miércoles, enero 29, 2014

Del estilo y sus reiteraciones















En “Tras el rastro del orgullo”, un cuento de su seguro servidor, inventé una historia sórdida en la que de paso, muy de paso, abordo el tema del estilo. El protagonista es convidado a resolver un caso de secuestro en el que debe “descifrar” unos mensajes escritos por anónimos delincuentes. Él mismo confiesa que detectar los tics de sus escritores favoritos no es lo mismo que percibir eso mismo en cualquier hijo de vecino, más si tal sujeto es casi ágrafo. El estilo, pues, es la repetición de un gesto, el recurrente y voluntario uso de ciertos guiños identificables por el lector. A diferencia de otros tipos de escritura (la administrativa, la periodística, la científica), en la literaria es casi indefectible que se busque “un estilo”, un tono que sirva para identificar a cada autor o por medio del cual el autor “busca” identificarse.
Algunos tendrán muy presente esa aspiración, a otros les importará un pepino, pero marcada o sutilmente allí estará siempre esa inclinación, el latido del estilo. Como trató de demostrarlo Fernando Vallejo en su Logoi, el número de combinaciones en la estructura discursiva es finito. Esto significa que forzosamente serán usadas unas u otras, y algunas, las que elija tal o cual escritor, caerán en la página de forma reiterada, lo que delineará, quiera o no, “su estilo”. Explico con un ejemplo burdo, pero claro. Supongamos que esta es una estructura: “Juan se mantuvo atento, listo para opinar cuando fuera necesario, inevitable”. Los verbos, las pausas, podrían repetirse en el mismo escritor así sea inconscientemente: “Avancé rápido, ansioso de llegar al sitio oculto, recóndito”.
No creo, sin embargo, que sea sólo la forma de la escritura lo que determina un estilo. La búsqueda de la palabra justa, a lo Flaubert —o algún fraseo más o menos insistente, a lo Paz—, no llega a convertirse en el único sello de identidad del escritor. El estilo es repetición, sí, pero no sólo de palabras o estructuras lingüísticas, sino también de temas y abordajes. Los lectores no se contentan con lo puramente verbal, por más primoroso y reiterado que sea; buscan que su autor de cabecera vuelva a los temas o, mejor, a los abordajes de los temas que lo fueron haciendo admirable. Alejo Carpentier es un portento de narrador con un estilo definido no sólo por su barroquismo, sino también por sus asuntos, por sus ambientes, la mayoría ubicados en el Atlántico: “Con dos tambores andaba Juan a lo largo del Escalda —el suyo, terciado en la cadera izquierda; al hombro el ganado a las cartas—, cuando le llamó la atención una nave, recién arrimada a la orilla, que acababa de atar gúmenas a las bitas”. Si hay mate y primera persona y estilo “oral” y calidez familiar, casi es seguro que sea Cortázar urdiendo fantasías en la vida cotidiana de sus personajes: “Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate”. Y así, cada cual con sus palabras y sus abordajes, todos los grandes escritores llegaron a serlo en el momento en el que sus lectores consumían, felices, las mismas dosis, aquellas que una y otra vez hacían únicos e irrepetibles a sus escritores favoritos.

