miércoles, diciembre 31, 2014

Oscura puerta al abismo




















Que nadie se dé por salvado frente a la tentación del abismo. Si el equilibrado Gustav Von Aschenbach sucumbió en Venecia ante el magnetismo de Tadzio, es verosímil lo que le ocurre en la ficción a Julio Andrada, personaje principal de Oscura monótona sangre (Tusquets, Fábula, 2012, 184 pp.), novela de Sergio Olguín (Buenos Aires, 1967) ganadora del V Premio Tusquets de Novela dictaminado, entre otros, por Jorge Edwards y Élmer Mendoza. Una vida hecha, ordenada y exitosa no garantiza la permanencia de la paz interior, y esto menos en un mundo en el que prácticamente no hay minuto sin bombardeo de tentaciones.
Dividido en cinco movimientos ("La villa", "El edificio", "La fábrica", "La calle", "El cielo"), ágil, casi podríamos decir que vertiginoso, este relato de Olguín tiene precisamente el ritmo en el que acontece la caída de Julio Andrada: es decir, velocísimo, ritmo de lectura en una sentada. Empresario exitoso en el presente narrativo, Andrada fue nadie en su origen, un niño humilde, como millones, radicado en la capital argentina. La suerte quiso ponerlo en su juventud frente al viejo Ramírez  —antiguo patrón de su padre—, quien lo arropa luego de que Julio queda huérfano; poco a poco le va viendo capacidad, ambición, madera suficiente, y lo apoya. Ramírez muere de cáncer cuando Andrada ya ha levantado el vuelo, y a partir de allí comienza para él una vida llena de sostenidos logros empresariales que lo convierten en paradigma de hombre que cuaja (casi) por sí mismo gracias al talento y el trabajo.
Para no olvidar del todo su pasado, porque le gusta sentir que su presente de hombre rico nada tiene que ver ya con su niñez al menos desde el punto de vista empresarial, Andrada llega todos los días a la fábrica, su fábrica, luego de atravesar un puñado de barrios paupérrimos que mira con permanente asombro y lejanía. Sabe que hay algo de peligro en esa maniobra, pues el coche permite apreciar el lujo que Andrada ya puede pagarse, con absoluta facilidad, desde hace mucho. Pero más grande que el riesgo es su satisfacción, el hecho de comprobar a diario, en ese recorrido entre su departamento de hombre próspero y su empresa, que logró torcer el destino al que estaba condenado: finalmente él y todos sus cercanos sabían que si algo no le faltaba era el dinero.
En las primeras páginas de la novela vemos entonces el ajetreo febril de Buenos Aires, su furor amenazante. Andrada se mueve confiado, supone que ya no hay acechanzas para él, bicho que en aquella urbe diabólica ha logrado la total homeostasis: tiene un negocio fuerte, dos hijos mayores a los que ama (uno de ellos, su primogénito, estudiando en EU) y una esposa con la que se aburre y de todos modos no dejará, claro, de ser su esposa.
Como al personaje de Mann en Muerte en Venecia, sin embargo, le acontece la tentación del abismo en el lugar más ordinario y por ello inesperado: una especie de fonda para camioneros en la que decide comer algo casi nomás para matar el tiempo. En la mesa de al lado escucha la conversación de unos choferes y se entera sin querer de la prostitución en los barrios cercanos; oye decir a los conductores que hay adolescentes de 15 o 16 años cuya precariedad y arrojo las lleva a talonear y hacer "todo" por unos cuantos miserables pesos. Esta módica información desata la curiosidad de Andrada, quien sin más toma nota mental de las calles mencionadas por los choferes.
Un día, picado por un deseo todavía amorfo pero ya acuciante, busca las calles, divisa unas jovencitas en una esquina y frena allí su coche. Pronto se aproxima una chica delgada que pregunta si puede subir al coche; Andrada se lo permite y más adelante sobreviene dentro del auto, en un paraje oscuro, el escarceo y la relación por pago. Este es el primer cráter de la historia, y desde aquí el protagonista ya no podrá frenar. Por más que lo desee —y no lo desea—, el imán de Daiana, la prostituta adolescente que Andrada halló en un barrio miserable, lo atraerá hasta desbocarlo en mil peripecias, todas inauditas, con tal de tocarla, de besar sus pequeñas tetas, de frotar su espalda de avispa, de penetrarla con una pasión que mucho tiene de perversidad y genuino enamoramiento.
El dinero lo ayudará a urdir un plan para apropiarse de Daiana, pero el barrio, como animal agraviado, hará presencia de múltiples maneras y no permitirá que el empresario logre fácilmente su propósito. Daiana misma, pese a los beneficios materiales que tiene frente a sus ojos, parece moverse en una zona ambigua: como que quiere y no quiere aceptar las promesas redentoras de su descubridor, quien al final se verá desafiado por una disyuntiva atroz frente a los demonios que poco a poco, desde la villa miseria en la que nació Daiana, le irán cerrando un cerco.
A caballo entre novela erótica y policial y en cierto sentido hasta política, cruda, intimista y agresivamente verdadera porque nos pone frente a la caverna de un alma humana la del poderoso e indefenso Andrada—, Oscura monótona sangre es una afortunada forma de llegar a un escritor, Sergio Olguín, más que estimable, de esos que no debemos perder de vista. La ficha bio ofrecida por los editores señala que Olguín estudió Letras en la UBA y trabaja como periodista desde 1984. Fundó la revista V de Vian, y fue cofundador y el primer director de la revista de cine El Amante. Ha colaborado en los diarios Página/12, La Nación y El País (Montevideo). Es jefe de redacción de la revista Lamujerdemivida y responsable de cultura del diario Crítica de la Argentina. Editó, entre otras, las antologías Los mejores cuentos argentinos (1999), La selección argentina (2000), Cross a la mandíbula (2000) y Escritos con sangre (2003). En 1998 publicó el libro de cuentos Las griegas (Vian Ediciones) y en 2002 su primera novela, Lanús, reeditada en España en 2008 (Andanzas 647). Le siguieron Filo (2003, Tusquets Editores Argentina) y las narraciones juveniles El equipo de los sueños (2004) y Springfield (2007), traducidas al alemán, francés e italiano.

