierda” que según cierta prensa (esa prensa siempre embusteramente preocupada por la salud del flanco ideológico “progresista”) se ha caracterizado por sus cochineros, por sus pugnas intestinas, su mesianismo y su proclividad a la violencia, ha ganado, pese a todo, tres veces la presidencia de la República y en las tres ocasiones operó la mano negra: o cayó el sistema o pasó “algo raro” en la recta final del cómputo o se evidenció que “los ganadores” gastaron doce veces arriba del tope de campaña, todo metido en la licuadora de un aparato electoral cada vez más dependiente de los grupos de poder y, por ello, parcial.
3) También, en el pasado inmediato ha cobrado creciente relieve el componente de la violencia, tanto que ahora es lo que encendió una respuesta social de dimensiones más que considerables, pero creo que el aumento de la criminalidad impune es una derivación inevitable de los dos primeros factores: una política económica despiadada con las mayorías y una cerrazón a cualquier posibilidad de cambio político en la cresta del poder, allí donde en realidad pesan las decisiones en un país caracterizado por su centralismo y la estructura burocrática vertical.
Por supuesto que hay más elementos confluyendo en el crack institucional, pero no debemos perder de vista, en estas horas de crisis, que las contradicciones no se agudizan en treinta minutos, que todo lo que hoy vemos en términos de irritación y reclamo ha larvado durante años, que Ayotzinapa es el atropello de alguna manera culminante de una serie brutal de agravios cuyo origen se confunde con el momento en el que arreció en México la instauración de un modelo económico depredatorio, inhumano como jamás se había visto en nuestra ya de por sí convulsa historia.

sábado, noviembre 15, 2014

El verbo encapsular













Músculo, partícula, aurícula, película, molécula, cápsula son palabras derivadas del latín. Tienen en común, como su sonoridad lo insinúa, el sufijo "ulus", que es diminutivo. De ahí que “músculo” sea “ratoncito” (por el parecido de ciertos músculos con el ratón o mus en latín, y de ahí mouse, en inglés), partícula-partecita, aurícula-orejita, película-pielecita, molécula-molecita (o pequeña mole) y cápsula-cajita. Ya pasado a una función verbal, el sustantivo cápsula es encapsular, o sea, introducir en una cajita. Echo esta maroma etimológica nomás para describir gráficamente que muchas autoridades y mucho comunicadores han hecho o querido hacer eso con el conflicto de Ayotzinapa: encerrarlo, meterlo en un recipiente muy pequeño, encapsularlo en el ámbito local.
El propósito de la medida es, claro, salpicar lo menos posible al gobierno federal, específicamente a Peña Nieto. Si lo ocurrido con los estudiantes se limita al entorno de Iguala, o a lo mucho al estado de Guerrero, el gobierno federal sale incólume de todo esto. Lo extraño del caso es que, vistas las manifestaciones de repudio, es posible que en su percepción el ciudadano le atribuya corresponsabilidad, de manera que en esto quedan involucrados los tres niveles de gobierno. Ahora bien, en la lógica de cualquier culpa compartida es muy frecuente que el acento de la acusación recaiga en el hermano mayor, de ahí que las autoridades federales sean hasta el momento las más enfáticamente señaladas como responsables.
Cierto que cayó el gobernador, cierto que agarraron a la bien sembrada pareja Abarca-Pulido y cierto que muchos funcionarios y comunicadores se han afanado hasta el hartazgo por encapsular la masacre, pero en los hechos muchos mexicanos se niegan a creer, se niegan incluso a pensar siquiera que en todos estos atropellos sólo participaron actores municipales y estatales. Así sea por omisión o dilación se afirma, en el más benévolo de los casos, que el gobierno federal encabezado por Peña Nieto también debe ser señalado, responsabilizado.
Hay otra razón de peso para no aceptar el encapsulamiento de la tragedia igualense: los signos aledaños de descomposición, el contexto. Si el crimen múltiple se hubiera dado en medio de un país en armonía, muy probablemente sería verosímil la versión que ha puesto en marcha el gobierno mexicano: Ayotzinapa fue un negrito en el arroz, un percance de alcance meramente local. Pero la tragedia se ha dado entre muchas otras de semejante dimensión, cuando la de Tlatlaya todavía está fresca, cuando Michoacán continúa en llamas, cuando Tamaulipas sigue como siempre y cuando muchos otros focos de descomposición son signos evidentes de que algo anda no mal, sino pésimo.
Circunscribir el crimen al entorno local, meterlo en una cápsula y pensar que mediáticamente, a fuerza de insistencia, se impondrá la certeza de que el actual gobierno federal actuó bien, es en esta circunstancia un disparate que sólo refleja la incapacidad del mismo gobierno a la hora de hacer justicia y servir con ella a la ciudadanía. Hace rato que la situación no está para eso y, sin embargo, mientras se reparten culpas y se maniobra con el control político de daños, el agravio, ya de por sí grave aunque hayan buscado encapsularlo, empeora.