sábado, enero 25, 2014

Entre el caos y el orden


















Por ser una actividad en la que uno compite contra uno mismo, la carrera literaria requiere forzosamente una especie de autoflagelo. Es el propio escritor quien se propina latigazos en la espalda para producir, quien se regaña cuando los avances no son satisfactorios, quien se deprime cuando la parcela ya no da melones y quien, a veces, se felicita cuando siente que ha parido algo digno de leerse. Hay casos, contadísimos casos, sin embargo, en los que el éxito de ventas convierte al aporreador de teclas en una especie de burócrata de la creación literaria, tanto que deja de ser él quien se autoarrea para cederle la tutela al editor.
Ante la cruda realidad de su trabajo en solitario, el escritor es un infatigable inventor de coartadas cuando ni a pujidos salen las cuartillas. Los pretextos que se inventa pueden ser los mismos que ofrece a los dos o tres milagrosos amigos atentos a su quehacer. “He tenido demasiadas ocupaciones”, “Estoy batallando mucho para redondear una historia”, “Ando en el proceso de investigación, reuniendo datos”, “Estoy releyendo mi poemario y todavía no me convence”, “Mi abuelita se fracturó la cadera y la estoy cuidando”. Cualquier puerta le sirve para escapar y no decir, sencillamente, que no escribió o que lo hizo pero aquello que salió del molino es intragable.
Cierto que no son pocos los apuros que provoca una actividad que en general no acerca dividendos materiales. El escritor común y corriente, e incluso algunos multipremiados y con muchos libros apiñados en el polvoriento currículum, debe tener siempre una fuente alterna de trabajo. Quien se confía al puro ejercicio inmaculado de las letras termina en (o cerca de) la indigencia, y es pertinente recomendar que ni se le ocurra construir una familia porque lo único que logrará construir es una jauría.
Por eso más le vale procurarse un mínimo método de trabajo, así sea un método que ni siquiera lo parezca. Leer a tales horas o ciertos días nomás, escribir equis cantidad de cuartillas en promedio al día o a la semana, corregir cuando los astros queden favorablemente alineados, todo sin descuidar aquello que se haya convertido en fuente de trabajo alimenticio. Operar sin ese mínimo rigor deriva casi inevitablemente en la esterilidad o, cuando menos, en la producción de una obra pegada con alfileres.
Las obras grandes y sólidas, por todo, han nacido de renuncias. Imaginemos las miles de horas que Balzac no dio a sus cuates para, aislado, escribir como si la vida fuera el encierro y no la libertad. El escritor que se deja seducir por lo contrario —por la “bohemia”, por la “tertulia”, por el actual “reven” o simplemente por la contemplación de la existencia y su habitual pinchedumbre— la pasa quizá de pelos pero a la larga ve cómo se vacía su talento, si alguno tuvo, en el albañal de la nada.
No hay reglas, claro, pero es un hecho que casos como el de Lope de Vega, es decir, escritores que viven y escriben mucho y bien, no se dan en maceta. La mayoría necesita un mínimo orden, saber que si sólo tiene una hora para escribir, esa hora servirá para eso y nada más. Todo lo que se diga aparte es, pues, pretextosa bisutería.

miércoles, enero 22, 2014

Con la jaulita al hombro




















“¿Te pasó eso?” es una de las preguntas cliché planteadas al narrador e incluso al poeta que deja ver demasiado, al escribir, las costuras de su experiencia personal. Al lector le interesa saber, sí o sí, qué tan cerca estuvo el autor de lo contado, si aquello que está en las páginas es parte de su biografía o “lo inventó” flagrantemente. Para el autor es lo de menos, más si lo suyo es el texto que tira hacia lo fantástico, hacia lo irreal, aunque también en estos casos puede colarse una sutil autobiografía. Pero no sé por qué al lector le agrada comprobar que las aventuras albergadas en un relato fueron en efecto vividas por quien las contó.
El escritor, como quien sea, habla (y principalmente escribe) a partir de su experiencia, y no puede ser de otra manera. Claro que no me refiero sólo a los referentes visibles en el relato, sino a lo más íntimo, a lo más personal. Es decir, si un alemán, por ejemplo, cuenta la historia de un narco, no es suficiente que pueble su relato de trocas Lobo, canciones del Komander, botellas de Buchanan’s y otros adornos similares, sino que de veras atraviese  la atmósfera espiritual, valga el adjetivo, de ese excrementicio universo. La verosimilitud requiere pues de una escalera grande y otra chiquita.
Quiera o no, el escritor, mientras vive, va captando temas, ambientes, tipos humanos, sueños, libros y formas de pensar propias y ajenas. Esos son los insumos que luego servirán para fraguar la obra propia, y sólo de su talento depende si logra aprovechar tal experiencia o ésta queda, digamos, desperdiciada, recluida en su ser. Da lo mismo si es un hombre de acción o un contemplativo: toda experiencia es viable para hacer literatura.
El cuento de Borges que más me gusta, “El Sur”, supuestamente nació de un accidente real del autor, quien luego pasó a ser Juan Dahlmann, el protagonista. En alguna entrevista Vargas Llosa declaró que para escribir La guerra del fin del mundo, esa novela monstruo, tuvo que asentarse durante buen rato en la zona de Brasil donde trascurre su historia. Alejo Carpentier atribuye a un viaje a Haití su noción de lo real-maravilloso y la escritura de El reino de este mundo. El apando obedece al encarcelamiento en Lecumberri de José Revueltas. Y así un larguísimo etcétera que nos confirmaría la relación visceral que hay entre experiencia y obra.
No significa esto, sin embargo, que pasar unos meses en Pernambuco o ser apandado un par de años en Lecumberri vayan a tener como grata consecuencia dos novelas. Eso se comprueba con los tíos que en la sobremesa nos cuentan aventuras inauditas, maravillosas y condenadas a quedarse allí, pues tener mucho qué contar no es suficiente.
Por todo esto siempre he creído, y creo que creo bien en este caso, que el escritor es una especie de cazador que en todas partes se presenta con una jaulita al hombro. Esté donde esté, haga lo que haga, platique con quien platique, fracase en lo que fracase, toda experiencia es presa digna de ser atrapada. Luego se verá si la pieza es de valor o no, cuando se convierta en cuento, en novela, en poema, en algo.

