miércoles, febrero 26, 2014

Parábola del perromundo




















Tengo seguimiento tuitero mutuo con Jesús Cáñez. Él es un joven egresado de comunicación, poeta agudo y experto tequilero. Hace un par de meses, luego de posponerlo otro par, nos reunimos para conocernos y conversar. Como los capitanes que intercambian banderines, yo le llevé un libro (Parábola del moribundo) y él me tenía deparada una botella de tequila que con sus manos envasó. Dos semanas después, el tequila había desaparecido (recuerdo que su fuga se dio durante el Supertazón) y al mismo tiempo, mediante tuiter, Jesús me informó que había apurado a largos tragos mi novela. Para comprobarlo, le dedicó un soneto que ahora le he pedido porque me gustó. Él me permitió titularlo, y lo hice hermanando el nombre de mi novela con una palabra instalada en uno de sus versos. Se los comparto. Gracias, Jesús, y salucita.

Parábola del perromundo

Jesús Cáñez

En torno a qué, pensó sin decidir,
Su vida fue girando día tras día,
Mas, luego en la prisión de su agonía 
La risa se encargó de maldecir,

Y El tiempo carcomiendo la alegría,
Furioso y agresivo, con rudeza,
Exige que le diga con certeza
Su gracia, su pasión, su alegoría:

–Recuerdo con total naturaleza
Mujeres, mi cigarro y cien cantinas,
Mis ganas, mi deseo, las bailarinas,
igual un par de libros, ¡qué belleza!
Memorias empapadas de cerveza
Con saña en un Torreón tan vagabundo
Clamando entre la voz del perromundo
Regresan al pensar de una burbuja,
Y en una atroz sonrisa se dibuja
La gran parábola del moribundo.


Aire de la identidad















La identidad es un pez muy escurridizo. Apenas intentamos asirlo, se nos fuga quién sabe para dónde, y así vamos tras él de definición en definición, sin lograr cazarlo. Creo que uno de los problemas que enfrentamos para dar captura a su concepto es que tendemos a restringirlo. Decimos, por caso, nuestra identidad está en la canción ranchera, o en el consumo de picante, o en la bandera tricolor, y así. Creo que la cosa no va por allí, pues la identidad es la atmósfera que nos circunda por completo, el aire que nos cubre hasta el último poro. La identidad es, pues, todo, y sólo la podemos hacer visible mediante la comparación. Doy un ejemplo.
Desde hace diez años mantengo contacto estrecho con la cultura argentina. Por estrecho entiendo no sólo el disfrute de su literatura y su música, sino algunos viajes frecuentes y el trato amistoso de muchas personas dedicadas, sobre todo, a la literatura. Gracias a las visitas, y con el procedimiento del contraste, he podido notar cuán diferentes son ellos con respecto de los mexicanos, y eso que no se trata de húngaros o mauritanos, sino de argentinos, de hermanos latinoamericanos con los cuales compartimos idioma, religión mayoritaria y una historia en cierto sentido similar. Pese a eso, en cualquier mesa de restaurante me saltaba la diferencia, como en aquella en la que traté de evangelizar sobre beisbol. Narro.