miércoles, noviembre 12, 2014

Breve teoría del desaparecido













En un video sutilmente aterrador, Jorge Rafael Videla, máximo cabecilla de la última dictadura argentina, se deja entrevistar por el periodismo local para, como dice Felipe Pigna en el programa donde reprodujeron aquel diálogo setentero, dar una mínima impresión de apertura a los medios (en YouTube podemos hallarlo como “Pregunta a Videlasobre desaparrecidos”—sic—). Videla aparece con la imagen no de militar, sino de civil, con corbata, pelo engominado y aquel bigotillo siempre bien recortado sobre su rostro flaco, de hacha. El genocida quiso parecer amable e incluso aspiró a filosofar sobre cuestiones jurídicas, casi como si fuera un experto en derechos humanos.
He visto al menos tres o cuatro veces este video y en ninguna he podido digerirlo a plenitud. Que un asesino de masas se deje entrevistar y quiera parecer conciliador, explicativo, claro, convencido de la dignidad y la democracia me parece un monumento a la hipocresía o algo así como una pirámide construida para rendir tributo a la diosa desvergüenza.
La entrevista fue larga. Frente a muchos reporteros, todos lo suficientemente prudentes como para poder estar allí y salir con vida, el dictador dictó cátedra de cinismo sobre todo ante la pregunta de José Ignacio López, tal vez la más punzante de todas las que le formularon aquel día. Se refería a los desaparecidos, y por la calidad (moralmente ínfima) de la respuesta vale la pena citarla completa. Dijo Videla:
“… con una visión así, cristiana, de los derechos humanos, el de la vida es fundamental, el de la libertad es importante, también el del trabajo, de la familia, de la vivienda, etcétera, etcétera, etcétera. La Argentina atiende los derechos humanos en esa omnicomprensión que el término derechos humanos significa. Pero yo lo digo porque sé que usted hace la pregunta no a esa visión omnicomprensiva de los derechos humanos a la que hizo referencia el Papa en forma genérica, sino concretamente al hombre que está detenido sin proceso, es uno, o al desaparecido, que es otro. Frente al desaparecido, en tanto esté como tal, es una incógnita el desaparecido. Si el hombre apareciera, bueno, tendrá un tratamiento equis, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento zeta. Pero mientras sea desaparecido no puede tener un tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido. Frente a eso no podemos hacer nada, atendemos sí a la consecuencia palpitante, viva, de esa desaparición: es el familiar. A ese sí tratamos de cubrirlo en la medida de lo posible, no tenemos más que eso”.
Como puede notarse, el estatus de desaparecido es muy conveniente en las nuevas tiranías. En la Argentina de aquella época los vehículos Ford Falcon verdes “chupaban” (levantaban) sospechosos de subversión en cualquier calle y a toda hora. Todo mundo los vio y todo mundo sabía que eran fuerzas del Estado las que ejecutaban tales aprehensiones ilegales, tales secuestros. Luego, para que todo quedara en el vacío, no aparecían ni vivos ni muertos y así entraban al estatus de “desaparecidos”, un estatus que a los represores les convenía mantener no sólo por el terror que imponía a la sociedad, sino porque sometía a los familiares a una búsqueda eterna que de paso aplacaba o distraía su irritación y, lo más importante, porque diluía la culpa y el consecuente castigo.
No es poco común, pues, que al poder convenga más el ambiguo estatus de “desaparecidos”. Quizá por esto, a veces, en ciertos países bárbaros, las huellas son eliminadas, se evapora a los muertos, se les incinera, se les torna irreconocibles, todo para dejar flotando el menos comprometedor estatus de “desaparecidos”.