sábado, enero 18, 2014

Espejismo de la trascendencia



















Tres días de luto nacional fue lo que ofrendó el gobierno de Argentina al poeta Juan Gelman. Eso, más las miles de notas periodísticas desparramadas en el mundo sobre todo de habla hispana, son un claro ejemplo de acercamiento a la anhelada trascendencia. Gelman, como cualquier escritor importante que ahora nos llegue a la cabeza (Tolstoi, Martí, Papini, Nabokov, Sabato…), “ya trascendió”, tiene seguro un pedestal en la historia de la literatura.
El deseo de “trascender” es, o era, uno de los motores del trabajo literario. Aunque no lo confesara porque sonaba inevitablemente bobo y cursi, el escritor se alimentaba de futuro, de un futuro en el que las generaciones que todavía no estaban aquí sabrían aplaudir las obras heredadas por aquel hombre acaso incomprendido por sus contemporáneos, pero que habría trabajado sin descanso porque en el fondo de su alma flameaba una vocación inquebrantable.
Por ese deseo secreto, atavismo de un pasado cada vez más lejano, el escritor seguía adelante pese a que todo a su alrededor parecía confabulado contra él. Antes de que descubriera el cinismo y/o el glamour que hoy producen escritores, incluso jóvenes, que pueden andar en coches último modelo y viajar a donde lo deseen, la mayoría de los aporreadores de teclas vivía a la sombra de su angustia por sobrevivir, siempre con una mano adelante y otra atrás, con acreedores por doquier, alejados del bullicio y de la falsa sociedad. Eran locos luminosos como Macedonio Fernández, misántropos geniales como Onetti, depresivos exquisitos como Rulfo, militantes irreductibles como Roque Dalton. Poco, muy poco les sonreía en la vida cotidiana, pero ellos se impusieron la chamba de urdir palabras costara lo que costara y a la larga obtuvieron el premio de la trascendencia.
Me gusta pensar que también en este rubro nací a la vida literaria en un momento de cambio. En los primeros años de mi formación (aunque es claro que no tuve nada parecido a una “formación”), ninguno de mis amigos o conocidos hablaba sobre ese tema, pero pude notar que en un gesto, en una frase accidental, en cualquier anécdota, todos sentíamos una rara vinculación con “la trascendencia”, como un convenio con el porvenir o un pacto que nos garantizaba “algo” en el futuro pese a la indiferencia padecida en el presente.
Pasados los años, no sólo cambiamos y nos enfrentamos a la realidad de que trascender no es enchilar sopes, sino que el mundo se transformó tanto que no quedó casi vestigio del escritor tocado por los dioses ni del “comprometido”, ése que sacrificaba su comodidad para servir a causas que en el futuro le granjearían la admiración del respetable público.
Hoy ya no percibo lo que vi hasta los ochenta, cuando comencé la aventura suicida de escribir. Ahora el escritor, escéptico de todo, es pragmático, busca estar bien en el presente, tener una linda casa minimalista y no una buhardilla mugrienta donde se vería muy mal una Mac. Si la trascendencia llega, qué importa; si no llega, igual, qué importa. Y así, lo que sea sobre todo y sobre todos, qué importa.