Fui al café La Intendencia, en el partido de Morón, provincia de Buenos Aires, con tres amigos argentinos, los tres escritores. En la primera hora de charla sólo hablamos sobre futbol. Asombrado, les dije que me daba la impresión de que el 90 por ciento de las conversaciones de café en Argentina trataban sobre eso. No lo dije enojado, pues es un asunto que disfruto, pero sin querer logré sembrarles inquietud. “¿Y de qué se habla allá, de arte?”, dijo uno. “No, se habla de todo, no sólo sobre futbol?”, respondí. “¿Pero qué es “todo”?”, preguntó otro. Aproveché entonces para soltar mi hipótesis sobre los temas de café México-Argentina.
Les comenté que sospechaba esto: por circunstancias históricas, yo percibía que el único deporte obsesivo de los argentinos era el futbol, esto en grados superlativos, al 9-1 con respecto de otros deportes. “En México —agregué— no ocurre lo mismo, pues allá la pasión de los aficionados mezcla el futbol con el beisbol, el futbol americano, el box, el básquet, la lucha libre y la tauromaquia, de manera que en un mismo sujeto conviven todos esos gustos y en las mesas de café habla de todo un poco, según el momento de cada temporada, si son finales, si hay alguna pelea importante, si es etapa de play-offs”.
Me vieron como con lástima por aceptar que otros deportes contaminen el fervor futbolero. Uno de ellos añadió: “¿Y qué es eso de los play-offs?”. Les expliqué que era un término del beisbol y etcétera, y de inmediato comenzaron un ataque frontal contra ese juego. Dijo uno (imaginemos esto con acento argentino algo alterado): “¡Una vez traté de verlo y los tipos del bat jamás pudieron pegarle a la pelotita! ¡Es imposible pegarle! ¡En ese juego de lo que se trata es de que nadie juegue!”.
Me defendí: “El beisbol es un juego maravilloso, uno de los más complejos que hay en reglamentos”. Y otro contratacó: “¡Pero de lo que se trata es de que las reglas sean sencillas, es un juego, no un manual para hacer naves espaciales!”. Dudé en seguir, callar, pues esos beisbolicidas parecían irreductibles. Pero otro insistió: “A ver, explicanos (explicanos, no explícanos) en qué consiste el juego, cuántos participan y todo eso”. Dada la propuesta, procedí: “Cada equipo está formado por nueve jugadores que ocupan el terreno de juego cuando están a la defensiva. El equipo ofensivo es representado por el hombre que tiene el bat, y así…”, ya no pude terminar la primera explicación, pues uno de mis amigos interrumpió con un grito: “¡Nueve contra uno, así no se puede jugar, es totalmente injusto!”. Y terminé la historia: “Bueno, es más que eso, pero ya, fin”.
Más allá de las risas, vi claro que el beisbol ni siquiera está en la atmósfera del argentino promedio, y vi que lo que habló por mí en aquella mesa fue la nostalgia, el pasado beisbolero de mi padre, los juegos que vi del Unión Laguna, la reunión con amigos para comentar las series mundiales, mi recuerdo de atrapadas y batazos en el llano, es decir, “el aire” de mi cultura mexicana cercana en este caso al beisbol tanto como al picante, la tortilla, el náhuatl, la gordita, el mariachi, Villa e Hidalgo y todo lo que me rodea y ya es invisible tanto como el aire que me cerca y me da vida.

