sábado, julio 26, 2014

De antología














Inolvidable aquel hombre ilusionado que me compartió la inquietud de publicar un libro de su cosecha. Me mostró el obeso engargolado que en la primera página ostentaba el registro ante Derechos de Autor. Luego, en la segunda cuartilla, el voluminoso monstruo de palabras ofrecía su título: Antología de mis poemas, y el dibujo de una flor, un tintero y una espectacular plumota de ganso. No era necesaria más información para saber de qué iba el asunto, pero atreví algunas tímidas y educadas preguntas.
—¿Quién armó la antología?
—Yo mismo, señor.
—¿Usted mismo?
—Sí, fue muy sencillo.
—¿Cómo lo hizo?
—Junté mis poesías y las convertí en una antología.
—¿Ha publicado algo antes?
—No, esta antología será mi primer libro.
—¿Entonces usted mismo seleccionó sus poemas?
—Sí.
—¿Y qué criterio usó para escoger los mejores?
—¿Cómo que los mejores? No usé ningún criterio. Los metí todos. Todos me gustan.
—Bien, bien…
No recuerdo qué alardes de prudencia usé para articular una explicación que sonara convincente acerca del arte de antologar. De entrada, le dije que la palabra “antología” no cuadraba con su proyecto. Que lo mejor era ponerle simplemente un título (Mis poemas, Sentimientos, Instantes poéticos, el que fuera), pues la noción de “antología” (o “muestra” o “selección”) encerraba la idea de que tomamos una parte de un todo, y lo que él había preparado era un “todo” tal cual, pues no había excluido nada. Mi explicación fue inútil, y se defendió.
—Bueno, sí dejé fuera algunas poesías, las primeras. No me gustaron, además de que las dediqué a una mujer con la que ya no ando.
—Pero es casi lo mismo, pues otro sobrentendido de toda antología es que trabaja sobre material ya difundido del que alguien, no el autor, escoge lo que a su juicio es “mejor” o más “representativo” de un escritor, de una generación, de un país, de un tema, de un género, de un conjunto equis.
Fue inútil; siguió la autodefensa:
—Bueno, yo no he publicado, pero creo tener el criterio suficiente para saber qué es lo mejor que he escrito. Si no fuera así, ni siquiera lo hubiera incluido en mi libro. Además, no confío en nadie para elaborar mi antología. ¿Y si el fulano selecciona las poesías que menos me gustan? ¿Eh?
A esas alturas ya me había dado plena cuenta de que estaba ante un nuevo género literario: la autoantología total, aquélla que elabora uno mismo con un procedimiento que hace imposible cometer injusticias, pues integra todo el material habido y por haber, sin discrimen alguno, con una implacable manga ancha. Pensé por ejemplo en una antología de Alfonso Reyes armada con este método: saldría un extraño libro de 25 o 30 mil páginas, poco más o poco menos.
Recordé la anécdota porque en estos días vengo trabajando en la antología de un poeta. Escogeré sus (a mi parecer) mejores poemas y escribiré la presentación de rigor. También lucharé para que el libro no lleve la palabra “antología” en el título, ni siquiera en el subtítulo, aunque eso no dependerá de mí, sino de la institución que me encargó la chamba. Confío en ganar. Antes de que termine el año lo sabré.

miércoles, julio 23, 2014

Tango con aroma mujer













Hasta 2004 yo pensaba que la interpretación del tango era un coto exclusivo para hombres. Los cantantes cercanos a mi oído eran, todos, sujetos engominados, elegantes, de voz grave o algo abaritonada. Carlos Gardel, Julio Sosa, Edmundo Rivero, Roberto Goyeneche, Argentino Ledesma, Rubén Juárez y otros eran sin remedio mis tangueros de cabecera, pues la voz de las mujeres en este género siempre me pareció incómoda, demasiado tipluda en casi todos los casos, incluso en los más rescatables, como los de Susana Rinaldi y Eladia Blázquez.
Me suprimí entonces el tango expresado por mujeres; lo hice sin tragedia, sin sentir siquiera que se trataba de una pérdida, pues, ya dije, esto debía ser cantado con una sonoridad ajena para mí al aflautamiento de jilguerillo cuyo mayor desastre fue perpetrado por doña Libertad Lamarque. Pero no se piense que sólo excluí mujeres; también hay voces de hombre demasiado agudas (como la de Agustín Irusta) y las puse al margen sin contemplaciones.
Así pasé muchos años. Mi convivencia con el tango tuvo su origen, creo, cerca de 1980, de manera que pasaron como 25 años para llegar a la tanguera que no sólo logró gustarme, sino que desplazó a punta de magníficas y extrañas interpretaciones a todos mis favoritos masculinos. Ella fue, es, Adriana Varela, la Gata, cantante que descubrí en 2005 gracias a un regalo. Me lo hizo David Lagmanovich, escritor argentino radicado en Tucumán; con él tuve una amistad que duró diez años, de 1999 hasta su muerte, ocurrida en 2010.
David, erudito total, supo de mi gusto por el tango y mandó a Torreón tres discos desde su país. Algo de Troilo, algo de Piazzolla y uno que vi al principio con escepticismo: el cidí donde la Gata Varela canta doce temas de Cadícamo con el apoyo musical de Litto Nebbia. Debo insistir en mi duda inicial: ¿qué podía contener ese disco que sirviera para conmoverme aunque fuera un poco? Nada, seguramente. Pero fue ésa, creo, una de mis más gratas equivocaciones prejuiciosas, pues lo que hallé en el disco fue un campanazo que sin miramientos hizo polvo todo mi gusto anterior en materia tanguística. Varela logró tanto que durante algunos años su voz, su peculiar voz, fue para mí el Tango con mayúscula, esto al grado de que luego ya no hubo macho que la igualara, ni uno.
Aunque erizadas de lunfardo, aprendí las letras de Cadícamo gracias a que Varela las cantaba con un toque mágico en aquel espléndido compacto. Su voz rasposa, entre dolorida y retadora y nasal, me llevó a sentir el tango de otra forma, a vivirlo como una emoción íntima y desgarrada. Ni Gardel había logrado eso en mi alma, así que poco a poco fui descubriendo nuevas canciones de Varela, como todas las del disco Encaje, que años después compré en Buenos Aires.
Luego internet me ha ayudado a conocerla mejor, a saber que fue descubierta por el Polaco Goyeneche y que el hombre de la garganta con arena marcó el acento áspero de las interpretaciones que algunos critican a la Gata. Sé que ella provenía del rock, y que casi por accidente llegó al tango para que muy poco después el Polaco la pusiera en el camino; ella sería «su sucesora».
Sé también que en la Argentina hay opiniones encontradas sobre Varela. Unos la adoran, otros la aborrecen. Para mí gusto es la mejor intérprete de algunas piezas como “Tango de lengue”, “Cumplido”, “Garganta con arena”, “La hermana de la Coneja” y otras. Y bueno, qué más puedo decir si ella canta como nadie “Los mareados”, el tango que más me cuadra. Nomás por eso la coloco en una vitrina. En ese nicho está sola, mujer, tanguera y, creo, victoriosa sobre una legión de hombres.