sábado, noviembre 08, 2014

La duda combustible
















Era fácil adivinar el primer gran desenlace del caso Ayotzinapa: luego de la larga y mañosa espera venía la previsible andanada de resultados que dicen pero no dicen, que son pero no parecen, todo enunciado al gaseoso estilo de siempre. Un recorrido a paso veloz por los grandes escándalos de los sexenios recientes nos permite apreciar que en el librito de la comunicación oficial lo importante es dejar sembrada la mayor cantidad de dudas, aplicar el viejo y manoseado recurso de la opacidad que, pasado cierto lapso, todo lo mitiga.
Remontémonos (sólo por hacer un corte temporal relativamente próximo) al 94, a marzo del 94. El asesinato de Lomas Taurinas quedó de inmediato manchado por datos borrosos y contradictorios, por evidencias que de botepronto daban para pensar en una sofisticada operación de enrarecimiento. De hecho, el dato principal no es claro hasta la fecha: ¿el sujeto captado por las cámaras inmediatamente después de la agresión a Colosio es el mismo que tiempo después fue presentado (ya con lentes) ante los medios de comunicación o en el camino lo sustituyeron por otro como si fuera un doble de película? Pese a las cientos de páginas y videos generados hasta la fecha, nada se sabe en realidad con total certeza, nada, y hasta el lugar de los hechos fue modificado antes de que en el futuro a alguien se le ocurriera reconstruir la trama, rehacer el film.
Poco después asesinaron a José Francisco Ruiz Massieu y despareció Manuel Muñoz Rocha, diputado federal y presunto autor intelectual del crimen. La pesquisa incluyó, esto jamás lo olvidaremos, la pericia de Francisca Zetina, “vidente” y sembradora de cráneos. Pese a la magnitud del homicidio y pese a los fiscales especiales y toda esa vaina engañabobos, ni antes ni después ni nunca logró ser esclarecido bien a bien aquel enredo.
Asesinatos, masacres y demás se han sucedido pues sin freno y jamás ha quedado establecido nada en limpio. Adrede traje como ejemplos dos crímenes salientes por la ubicación política de los personajes. Si en esos casos no fluyó la información hasta caer ya destilada en un recipiente claro, menos en los centenares de casos en los que, por montones, caen ciudadanos de a pie, hombres y mujeres sin notoriedad social. Acteal, Aguas Blancas, San Fernando y similares y conexos siguen siendo en México las masacres insignia de los años recientes, ¿y qué quedó allanado desde entonces sobre ellas, quién fue castigado? El calderonismo genocida, por ejemplo, atiborró el país de muertos y todo terminó apegado a la tradición del carpetazo, una de las más socorridas en la realidad que padecemos.
Por eso ahora no podíamos esperar algo distinto. Luego de más de cuarenta días de incertidumbre y zozobra, el ya cansado procurador Murillo Karam sale a declarar que en efecto han sido hallados y estudiados muchos cadáveres (o lo que quedó de ellos) y tiene a unos cuantos sujetos ya detenidos como presuntos responsables. El inmenso aparato de seguridad y de procuración de justicia metido en el asunto y son apenas ofrecidos estos pobres resultados que, por otro lado, en todo momento exculpan al gobierno federal. En fin, grotesco.
La diferencia entre las dudas que quedaban hace años y ésta es enorme: no sólo se ha llegado, parece, al colmo del cansancio social, sino que ahora hay mecanismos de acceso a la información que no están controlados en su totalidad por unos pocos. Por eso creo que esta vez la respuesta podrá ser otra, por eso hablo en el encabezado de este comentario de una “duda combustible”, una duda que no sofoca sino que enciende, que encorajina más.

