miércoles, junio 19, 2013

Desventaja














Somos más los buenos que los malos, pero carecemos de armas para liquidarlos.

Frase de a tostón

















Si alguien afirma "no hay que confundir la libertad con el libertinaje", quiere decir que no ha leído ni a Yordi Rosado.

domingo, junio 16, 2013

Homenaje en San Pedro




















Hace casi un mes leí estas palabras en el homenaje a los escritores Concha Luna y Alfredo Hernández. Eso ocurrió en el auditorio de la Casa de la Cultura de San Pedro de las Colonias, edificio donde vivió Francisco I. Madero y en el que escribió La sucesión presidencial en 1910. El homenaje fue organizado por el ingeniero Isidro Pérez, responsable del departamento de difusión cultual de la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro Unidad Laguna en coordinación con el Instituto Sampetrino de Cultura que encabeza el maestro Cornelio Cepeda.

Concha y Alfredo: la cultura como eje de vida

Jaime Muñoz Vargas

I
No puedo disimular distancia, frialdad o sequedad en un apunte sobre Cocha Luna y Alfredo Hernández. Pese a que los he tratado poco, desde hace más de veinte años les guardo un respeto y una admiración no exentos de cariño. Sé desde entonces que son lo que ustedes ya saben que son: dos excelentes escritores y dos incansables abejas de la promotoría cultural en La Laguna, particularmente en San Pedro de las Colonias. Eso, para mí, es suficiente base para apoyar el aprecio que les tengo.
Debo decir de paso que el lugar donde Concha y Alfredo más han sembrado es un espacio que estimo profunda y desinteresadamente. Por muchas razones, todas ellas inmateriales, quiero a San Pedro. La primera, porque aquí estudió mi abuelo, Eduardo Vargas Rodríguez (por él, mi segundo nombre es “Eduardo” y mi segundo apellido es “Vargas”), a principios del siglo XX; aquí vivió y escribió mi prócer favorito, Madero, también a principios del siglo XX; aquí nació el general Francisco L. Urquizo; de aquí fue, asimismo, el mejor pintor lagunero de la historia: Xavier Guerrero; aquí nació uno de mis mejores amigos: Raymundo Tuda Rivas; y de aquí son, claro, Concha y Alfredo. Todas esas razones me llevaron a fechar en San Pedro, aunque fuera en términos ficticios, una novela disfrazada de memoria, esto para enraizar en mí la idea de que pertenezco en algo, aunque sólo sea en el plano de la fabulación, al espacio sampetrino.
Así pues, no dudé ni tantitito en decir sí cuando Isidro Pérez, responsable del área cultural en la benemérita Antonio Narro Unidad Laguna, me convidó al homenaje para Concha y Alfredo. ¿Cómo no sumarme, pensé, al reconocimiento de dos personajes que armados de silencio, talento y humildad han mantenido viva la flama de la buena literatura en un municipio tan querido de mi ya de por sí querida comarca lagunera. Voy, pensé, porque será grato estar con Concha y Alfredo, porque será un honor decirles sus verdades frente a frente, como lo hago ahora mismo.