sábado, julio 19, 2014

Bienvenida bici














Hay una maniobra que frecuentemente encaramos los choferes de coches o transportes de motor: se trata del esguince, a derecha o izquierda, en el momento en el que un ciclista avanza a nuestro lado, o quizá un poco atrás o un poco adelante. Sé que todos dudamos en ese momento: apurar el paso y ganarle la vuelta o esperar a que pase y entonces doblar.  En ese instante veo, como en ningún otro, la diferencia entre la agresividad del vehículo motorizado y la indefensión de la bici, casi como si allí se condensara toda la ventaja y la desventaja de los unos y los otros, respectivamente, a lo largo y a lo ancho de las calles.
Aunque no me crean, en ese fugaz trance soy de los que esperan a que pasen los ciclistas. Lo hago en cualquier momento, tenga o no prisa por llegar a mi destino. La razón es simple y pasa por el más elemental uso de la lógica: ¿qué peligro implica para mí un hombre sobre dos ruedas mientras yo deambulo en cuatro? Ninguno. ¿Y lo contrario? Mucho, poner en alto riesgo su vida.
He visto, sin embargo, que no es lo común, ni en ese ni en otros casos, todos desventajosos para el usuario de la bici: los conductores de coches y demás le conferimos un lugar apenas visible a los ciclistas, los consideramos invasores en nuestros territorios asfaltados, una incomodidad que debemos tolerar desde nuestra burbuja metálica.
Como muchísimas más, esta injusticia es parte de nuestro paisaje urbano. Las ciudades han sido diseñadas para el tránsito vertiginoso, no para avanzarlas en bici y menos caminando. Sé, por ejemplo, que hay urbes en Estados Unidos —el modelo al que deseamos imitar, aunque siempre con poca fortuna— que ya abolieron los espacios que no son para los coches: las distancias son tan grandes que no tiene caso pensar en aceras o acotamientos, pues sólo unos cuantos locos o desposeídos los andarían a pie o en bici.
La emergencia del ciclismo como práctica recreativa no lejana de un cierto activismo en pro del medio ambiente y la búsqueda de convivencia social en espacios públicos es una de las mejores noticias laguneras de los años recientes. Si otras ciudades endiabladamente emproblemadas con la contaminación y el estrés, como el DF, lo vienen haciendo desde hace algunos años, en La Laguna no era necesario esperar el caos para que la bici comenzara a ganar terreno en la ciudad. Y ya lo estamos viendo, y sé que si esa práctica continúa se asentará un beneficio con repercusiones sociales múltiples, no sólo el mejoramiento de la cultura vial.
Cierto que es en muchos casos una actividad recreativa semanal, un paseo colectivo con una cauda, por suerte, cada vez mayor. Uno de los beneficios que podemos vislumbrar tras el éxito de esta fiesta en movimiento está en la gradual y a veces no tan sutil exigencia a la autoridad para que en el futuro contemple dos políticas: la consideración de acotamientos y rutas precisas en la ciudad, y la construcción de espacios para el ciclismo deportivo. Dicho de otra forma, del ciclismo recreativo se puede pasar al ciclismo por necesidad laboral (como el que practican muchísimos obreros y demás trabajadores) y el ciclismo con aspiraciones de competencia. No es poco, entonces, lo que podría derivarse de los multitudinarios paseos semanales.
En el plano personal, por una extraña razón (razón que espero no sea la flojera o algo aproximado) he pospuesto mi inserción sistemática al mundo de la bici. Compré una hace pocos años, pero creo que, por supino desconocimiento, la elegí mal y me resultó traumático andar en ella. La arrumbé, es verdad, pero nunca en meses he dejado de sentir el llamado de sus ruedas. Quizá con un arreglo pueda ser lo que deseo y entonces sí sumar mis pedaleos a los de muchos que hoy hacen su aporte para que La Laguna sea un pueblo orgullosamente bicicletero.