miércoles, enero 15, 2014

El texto intermitente




















“México,1978-Resistencia, 2009”, dice al final el cuento “Semper fidelis”, del libro 9 historias de amor (Ediciones B, Buenos Aires, 2009), del argentino Mempo Giardinelli. Otros relatos de ese mismo libro son fechados de manera similar: “Resistencia-Charlottesville, 2006-2009”; “Resistencia, 1972-2008”; “Buenos Aires, 1975-México, 1982”; “Panamá, 1997-Paso de la Patria, 2003”. Tomo como pretexto la extraña citación de aquel libro para pensar en el texto intermitente, ése que los escritores van trabajando de un lugar y un tiempo a otros, como caracoles que con lentitud llevan encima no su casa, pero sí sus cuartillas mientras la necesidad los obliga a desplazarse.
Es una fortuna, ya lo dije en otro momento, tener un nicho plácido para escribir y una tranquilidad basada sobre todo en la abolición del estrés que suelen generar los innumerables apremios materiales. Cuando un escritor tiene resueltas sus necesidades y construye un ámbito impermeable a los sobresaltos de la vida cotidiana, puede quizá jalar el hilo de su creatividad para que de golpe se venga toda la madeja. Pero ni en tales condiciones es seguro que los textos broten como manantial; siempre hay frenones, dudas, la vacilación propia del trabajo artístico en el hipotético caso de que vaya creciendo con una visión autocrítica.
Si eso pasa en condiciones ventajosas, es peor cuando el escritor es acosado por penurias económicas o viaja mucho y vende su fuerza de trabajo intelectual aquí y allá; en esa circunstancia el texto se pone más rejego y sale, si sale, intermitentemente, a pedazos, como edredón de casa pobre.
Sé, porque lo he vivido, que hay ciertos textos que no se dejan cocer a la primera, que se ablandan poco a poco y con la llama muy bajita. Por eso cuando los fechamos acostumbramos escribir, digamos, “Torreón, 1993-2005”. No quiere decir que uno se haya tardado doce años en freír siete cuartillas, sino que comenzamos y suspendimos y recomenzamos y resuspendimos y seguimos corrigiendo y escribiendo a brincos, cada que había tiempo o cada que uno fue reencontrando los borradores en el archivo de madera o digital. Mi experiencia más significativa en este sentido se dio con la novela Parábola del moribundo, cuyo primer borrador salió entre 1998 y 1999, más o menos, y que revisité intermitentemente durante una década. Recuerdo que cada dos años le aplicaba una despiojadita, pero nunca me dejaba satisfecho. Decidí “terminarla” en el 99, la mandé a un concurso y tuvo el atrevimiento de ganar. Lo mejor de aquel logro fue que me permitió no releerla más, alejarla para siempre de mi vista.
Todo esto nos permite vislumbrar que ciertos textos —libros enteros— son el resultado de rodeos, de pausas,  de titubeos y tropiezos. Unas veces se da esto por exceso de chamba alimenticia, otras por problemas familiares, otras por desavenencias entre el texto y el autor, otras por todo eso junto, el caso es que muchas obras, aunque se presenten de manera compacta, provienen de la tortura sisífica de regresar una y otra vez sobre los mismos pasos, siempre con la roca de palabras sobre el lomo.

martes, enero 14, 2014

Harakiri














Su vicio solitario era tan recurrente que se denunció por acoso sexual a sí mismo.

domingo, enero 12, 2014

Tres partidas















De uno fui amigo cercano, a los otros dos los traté poco, pero cordialmente. Los tres murieron esta semana.
José María Mena Rentería ejerció el periodismo en varias publicaciones laguneras. Lo recuerdo sobre todo como reportero de La Opinión; allí estuvo varios años. Cubríó diversas fuentes, y creo que la cultural fue la que más lo atrajo.
Gabino Martínez (en la foto que ilustra este post) fue maestro, periodista, escritor y editor. Militó en agrupaciones políticas de izquierda en Durango capital. En los últimos años de su vida fue responsable editorial de la Universidad Juárez del Estado de Durango. Lo traté poco, más por correo electrónico que en persona. Hacia 2011, en su casa comimos Saúl Rosales, Gabriel Castillo y yo, quienes fuimos a Durango a presentar el libro Madera, del profesor José Santos Valdés. La casa del anfitrión me pareció impresionante. Casi toda era un archivo/biblioteca, plena de estanterías adecuadas para la impecable organización de documentos.
A Fernando Martínez Sánchez lo traté mucho y a fondo. Puedo decir que fuimos buenos amigos. Tuve la suerte de verlo unas horas antes de su muerte.
Si no me equivoco, los tres nacieron entre 1936 y 1946.