sábado, diciembre 27, 2014

El amor es el (inevitable) demonio




















En el lenguaje más o menos patrimonial de la crítica literaria existe la palabra “paratextos”, que es una forma elegante de referirnos a todos aquellos elementos obviamente textuales —aunque también podríamos incluir en cierto grado los icónicos— que acompañan al texto principal de un libro. Aludimos pues con esta palabra al título, a los epígrafes, a las dedicatorias, a las palabras de la cuarta de forros y a las referencias biográficas. Son paratextos porque todas, de alguna forma, pueden llegar a modificar el texto, es decir, que en diferentes niveles orientan la lectura de una manera específica. Acerco dos ejemplos. Hay un “texto” de Guillermo Samperio titulado “El fantasma”. En estricto sentido se trata de un microrrelato, acaso el más corto de la historia, pues su contenido sólo es el título. Dado que el título (o paratexto) se refiere a un fantasma, la página aparece en blanco, de manera que los lectores vemos que el “protagonista” es invisible. Aquí es absolutamente claro cómo el paratexto determina la lectura que hacemos o podemos hacer.
El otro ejemplo brevísimo que se me ocurre es el del poema titulado “Alta traición”. Si sólo tenemos a la mano estas dos palabras, pensamos en efecto en una alta traición a algo, a lo que sea. Luego, al leer el texto, advertimos que es una ironía, que José Emilio Pacheco usó esas dos palabras para “darles” burlonamente la razón a quienes se desgarran las vestiduras por la patria abstracta y olvidan que también la patria puede ser amada en concreto, por sus seres y objetos más inmediatos:

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
     es inasible.
Pero (aunque suene mal)
     daría la vida
por diez lugares suyos,
     cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
     fortalezas,
una ciudad deshecha,
     gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
     montañas
—y tres o cuatro ríos.

Todo este rollote introductorio me sirve para destacar que hay al menos dos paratextos atendibles en El amor es el demonio, primer libro individual de cuentos publicado por Salvador Sáenz (Toluca, Estado de México, 1980). El primero es, claro, el título: gracias a él podemos anticipar que en las páginas de este libro deambularán personajes, la mayoría jóvenes, acuchillados por la gracia y la desgracia del amor, aturdidos por encuentros y desencuentros que los mantendrán entrando y saliendo (más lo segundo que lo primero) del estrechísimo reducto que es la felicidad amorosa. Y confirmado: de las nueve largas historias que configuran El amor es el demonio, al menos seis o siete tienen el condimento del amor malogrado, del cortocircuito afectivo.
El otro dato significativo está en la ficha biográfica: Salvador Sáenz es cantautor y como tal, suponemos, ha recorrido bastantes kilómetros de “antro”, como denominan hoy los jóvenes a lo que vagabundos de otras épocas llamábamos “bares” o “cantinas”. Gracias a esa información y desde el primer relato, asistimos como lectores al mundo casi desconocido de los foros urbanos donde alguien canta y muchos beben, donde los artistas conviven con una fauna donde hay de todo, incluido el amor pasajero, la juerga infinita y el fracaso como ingrediente casi indispensable de la ensalada.
Ya con esta información a la mano, accedemos a los cuentos de Sáenz y notamos que muchos de sus personajes viven al borde de la alucinación, caminan por la cornisa del esoterismo, la ufología o yerbas de similar peligro y son tan clavados en su “romanticismo” que muchas veces terminan apaleados por la realidad. Hay algo que batallo para definir en los cuentos de Sáenz: muchos parecen enrarecidos por atmósferas nocturnas y vaporosas en las que no falta el acoso del deseo ni el apetito por hallar la trascendencia en el contacto con lo sobrenatural, pero en casi todos los casos (habrá uno o dos cuentos que no me complacen a cabalidad) sentimos que esos sujetos y esos escenarios están cerca, en realidad existen aunque los personajes que allí operan sean sujetos medio pirados. Un ejemplo muy claro de esto lo veo en el cuento “No estamos solos”, donde se pasa de lo extraterrestre a lo terrestre de la manera más campechana:

La nota que dejó P. por debajo de la puerta me desconcertó, no tanto por lo que decía sino por el hecho de que se encontraba justo ahí, en mi casa. Nos conocimos virtualmente en un foro sobre temas de conspiración, de los muchos que hay en Internet, porque ambos somos apasionados de las cuestiones OVNI. Hacía unas semanas atrás empezamos a charlar por messenger, a través de cuentas falsas; por eso me inquietó hallar una advertencia escrita de su puño y letra en mi propio hogar, a pesar de que yo nunca le había dado mi nombre, dirección o teléfono. No hallaba qué pensar. Por un lado, sabía lo que insinuaba con aquellas palabras, pues el día anterior le conté vagamente sobre una chica de mi trabajo con la que estaba saliendo, Sara, sin revelarle, por supuesto, su nombre; y por otra parte, comencé a sospechar de él mismo pues, ¿por qué querría un desconocido prevenirme de algo que no estaba del todo claro? ¿Y por qué se había tomado la molestia de averiguar mi ubicación por ese simple hecho y con qué medios lo consiguió?

Así pues, El amor es un demonio (cuyo cuento homónimo, “Dos misiones para Santa Cecilia”, el ya mencionado “No estamos solos” y “Sólo me queda un consuelo” son los cuentos que más me gustan) es un libro diverso, rico en sugerencias, un producto literario que sin duda contiene historias que nos rozarán, tristes y risueñas, gratas en suma.

viernes, diciembre 26, 2014

Simetría a lo Panenka
















La situación era simétrica, exactamente igual, aunque en otro nivel. Aquella fue la serie de penales entre Uruguay y Ghana en el mundial sudafricano; ésta, una definición en tiros de pena máxima sobre una cancha sin césped de la Deportiva Municipal. Pedro Martínez tenía en sus botines el gol definitivo, el que dejaría eliminados a los jugadores de Transportes Cerro S.A. Como Ghana, ellos habían fallado un penal en el último minuto del tiempo reglamentario, y como Uruguay, el pénalty había sido propiciado por una flagrante mano en la raya. Pedro recordó esas simetrías, fue como un relámpago. Estaban ya, pues, en la tanda de penales, y a Pedro le tocó el último, el definitivo; pidió el balón, lo colocó y supo que debía picarla, lanzar un disparo a lo Panenka, como procedió el Loco Abreu. Y así lo hizo. Tomó algunos metros, picó leve el balón y vio que se fue lento, lentísimo al pecho y las manos del portero. Unos segundos antes, también como un relámpago, todos —el portero enemigo y todos— sabían que Pedro iba a fallar. Esa tarde nadie ignoró que casi estaban calcando otro partido.

jueves, diciembre 25, 2014

Cuatro angustias




















Grabado originalmente, según internet, por la sonora Matancera en 1951, el bolero “Angustia” es de esas piezas que, como “Flores negras” y “Total”, por mencionar sólo dos más, suenan bien cantadas casi por cualquier voz. Es una exageración, por supuesto, pero no creo andar muy descaminado al afirmar que su sencillez y diáfana belleza permiten interpretaciones inolvidables, clásicas. De la autoría de Orlando Brito, “Angustia” es una letra de impecable economía:

Angustia de no tenerte a ti
tormento de no tener tu amor
angustia de no besarte más
nostalgia de no escuchar tu voz.