miércoles, julio 16, 2014

Miedo cerval: de la pena y la flor*
























El título de este libro es una frase lexicalizada. Cuando sentimos que el horror, cualquier horror, se aproxima, cuando sospechamos que está cerca una amenaza, nos invade el “miedo cerval”. Es, digamos, un miedo extremo, un miedo que nos lleva a abrir inmensamente los ojos, a detener la respiración y a preparar la huida. La frase se forma, claro, con el adjetivo “cerval”  con el que nos referimos a los ciervos o venados, animales que, como lo hemos visto en muchos documentales, mientras pastan no dejan de levantar la cabeza y abrir mucho los ojos, siempre en espera de agresiones.
Miedo cerval, poemario de Aleida Belem Salazar (Torreón, Coahuila, 1989), refleja ese sentimiento, el del miedo, y otro que comentaré más adelante. Quizá debo enmendar: no es tanto el miedo sino la desolación, o en todo caso el miedo fijo, atornillado al alma, que conduce a la desolación. Sea el sentimiento que sea, el caso es que los versos de este pequeño libro exploran con un fósforo un depósito de dinamita. Esta metáfora, creo, calza bien al libro: no hay página en la que uno no sienta la inminencia de una explosión, el estallido a punto de consumarse.
¿De dónde proviene esto? Lo asombroso es que su origen está en una joven poeta lagunera. Asombra porque a su corta edad, la edad de Aleida, los versos suelen salir, en general, impregnados por una luz más clara. No es frecuente hallar que un poeta alcance una madurez expresiva tan potente sino hasta después, luego de que se han dominado ciertas estrategias de escritura.
Aleida Belem Salazar reúne entonces dos virtudes: sabe qué siente y sabe exponer lo que siente, de suerte que su escritura nos arrima al peligro de una llama, como ya dije, en un sitio donde abunda la pólvora. Avanzamos pues junto a ella por los pasadizos de este poemario con angustia, con miedo cerval, con una sensación de temor que en más de un verso nos apabulla. Lo asombroso, lo increíble más bien, es que su autora, pese a su juventud, ha sido capaz de movernos por allí a pura fuerza de palabras, casi como si se tratara de una escritora con largo camino recorrido.
En Miedo cerval no hay zona de confort. Desde que abrimos la puerta (eso es etimológicamente la portada de un libro) nos hallamos frente al desgarramiento interior. Nada de preámbulos: “Todos los asmáticos conocemos la cara de la muerte”, dice para abrir boca. Y de allí en adelante los poemas fluyen entre lo negro y lo rojo, todo con una intensidad que recuerda, al menos me lo recuerda a mí, a la argentina Pizarnik y a nuestra Enriqueta, poetas que asimismo asociamos con la precocidad del vigor expresivo.
Dividido en cinco relampagueantes estancias que en sus títulos delatan el registro en el que se mueve Aleida (“Síntomas, enfermedades”, “Pecho, corazón”, “Infancia, cicatriz”, “Tropiezos, soledad” y “Futuro, anterioridad”), Miedo cerval finca su mérito en la claridad y limpieza de la forma y en la sinceridad del fondo. Por ejemplo, en el momento I del poema “Breve repaso de los acontecimientos”:

ellos preguntan
qué tomó
ellos dicen
abrirá los ojos en unas horas
hay una madre que se pregunta por qué
en singular
ya no es ellos
hay una madre que se culpa
en singular
hay una hija en una camilla y una
madre que siempre va a preguntarse
por qué

Insisto que pese a la brevedad de los poemas, parece expandirlos el ímpetu con el que fueron escritos. Creo, o al menos intuyo, por qué ocurre esto: por una suerte de identificación. Muchos de alguna forma somos y estamos en estos versos: seres quebrados, lastimados, aturdidos, náufragos en la inmediatez del día tras día, pasajeros del mismo camión y del mismo taxi:

Perdí la cuenta de todas las veces que lloré
en un transporte público
He llorado todas las palabras que no pude decir
He llorado todas las lágrimas
los silencios y las palabras que me dijeron
Lo he llorado tanto y muy bien
que nadie nunca lo notó
He llorado en cada autobús por cada
decepción que me gané
por cada hombre que pensé amar pero
no me amó.
Los autobuses son la casa del llanto
que más me sé a ciegas.
Pero no contaré las veces que he
llorado en los taxis
los taxis son otro poema
son mi herida amarilla alojada en mi espalda.

Es notable, en suma, la frontalidad emocional con la que han sido urdidos estos poemas. El miedo y todos los sentimientos adláteres (como el dolor y la soledad, por ejemplo) están aquí sin embozo, descarnados, expuestos sobre el blanco de la página. No es labor de la crítica indagar qué tan cercanos o tan lejanos están los versos de la vivencia real. Sin embargo, si están cerca de la vivencia de la poeta quiero resaltar lo que prometí mencionar en el arranque de este comentario: no alegra en este caso, por supuesto, que el escritor sufra para que luego nos dé un producto artístico. Sería preferible que no existiera el arte si eso hiciera posible que el ser humano, todo ser humano, estuviera lejos de la desdicha en cualquier grado. Pero eso resulta imposible, es obvio. En distintos grados, los hombres estamos aquí para batallar, para sufrir (sin que esto quiera sonar telenovelero), para nadar tarde o temprano en contra de la corriente. La mayoría padece, llora, se desgarra interiormente, pero sólo una minoría tiene la fuerza para convertir en arte la violencia de la adversidad. Como dice Atahualpa Yupanqui en “El aromo”, una de sus milongas:

En ese rajón, el árbol
nació por su mala estrella.
Y en vez de morirse triste
se hace flores de sus penas...

Miedo cerval es por todo, además de un libro excepcional en términos estrictamente literarios, un testimonio de que el artista genuino suele hacer, como el aromo de Yupanqui, flores de sus penas.

*Texto leído en la presentación de Miedo cerval celebrada el 2 de julio de 2014 en la Galería de Arte Contemporáneo del Teatro Isauro Martínez. Participamos la autora, Ruth Castro y yo. Miedo cerval, Aleida Belem Salazar, Luma, Zurich, 2014, 58 pp, número 86 del proyecto "1000 books by 1000 poets". Edición de Alexandra Siegrist.