sábado, enero 11, 2014

Fernando Martínez aquí se queda
















Ayer a las 5:30 de la tarde recibí un DM de Twitter enviado por mi ex alumno Jaime Martínez Romero. Me comunicaba una noticia que de alguna manera yo esperaba desde hacía meses: la muerte de su tío, mi amigo Fernando Martínez Sánchez. Un día antes, el jueves 9, puede ver por última vez a don Fer. Estaba tendido en una cama de hospital ya inconsciente y con respiración afanosa. Lo acompañaban tres de sus hijos: Fernando, Cristián y Mireya; Gerardo venía en camino desde Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. La hora de visita era breve, así que sólo pude estar allí poco menos de media hora.
Con toda mi inexperiencia en los trotes médicos, ajeno como pocos al mundo de la enfermedad y los hospitales, noté que don Fernando estaba cerca del fin. Lo sentí. Por eso, cuando la encargada de vigilancia nos conminó a salir dado el término del acceso a los visitantes, me acerqué de nuevo a la cama de mi amigo, le toqué el pecho cubierto por una gruesa frazada y cerca de su oído pude murmurar unas palabras afectuosas. Su hija, que es doctora, me había dicho poco antes que no reaccionaba a las palabras, pero que sí escuchaba. Oyera o no, quise decirle a Fer, en una frase corta, que yo estaba allí, y que sentía hacia él un cariño fraterno por lo mucho que compartimos durante al menos treinta años de frecuente convivencia. También, por lo mucho que dio a la cultura lagunera, pues fue escritor, orador, actor, maestro, periodista, cinéfilo, contador público (egresado de la UNAM), cronista y promotor cultural.
Don Fer era un hombre vitalísimo. A pocos he conocido con un gusto por la vida así de grande, por el disfrute permanentemente festivo de dos hermosas maravillas: la buena cocina y todas las delicias del arte que se atravesaba en su camino. Nunca olvidaré además que fue un enfermo incurable de biobliomanía, el peor (o el mejor, según se vea) que conocí jamás. Si al final de su vida no tuvo fortuna fue porque nada de lo que ganaba se quedaba a reposar en alcancías: todo, absolutamente todo lo dejaba siempre en compras de libros, principalmente, y también de discos, películas, entradas al teatro y paseos gastronómicos y culturales con María Caliano, su esposa, y sus cuatro hijos.
Don Fer nació el 21 de septiembre de 1936 en Torreón. Creo que su única ausencia larga de nuestra ciudad fue la que hizo en el DF, cuando estuvo allá para estudiar su carrera profesional; de paso, en la capital aprovechó para vincularse, sobre todo, con grupos literarios y teatrales. Volvió a Torreón y fue funcionario público del gobierno federal. Luego, por muchos años, asumió la dirección de la Casa de la Cultura de Torreón, ya desaparecida. Pese a nuestra diferencia de edad, conviví con él en incontables/imborrables momentos. Edité dos de sus libros y recibí como regalo muchos de su enorme biblioteca. Gracias a él tengo, por ejemplo, el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias, una joya.
No olvidaré (supongo que muchos en La Laguna podrán decir lo mismo) a don Fernando Martínez Sánchez. Yo lo recordaré principalmente por las que fueron, creo, sus dos máximas virtudes: la poesía y la risa.
Descanse en paz este querido y admirado amigo nuestro.