Nunca podré olvidar
nuestras noches junto al mar.
Contigo se fue toda la ilusión
la angustia llenó mi corazón.

Estas dos estrofitas han servido para que muchos cantantes se luzcan y nos regalen con (esta frase, “nos regalen con”, es de la época de oro del bolero) interpretaciones mayúsculas. La primera es, claro, la de Bienvenido Granda, el Bigote que Canta, con la Matancera, agrupación con la que impuso las marcas congaleras y definitivas para cantar esta pieza, el aroma melancólico que trasuda. Las trompetas con sordina serán el sello que la hará mágica.
Muy distinta es la versión de Los Panchos. Parecía imposible sacarla bien sin los alientos, pero a guitarras, requinto, maracas y bongó logran una versión perfecta. Me gusta la forma de rumor con la que atacan el inicio de la segunda estrofa (“Nunca podré olvidar…).
Quizá la interpretación que más me gusta es la de Javier Solís. Para mí es difícil considerar que alguien pueda ubicarse por encima de este monstruo. Aquí se recupera la sordina y está el toque de potencia y terciopelo que tenía la voz, la perfecta voz, de Gabriel Siria Levario, el más grande.
Por último, la versión más moderna, orquestada, de Nelson Ned, no exenta del tenue portuñol (“nostal-gía”) que le añade una diferencia exquisita.

miércoles, diciembre 24, 2014

Respuesta de Forster
















En la pasada Feria Internacional del Libro pude asistir a una mesa argentina en la que se habló sobre medios y poder. La compartieron el periodista Eduardo Anguita, el filósofo Ricardo Forster y como moderador estuvo el también periodista (e hincha de Rácing) Carlos Ulanovsky. Pude hacerles dos preguntas en público, y la segunda fue ésta: “Si bien es cierto México y Argentina tienen simetrías, también tienen grandes asimetrías; una de ellas tiene que ver con los medios de comunicación hegemónicos. En México, los dos grandes consorcios de televisión y radio están totalmente aliados al poder del gobierno federal. En Argentina esto no sucede desde hace algunos años a la fecha. En ambos casos noto un problema: cuando están, como en México, muy cerca del poder, evidentemente nos engañan, la maquillan. En Argentina tienen dos grupos mediáticos poderosísimos, sobre todo el de Clarín, que se dedica a sabotear con la información todo lo que hace el gobierno federal encabezado por Cristina Fernández. Mi pregunta es ésta: ¿en dónde debe ubicarse el periodismo, cuál es la zona que debe ocupar?”
Ricardo Forster, autor de varios libros, dirigente del grupo Carta Abierta y uno de los intelectuales más salientes de Argentina en este momento, respondió algo que, creo, calza bien a México; por ello lo reproduzco aquí en un solo párrafo, íntegro, tal y como lo “redacto” Fortser de botepronto casi al final de la mesa redonda:
“Es muy difícil abrir la caja de Pandora de los medios de comunicación, es un poder sellado, cifrado, entramado con intereses que siempre aparecen como en una zona de niebla. Creo que hay momentos de las sociedades donde se producen rupturas. En Argentina eso ocurrió a partir del 2008 por distintos motivos que no es importante narrar ahora, pero que generaron algo insólito: que una parte no menor de la sociedad comenzara a preguntarse por su manera de ver la realidad a través de los medios de comunicación. Cuando una sociedad comienza a preguntarse eso, cómo mira el mundo mediado por los medios, y cuando pierde, entre comillas, la inocencia, cuando deja de ser virgen frente a una verdad y una objetividad y una autoridad que determinaba su manera de ver el mundo, algo importante está sucediendo en esa sociedad, algo se rompe y algo se abre; a mí me parece que hoy gran parte de la sociedad argentina, esté con quien esté, ya no puede inocentemente ver un periódico, escuchar la radio o ver la televisión, porque sabe que es parte de una gran disputa, porque sabe que es parte de una enorme querella de interpretaciones, que ya no hay una realidad narrada de manera objetiva o verdadera, sino que la realidad también es un campo de batallas, de ideas contrapuestas, que hay poder en el modo de representar la realidad. Entonces yo creo que eso es fundamental. Me parece que lo que está pasando en México ahora, a partir de un desgarramiento muy profundo y de un acontecimiento atroz, puede generar también que una parte importante de la sociedad mexicana salga de una cierta aceptación de lo irrevocable de un orden. Lo peor que le puede pasar a una sociedad es sentir que el orden es irrevocable, y los medios de comunicación, sobre todo los medios de comunicación concentrados, que representan poder económico o político, pero sobre todo representan poder cultural-simbólico, se encargan de señalar que el mundo fue y será una porquería. Bajo esa lógica, la catástrofe, la tragedia, el horror, la miseria, el crimen, la violencia, la corrupción dominan todas las esferas de la vida, y al dominar todas las esferas de la vida ya no hay ninguna oportunidad para imaginar que la sociedad puede ser distinta, que es posible construir derechos, ampliarlos, que se puede construir una democracia que no esté vaciada, sino que la democracia puede ser un ámbito de participación real, que hay un presente que no es el lugar del agobio, de la miseria cotidiana en todos los órdenes, porque el dispositivo mediático es una máquina cultural. Entonces cuando se abre esa máquina cultural y una parte de la sociedad puede discutirla, algo importante está pasando, y en nuestros países, cada uno con su historia, de algún modo esto se está notando, lo están notando los brasileiros, los bolivianos, los venezolanos, los argentinos… los mexicanos ya no aceptan que los cuerpos que se hallan cada día en fosas comunes sean parte de eso irrevocable que seguirá siendo así. Me parece que este es un punto de inflexión para la sociedad mexicana, y que descubrir en la complejidad del lenguaje de los medios de comunicación una parte de la responsabilidad en sostener esa suerte de velamiento es un paso extraordinariamente significativo, que amplía democracia, amplía derechos y le devuelve a la política un lugar tremendamente importante. No es lo mismo sentirse afín a un gobierno que representa intereses democráticos, populares, y hacerlo desde un trabajo periodístico, que estar en disputa por un gobierno encerrado en una visión autoritaria, represiva y antipopular. Esto es parte de lo que se está discutiendo en América Latina y también en otras partes del mundo. No deja de ser sorprendente que en Europa los medios llamados ‘progresistas’ tengan una visión espantosa sobre América Latina. Todo lo que sucede en América Latina bajo experiencias populares, democráticas, es inmediatamente tachado de (y la palabra para ellos es horrible) populista, demagógico, autoritario, una especie de Macondo invertido, digamos, no sólo el exotismo macondiano sino el exotismo de la barbarie latinoamericana. Es interesante invertir esos términos, también preguntar cómo narra El País de España lo que pasa en México y lo que pasa en la Argentina, cómo narra Le Monde, cómo lo hace el New York Times, porque ahí también hay que quebrar la idea de una prensa seria, objetiva, que quiere decirnos lo que sucede. Esto, me parece, es lo que está pasando, en parte, en estos momentos sudamericanos y que en México implica una pregunta inquietante: ¿cómo se abre, desde el horror, la posibilidad de una reparación? Me parece que este punto es central, cómo es posible la reparación de una historia que hoy llegó a un límite. No es fácil”.