lunes, julio 14, 2014

Fin de Mundial: un rápido balance














Brasil 2014 llega a la hora de los balances. Sin haber sido espectacular, sin haber tenido un futbol de otro planeta, creo que nos dejó mayoritariamente contentos. En la fase de grupos tuvo muchos goles y eso sirvió para construir la sensación de que fue un torneo vistoso. Luego de ese periodo vimos dos o tres choques reñidísimos en octavos y cuartos, algunos resueltos en alargues o en penales, más el histórico derrumbe, en semifinales, del anfitrión frente a Alemania. Todo esto ratificó que en general fue un torneo mundialista digno de recuerdo.
Las sorpresas llegaron de lugares imprevistos. De África se esperaba más, pero sólo Argelia ofreció un poco del futbol rápido, fuerte y vertical que ha caracterizado sobre todo a equipos como Nigeria, Camerún y Ghana. De Oceanía y Asia sólo vimos fantasmas, equipos como Australia y Corea cuyo futbol no alcanzó ni para lo mínimo, e igual pasó con Japón.
Una de las sorpresas, y grandes, hay que decirlo, fue colectiva. La dio, contra cualquier pronóstico, nuestra zona, la Concacaf. Salvo Honduras, que tuvo un desempeño lamentable, los otros equipos, incluido EU, lograron darse a respetar y ocurrió incluso que por momentos jugaron mejor de lo que pudo anticipar cualquier especulación levantada antes del 12 de junio. México y Costa Rica protagonizaron dos historias inesperadas para sus respectivos países, uno porque participó sin crédito luego de un proceso eliminatorio miserable y otro porque logró llegar hasta el quinto partido luego de atravesar por un grupo horroroso, acaso el peor de todos.
En efecto, lo que hicieron los ticos ahí queda y será recordado, nos guste o no. Haber competido contra Italia, Inglaterra y Uruguay, y haber salido airoso, no cualquiera, pues más allá de su circunstancia coyuntural esos rivales (o el peso de sus camisetas) no gravitó sobre la escuadra costarricense que salió con todo para lograr lo inaudito: el primer lugar de un grupo que antes de comenzar el Mundial le auguraba el último.
México reeditó el mito del ave Fénix. El seleccionado tricolor llegó al Mundial, nadie lo ignora, después de la eliminatoria más accidentada y traumática de su historia. De hecho, dos o tres minutos bastaron para cambiar su destino, aquellos en los que EU dio la voltereta al marcador frente a Panamá, en Panamá, y metió sin querer a México en el repechaje contra Nueva Zelanda. Literalmente liquidado, fuera de Brasil 2014, nuestro país revivió y se coló al torneo por el ojo de una aguja. Nadie esperaba pues que México hiciera lo que hizo: dos triunfos convincentes y un empate frente al anfitrión. Luego, la derrota frente a Holanda en octavos, una caída que frustró, ciertamente, pero sin diluir del todo la buena imagen que generó en la fase de grupos. El ave Fénix, entonces, no sólo revivió; también alimentó esperanzas de quinto partido, lo que sin duda fue mucho más de lo que imaginamos quienes vimos el desastre de la eliminatoria.
Europa no puede estar jamás al margen de los primeros planos, obvio, pero también produjo su cuota de sorpresas negativas. Para comenzar, España, selección a la que se auguraba la repetición de la gloria y fue eliminada de manera fulminante, por nocaut. En el mismo tenor, Inglaterra volvió a las andadas: mucho ruido en su liga y pocas nueces en los Mundiales. En cuanto a Francia, acusó una sensible recuperación luego del ridículo que hizo en Sudáfrica; es un equipo en transición y es fácil esperar que rinda frutos en los años por venir. Italia y Portugal, por su parte, hicieron sendos papelones, pero dado su historial es más lógico que se carguen las tintas al seleccionado azul. Los otros europeos que deambularon con grisura fueron Bosnia, Rusia y Croacia; cuadros fuertes y veloces, carecieron de solvencia frente al arco. Por último, Suiza, un equipo también gris que se vio favorecido por la debilidad de su grupo.
Holanda y Alemania son los dos europeos que salvaron el prestigio de su continente. Otra vez los de color naranja fueron un gran contrincante, otra vez en su estilo de buen toque, vertiginoso y contundente, pero otra vez se quedaron en la orilla, como es costumbre de estos ya-merito mundialistas. En nuestro país, dicho sea de paso, se convirtió en leyenda exprés el choque contra los holandeses y el clavadazo de Robben. Ahora hasta piñatas hay con este motivo.
Sudamérica presentó una baraja espectacular en la fase de grupos. Sólo Ecuador desentonó, y es imposible saber por qué dado el potencial de sus jugadores. Chile presentó un equipo sobrio, batallador, que se fajó en uno de los llamados grupos “de la muerte”; se fue contra Brasil en penales, pero a punto estuvo de ganar a los de casa y evitar el derrumbe que esperaba a los cariocas en la semifinal contra Alemania. Uruguay sufrió otra vez, entre lesiones y escándalos se colocó en el segundo de su grupo y llegó tan mermado a octavos que de allí esta vez ya no pasó. Colombia fue un relámpago, hizo muchos goles (incluidos los de James Rodríguez, el campeón goleador del torneo) y caminó con marca perfecta la fase grupal; luego despachó al desvencijado equipo charrúa para seguir con su ritmo invicto hasta cuartos. El buen Mundial colombiano se debió a su futbol pero también, es innegable, a que le tocó el grupo más flojo del torneo, el único con tres equipos con diferencia negativa de goles.
Párrafo aparte merece Brasil. Ya es fácil decir que esta selección lejos estuvo de haber usado dignamente la camiseta histórica, pero en la primera fase del torneo, en octavos y en cuartos nadie se atrevía a vaticinar sin titubeos que su pobre futbol, sus limitaciones y demás, iban a terminar en un cataclismo. México, Chile y Colombia le dieron mucha lata, pero Brasil salió adelante casi por el puro abolengo del jersey verde-amarillo. Todo fue que perdieran a Neymar y, sobre todo, que encararan a Alemania para que las debilidades quedaran al descubierto peor que en una cámara escondida. Esos siete minutos inolvidables (del 23 al 30 del primer tiempo) en los que Alemania los ametralló, sobrevivirán a los tiempos tanto o más, y mejor documentados, que el mismísimo Maracanazo. Pobre Brasil. Ni el guionista más macabro pudo escribirles por anticipado una película con tanto horror  en el clímax.
Argentina, como Colombia, tuvo cuatro primeros partidos con cierta comodidad. No mostró gran cosa (chispazos de Messi, Di María o Higuaín), pero en esos duelos pudo armonizar su defensa, apretarla tan bien que allí apoyó su pase a la final. Más que el brillo de Messi y compañía en la delantera, Argentina llegó casi a la orilla gracias a Mascherano, Demichelis, Garay, Zabaleta y, claro, Romero al fondo. Desde octavos sólo cometieron un descuido en la zaga, el del gol en la final, lo que les costó el campeonato.
Alemania, por último, fue el equipo más parejo en sus líneas y en su funcionamiento. Tiene estrellas, pero ninguna parece opacar a los que no lo son. En los germanos no es disparatada la metáfora maquinística; en efecto, su trabajo es ordenado, sistemático, equilibrado, y sus jugadores son tipos que operan como engranes, de ahí que no se le noten las bajas por lesión y los cambios siempre den resultado. Si se suma ese accionar matemático a la fortaleza física y el deseo de triunfo, puede entenderse más fácilmente por qué Alemania hizo historia al coronar por primera vez un seleccionado europeo en América.
Mundial con pésimo arbitraje, Mundial con sorpresas tica y colombiana, Mundial con mordida de Luis Suárez, Mundial con ojo electrónico para ver los goles dudosos, Mundial con polémica por un grito mexicano, Mundial (para nosotros) con clavado de Robben, Mundial con la peor humillación para Brasil, Mundial con una Argentina que no termina por hallar a su nuevo Maradona, Mundial con Alemania otra vez en la cima, Mundial, en suma, que ya es historia y recordaremos con agrado porque tuvo mucho, muchísimo, de todo.