sábado, febrero 22, 2014

Elogio del elogio















Creo que las palabras le pertenecen a don Rubén Bonifaz Nuño y creo que las conocí por medio de Gilberto Prado Galán, quien a su vez las supo gracias al escritor cubano Alejandro González Acosta: cuentan que en una ceremonia de reconocimiento alguien pronunció un discurso de elogio sobre la figura de Bonifaz con Bonifaz allí presente. Al concluir, el poeta y traductor veracruzano comenzó su agradecimiento con la frase inmortal: "Gracias por estos elogios, desmesurados pero justos". Lo dijo riendo, claro, como paradójica ocurrencia, como risueño autoapapacho.
La escena me lleva a pensar en el problema del elogio dentro de la vida artística, particularmente en la literaria. Le digo problema porque lo es, ya que en general es mal visto que alguien propine elogios y más mal visto es, o al menos visto con suspicacia, que alguien los reciba y en lugar de sonrojarse se muestre complacido.
El elogio despierta sospechas porque siempre que elogiamos queda volando el apriori de la amistad o el interés. "Ah, lo elogia porque es su cuate", pensamos; o "Ah, lo elogia porque es el que le invita las cervezas". No hay pues elogio que pase limpio como eso y nada más, como reconocimiento sincero al trabajo de alguien, más allá de que ese alguien sea camarada o lance las chelas cada fin de semana. Cabe aclarar que los elogios tienen su proporción, y a esos me estoy refiriendo. Si digo, por ejemplo, que el joven poeta municipal ya está a punto de ser Pessoa, o que la novela de la señora fulana está al nivel de Madame Bovary, caigo no en el elogio, sino en el disparate.
Hace años, cuando yo tenía la mitad de la vida que tengo ahora, y armado cuchilleramente con el ímpetu propio de esa etapa postpuberta, pensaba que sólo merecían elogio a) Los escritores encumbrados, aquellos que eran el pasto de la crítica más sesuda; y b) Los cuates o mis cercanos que a mi atrabancado juicio no se chupaban el dedo. A todos los demás había que desterrarlos del Olimpo.
Hoy veo este rollo de manera muy distinta. Sigo queriendo elogiar a los a) y los b), pero también me conmueven los artistas locales acaso ingenuos, esos que sin formación de grandes ligas y sin aspavientos intentan algo. Los he visto y leído. Sus textos reflejan un previsible candor, pero aun en esos casos asoma la voluntad de crear. Quizá no los elogiaría en público, pero tampoco los deturparía con el avieso propósito de hacerlos mole. Antes de intentar eso, primero me preguntaría para qué. ¿Para evitar que manchen la Gran Literatura?  ¿Para que no se la crean? ¿Hacen realmente daño a las sacrosantas letras? Segundo, ¿no tenemos todos el legítimo derecho de expresarnos aunque nuestras herramientas sean precarias? ¿Es mejor ese viejito viendo tele o intentando describir el huizache más bonito de su pueblo con un soneto maltrecho? Detrás del afán por desterrarlos del Parnaso hay una profunda mirada inquisitorial, un insensato deseo de encender hogueras para que no cunda la herejía de escribir mal.
He aprendido además que mientras avanza la carreta artística los melones se acomodan solos. Ahora prefiero que los melones inmaduros sigan allí, gozando los mismos derechos que los jugosos. Por eso me conmocioné hasta lindar con la alegría durante aquel encuentro de escritores en el que, en efecto, leyeron muchos incipientes y hubo algo de tedio. Traté de escucharlos a todos, pese a que muchos eran increíblemente principiantes. Leyó poemas amorosos, incluso, un joven poeta con síndrome de Down, y no salí de mi asombro cuando vi leer a un hombre de avanzada edad, bajito de estatura, delgado, calvo, moreno y a todas luces nervioso; tuve la suerte de estar cerca de otro escritor de esa localidad, a quien le pregunté por el viejito: "Es sastre, pero hace intentos por escribir", me dijo.
Pensé luego: ¿qué derecho tendría yo para negarme a que ese hombre lea en un encuentro de escritores? Ninguno. ¿Aquello era un encuentro de "escritores buenos" o de escritores a secas? Tuve la certeza de que en ese afán de ser terribles, malditos y a veces ridículamente afectados y ensoberbecidos, los escritores terminan siendo risibles Torquemadas.
A ese hombre le dedicaría un solo elogio: alentarlo para que siga escribiendo. Hoy no se me ocurre mejor camino.