lunes, diciembre 22, 2014

Tres balas de malicia narrativa




















Constructor de pequeños y divertidos infiernos existenciales, Daniel Lomas (Torreón, Coahuila, 1978) confirma en Tres balas de juguete lo que ya había anunciado en Morena de mar, novela publicada en 2013: que su narrativa reúne las características necesarias para ser considerada apreciable y siempre bienvenida. Al leer lo que ofrece en su nuevo libro no puedo menos que celebrarlo, pues he pasado dos o tres horas de lectura verdaderamente gozosas, de ésas que uno sabe de antemano perdurables en la memoria. Precisamente es eso, el regusto que deja en la mente y el corazón, lo más apreciable en el hacer ficcional de Lomas. Es como si escribiera no sólo para que lo disfrutemos en el presente de la lectura, sino para que gracias al recuerdo volvamos más delante a ver sus situaciones, sus pequeños y divertidos infiernos existenciales.
Tres balas de juguete contiene tres piezas narrativas de muy diferente extensión: la primera es casi una novela corta, la segunda es un cuento más ubicable en la ortodoxia del género y la tercera es un microrrelato descarado y juguetón. En este sentido el libro se va achicando conforme avanzamos sobre él. La que no se va achicando, sino que se sostiene pareja, es la buena calidad se las peripecias que fueron derramadas en estas narraciones, todas escritas con la prosa envolvente, por su alta dosis de poesía, que Lomas ha encontrado ya como timbre de su hacer.
Quiero enfatizar esto: ¿por qué me gustan tanto los relatos de este joven, todavía joven y por ello prometedor prosista lagunero? En realidad encuentro muy redondo su trabajo, pero quizá sea hora de revelarme este misterio. Creo que los relatos de Lomas me son muy disfrutables por su tono, esa mezcla de fino humor espolvoreado sobre el platillo de la desdicha en la que siempre están inmiscuidos sus personajes. Reitero la palabra fino, ya que al trabajar en la literatura es peligroso ser, o pretender ser, humorístico, cómico, chistoso. Lo más común en muchos narradores sin este timbre, pero obsesionados por hacerse los desenfadados, es que no logren el efecto, que lejos de hacer reír sus relatos se conviertan en un patético desfile de intentos fallidos, de invitaciones al rechazo.
Lomas ha sabido ubicarse en la distancia justa para narrar con humor sin caer jamás en el tono del pastelazo. Es una pericia delicada, muy especial, y sólo se logra, creo, con dos recursos: uno, el natural, es decir, el talento; y dos, el artificial, es decir, la lectura, la paciente y minuciosa lectura. El también autor de Una costilla de la noche es, lo sé y se nota, un lector que ha atravesado con lupa sobre las páginas de grandes escritores, y gracias a eso y a su capacidad ahora puede darse el lujo, el muy escaso lujo, de contar la desdicha humana sin parecernos lacrimógeno, sino fresco, punzante, agudo como un dardo que siempre atina a la frase precisa, a la situación creíble y al mismo tiempo detonante de sucesivos agrados en el lector.
Destaco otro valor, acaso más sutil, en los relatos de Lomas: es la aplicación de una laca existencial, muy delgada, casi invisible pero al mismo tiempo necesaria para impregnar sus historias de densidad humana. Mientras lo habitual ahora es el regodeo desestetizado en la inmoralidad, en el descreimiento total de cualquier mínimo valor humano, Lomas pone en marcha un mecanismo narrativo en el que sus personajes viven vidas viscosas y sin embargo se preguntan permanentemente, con dudas, con vacilaciones, si actúan correcta o incorrectamente, como lo hace cualquier o casi cualquier ser humano. En “Química de un desliz”, por ejemplo, el personaje narrador navega permanentemente en la incertidumbre, jamás sabe si hizo o no hizo bien al describir a su amigo la escenita de pasión que inicia el relato. Igualmente, el personaje engañado queda prácticamente fuera de su zona de seguridad cuando recibe la noticia del desliz perpetrado por su esposa. Ella, por su parte, también vacila, queda a medio camino entre la duda y la certidumbre, aunque al final también jala hacia la zona de confort que representa mantener el matrimonio y de hecho reforzarlo con signos sobreactuados de solidez.
Igual ocurre en “Viaje al Éxxxtasis”, cuento verdaderamente antológico porque en verdad se trata de un viaje redondo. No al extranjero, no sofisticado ni glamoroso, sino sobre la ciudad mil veces recorrida por el taxista-narrador. El relato pormenoriza, con el taxi en marcha, una vieja andanza del chafirete contada a un cliente fuereño. Es una aventura entre las muchas que le acontecen trepado en ese jale siempre lleno de maromas generalmente enturbiadas por la noche. A bordo de su poderoso, el taxista-narrador cuenta que una vez recogió (no nos adelantemos albureramente con el uso de este verbo) a una clienta madura. Ella salió de un canta-bar y le hizo la señal de parada. Luego de llorar, de desmoronarse en el retrovisor, el taxista es enterado de que la relación entre la clienta y su marido acaba de llegar al extremo de la desavenencia, y es entonces donde, con filosofía ad hoc de Marco Antonio Solís, pero convincente, va moldeando sin querer la voluntad de la señora. Una historia “B”,  no evidente y paralela, al mejor estilo del cuento clásico, se desliza mientras transcurre el viaje, de suerte que al final del recorrido hay un mazazo para el lector, se cierra el viaje de manera absolutamente sorpresiva y satisfactoria.
El último texto es la inauguración de Lomas en la micronarrativa, pues sólo cuenta con dos dinosáuricos renglones. Se trata de una agradecible insolencia, de un no tomarse tan en serio, pues ese minúsculo relato es el que insinúa el título del libro, además de que confirma que el amor contrariado no siempre lleva al abismo, que por él muchas veces nos suicidamos (como en los tres cuentos que aquí son tres homenajes al despecho) con balas de juguete.
Celebro la aparición de estos relatos porque en ellos queda bien remachada mi certeza (ésta sí sólida, nada titubeante) de que Daniel Lomas tiene abierta una autopista sin casetas de cuota, valga la metáfora automotriz, hacia el destino que él elija como narrador.