domingo, julio 13, 2014

Eduardo Sacheri, el toque del crack




















Eduardo Sacheri (Buenos Aires, 1967) es una especie de Messi de la literatura sobre futbol. Otros han dicho que es una especie de Maradona, aunque también puede ser equiparado a Riquelme o algo así. El caso es que se trata de un crack, para mí el más raro crack que haya producido la literatura futbolera de América Latina. Veamos por qué digo esto.
Se sabe que el trampolín que lo resorteó a la fama fue el programa de radio “Todo con afecto”, conducido por Alejandro Apo, quien leía al aire cuentos varios sobre futbol. Sacheri le envió uno a mediados de los noventa y fue tal la conmoción de Apo y sus oyentes que la cosa ya no pudo detenerse. Uno tras otro, los cuentos de Sacheri fueron desfilando en la voz del locutor radial y el público no daba crédito a lo que escuchaba; historias perfectamente armadas, tensas, diálogos con sabor a calle y atmósferas envolventes, todo acompañado por el ingrediente del futbol. El talento de Sacheri logró poner las preocupaciones futboleras en un registro tan cercano a la vida cotidiana que sus oyentes, al principio, no sabían qué era lo más importante en esos relatos: si el drama de los personajes o el futbol como asunto propiciatorio.
El caso es que Sacheri, como buen crack novato, pasó de ser leído en una cabina de radio a ser devorado, de golpe, por cientos de lectores, ya que fue fichado por editorial Galerna. Publicó Esperándolo a Tito (2001), Te conozco, Mendizábal (2001), Lo raro empezó después; cuentos de fútbol y otros relatos (2004), Un viejo que se pone de pie y otros cuentos (2007). En 2006, además, publicó la novela La pregunta de sus ojos, que poco tiempo después fue adaptada con su colaboración al cine (como El secreto de sus ojos) y ganó, nada más, el Oscar a la mejor película extranjera en 2010.
Lo que comenzó anecdótica, informalmente, como el caso de un radioescucha que se anima a mandar textos a un programa, terminó por convertirse en una historia increíble: Eduardo Sacheri ahora publica en Alfaguara (ya no en Galerna, cuyas ediciones son lindas, pero anticuadas y con el mal hábito de deshojarse). Desde Castelar, al oeste de la Capital Federal, Sacheri sigue produciendo historias y aunque todos sus lectores piden, casi exigen, que siempre haya futbol sobre la página, Sacheri se las ha ingeniado para omitirlo y escribir también literatura sin porterías, zancadillas ni balonazos.
Al margen de su mejor libro (la novela que lo llevó al Óscar y es un portento de relato), los libros de cuentos de Sacheri son su mayor fortaleza. Lo raro empezó después, por ejemplo, contiene al menos cinco historias que sin titubeo podrían ingresar a cualquier antología no sólo del subgénero “literatura futbolera”, sino de cuento a secas. El relato que le da título al libro, “Un verano italiano”, “El retorno de Vargas”, “Por Achával nadie daba dos mangos” y “Segovia y el quinto gol” ejemplifican, digámoslo así, “el mundo narrativo Sacheri”. ¿Y qué hay en ese mundo? Reitero: siempre un conflicto individual o colectivo vinculado lejana o visceralmente al futbol, lo que tratado por este autor nos lleva a ver el entretejido de la vida con todas sus pequeñas grandezas y sus pequeñas miserias, como opera de verdad en barrios y pueblitos casi extraviados en el mapa del mundo.
Cualquier historia, sin embargo, puede ser imaginada por cualquier cabeza, o simplemente experimentada en la vida real. Lo más difícil, pues, no es tener qué contar, pues la imaginación y la realidad son fragua infatigable de asuntos. El problema de la literatura está en otro lugar, creo: en el tratamiento. Con su prosa dúctil, sutilmente risueña, dulce y agria a la par, Sacheri seduce más allá de lo contado, por eso da casi los mismo cuando añade el aderezo del futbol o cuando no, pues somos guiados por la mano de un prosista que sabe tocar bien todas las teclas más allá del tema.
Lo leí en 2004 por primera vez, cuando compré Esperándolo a Tito en la edición de Galerna ya citada. Supe de golpe, como Alejandro Apo y muchos más, que estaba ante un fenómeno, un crack de esos que corren y tocan el balón como si estuvieran jugando en el cielo. Un Bochini, para que me entiendan mejor.