miércoles, noviembre 05, 2014

Tres evidencias de amor




















En tiempos de desolación como los que vivimos, de descreimiento y sensación de abismo social, o, visto de otro modo, a la hora de la poesía patriótica es común que pensemos en ristras interminables de exaltados versos, en pechos erguidos y manos declamatorias para enfatizar lo mucho que alguien ama el suelo que nos vio nacer. Ya López Velarde nos mostró que no es necesario vociferar ni desgarrarse las vestiduras para que el amor a la patria quede bien descrito sobre la página, con toda la emoción y la buena literatura que sea posible convocar.
El procedimiento del jerezano en su “Suave patria”, lo sabemos, fue sencillo y genial: aunque desde el comienzo declara que alzará la voz a la mitad del foro para cortar a la epopeya un gajo, lo hará en “épica sordina”, es decir, sin que atruene destempladamente su canto. Eso en cuanto al tono; en cuanto al asunto, pasará torrencial revista a México desde el horizonte, a ras de suelo, como transeúnte que poco a poco atraviesa calles, surcos, ríos, lo que le permite apreciar detalles en apariencia insignificantes, pero valiosos porque quizá allí, en ellos, se esconden las claves de lo que somos o podemos ser.
López Velarde desidealiza a la patria, la despoja del recubrimiento vaporoso que nos impide verla llana, concreta e inmediata. La ama entonces por lo que tiene de tangible, porque está allí, al alcance de la mano y la mirada:

Suave Patria: te amo no cual mito,
sino por tu verdad de pan bendito;
como a niña que asoma por la reja
con la blusa corrida hasta la oreja
y la falda bajada hasta el huesito.


Muchas décadas después, José Emilio Pacheco escribió “Alta traición”, quizá su poema más conocido. Son apenas catorce versos que por eso mismo significan mucho: para declarar amor a la patria no requirió los kilómetros y kilómetros de palabras que supondríamos debido al descomunal tamaño del asunto. No, con catorce versos cortos fue suficiente. Otra vez vemos aquí, pero en versión sintetizada, la necesidad de no hacerse pasar como patriota sólo con amor abstracto, sino con una visión terrestre y por ello capaz de contener en unos cuantos objetos todo lo que uno puede, humanamente, abrazar, ni más ni menos:

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
     es inasible.
Pero (aunque suene mal)
     daría la vida
por diez lugares suyos,
     cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
     fortalezas,
una ciudad deshecha,
     gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
     montañas
—y tres o cuatro ríos.

En 1980 fue publicado Fraguas, de Víctor Sandoval. Es un largo poema armado en tres estancias, todas con piezas poéticas breves. A su manera, el poema de la página 36 declara su amor a la patria sin patriotería, y conmueve porque —pese al desapego de lo que en apariencia es importante— la realidad del país lo hiere por dentro y le provoca llanto:

No soy una pancarta
ni un desfile de aguas triunfalistas.
No luciré jamás la escarapela tricolor,
no pertenezco a esa estirpe.
El himno nacional no me conmueve.
Mármol y bronce de los monumentos patrios
no son sino mármol y bronce.
Nunca he ido a la plaza la noche de las
celebraciones.
Definitivamente no soy un buen ciudadano.
Soy, eso sí, un hombre
al que se le humedecen los ojos
cuando le preguntan por su patria.