domingo, diciembre 21, 2014

Cacería en el barrio















La nostalgia por muchos de nuestros juegos infantiles sobrevivirá los años que nos quedan por vivir, o en otras palabras, morirá junto nosotros. Quiero decir, por ejemplo, que quienes recordamos con cariño las serpientes y escaleras, la lotería, los naipes, las canicas, el trompo y, en el caso de las mujeres, aquello de los vestiditos y la comidita con los juegos de té, no volveremos a ver pequeños que los practiquen con pasión, como los practicamos nosotros.
Hoy —lo sabemos porque es evidente— los juegos que monopolizan el tiempo de los niños están en las pantallas de televisor, computadora, tableta y celular. Por eso no pude más que sonreír cuando en alguna ocasión supe de un proyecto por rescatar los juegos antiguos. Pensé: ¿cambiarán los niños de hoy su xbox con mil juegos interactivos por un cartón y un dadito para echarse unas partidas de serpientes y escaleras? Ni por curiosidad lo harían, así que aquellos juegos ya sólo habitan el recuerdo y sólo están esperando nuestro fin para desaparecer por completo también ellos.
Entre los juegos que igualmente han desaparecido, y esto sí me alegra, hay algunos que practiqué en mi libérrima y callejera niñez, y se relacionan con la cacería. No de venados u otras especies que desde siempre ha estado reservada para los adultos, sino de insectos y otras especies de animales pequeños. Recuerdo al menos cinco que enumero para que quede claro que hoy me arrepiento de aquellos ocios, pues segaban muchas vidas inocentes por mera y estúpida diversión.

Mariposas. En ciertas épocas del año cundían mariposas en la comarca lagunera. Volaban por todos lados, pero era más fácil ver sus desplazamientos en espacio abierto, en el campo o al menos en terrenos baldíos. Hordas de niños —a las que me sumaba— se convertían entonces en aduana terrible de los alados insectos. Para cazarlos era necesario contar con una rama de árbol. La escogíamos larga y flexible, para que al quitarle las hojas quedara como esqueleto vegetal. Cada niño traía pues su rama y todo era que pasara una mariposa, cuyo vuelo nunca era muy alto, para que la persiguiéramos hasta tirarla de un ramazo. La idea es que cayera sin mucho daño, con las alas intactas, pero resultaba inevitable destrozar alguna que otra. Las mariposas más apreciadas eran unas que llamábamos “cola de cigüeña”, cuyas hermosas alas tenían una mezcla simétrica de amarillo y negro; le seguían los “papalotes”, como conocíamos a las mariposas monarca que hoy son tan famosas. Al final de la escala estaban las amarillas o verdes, más pequeñas. No recuerdo que hiciéramos algo especial con los ejemplares obtenidos. Supongo que cazar mariposas sólo tenía como fin cazar mariposas, no más.

Mojarras. Varias veces fui a los ríos de La Laguna, sobre todo al momento de agua que pasaba por Raymundo, en Ciudad Lerdo. Los amigos comprábamos hilo de pescar (que enredábamos en algún bote de jugo) y anzuelos. Con eso podíamos pescar mojarras. Como carnada usábamos bolitas de migajón bien apretadas, y con ese sistema elemental tuve la suerte de obtener algunas presas. Tampoco sé para qué, pues luego de pescar no seguía la actividad de cocinar y comer. Como en el caso de las mariposas, la pesca de mojarritas era un fin en sí mismo.

Hormigas. La cacería de hormigas, lo digo de una vez, no tenía ningún sentido. Era totalmente absurda. En alguna botella —de vidrio, pues en aquellos años escaseaban las de plástico­— cada quién metía tantas hormigas como pudiera. La técnica era simple: tomar la hormiga con las yemas de los dedos y de inmediato, antes de que picara, echarla a la botella, con rapidez de prestidigitador. Una o dos horas después de esta práctica se lograba un hacinamiento de espantadas hormigas en el fondo de la botella.

Palomas. Las cazábamos con la técnica del hilo, el palito y el cajón, como lo hemos visto en innumerables caricaturas. Sí funcionaba, pero requería paciencia. Lo más difícil de conseguir era el cajón, que debía ser relativamente pesado, para que cayera de inmediato luego de jalar el palito con el hilo. No recuerdo qué hacíamos con las palomas atrapadas. Supongo que liberarlas.

Renacuajos. Tampoco sé para qué los cazábamos. Era un tonto divertimento practicado luego de los escasos periodos lluviosos que acarician a región. En los charcos amplios aparecían esas ranas en etapa infantil y las cazábamos con bolsitas de plástico donde las pobres sobrevivían por poco tiempo. Por eso digo que su captura, como las otras ya mencionadas, no tenía ningún sentido.

Como estos son recuerdos de mi niñez, me pega algo de nostalgia al evocarlos. Sin embargo, al mismo tiempo siento pena y malestar. Hoy no haría nada de eso, ni siquiera matar una hormiga. Supongo, no sé, que ya hice todo el daño contra los animales que estaba reservado en mi existencia. Ojalá y esos juegos (y otros peores, como la tauromaquia) desaparezcan para siempre.