sábado, julio 12, 2014

El futbol según Juan Villoro




















Como en Uruguay y Argentina es imposible hablar de literatura y futbol sin mencionar, respectivamente, a Galeano y a Fontanarrosa, en México pasa lo mismo con Juan Villoro (Ciudad de México, 1956). Escritor multipremiado, famoso, querido por un tumulto de fans y malquerido por algunos que lo miran con recelo o indiferencia, Villoro se ha colocado mediáticamente como el-escritor-que-también-escribe-sobre-futbol. Luego de publicar numerosos artículos, crónicas, ensayos y de aparecer sin tregua en televisión y radio, además de ofrecer conferencias, mesas redondas o prestarse a entrevistas, este autor ha dejado constancia de ese gusto en libros como Los once de la tribu (1995) y, el más reciente, Balón dividido (2014). En medio de tal periodo publicó el título más representativo de su producción con tema futbolístico: Dios es redondo (Planeta 2006), racimo de ensayos y crónicas que al parecer no tiene fecha de caducidad, pues sigue siendo visible en los anaqueles.
Creo que el éxito de Villoro como escritor se basa en tres aciertos. 1) El interés real por este deporte, un apego que, se nota, tiene su origen, como casi todo, en la infancia, en la pica callejera, en el debate con los cuates sobre equipos y jugadores, en la crónica deportiva que tiene o tuvo, para él, un practicante totémico: Ángel Fernández; 2) el conocimiento directo, no sólo como lector o televidente, del ir y venir futbolístico, esto es, su contacto con la gente en los estadios y su diálogo con periodistas/escritores especializados; y 3) la buena memoria y una gran agudeza para detectar puntos finos del deporte tanto en lo estrictamente atlético como en lo social. Este coctel ha convertido a Villoro, enfatizo, en el-escritor-mexicano-que-también-escribe-sobre-futbol. Aunque haya muchos otros (Felipe Garrido, Ignacio Trejo Fuentes, Marcial Fernández, Leo Eduardo Mendoza…) creo que es Villoro en quien piensa la mayoría cuando relaciona literatura (o escritura en general) con futbol.
Dios es redondo contiene piezas, en efecto, memorables aunque traten sobre futbol. Desde el punto de vista genérico poco o nada importa que uno diga “son ensayos”, “son crónicas”, “son artículos”, pues ya entrados en cada pieza advertimos el embrujo de un estilo inmejorable para trabajar con esta materia. Acuñador irrefrenable de imágenes literarias que en cierta adjetivación me recuerda, no sin un raro hibridismo, a Monsiváis y a Borges, Villoro logra que en una frase quede dicho más de lo que otros podrían expresar con una parrafada. En este sentido destaca asimismo su pulso de periodista: sabe que una crónica puede ser larga y por ello abrumar al lector, de ahí que proceda como a flashazos, acuñando siempre buenas frases mientras avanza por un hilo conductor que jamás se rompe. Ejemplifico con tres casos: su comentario sobre Maradona (mejor que lo que muchos argentinos han escrito al respecto), su estampa sobre Pep Guardiola (una joya) o su recordación del mencionado Ángel Fernández.
Sospecho que es difícil ser futbolero y no gustar, no aprender o no quedar gratamente seducido por las ideas del Villoro “filósofo” del futbol, dicho esto nomás porque Manuel Vázquez Montalbán, lo sabemos, etiquetó así a los “pensadores” argentinos del balompié. En resumen, este escritor mexicano logra su cometido: trasladar, con delicada alquimia, el festivo evangelio del futbol desde la cancha a algo que para muchos es igualmente grato: la página, ese palmo de papel donde no juegan once contra once sudorosos atletas, sino palabras, imágenes, recuerdos. Sí, recuerdos: la materia prima del futbol escrito.

miércoles, julio 09, 2014

Memorioso de triunfos y caídas




















Es difícil ponerse al margen del asombro provocado por la caída más estrepitosa en la historia de la selección brasileña en un Mundial. Cierto que el Maracanazo fue una tragedia, pero ahora que lo pienso con más calma, lo de ayer estuvo peor. En 1950, Brasil perdió y el país quedó inundado de lágrimas, pero el juego no quedó definido sino hasta el silbatazo final luego de que en el minuto 34 Alcides Ghiggia, quien todavía vive para contarlo, marcara el segundo tanto charrúa en la puerta de Barbosa. Lo de ayer, en cambio, quedó resuelto de manera brutal en el minuto 30 del primer tiempo, cuando Alemania ya había cosechado un racimo de cinco goles. Sea como sea, lo cierto es que ayer vimos uno de esos momentos inolvidables, por venturosos o por trágicos, del deporte mundial, de esos que los comentaristas del futuro no dejarán de recordar.
Como esos comentaristas del futuro es actualmente el escritor torreonense Gilberto Prado Galán, un apasionado del deporte que además es un destacado poeta y ensayista y un memorioso con incuantificables gigas en la mente. Gracias a esos talentos acumulados, no hay sobremesa en la que no despliegue un cúmulo de datos deportivos, los mismos que poco a poco ha ido publicando en la prensa mexicana y poco después sirvieron para articular un libro imprescindible en la biblioteca de cualquier deportólogo bien nacido: Sobre héroes y hazañas (Cal y arena, 2011).
Digo imprescindible porque Prado Galán logra hazañas textuales con esa prosa de poeta y ensayista puesta al servicio del comentario deportivo. Sobre héroes y hazañas no está dedicado por completo al futbol, pero su primera estancia es grande y contiene 17 estampas relacionadas con este deporte. Las otras fueron dedicadas a la tauromaquia, el beisbol, el olimpismo, el ciclismo, el montañismo, el automovilismo, el boxeo y otros deportes. Las más amplias secciones son la del futbol y la del box, los deportes que más atrapan la atención del autor y, creo, de la mayor parte de los mexicanos.
El procedimiento del libro está enunciado en el título: en ágiles instantáneas, Prado Galán nos cuenta la vida de algún deportista señalado. Por supuesto, hace énfasis en los logros, aunque jamás pasa por alto las caídas, los fracasos, las frustraciones, pues si algo tiene el deporte, como lo vimos ayer con Brasil frente a Alemania, es su poderosa capacidad para crear héroes, hazañas y desastres casi de un día para otro.
En el apartado futbolístico del libro, el autor observa al Chicharito Hernández, a Luis Suárez (sí, el mismo que hace unos días atestó de mordelones memes el universo de las redes sociales), Totó Schillaci, el Loco Abreu, Lev Yashin, Christian Chivu, Horacio Casarín, el Loco Houseman, René Higuita, Enrique Omar Sívori, Antonin Panenka (el de los penales con vaselina), Tostao (el secuaz de Pelé en México 70), Emmanuel Sanon (el mejor haitiano de la historia), Roberto Baggio y dos textos más, uno sobre México y Argentina y otro sobre hermanos que han jugado juntos en ligas y en selecciones.
La formación ensayística de Prado Galán le permite manejarse en la opinión deportiva con creatividad. Sabedor, y sabedor a fondo, de que es la originalidad del punto de vista el fuerte de todo acercamiento crítico, trátese de deporte o de literatura o de política o de lo que sea, el escritor lagunero accede a cada personaje para iluminarnos alguna zona poco o nada explorada de su biografía.
Por esto, Sobre héroes y hazañas (título, claro, con resonancia sabateana) no es un libro más en la ya amplia bibliografía de GPG. Por su fresco tratamiento del deporte, por los datos que destaca y por la emoción que trasuda, lo coloco incluso entre sus mejores título, lo que no es poco decir.