sábado, noviembre 01, 2014

Sábados con Saldaña















Le perdí casi totalmente la pista, ya no lo escuché otra vez en radio y nunca en treinta o más años volví a verlo en televisión. Sólo en los años recientes leía sus tuits y una vez, una sola vez, pude escribirle allí un elogio directo que me agradeció sin aspavientos. Yo sabía que luego de su periodo en Imevisión (lo que después, en la abaratadora época de las privatizaciones salinistas, fue TV Azteca) se había establecido en otros medios a los que no podíamos acceder en La Laguna, y que seguía en la misma actitud de siempre, es decir, dándole margen a sus temas, a la cultura, el idioma, a la política y a la música “para viejitos”.
Para mí serán inolvidables los sábados televisivos de Jorge Saldaña (1931-2014). Recuerdo que entre 1976 y 1984, más o menos, pasé incontables mañanas sabatinas en el ritual de encender el televisor con sólo cuatro canales disponibles y sintonizar el maratón de programas orquestado por ese locutor grandote, canoso, entacuchado, de voz bien entonada y actitud permanentemente abierta a la comunicación inteligente.
Era para mí, insisto, un momento grato, acaso incomparable. Despertar los sábados quizá un poco atarantado por la juerga del viernes con los amigotes y comenzar el día con Desayunos con Saldaña, programa de tres o cuatro horas en el que su conductor montaba una especie de restaurante en un estudio de televisión. Allí, entre meseros y técnicos, varios comensales fijos y semifijos, todos sentados y desayunando en vivo iban tomando poco a poco la palabra para tratar diversos temas. El conductor pasaba de mesa en mesa y en cada una había un especialista en alguna zona del conocimiento; el conductor le daba entonces cerca de diez minutos para que desarrollara su comentario y luego le hacía una breve entrevista. Planteada así, parece (o es) una idea simple, pero funcionaba porque cada invitado decía algo bien articulado y además Saldaña propiciaba un diálogo amable y agudo, además de jocoso cuando se podía. Recuerdo que al final entrevistaba al patrocinador del desayuno, un restaurantero de nombre Juan Ruiz, con quien jugaba socarronamente a debatir asuntos gastronómicos.
Luego de este largo programa, Saldaña, sin pausa, pegaba otro: Sopa de letras, que fue una maravilla. Imagínense: yo tenía trece, catorce o quince años y ya creía borrosamente que me gustaba esto de las palabras y la literatura, así que escuchar y ver a varios expertos en filología me dejaba literalmente fascinado. En el elenco de especialistas estaban, entre otros, Arrigo Coen Anitúa, Francisco Liguori, Carlos Laguna, Pedro Brull, Otto Raúl González, Ernesto de la Peña, Leonardo Ffrench, Felipe San José, Alfonso Torres Lemus y Ramón Cruces. Nadie más repitió nunca lo que Saldaña logró en aquella proeza televisiva: reunir a varios maestros del idioma para que al aire, en tele abierta, desplegaran sus misceláneos saberes a propósito de una palabra, de una etimología, de un error gramatical. Aquello era espectacular si lo comparamos con la televisión habitual, y era Jorge Saldaña quien lo orientaba, quien le daba forma. Quiero creer que ese programa determinó de alguna forma que yo decidiera chambear, así fuera sin talento, en las letras, en esto que ahora hago.
Pero el sábado de Saldaña no terminaba allí. Luego, en las noches, tenía el programa Nostalgia. Estaba dirigido sobre todo a los padres, a los adultos ya bien entrados en edad, pues por allí desfilaban las canciones de Agustín Lara, de Consuelito Velázquez, de Guty Cárdenas, de María Grever, de Álvaro Carrillo y compañía. Como no me desagrada esa música, confieso que de vez en cuando también lo veía.
Pasaron los años, Imevisión desapareció, Saldaña salió de la señal nacional y le perdí la pista, como dije al inicio, pero nunca olvidé sus programas, parte de la tele que vi en mi adolescencia. Estas palabras son, por todo, un agradecimiento, mi tributo al trabajo ejemplar de Jorge Saldaña, el gran periodista de Banderilla, Veracruz.