Nota de última hora: había un juego que nunca jugué, pero que sí vi jugar: volar mayates. Según supe, era necesario atrapar ese tipo de escarabajos color (precioso color) verde-metálico, luego pasarles un hilo por cierta parte de las alas y después soltarlos. Volaban hasta donde el hilo se los permitía (no más de dos o tres metros), así que eran como avioncitos de control remoto. Creo que el juego no duraba mucho, pues el mayate se cansaba de huir infructuosamente y terminaba por renunciar, exhausto, a sus escapatorias.

sábado, diciembre 20, 2014

El monopolio de la pureza













Sé que no es su tesis doctoral, que se trata sólo de una columna y debe ser sintético, pero de todos modos Carlos Loret se pasó de lanza con el simplismo en su análisis a Twitter (“Historias de reportero”, El Universal, jueves 18 de diciembre de 2014). Para empezar, no dice nada nuevo a quienes tienen tres centímetros de convivencia con las redes sociales (en este momento, casi todos los que usamos internet). Es pues una sarta de lugares comunes en la que procura demostrar que es fácil esparcir mentiras impunes en esa red. Caray, qué novedad.
Comienza con una estrategia adecuada: cita ejemplos de mentiras flagrantes diseminadas en Twitter: “Ban Ki-moon exige la renuncia de Peña Nieto, científicos de la NASA dicen que ADN del normalista identificado en Innsbruck fue sustituido, (…) aquí está la foto de los chavos de Ayotzinapa tendidos en el suelo”. Luego de esto, reflexiona sobre el rumor que, “lo saben los políticos desde la antigüedad, es un arma poderosa”, “se esparce y causa daño”. De inmediato llega a una primera conclusión: “En la era digital, los profesionales del rumor han encontrado su mina de oro en las redes sociales”. Me detengo aquí, en la última afirmación, y planteo algunas preguntas: ¿de veras cree Loret que los “profesionales del rumor” han encontrado una “mina de oro”? Si lo señala así, categóricamente, ¿por qué no aclara quiénes son los “profesionales del rumor”? Luego de definirlos, ¿por qué no ofrece una descripción más minuciosa sobre la “mina de oro”, el desglose de, al menos, algunas cifras relacionadas con las ganancias de esos misteriosos “profesionales”? Y ya entrados en materia, ¿puede asegurar Loret que las ganancias, si las hay, de un rumorólogo en Twitter son equivalentes a las ganancias que pueden obtenerse con un rumor (o cualquier matiz informativo o el simple silencio) en horario triple A de televisión abierta? ¿Dónde estará pues la “mina de oro”?
Mientras avanza en su aparentemente equilibrada reflexión, Loret va dejando ver lo que en realidad defiende. Dice que la política en las redes sociales es articulada por “individuos que quieren participar y son espontáneos de una causa, pero también ejércitos pagados de rumorólogos”. Otra vez, dado que la afirmación es taxativa y no tiene siquiera un precavido adverbio de duda, se imponen algunas preguntas: ¿quién paga esos “ejércitos” de bots?, ¿son auspiciados sólo por sponsors de la oposición al régimen?; si no es así, ¿por qué en sus ejemplos de rumores (Ban Ki-moon, NASA, Ayotzinapa) no hay uno que parezca echado a andar por el gobierno? Sin querer queriendo (recuerden que el conductor de 1:N es devoto de San Chéspiro de los Barriles), en su crítica al destemplado y canallesco mundillo de las redes insinúa que la rumorología profesional (el jale de bot) sólo puede ubicarse en la oposición.
“Muy pronto la aparente inocencia de Twitter y Facebook, las más populares, se fue derrumbando para los más analíticos y observadores. Pero ante la masa, su poder positivo, democrático, de participación libre sigue intacto… y también su poder desinformador”, apunta, y por supuesto podemos deducir que sólo los medios tradicionales —la tele en primer término, de donde seguro salen “los más analíticos y observadores”—, no han perdido el monopolio de la pureza informativa y son y seguirán siendo benéficos para “la masa”.
Es fácil “Creer que la verdad o, peor aún, que la realidad está en Twitter”, agrega. Y sigo preguntando: ¿es fácil para quién?, ¿para los usuarios habituales de internet o para quienes sólo se han formado una idea de la verdad/realidad mediante la inmaculada televisión?
Al final, ya en plan buenísima onda, recomienda “vacunas contra las mentiras virales” a los obsesos de las redes. Tiene razón. Sólo añadiré que esas “vacunas” también deben ser inoculadas, principalmente y en muy altas dosis, a los usuarios de la mina de oro conocida asimismo como televisión abierta.

jueves, diciembre 18, 2014

Voz del campo













Claro que no todo es ganancia en este mundo caracterizado por la omnipresencia de los medios de comunicación. Uno de los daños que provoca la ubicuidad y sobre todo la monopolización de los mensajes —esto lo ha visto muy bien Subirats— es el aplanamiento de las diferencias culturales. Mientras el aislamiento del pasado permitía el desarrollo espontáneo de culturas muy diversas, en la actualidad es cada vez más marcada la estandarización a la que llevan los medios, una estandarización que tiene como meta, los sabemos, el consumo, nuestro masivo tributo al mercado.
Pese a esto, es todavía más que posible acceder a hombres y mujeres distintos, casi todos muy entrados en años, para hallar en ellos el sabor de otras mentalidades, la huella de formas distintas de entender la realidad. Sé por ejemplo que en La Laguna hay ancianos que no leyeron, que jamás hablaron por teléfono y que acaso nunca tocarán siquiera una computadora, y por lo tanto son sabios de una manera ajena a lo que para nosotros es la sabiduría. Ese mundo rural de los viejos, por esto, es el que mejor ubico como modelo de lo aquí dicho: lejos de parecerme mínimo, insustancial, inútil, en él encuentro rasgos que lo distinguen por completo de lo que habitualmente nos roza, una profundidad ética que en otros contextos se ha extraviado o perdido definitivamente.
Voy a traer un ejemplo literario un tanto lejano, pero muy ilustrativo, de lo que ando queriendo decir. Es la letra de la canción “El alazán”, de Atahualpa Yupanqui. Como sabemos, este artista argentino jamás negó su pasado campero, su juventud errante en la inmensidad de la pampa. Sus canciones reflejan, por ello, la mentalidad del llamado “paisano”, del hombre que en su sencillez atesora un concepto de la vida que se ciñe con solidez a ciertos valores hoy extintos, o casi extintos, en el mundo. En este caso es la relación amistosa, casi fraterna, con el animal doméstico, relación que siempre es más difícil hallar entre el hombre de la ciudad y sus animales próximos.
La canción arranca con una descripción del caballo en la que se hace énfasis en dos imágenes relacionadas con lo ígneo, símbolo de la pasión:

Era una cinta de fuego,
galopando, galopando.
Crin revuelta en llamaradas,
mi alazán, te estoy nombrando.

El remate de la estrofa fue celebrado nada menos que por Borges, quien alguna vez le comentó a Bioy Casares, su amigo, el hermoso color de aquel vocativo. El más grande escritor de América Latina entendía muy bien que nombrar es dar entidad, “materializar” lo nombrado, de ahí el tino de Yupanqui al repetir esa frase para hacer notar que el caballo seguía de alguna manera vivo no sólo en el recuerdo, sino también en la realidad gracias a la palabra dicha en voz alta: “mi alazán, te estoy nombrando”.
El compositor menciona luego los trajines vividos con el caballo, su integración estricta con el animal:

Trepó las sierras con luna,
cruzó los valles nevando.
Cien caminos anduvimos,
mi alazán, te estoy nombrando.