lunes, julio 07, 2014

La posición de Ángel Cappa




















Ángel Cappa (Bahía Blanca, 1946) es un personaje atípico del futbol.  Además de haber jugado (toda su carrera en el Olimpo de Bahía Blanca), ha trabajado como entrenador en España, Perú, Sudáfrica, Uruguay, México y, por supuesto, Argentina. Debido a sus ideas políticas se exilió en España durante el periodo dictatorial de su país (1976-1983), donde en el Barcelona comenzó su trabajo como entrenador al lado de César Luis Menotti.
En 1979, poco después del Mundial, Holanda y Argentina jugaron un amistoso en Suiza para conmemorar el 75 aniversario de la FIFA. En el estadio, muy cerca de una de las porterías, es decir, en los asientos más cercanos a la valla de contención, un grupo de exiliados logró colocar una gran pancarta con la leyenda, en mayúsculas, “Videla asesino”. Este mensaje en cadena internacional fue visto también en el lugar adecuado: en toda la Argentina, lo que movilizó a las autoridades de la dictadura a interrumpir la señal cada vez que el balón era jugado en esa zona del campo. En el segundo tiempo, y hay video para confirmarlo, apareció otra pancarta: “Militares son miseria y represión”. Entre los jóvenes que lograron colar el mensaje estaba Ángel Cappa, hombre de futbol, en efecto, pero al mismo tiempo de convicciones definidas y sólido discurso político. Por eso el adjetivo inicial (“atípico”) para tratar de decir que junto a su pasión por el futbol ha estado siempre su pasión por reflexionar en asuntos que por lo general quedan muy lejos del habitus futbolístico.
La atipicidad de Cappa también se nota en su manejo de la escritura. El libro ¿Y el fútbol dónde está? (Ficticia, México, 2004; hay edición peruana del mismo año, con el sello de Peisa) evidencia lo que aseguro. Prologado por Menotti, el libro reúne artículos y entrevistas de Cappa, un material que por misceláneo aborda, ilumina, numerosos rincones del quehacer futbolístico. Dado que el futbol es hoy más que un juego, Cappa examina a detalle y con certera angulación puntos relacionados con su práctica y su manejo dentro y fuera de las canchas.
Este libro, por ello, es útil para todos. Para el jugador de cualquier nivel, para el entrenador de cualquier liga, para el directivo, el periodista, el aficionado, incluso para el enemigo del futbol, pues la pasión de Cappa  no lo ciega para identificar las malformaciones que el futbol profesional ha ido adquiriendo con el paso del tiempo, como el llamado “resultadismo” o el futbol orientado por la ira y no por el disfrute.
Digo que le sirve al jugador, y pongo como ejemplo esta afirmación del artículo “La clave es elegir bien”: “Elegir bien es jugar bien (…) Lo peor, ya sabemos, es la duda, pero elegir mal hace que el jugador juegue mal y el equipo también. Un jugador con talento es, en principio, un jugador que elige bien, para eso hay que entender el juego, dominar los conceptos básicos (insisto). Y además de la rapidez para ver la jugada, la precisión para hacer lo que se debe”. O ésta del artículo “¿El resultado nada más?”: “El fútbol es arte cuando dos tiran una pared para que seis no los vean ni pasar, cuando uno decide montarse en una gambeta para pasearse por toda la cancha y sacudir las redes y el corazón de la gente. El fútbol es inexplicable cuando es gol”. O ésta más donde nos trae unas palabras de Di Stéfano, ídolo recién ido: “Una vez Di Stéfano le respondió a un periodista sobre este tema [saber quién había sido el mejor jugador del siglo XX]: ‘No sé si fui el mejor, porque eso nadie puede saberlo’, dijo, ‘lo que sé es que estoy entre los mejores’. Y me parece la respuesta más sensata a toda esta fiebre mercantil que inventa este tipo de competencias”.
Tema siempre abierto a la polémica, tema siempre atravesado por pareceres viscerales, tema siempre acuchillado por turbiedades de toda laya, el futbol en la cabeza de Ángel Cappa alcanza mesura, equilibrio y profundidad, la profundidad de quien quiere y puede verlo con ojos humanos. Nomás por eso hay que buscar y leer, ahora mismo si es posible, ¿Y el fútbol, dónde está?