Nota: La foto que encabeza este post es la última que me tomaron con don Fer. La hizo Ivonne Gómez Ledezma a mediados de 2013. 

jueves, enero 09, 2014

El inmenso Nelson

















Un mensajito de Gilberto Prado Galán me enteró el domingo 5 de enero sobre la muerte de Nelson Ned. Yo estaba regando mi jardín, eran como las once de la mañana, y lo primero que pensé fue lo obvio: oír de nuevo al impresionante brasileño, a ese hombre que se impuso a su condición para, con su voz, convertirse en un símbolo de la canción —llamada “romántica”— en Brasil, en América Latina y quizá más lejos.
Al hablar de Nelson Ned lo más sencillo es caer en lo que ya caí. Si bien eso es lo que a todos se nos ocurre en automático, quiero insistir en que no se trata de una enfermedad, sino de una condición diferente que como en cualquier otro caso merece absoluto respeto y, si es posible, solidaridad.
Me asombra y me conmueve, no necesariamente en este orden, el caso de Nelson Ned. Mientras la humanidad ha confinado a los hombres de su condición al espacio de la risa, él, dotado de una voz notable, peculiar, inconfundible, supo abrirse paso en la adversidad y conquistar la admiración de muchas, de muchísimas personas. Con unos huevos que ya quisiera el más pintado, Nelson Ned aparecía en los escenarios no para buscar el humor con machincuepas grotescas ni para chantajearnos con nada, sino para hacer que con su voz despertaran emociones a partir de letras sencillas, muchas de ellas ya integradas al cancionero familiar latinoamericano.
Nunca fue mi cantante favorito, pero he de reconocer que, para mí, en la voz de ese pequeño ser humano estaba toda la fuerza y la vitalidad del querido y admirado pueblo brasileño, casi como si en esa entonación nasal cupiera condensada, al menos para mí, insisto, toda una cultura.
Salvo uno o dos, no aprecio sus temas legendarios. Me gustan en grado superlativo, eso sí, canciones de perfil más bajo, menos famosas en su repertorio. Les comparto una breve antología nacida de mi arbitrario gusto, es decir, de la que más me agrada en adelante:

“Todo pasará”. Es una letra sencillísima, de apenas tres estrofitas. Me gusta cómo arremete el estribillo, un vendaval luego de la calmosa y breve introducción.

“Déjenme si estoy llorando”. Aquí logró lo que parecía imposible: encarar esta letra mejor que Germaín. Oigo con atención la palabra “nostalgia” y me encanta cómo la pronuncia, muy aportuguesada, con la “g” como atragantada por la emoción. Tremenda.

“Angustia”. Este viejo y espléndido bolero (cantado alguna vez por Los Panchos, Javier Solís y Bienvenido Granda, entre otros) le queda bárbaro a Nelson Ned; hagan de cuenta que fue compuesto para que lo cantara él.

“¿Quién eres tú?”. Uno de sus temas emblemáticos, sin duda. Ninguna antología, por apresurada que haya sido su hechura, podría excluirlo. Lo más cachondo que alguna vez cantó.

“A pesar de todo”. Otra de sus representativas. Imprescindible en un top five como éste.

Ahí queda pues la voz de Nelson Ned. Para mí, la tesitura de Brasil, como ya dije. Y no es poco decir.

