Hay obras literarias que no valen tanto por su ejecución cuanto por su idea. Me refiero a esos textos que apoyan su valor, principalmente, en el hecho de que se tornan únicos, irrepetibles. Pienso por ejemplo en Las vocales malditas, de Óscar de la Borbolla, serie de cuentos cuya metodología nadie puede reintentar sin verse señalado como poco (o nada) original. Un caso semejante es el planteado por “El futbol de antaño (un poema hermético)”, de Luis Miguel Aguilar (Chetumal, Quintana Roo, 1955). Publicado originalmente en la revista Nexos (mayo, 1994) y luego recogido en Nadie puede escribir un libro (Cal y arena, 1997) este extraño espécimen literario es uno de los juegos más maliciosos que uno pueda encontrar en la poesía mexicana, y se refiere a futbol, deporte que uno puede encontrar en cualquier sitio.
Es ya abundante
la narrativa sobre futbol, sobre todo la formateada en molde cuentístico. Hay
también muchos ensayos de diferentes disciplinas, libros enteros con vistazos
críticos planteados desde el periodismo o la academia. Lo que no nos frecuenta
es la poesía sobre futbol. Claro que existe, como el hermoso poema “Futbol”, de
José Pedroni, que termina: “A mí me gusta el bosque, la calle que no
engaña, / la multitud, el fútbol… Todo es grato en la tierra”. O este otro,
hermoso, de Antonio Deltoro: “Contra el hacer, contra la
dictadura de la mano, yo canto / al pie emancipado por el balón y el césped, /
al pie que se despierta de su servil letargo, / a la pierna artesana que
vestida de gala va a la fiesta…”. Pero son pocos, o al menos no tantos como
ocurre con los cuentos y las aproximaciones críticas.
“El futbol de antaño” es un poema breve.
Alcanza apenas 41 versos endecasílabos en verso blanco (es decir, no rimados).
Se trata de una larga enumeración de nombres propios encerrados en una especie
de paréntesis abierto con esta invocación:
¿Dónde fueron los nombres, me pregunto,
Que hoy trivia son, y pasto de elegía?”.
Y concluidos con este remate:
Hoy vuelven bajo un sol(64) de
epifanía(65)
Que es tiempo, y polvo(66), y juego de
conjunto.
Dentro de esos cuatro versos ocurre la acumulación
onomástica que comienza de esta forma:
Masopust,
Kavasnak, Bosniak y Masek,
Smolarek, Sbóvoda(2), Uda Dukla(3),
Edú, Pepe, Coutinho, Lima (4), Manga(5)
Voronin(6),
Bene(7), Spartak(8), Florian Albert(9),
Altafini(10), Botafogo(11), Chesternev(12),
Manquito Villalón(13), Pepín González(14),
Amaury Epaminondas(15), Florentino(16),
Ataúlfo Pablo Sánchez Matulic(17),
Cisneros y MacDonald(18), Mustafá(19)…
El lector, intrigado, se preguntará qué son los
números adjuntos a los nombres. Son, dicho esto en el argot de la metodología
académica, “llamadas”, o sea, los famosos numeritos volados que remiten a nota
al pie de página o de final de capítulo. He aquí la jocosa malicia del poema;
Luis Miguel Aguilar acumula los nombres, apodos y apellidos que conserva su
nostalgia y “el poema” se va haciendo solo, enigmático por lo arbitrario y
sorpresivo de cada jugador mencionado.
Pero Luis Miguel Aguilar sabe que un poema armado
con tal recurso dejaría al lector casi en cero, así que tomó el camino
posmoderno de anotarlo académicamente. Así, al nombre “Bene” le corresponde
esta nota: “(7) Bene. Veloz extremo húngaro. Calvo el cabrón. Perforó a Manga en
el Mundial de Inglaterra 1966”. O a Florentino: “(16) Florentino. Portero
español del Toluca. Usaba unas rodilleras que parecían el escudo de Aquiles”.
El poema es pues breve, pero las notas nos alargan
el placer de la nostalgia futbolera. Alguien afirmó que vemos partidos sólo
para recordarlos. “El futbol de antaño”, poema inimitable de Luis Miguel
Aguilar, confirma el aserto.