sábado, julio 05, 2014

Sueños de inmensidad




















El futbol, vayan ustedes a saber por qué, cobró tanta fuerza en el siglo XX que llegamos al XXI con el planeta invadido de mensajes sobre partidos, torneos, jugadores, transferencias, lesiones, directivos, escándalos y demás relacionados con este deporte. Por ser el juego más popular del mundo, goza de una cobertura mediática que supera a cualquier tema. Los ídolos como Messi, Cristiano Ronaldo, Neymar, Rivery, Pirlo (o en términos más locales como el Chicharito u Oribe Peralta, por citar sólo dos casos mexicanos) se han convertido en modelos a seguir. Lo malo de esos modelos es que están muy lejos, en la cúspide de la cúspide, y la inmensa mayoría de quienes los admiran no tiene ni lo elemental para alcanzarlos: la edad.
El primer requisito para intentar algo grande en las canchas de futbol no es pues el talento, sino la edad. Demasiados años en las piernas no conducen a nada, salvo, quizá, al anónimo amateurismo. ¿Y qué significa “demasiados años en las piernas”? No lo podemos saber exactamente, pero eso puede andar entre los 16, 17, 18 años. O sea, un aspirante a futbolista profesional que a esa edad despierte al apetito del éxito está casi perdido, como lo muestra el libro Niños futbolistas (Blackie Books) de Juan Pablo Meneses (Santiago de Chile, 1969).
Extraordinario trabajo de investigación, Niños futbolistas hunde su mirada en una realidad poco explorada. Mientras admiramos todos los días el oleaje de transferencias multimillonarias en el futbol profesional, miles y miles de aspirantes a la gloria se mueven sin que nadie sepa sus propósitos. O casi nadie, pues el libro de Meneses devela que una red está permanentemente lanzada para cazar talento allí donde comience su despunte.
Movidos en primer término por la ambición de sus padres, miles de niños futbolistas quieren que en ellos se repita la historia de Messi: aquella pulga que salió de su barrio rumbo a Europa para sacar provecho a sus virtudes antes de que se echaran a perder en torneos domésticos. Y así, en Buenos Aires, Santiago, Río de Janeiro, Lima, Medellín, el Distrito Federal, Montevideo y cualquier otro lugar donde aparezca un niño prodigio del balón, no faltará que los familiares (el padre, sobre todo) busquen el contacto con algún promotor que pueda conducirlo hacia un equipo que “lo compre” y lo trepe al estrellato.
La crónica de Meneses es ágil por lo bien escrita, pero más porque el relato en primera persona da cuenta en directo del fenómeno de la compraventa de niños futbolistas en el mundo. En varias ciudades sigue los pasos de esos talentos en cierne y permite que veamos con toda su crudeza el tamaño de los sueños que muy probablemente terminarán quedando en poco. “Para escribir niños futbolistas , mi plan consistía en comprar con dinero en efectivo al protagonista del libro (…) Todo con el objetivo de conocer, desde dentro y de cerca, esas partes de la industria y el negocio que (…) solemos desconocer o no suelen importarnos”, dice en el prólogo.
Al recorrer los 35 apartados del libro vamos haciéndonos, junto al autor, de una conclusión: que los sueños de los niños vinculados desde muy temprano al futbol profesional no quedan al margen de la crueldad implícita en todo intercambio de mercado, y que la competencia es aquí igual de feroz, o más, que en el profesionalismo. Cientos se quedan, por ello, en el camino, acaso atornillados a una frustración prematura, forzada por la ambición de los adultos.
Juan Pablo Meneses ha escrito, luego de una larga trashumancia investigativa, un libro que conmueve e indigna sobre otro lamentable tejemaneje padecido por el futbol actual.

miércoles, julio 02, 2014

Anécdotas como pases a la red




















Anecdotario del futbol mexicano (Ficticia, 2006), de Carlos Calderón Cardoso (Ciudad de México, 1967), es un libro que los futboleros no debemos ignorar, pues en cerca de 200 páginas nos lleva al regocijo que genera este deporte en la memoria de los aficionados que atesoran ciertas curiosidades del pasado para luego, poco a poco, convertirlas en relato de sobremesa, en conversación alrededor de alguna ronda de tragos y bocadillos.
La anécdota puede ser, por sí misma, una especie de subgénero narrativo. Tiene que ver mucho con la memoria: alguien recuerda un pasaje, por lo general gracioso, chusco, a veces hasta grotesco, y lo describe sabrosamente para provocar en el lector (u oyente) una risa o, si se puede, una carcajada. Para contar anécdotas se requiere, claro, una malicia especial, se puede decir que hasta cierta magia verbal. Por ejemplo, un famoso compilador de anécdotas futboleras es Héctor Veira, el Bambino, quien en numerosísimos programas de televisión y radio ha contado con harta chispa sus andanzas en el deporte. Recuerdo por caso una anécdota que vivió en Durango como extra de cine; jugaba para los Diablos Blancos de Torreón y dada su catadura física podía pasar por gringo rubio. Un día se enteró que John Wayne filmaba una de vaqueros cerca de La Laguna y el Bambino allí se apersonó. Consiguió un fugaz papel de extra en una escena, pero eso fue suficiente para que después le presumiera a Alberto Rendo una amistad, por supuesto irreal, con el actor norteamericano.
Las anécdotas narradas por Carlos Calderón Cardoso confirman que este molde requiere acontecimientos que dislocan la realidad por el lado chusco. La compilación, entonces, no nos permite descanso. Uno tras otro los numerosos pasajes del libro nos colocan en un costado gracioso del futbol. Gracioso o asombroso, como en la estampa que nos cuenta el partido más largo de la historia: “Al martes siguiente se juega nuevamente en Toluca [contra Necaxa] el partido de desempate. El resultado, después de fragorosos noventa minutos, es 0-0. Se juegan dos tiempos extra y el partido sigue igual. Otros dos tiempos extra y el marcador no se mueve. Dos más, ya con los jugadores agobiados física y mentalmente, y el resultado es el mismo: 0-0. Los entrenadores, entonces, de plano se niegan a seguir con el juego. Proponen los penaltis y se les aceptan. Comienzan a tirarse y ambos equipos anotan una y otra vez. Por fin, cuando el marcador se encuentra 18-17 a favor del Necaxa, el Toluca falla. ¡Es el partido más largo de la historia registrado en la historia del futbol nacional!”.
Una anécdota referida a los primero partidos nocturnos celebrados en la capital del país tiene, como era de esperarse, un remate jocoso: “En diciembre, sin embargo, ocurre algo digno de Ripley: los partidos nocturnos se suspenden porque el Departamento del D.F., dueño de los reflectores que son aprovechados para alumbrar los juegos, los pide de regreso para utilizarlos —como cada temporada— para iluminar las fiestas de fin de año en la ciudad”.
De las Ediciones del Futbolista de editorial Ficticia, este Anecdotario del futbol mexicano es un viaje sonriente al pasado de nuestro balompié, un gran trabajo periodístico de Carlos Calderón Cardoso.