miércoles, enero 08, 2014

Ámbito y escritura













Ni una mosca, ni el vuelo de una mosca debe alterar la concentración de los escritores obsesionados por el orden y el silencio. Lograr ese estado de perfección en el entorno es, sin embargo, imposible o casi imposible en la actualidad. Salvo Paul Auster y dos o tres escritores que venden libros como quien despacha bolillos, la mayoría inmensa de los aporreadores de teclados debe resignarse a la escritura en condiciones permanentemente amagadas por el ruido, la familia, el estrés laboral, la incertidumbre, los gritos del señor del gas y un larguísimo etcétera de turbulencias.
Escribir en la tranquilidad de un estudio colisiona asimismo contra el atractivo de las nuevas tecnologías. Antes, el escritor se aislaba a duras penas y casi etimológicamente lo lograba: encerrado en su isla (la buhardilla o el cuartito de atrás), pensaba y escribía mientras el mundo seguía su, por supuesto, mundanal marcha. Tras la invención de los aparatos reproductores de música, el poeta o el novelista podían acaso acompañarse de un disco o un caset adecuados para la creación de atmósferas propiciatorias. Pero hoy, este hoy lleno de distractores vacuos, la tecnología reta al escritor, le instala el mundo entero en la computadora y lo pone frente a distractores tan poderosos que es necesario ser de veras una ostra para escribir sin ceder a la tentación de echarle un ojito recurrente al mail, al Twitter, al YouTube, al Face, a todo eso que engatusaría hasta Víctor Hugo.
Ante la silenciosa amenaza de la parálisis, no hay escritor que explícita o secretamente no se invente cierto ritual o “cábala”, como dicen los argentinos. Escribir de noche o muy temprano, en pijama, con cierta música, de pie, con algún aroma especial en el ambiente, frente a cualquier fetiche sobre el escritorio, en pura ropa interior, con permanente café o como sea, sirve de embrague para que la creatividad no pierda aceleración.
Será por eso que algunos recomiendan que el escritor en cierne entre en contacto con el periodismo en el periódico, para que agarre disciplina y escriba sí o sí, con o sin el apoyo de las esquivas musas o de los fetiches. El escritor que alguna vez pasa por una sala de redacción, donde hay ruido permanente y mucha presión, terminará por aprender el zurcido de ideas en medio del bullicio y con el reloj picándole sin freno las costillas. Ahora bien, si no puede o no quiere llegar a tanto, una columna o un artículo frecuentes lo obligarán igual a trabajar siempre en contra del calendario, pues si algo tienen todas las fechas del futuro es que siempre llegarán.
En el plano de la autorreferencia, hace mucho que dejé de soñar en una burbuja o torre de marfil. Por circunstancias que no viene al caso contar, he aprendido a escribir en donde sea, en lo que sea y a cualquier hora del día. No es lo ideal, pero poco puedo hacer para ir en contra del estrecho margen de maniobra que me ha cabido en suerte. Ahora bien, quien quiera dominar el arte de escribir haya o no haya ámbito favorable (todavía no lo domino, lo sigo aprendiendo), que empiece por tener dos o tres hijos. Ya verá que con eso pondrá a prueba toditita su vocación.

sábado, enero 04, 2014

El ineludible corregir




















Supe de un escritor de brocha gorda que afirmaba, fanfarrón, lo siguiente: “Yo jamás corrijo; así como sale a la primera, así lo dejo todo”. Era, por supuesto, un pelatunas que se creía superdotado, pues uno de los primeros requisitos de toda escritura que aspire a ser periodística, literaria, pública en suma, requiere algunas plastas de maquillaje antes de salir a la calle.
Corregir puede llegar a ser una práctica fascinante o agria, según sea el caso (estoy hablando de corregir el trabajo propio, ya que el ajeno es casi indefectiblemente ingrato, más cuando el texto a enderezar demanda cirugía mayor). Es agradable cuando la masa textual sobre la que debemos trabajar salió sin muchas dudas, sin demasiados titubeos en el proceso. Si uno escribe a disgusto, forzado, muy poco convencido del artefacto verbal que va creando, lo más probable es que su corrección también sea penosa. Como la corrección es, a su modo, una reescritura, es más cómodo “reescribir” sobre un material dócil, no sobre un texto erizado de púas que casi necesariamente nos irá espinando. Por eso siempre he dicho que es importante escribir, o tratar de escribir, muy bien, lo mejor posible, a la primera, para que luego el camino de la revisión nos emprobleme en menor grado.
Creo que fue Barthes (sí, fue él) quien escribió alguna vez sobre las famosas tres enmiendas. Cuando corregimos, tenemos tres caminos: agregar algo, suprimir algo o permutar algo. Confieso que, cuando comencé a escribir, creía que era más importante agregar que suprimir; luego, pasados unos años, creí lo contrario. Hoy, ya con mis defectos y mis pocas virtudes bien asentados, entiendo que los tres caminos de la corrección son importantes por igual, sólo es necesario ser sincero/severo con el texto, no andarse con contemplaciones o autoapiadamientos, pues si nos tentamos el corazón después la vamos a pagar peor con los lectores.
Hoy, con las computadoras, es difícil ver la evolución de un texto desde que fluye de la cabeza al monitor por primera vez hasta que se convierte en un documento público (en periódico, revista, libro o internet). Las enmiendas entran y salen vertiginosamente en el Word y ya ni los escritores reparan en todo lo que van haciendo en el camino para adecentar sus textos. Antes no era así. Hay evidencia en papel de manuscritos y mecanuscritos que, pese a haber sido acuñados por grandes escritores, lucen llenos de tachaduras, rayas, flechas y comentarios al calce, casi como planos de un combate militar. Al respecto, recuerdo unas imágenes imperdibles. Están en el libro El oficio de escritor, publicado por Era en México; hay allí algunas páginas donde se ve claramente que el escritor que valora no sólo su trabajo, sino el tiempo del lector, gasta sus ojos en una labor que nadie debe ver, pero que es imprescindible en el mundo de la escritura. Ni Faulkner se libraba de esa tarea.
Así pues, hay que desconfiar de los escritores todopoderosos, esos que a la primera paren textos, según ellos, tocados por la perfección.