En las dos estrofas intermedias habla sobre el accidente del alazán y su agonía en un barranco. El conmovido diminutivo suena a autorreclamo, a dolor por no haber estado allí para consolarlo:

¿Qué oscuro lazo de nieve
te pialó junto al barranco?
¿Cómo fue que no lo viste?
¿Qué estrella andabas buscando?

En el fondo del abismo,
ni una voz para nombrarlo.
Solito se fue muriendo,
mi caballo, mi caballo.

Lo que sigue es el vacío para el jinete. El tala es un árbol y el abatimiento por la ausencia del caballo está reforzado con las imágenes del morral y del corral. De nuevo, el poeta lo “corporiza” al nombrarlo:

En una horqueta del tala
hay un morral solitario
y hay un corral sin relinchos,
mi alazán, te estoy nombrando.

Finalmente, el jinete remite al animal hacia un espacio que por la tradición sólo reservamos al ser humano: el cielo. Lo hace con una imagen inmejorable, imaginando a su caballo en lo que mejor hacía: galopar.

Si como dicen algunos,
hay cielos pal buen caballo,
por ahí andará mi flete,
galopando, galopando.

El profundo sentido de respeto a la vida, la amistad, el agradecimiento, la nostalgia, todo esto se mezcla en una milonga que aparentemente no guarda mayor jiribilla. Pero sucede lo contrario: trae debajo la voz del campo, un mundo que ya casi no vemos por el ruido que produce la cultura dominante y sus banalidades.

miércoles, diciembre 17, 2014

Cuentas y cuentos chinos















Lejos de apanicarse, enconcharse, limitarse, la llamada “clase política” nacional sigue en sus arreglos de siempre, más cínica que nunca, exonerando hampones o amenazando a los “desestabilizadores” sin morderse la lengua. Hay, claro, indicios de represión dosificada aquí y allá, y la descomposición que podemos atribuir a la delincuencia conserva el buen ritmo que tuvo en el calderonato genocida. O sea, no hay mucha novedad en el frente oficial ni en el frente narco que al final terminan confundidos, enredados, aliados casi bicefálicamente.
Donde es muy evidente un ligero cambio de dinámica es en la exhibición pública de los bienes materiales que poseen quienes detentan alguna forma más o menos grande de poder político. Como las declaraciones patrimoniales, aunque parciales y amañadas, ya son públicas, no pasa día desde hace rato en el que no nos enteremos de las posesiones que, para hacer honor a la justa medianía juarista, acumulan ostentosa o discretamente quienes han estado/están cerca del queso y lo han mordido hasta más allá de la saciedad.
Con la casa de EPN como Transa Insignia de este sexenio, poco a poco se ha ido desgranando la mazorca y aquí y allá, hasta en medios afines al gobierno, son balconeados algunos lujos de la élite. Es, digamos, lo ya bien sabido, pero con evidencias documentales obtenidas de las mismas declaraciones patrimoniales. Pese a que se trata de riquezas, de lujos, de bienes obscenos, soy de los que creen que pese a las exigencias de la ley para hacer públicos los bienes, lo que vemos es apenas la cresta del iceberg, pues con prestanombres o simple ocultamiento de información se quedan muchas verdades tras el biombo.
Inquieta por el también descarado caso Videgaray, CNN exploró nomás tantito en el gabinete de EPN y encontró que la camarilla, obvio, también tiene el colmillo largo y afilado. La puesta periodística de esa información la hizo en tono chacotero. Por ejemplo, con incisos como éste: “Las 222.4 hectáreas de Enrique Martínez y Martínez”, donde se dice que el actual secretario de Ganadería, Agricultura, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación cuenta con “una superficie total de 2 millones 224,625 metros cuadrados, es decir, 222.4 hectáreas. Para dar una idea, los terrenos de este funcionario equivalen a una tercera parte del área del Bosque de Chapultepec”. Otra: “Un gusto por los clásicos”, donde se refiere a que “El secretario del Trabajo y Previsión Social, Alfonso Navarrete Prida, reportó ser propietario de siete vehículos, entre ellos un Jaguar clásico del año 1960. Entre sus otros autos se encuentra un BMW 550 GT de 2012 (el cual adquirió a crédito), Mercedes Benz E 500 de 2012, y un Mini Cooper Country Man de 2011”. Y así, pocos datos solamente de todo lo que fue reportado en las declaraciones patrimoniales.
Junto con la violencia agudizada en Guerrero, Michoacán, Tamaulipas, Estado de México y demás, estamos viendo, así sea lentamente, una mayor apertura de la información relacionada con el patrimonio de quienes manejan recursos públicos. Ya sabíamos que en general —por no decir llanamente que todos— se enriquecían en poco tiempo y si es en mucho se enriquecen más; lo que no sabemos bien, y no debemos olvidar, es que sólo vemos una parte de todo lo que acumulan. Por ello lo que queda oculto, lo no declarado, es lo más interesante y cuando es descubierto, como en el caso de Luis Videgaray, lo justifican con cuentas y cuentos chinos, con créditos blandos o inversión de ahorritos o “donaciones” (el clásico de EPN). Ah, lindo país.