miércoles, febrero 19, 2014

Didáctica de café

















En su prólogo a Elsinore, Javier García-Galiano describe un rasgo profesoral de Salvador Elizondo: “No le gustaba que se apuntara en clase, por lo que en una ocasión le preguntó con incisiva severidad a una alumna: ‘¿Qué está haciendo usted?’ Más aterrada que desconcertada, la joven negó con la cabeza. ‘Sí, usted, ¿qué está haciendo?’ Con desesperada incertidumbre, la mujer siguió moviendo negativamente la cabeza con patetismo. “Está apuntando”, espetó Elizondo para concluir, ante el asentimiento atónito de la estudiante: “Ya les dije que no apunten, que está prohibido, que esta clase no sirve para nada”.
Salvador Elizondo, el reconocido autor de Farabeuf, daba clases en la UNAM, y aunque la anécdota parezca sólo chusca, creo que encierra algo más. Muchos maestros de literatura, sobre todo cuando tienen el defecto de ser escritores, tienden a impartir sus clases de acuerdo a un método que provisionalmente puedo denominar “didáctica de café”. Consiste en buscar un diálogo cercano a lo informal, relajado, si se puede ameno y en cierto sentido provocador. Eso, claro, cuando los estudiantes se están formando en Letras o participan en un grupo de lectura o taller literario, pues el maestro supone que si los alumnos están allí, sentadotes sobre los pupitres, es porque leen, porque les interesa la literatura casi como forma de vida.
En tal caso, pues, el maestro no se siente impelido a comunicar cuadros sinópticos, fechas, títulos y cronologías como si aquello fuera el único pasto de la memoria o una Wikipedia en vivo y a todo color. Con frecuencia, y porque el maestro presupone, insisto, que los alumnos leen, lo que inculca es entusiasmo, el placer por indagar y descubrir autores, el secreto escondido en una sentencia, la vitalidad de algunos versos, todo eso que en general escapa a los libros de texto.
La frase terminante de Elizondo (“esta clase no sirve para nada”) no significaba, por ello, que en realidad su clase fuera inútil, sino que no servía convertida en apunte, en secuencia, en inciso, pues se atenía más bien a la divagación propia de las conversaciones en el café y no a la tiesa exposición de un programa. La divagación, hay que aclarar, es erudita en este caso, y refleja no sólo el cúmulo de lecturas hechas por el maestro, sino, fundamentalmente, su pasión por la literatura y la importancia que ella ha tenido en su vida.
No pasa lo mismo en clases de literatura para públicos, digamos, no propensos a este mal. A los niños, a los adolescentes y a los no iniciados en general hay que trazarles un camino un tanto más preciso, formularles algún mapa, operar como libro de Trillas. Ahí no funciona la pura divagación, la didáctica de café, por entusiasta que parezca, y el profesor debe saber que luego de esa barnizada será un tanto difícil que los alumnos vayan corriendo hacia las páginas de un libro literario.
Pese a todo, con o sin públicos adecuados, una de las virtudes del profe de literatura, más si es escritor y en el aire las compone, es provocar en los alumnos el deseo de seguir leyendo, la fe irremediable en los libros, como lo hizo siempre Arreola, por ejemplo. Si lo logra, no hay apunte en el cuaderno que pueda estar por encima de esa enseñanza, y eso lo sabía Elizondo, seguro.

sábado, febrero 15, 2014

Rato con Campbell














Cuando Federico Campbell me regaló La invención del poder yo abrazaba un par de sentimientos: por un lado, me embargaba una felicidad inédita, la sorpresa de haber abierto solo y desde provincia, sin ayuda, las puertas de una editorial capitalina; por otro, la tristeza de haber quedado en la orillita de un premio nacional de novela que me hubiera ayudado muchísimo no sólo en lo literario, sino, principalmente, en lo económico. Cuento. En 1998 me hallaba en el salón de clases de la Ibero Torreón cuando recibí el aviso de una secretaria para que me apersonara en una oficina, pues me iban a llamar desde la capital del país. No usaba celular, todavía no eran tan populares, así que suspendí un momento la clase y fui a esperar la misteriosa llamada. Pocos minutos después, una voz que dijo trabajar para la editorial Planeta me explicó que yo era finalista del premio Joaquín Mortiz para primera novela, y que, si podía, me esperaban en el restaurante tal del DF, eso el día tal a la hora tal. En mi casa les habían dado el teléfono de la universidad. Me animé a viajar, a ver de cerca ese posible triunfo literario. Para entonces, las finanzas familiares no andaban nada bien (nunca han andado bien), pero hice el esfuerzo y viajé en bus toda una madrugada. Llegué a un hotel modesto y cuando al fin estuve en la ceremonia, los ejecutivos de la editorial me recibieron con amabilidad. Yo era prácticamente el único provinciano que se había colado hasta el último dictamen. Luego de dos o tres declaraciones a la prensa, las autoridades anunciaron al ganador, que no fui yo. Se fueron así cuarenta mil pesos que necesitaba sobremanera, pues mi primera hija tenía un año y mi trabajo no daba para mucho. Apechugué, de cualquier forma, y acepté la invitación a comer donde estuvieron autoridades de la editorial, finalistas y jurados. Poco después me anunciaron un premio de consolación: que me publicarían en la Serie del Volador, lo que no ha dejado de enorgullecerme, pues fui de los últimos que aparecieron allí. Alguien me presentó a Campbell, quien platicó amablemente conmigo por un ratito y me dio un libro, La invención del poder, con una dedicatoria que luego del mensaje y la fecha remataba con la mención del lugar: “México-Tenochtitlan”. Pocas veces me he sentido tan triste. Pocas veces me he sentido tan contento. Así es la literatura.