viernes, enero 03, 2014

Verso cima




















Puedo oír miles de veces este verso y no me cansa. Para mí es el mejor momento de cualquier canción, la cima: "Arpa d'or dei fatidicivati".

jueves, enero 02, 2014

Eres hermosa













En materia artística lo más fácil del mundo es enamorarse de uno mismo. Aguas pues con la obra propia: es el espejo de Narciso.

miércoles, enero 01, 2014

Aquel primero de enero













Todos o casi todos recordamos en qué sitio estábamos y qué hacíamos la mañana del 11 de septiembre de 2001, cuando dos aviones entraron como letales dagas en las Torres Gemelas. Esos acontecimientos mayúsculos no sólo marcan, pues, hitos en la "historia de la humanidad", sino que se convierten en puntos de referencia en la cronología de cada quien, por ordinario que sea. Sé, por ejemplo, que yo estaba en mi casa de la Prolongación Colón, recién bañado y arreglándome esa mañana de martes para apersonarme en el Café Literario del Teatro Isauro Martínez, de Torreón, con el televisor encendido y viendo en vivo el casi simétrico desmoronamiento.
Igual, sé dónde estaba y qué hacía el primero de enero de 1994 a las 8 de la mañana. Estaba despertando en el hotel Mirador, de Chihuahua, y encendí la tele nomás para comenzar las abluciones matutinas. Eludí a Chabelo y al brincar a otro canal oí la voz agitada de un reportero. Las imágenes mostraban un tumulto, periodistas que abordaban en desorden a un encapuchado con fusil seguido por otros sujetos igualmente embozados.
Se hablaba de "levantamiento", de "guerrilla", de "zapatismo". Comenzaron a fluir las siglas EZLN y los lugares donde aquello ocurría; recuerdo dos en particular: San Cristóbal de las Casas y Ocosingo, ambos de Chiapas.
En la confusión, dependientes como estábamos en todo el país de esas precarias escenas televisivas, brotó el nombre del vocero que pronto se iba a convertir en una celebridad mundial: Marcos, el subcomandante.
A partir de esa mañana, por muchos días, semanas, meses y hasta años fue visible y muy mediático el levantamiento zapatista. Hasta yo, que trabajaba en una publicación sin recursos, busqué la forma de hacerme presente en San Cristóbal y viajé hasta allá en los primeros días de marzo. El camino de Tuxtla a la zona de conflicto estaba totalmente militarizado, pero fui testigo de las primeras mesas de negociación, aquellas que tuvieron Marcos y Camacho Solís con el obispo Samuel Ruiz presente. Llegué por cierto a San Cristóbal un día antes de que Colosio pronunciara su famoso discurso en el monumento a la Revolución, el que, dijeron, marcó no sólo su ruptura con el salinismo, sino su destino menos de diez días después en la colonia Lomas Taurinas, de Tijuana.
Había intranquilidad, claro, pero también entusiasmo en todo México, una agitación política que poco a poco sería apagada por el régimen a punta de acontecimientos siniestros.
Escribí en San Cristóbal algunas crónicas e incluso perpetré un poema bien ubicado en el panfletarismo menos púdico. Recuerdo que los mandé por fax, pues todavía faltaban unos añitos para que llegara el boom de internet.
Hace dos décadas de aquello. Ignoro a qué hora se nos fueron tantos años.