sábado, diciembre 13, 2014

El carpetazo viviente














Desde los primeros de octubre, hace ya dos meses y medio, la irritación social persiste emblemáticamente en el tag #TodosSomosAyotzinapa sin que se avizore una respuesta sensata y justa al estropicio que lo detonó. Antes bien, el primer intento oficial fue darle carpetazo para que Peña Nieto viajara en paz a China y Australia. Pero esta vez no ha sido posible sofocar el fuego de la inconformidad popular con las salidas tradicionales, al grado de que no ha habido semana sin noticias intensas sobre el tema. Ésta, por ejemplo, nos mostró las agallas del jovencito que en un gesto de valor y claridad colocó la bandera/protesta de millones de mexicanos; su breve solicitud (“Malala, please, México”) y su presencia en la entrega del Nobel de la Paz le dieron la vuelta al mundo con más fuerza que una marcha.
Asimismo, para atizar más el horno, se reveló que Luis Videgaray también ha recibido el cariño del Grupo Higa, lo que impulsó de nuevo hacia los primeros peldaños de la popularidad el nunca suficientemente aclarado tema del conflicto de interés que este gobierno ha lucido como si fuera una medalla.
La semana trajo además un mentís al carpetazo de Murillo Karam, un cuestionamiento severo hacia todas las “certezas” que quedaron sobre la mesa luego de que el cansino fiscal emitió la primera versión de los hechos. Me refiero a la investigación presentada por el doctor Jorge Antonio Montemayor Aldrete, investigador titular del Instituto de Física de la UNAM, y por Pablo Ugalde Vélez, maestro en Ciencias de Materiales y profesor investigador de la UAM Atzcapotzalco. Lo más valioso que aportaron ambos estudiosos no está tanto en las respuestas, sino en las preguntas, es decir, en la construcción de muchas hipótesis que hoy permiten entender esta verdad: que lejos de estar cerrado, el caso está más abierto que nunca, de ahí que me atreva a denominarlo “carpetazo viviente”.
La investigación encabezada por ambos expertos indagó sobre todo en las posibilidades de la combustión y la capacidad incineratoria. Mientras en la versión oficial fue fácil hablar de cremación masiva, en la de los investigadores hay una explicación científica. Si bien las palabras de Murillo Karam desataron el escepticismo de cualquiera, que todos nos preguntáramos, baste este ejemplo, por la columna de humo que nadie vio o por los grados de calor necesarios para convertir cuerpos en cenizas, no teníamos hasta ahora una opinión fundamentada, científica, sobre las posibilidades de cierto material combustible antes y después de ser usado.
El amplio reportaje de Shaila Rosagel (mi amiga, dicho sea de paso) publicado en el portal de SinEmbargo es elocuente desde su título: “Cocula: la versión del gobierno hace agua”. Y la hace porque la ciencia ha confrontado la palabrería elusiva. Ahora bien, como toda la presunta escena del crimen fue inaccesible y no hubo peritos ajenos a la oficialidad, el trabajo de los analistas, luego de explicar la enorme cantidad de madera y llantas necesaria para una incineración de tal tamaño, plantea preguntas a partir de la versión oficial: ¿quién arrimó las 33 toneladas de troncos y las 995 llantas para hacer la hoguera?, “¿Por qué no están quemadas las ramas de los árboles del perímetro del fondo de la barranca? ¿Por qué no se observan las rocas que según los acusados fueron utilizadas para hacer un círculo que encerrara el material a quemar? ¿Por qué no existen rocas en las cercanías que hayan sido rotas bajo el efecto de choques térmicos característicos de incendios prolongados a altas temperaturas durante los cuales escurren fluidos?”.
Como éstas, muchas otras preguntas se desprenden del informe Montemayor-Ugalde. Son pues demasiadas dudas, demasiadas hipótesis, y nula voluntad del gobierno para aclararlas.

miércoles, diciembre 10, 2014

No es broma














Recuerdo la broma que hacía un amigo cada vez que hablaba sobre los puntos en los que se reúne la fauna política de La Laguna (aunque la ocurrencia puede servir para cualquier otra región del país). Al referirse al restaurante favorito para el ejercicio de la grilla en nuestra comunidad, decía: “¿Te imaginas como cuántas cadenas perpetuas se pueden sumar cuando está lleno ese negocio?” Tras la pregunta venía la risa, y tras la risa la sensación de que no es descabellado preguntarse cuántos años de cárcel no se han cumplido en México por culpa de la impunidad.
Porque lejos de castigar, en México el sistema está diseñado para favorecer, para premiar, para perdonar todo a aquellos que por una combinación de suerte, destreza y malas artes llegan a la cúspide. Ya allí, los beneficiarios del poder se tornan intocables aunque se difundan las evidencias de sus fechorías. Para que caigan es necesario descender a la absoluta desgracia, que los astros queden alineados parejamente, es decir, que los grupos políticos, los empresariales y los mediáticos apunten en una misma dirección. Si eso no sucede, es humanamente imposible castigar al delincuente con poder.
Ejemplo de peso completo en esta materia es Carlos Romero Deschamps, líder del Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana. Nada le ha movido un pelo pese a ser paradigma de la estulticia política que padece este país. En nota reciente de Patricia Muñoz Ríos (La Jornada, 8 de diciembre) se enumera la ristra de desmanes perpetrados por este figurón de la mexicana alegría, el mandamás con “el mayor número [en México] de averiguaciones previas, órdenes de aprehensión y de presentación giradas por jueces, así como demandas laborales y civiles”.
Lo pasmoso del caso es el desenfado con el que se mueve este sujeto, la felicidad que le ha de provocar el grado de inofensividad que contra él tienen “las instituciones” y los medios. Pues sí, mientras sus aliados en el poder político, los empresarios y los medios no se alineen en su contra, él, como muchos, puede hacer y deshacer sin el menor escrúpulo, más si el país vive convulsionado en otros contextos, como pasa ahora. Nada mejor para esta fauna que toda la atención se centre en Peña Nieto y en Ayotzinapa, pues así desaparecen ellos del escenario y la polémica.
“Tiene averiguaciones previas abiertas en 1995, 1996, 1999, y del 2001 a la fecha, seguidas tanto por la Procuraduría General de la República, como por la General de Justicia del Distrito Federal. En algunas se involucra la Secretaría de la Controloría y Desarrollo Administrativo (Secodam) y en otras, incluso, a la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade), pues se acusó al dirigente de apoyar campañas políticas con recursos del sindicato”, dice la nota sobre el cabecilla petrolero, y por ese tenor continúa: averiguaciones, acusaciones, litigios, una cascada de emprendimientos judiciales que no ha servido ni para pellizcarle un milímetro cuadrado de pellejo.
Pero el problema no es, aunque suene horrible, Romero Deschamps como caso particular, sino el hecho de que es uno entre decenas de “figuras” públicas que en diferentes niveles se han enriquecido sin coto visible y sin sombra de fiscalización y castigo. Amparados, muchos, por fueros oficiales o extraoficiales —que para el caso son lo mismo—, no cesan de hacer política a la manera tradicional mexicana, es decir, sirviéndose con la cuchara más grande posible, con pala incluso.
Tras leer el acordeón de fechorías imputado a Romero Deschamps se hace obvio que el conflicto de interés exhibido en la increíble y triste historia de Peña Nieto y su esposa sobreactuada no tendrá jamás alguna consecuencia que vaya más allá del escarnio. Para los intocables, como les llamó Jorge Zepeda alguna vez, fue y será siempre más que suficiente una explicación de palabra salida de las vocerías, así que no se detendrán a seguir con las aclaraciones.
La ley aquí es, subrayo, simple: para que alguien caiga en desgracia deben alinearse hacia él, en esa sola dirección, lo tres ejes del poder: la política, el capital y los medios. Si alguno no entra, la impunidad queda garantizada y la broma de mi amigo sigue en pie, indestructible.