Jano con sombrero charro
















Tarde ya, a poco más de un año de haberlo leído, invito con este comentario a que visiten un libro espléndido: Mexicanidad y esquizofrenia: los dos rostros del MexiJano (Océano, 2011, 196 pp.), de Agustín Basave (Monterrey, 1958). No sé si fue el mejor que despaché en 2012, pero seguro que puedo ubicarlo, aunque sea muy retrospectivamente, entre los mejores. Luego de apurar sus primeras páginas, vista la claridad y la contundencia de las afirmaciones que Basave ofrecía en los rounds de estudio, decidí recorrer todas las páginas con un lápiz a la mano. Así de interesante me pareció, así de logradamente agudos me resultaron sus capítulos.
No sé si la Argentina y México han sido en América Latina los dos países más tercos en eso de autoexplorarse para saber qué los define, pero es un hecho que allá no han parado desde Sarmiento, Lugones, Scalabrini Ortiz, Martínez Estrada, Jauretche y muchos otros hasta llegar, toda proporción, al ácido Caparrós de Argentinismos. En México no nos quedamos nada atrás, pues desde Fernández de Lizardi, de diferentes modos y con todos los géneros disponibles (como el poema en López Velarde), hemos querido saber qué demonios somos: Ramos, Paz, Zea, Ramírez, Garizurieta, Portilla y muchos otros nos han rajado la panza para examinar lo que guardamos en el interior, todo eso que en los cincuenta intentó recoger la colección “México y lo mexicano” de Porrúa y Obregón, S.A.
Basave (como hace poco, también, Heriberto Yépez con gran solvencia) se suma a ese contingente y lo hace con un libro que no desentona. A diferencia de sus predecesores en el arte de descifrar el jeroglífico que es México, Basave reflexiona sobre un pasado con nuevos ingredientes. Mientras Ramos, Paz y demás pensaron en el México posrevolucionario, un México de partido único y por ello brutal componente autoritario, el autor de Mexicanidad y esquizofrenia escudriña lo que somos tras el luminoso advenimiento de una transición que en realidad nos deparó, dicho en elocuente náhuatl, puro camote.
Eso es lo que me resulta más interesante en este libro: tras los gobiernos de Fox y Calderón, que en teoría nos iban a colocar en un punto histórico ya distante de la mano dura y los modos tradicionales de hacer política (a la mexicana), nuestro país siguió enchufado a la misma corriente idiosincrática, casi como si no hubiera pasado nada.
De allí que el estudio tenga un cariz psicoanalítico desde su mismo frontispicio, esa palabra, esquizofrenia, que parece sólo relacionada con anomalías de la personalidad individual y en este caso es un padecimiento profundamente arraigado bajo la costra nostra: configuramos una sociedad en la que el decir y el hacer son dos realidades abismalmente distintas y distantes, vivimos una doble conducta social como si fuera algo natural, como si no constituyera el meollo de nuestros habituales desfiguros, desfiguros de Jano con sombrero charro.
No es lo que importa en un libro de esta índole, pero es justo decir que la prosa de Basave tiene, al alimón, ductilidad y belleza. Es tan grato el estilo que también por ese rumbo podemos engancharnos a su contenido. No es infrecuente que apele, incluso, al humor, como cuando habla del “corrupto legal” como “campeón de la deshonestidad con estricto apego a derecho”. En resumen, un libro que con buena leche y sin piedad nos deja en cueros.

miércoles, febrero 12, 2014

Fama de ocurrentes














“Borges es acosado por unas señoras en el momento mismo en el que cruzamos la calle.
—¿Usted es Borges, verdad? —pregunta una de ellas.
—Sí —responde el escritor—. Pero si seguimos aquí corro el riesgo de dejar de serlo en cualquier momento”.
“Hacia mil novecientos cuarenta y tantos Borges integraba la comisión directiva de la Sociedad de Escritores. En una reunión, el poeta Vicente Barbieri clama ante sus compañeros:
—Señores, debemos hacer algo por los jóvenes que se inician en el camino de las letras.
Borges levanta la cabeza y con dos palabras aconseja el procedimiento a seguir:
—Sí, disuadirlos”.
“En la Sociedad de Distribuidores de Diarios, Revistas y Afines, le presento a Borges al periodista Enrique Bugatti.
—¿Cómo me dijo que se llamaba usted, señor? —le pregunta Borges.
—Bugatti, como los automóviles —le responde el periodista.
—Ah, encantado, yo soy Borges, como las cajas fuertes”.
Estas tres anécdotas, tomadas del libro El humor de Borges, de Roberto Alifano, muestran la soltura que el gran escritor argentino tenía para la ocurrencia. Allá los llaman “repentistas”, hombres que siempre tienen una respuesta ingeniosa a flor de pico.
Esta es una de las famas que suelen cargar los escritores: en teoría, todos son hábiles para rematar de botepronto, todos son ocurrentes, todos son “repentistas”. La otra fama es que lo saben todo, que son Wikipedias con patas, por eso suelen ser víctimas habituales de entrevistas sobre cualquier tema.
Falsas, falsísimas ambas famas. Por experiencia sé que son pocos los escritores dotados para el repentismo, tan pocos que apenas puedo recordar, entre los mexicanos, a Novo y a Monsiváis, o al cubano Lezama Lima aparte del citado porteño. El caso más cercano que conozco es el de Gilberto Prado, quien en una tanda estándar de cervezas acostumbra engarzar trescientas ocurrencias del mejor cuño.
Pero la fama es la fama y hay escritores que luchan infatigablemente por parecer ingeniosos de tiempo completo, casi como si fueran obreros de una maquila repentista. Pero así como la mayoría de los escritores no puede opinar creíblemente sobre economía más allá de lo que cuestan los licores en el súper, tampoco puede ser necesariamente brillante en las ocurrencias sobre todos los asuntos que le salen al paso. Puede que ese escritor alguna vez diga algo memorable, un calambur, un retruécano o una metátesis citable más allá del contexto que propició la frase ilustre, pero si, en cambio, muestra un esfuerzo por parecer irónico, mordaz, juguetón, insolente, y no lo consigue, termina por parecer, o ser, lo que es peor, un sujeto cercano a la repugnancia.
Debemos reconocerlo, para terminar: hay más y mejores repentistas entre las tías de los escritores que entre los mismos escritores. 

sábado, febrero 08, 2014

Manualito De la Borbolla


















De poco sirven las recetas si quien las lee y las pone en práctica carece de talento y sensibilidad para la cocina, si no tiene intuición para saber lo que significa un aroma, una probadita a mitad de la cocción o una pizca de pimienta salvadora. Igual, si alguien que desea escribir usa un manual y carece de lo mismo, es muy difícil que el platillo de palabras quede a pedir de ojo. Los manuales literarios (puedo decir que los manuales de todo) no son la salvación para quien no tiene salvación, así que debemos usarlos sólo cuando en efecto tenemos la esperanza de sacarles un provecho, cuando de veras sentimos el llamado, así sea tenue, de una vocación o al menos de un genuino interés por aprender.
Luego entonces, el Manual de creación literaria (Nueva Imagen, 2002) de Óscar de la Borbolla (México, 1955) puede ser tan útil como desalentador. A quienes realmente ven entre sus potencialidades algún latido expresivo de carácter literario puede socorrerlos en grata y profunda medida; a quienes se sientan lejos de este negocio, en cambio, puede persuadirlos definitivamente de que no intenten ni el apresurado fritangueo de unas palabras.
Pensemos, sin embargo, que el libro (o este modesto comentario) caen en las ansiosas manos de un joven aspirante a escritor. No dudo ni tantito que le será de tremenda utilidad, ya que en sencillos capítulos De la Borbolla despeja el camino para llegar al buen relato, sea cuento o sea novela. Creo que el título pudo ser Manual de creación “narrativa” (las comillas son sólo un énfasis), pues el autor se detiene básicamente en examinar los vericuetos de la creación de historias en prosa, no tanto, o nada más bien, en explorar, por ejemplo, las estrategias de la poesía o el teatro.
Pero más allá de esa minucia y más acá del contenido, el manualito de De la Borbolla es un ilustrativo paseo, ameno y ágil, además, por aquello que puede servir a un principiante que apetezca construir historias con tramas adecuadas, personajes creíbles, estructura firme, humor, verosimilitud, fina ambigüedad y, en suma, todo aquello que hechiza a los lectores cuando encaran cuentos y novelas convincentes, de esos que nos agarran de la solapa y por una “extraña” razón no nos dejan escapar.
Entrecomillé adrede el adjetivo “extraña” porque esa razón no lo es, o al menos no lo es tanto como creemos. La capacidad persuasiva de una buena historia tiene sus bases, y esas bases han sido escrupulosamente escudriñadas por teóricos de todos los pelajes, quienes aquí y allá han explicado, en muchísimas ocasiones con una jerga cifrada, para iniciados, llena pues de sememas y metadiégesis, cómo funcionan los relatos.
Óscar de la Borbolla, fiel como siempre a su deseo de ser entendible sin dejar de ser incisivo, y fiel también a su propia práctica como narrador, nos trae digerido, para que lo entendamos sin lágrimas, un mapa que orienta en los entreverados caminos de la creación narrativa. Muchos ejemplos de su producción, siempre oportunos, hacen de este manualito un taller literario ambulante al que podemos asistir cuando nos dé la gana. Todo es cuestión de buscarlo y volver cuando queramos cada una de sus esclarecedoras páginas.

sábado, febrero 01, 2014

Chocochips de humor














He notado que las situaciones humorísticas en la literatura deben aparecer, si aparecen, como chispas de chocolate dentro del pastelillo. Cuando no es así y todo el migajón se siente retacado de gracejadas, lo literario cede lugar a lo plenamente cómico, a la burocracia del chiste. Cuando se busca además que todo sea jajajá, la suspicacia del lector activa lo aprendido en siglos: la risa es estúpida, sólo lo serio es inteligente.
Hay escritores incapaces para el humor. Digamos que, paradójicamente, ni de broma sueltan una broma. Eso, creo, no es totalmente voluntario. La época, el ambiente, la manera de ver la realidad y la propia inclinación del ánimo hacen que jamás salga por allí, así sea por accidente, una ironía, un retruécano jocoso, algo que levante un poco los adustos labios del lector. Octavio Paz y José Revueltas, por citar dos ejemplos cercanos, opuestos y contemporáneos, jamás tendieron siquiera a sonreír. Su obra fue cerebral o estremecedora, respectivamente, nunca afecta a las piruetas del humor.
Hay casos abundantes, antiguos y modernos, de la presencia de humor en la literatura. Si uno vuelve las páginas de Diógenes Laercio, digamos, encuentra que es un autor de divertidos balconeos a toda la perrada de filósofos griegos. Mucho más acá y en España, toda la literatura picaresca es dechado de aventuras salpimentadas, pese a su fondo trágico, de humor. Allí mismo, en España, el Quijote es un libro que oscila entre los temas “graves” (como decían en aquella época) y las mil sabrosas ocurrencias que Cervantes supo añadir como aderezo a cada peripecia.
Creo que luego del Naturalismo, es decir, de Zolá, la literatura occidental comenzó a tomar más en serio el humor. A finales del siglo XIX ya no era tan mal visto que los escritores insistieran en la sonrisa incluso al abordar temas seriotes. Lo que pasó fue que el humor, como en Marcel Schwob, debía aparecer, tenue y maliciosamente expresado, en un segundo plano, contenido, siempre como a punto de estallar; las Vidas imaginarias del francés son un modelo perfecto, hasta la fecha, del humor que hasta hoy sigue gozando de buena prensa en la literatura.
En la narrativa de América Latina es muy difícil no encontrar esos gestos. Salvo contados escritores y con mayor o menor fortuna, todos han apelado al ingrediente. Recuerdo de botepronto el ensayo que Felipe Garrido le dedicó a “El humor en Juan Rulfo”, y hay numerosísimos estudios sobre el tema en el caso de Borges, el más alto exponente de lo irónico en nuestras letras. Además Cortázar, García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, Carpentier, Lezama Lima, Arreola, Del Paso, Otero, no se diga José Agustín, Piglia, Saccomanno, Samperio, Taibo II, Mendoza (Élmer), Villoro y tantos más, han sabido guiñar el ojo y decirnos que sus obras son serias y por ello no prescinden del humor.
El caso es que, en todos, eso aparece como chispa de chocolate. No es el centro, no es lo mero mero, pero sin su presencia el pastel no sabría igual.