II
Comienzo con Conchita. Ella nació en San Pedro, ha sido maestra, promotora cultural y poeta. Las primeras publicaciones de sus trabajos vieron la luz en la capital del país. Más adelante aparecen sus poemas en revistas como Parva, órgano literario de la OPIC, edición que se difunde por varios países de Latinoamérica. Ha sido invitada a leer su obra en varios lugares de la república, entre los que destacan el ex Convento de Santo Domingo, en Oaxaca, y el canal 11 de Televisión del Politécnico Nacional, esto dentro de la serie “Poetas de México”. Recibió homenajes del gobierno del Estado de Coahuila y de la Universidad Autónoma de Coahuila, y la revista Casa de Coahuila la incluyó en sus páginas. En 1969, la Universidad Autónoma de Coahuila le publicó Poemas y el ayuntamiento de Torreón, en 1983, Poemas en el agua. Su presencia es constante en los diarios y revistas de Coahuila. Perteneció al patronato fundador de la primera biblioteca de San Pedro. En 1976 fue cofundadora, junto con Alfredo Hernández, del Centro Cívico Cultural “Francisco I. Madero”, que generó la Casa de la Cultura de San Pedro, donde fue directora honoraria hasta 1995. Tiene presencia constante en encuentros culturales y colaboró con el gobierno del estado durante varios años en la selección de becarios en artes. La asociación de sampetrinos radicados en el DF le otorgó la medalla al mérito, y la asociación de periodistas de San Pedro, el reconocimiento por el impulso que ha dado a la cultura popular. El Sindicato Nacional del SNTE, en Coahuila, le entregó un reconocimiento por su trayectoria. El ayuntamiento de su ciudad natal, por conducto del Instituto Sampetrino de Cultura, le entregó la presea “Mitote” con que distingue a los ciudadanos que hacen una aportación valiosa a la comunidad. El mismo ayuntamiento la declaró ciudadana distinguida en ceremonia popular en septiembre de 2011.
Esta ficha biográfica apenas insinúa parte de los múltiples haceres culturales de Concha Luna. Destaca en la enumeración, por supuesto, su flanco literario. Ahora que he releí parte de la poesía  de nuestra homenajeada arribo a una conclusión que, creo, tardé en redondear: Concha Luna no es la mejor poeta sampetrina actual, sino una de las dos o tres mejores de Coahuila, y cuando digo “la mejor” no necesariamente estoy pensando en términos genéricos, sólo en las mujeres. Me atrevo a señalar esto porque en sus poemas hay hondura, sobre todo ese toque de sutil asombro ante los enigmas de la vida que, dichos con música verbal, son una poesía que cala hasta los huesos.
El asombro, pues, camina por los versos de Cochita. Sus temas son variados, como debe ser en todo poeta abierto a la diversidad de la vida humana. Por eso conviven, por ejemplo, los poemas paisajísticos con lo filosóficos, los familiares con los que atesoran un tenue ímpetu social.
En “Tierra mía, periférico sol”, la autora dibuja nuestro entorno con fuerza telúrica y entrañable. No está aquí el verso chovinista, la exaltación gritona de la belleza ambiental que nos cupo en mala o buena suerte, sino la descripción azorada ante el vigor de nuestro espacio:

Ríos subterráneos
alimentaron esta vastedad
que se tiende a los aires
como espiga o flor
o fruto abierto. (…)
Aún en ella palpitan otras eras.
      
Aún corre el ígneo rumor
que ondula sus entrañas.
Tierra, llanura, valle,
ola en el mar de arenas. (…)

La muerte es el ayer,
el tiempo roto.
La vida aquí amanece, flor abierta
en el cristal del cielo,
los árboles asoman su ropaje
y en el bajo relieve de los campos
el universo a la semilla canta
como canta el azul en el paisaje. (…)

Deseo convertirme en tu sol,
calcinarme en tu arena.
Pueblo sereno y limpio
acomódame en tu mano.

En “La noche”, nuestra poeta deambula por su interior, explora su alma y en ella podemos vislumbrar la nuestra cuando la oscuridad nos arropa:

Aparece la noche
rigurosa,
ajena a los cumpleaños
eterna y lúcida.
Sus calles sobreviven
a mis calles.
Vienen entonces,
como una fiesta,
sueños
presentidas palabras,
sueltos gritos.
Mi voz de pobre
amarrada a mi historia.

O éste titulado “Niño de la calle”, donde el grito de denuncia se eleva frente a la llaga con unos versos que nos toman de la mirada y nos hacen ver de otra manera lo omnipresente y doloroso:

Sueños perdidos,
infancia subterránea,
 juegos adormecidos con dolor,
con hambre larga.

La cajita de dulces, gran tesoro.
Mientras dormita cotidiana
la indiferencia
en nuestros ojos.

A su tristeza se acostumbra el viento.


III
Paso ahora hacia Alfredo Hernández. No sé si he contado que a él lo conocí en 1984, hace casi treinta años. Fue en la calle 12 casi esquina con la avenida Juárez, en Torreón, lugar donde estaba ubicada la oficina del Departamento de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma de Coahuila Unidad Torreón. Allí recibió Alfredo el primer lugar del premio Magdalena Mondragón en el género de cuento, y en la ceremonia estaba el jurado, Rafael Ramírez Heredia. Asistí porque aparte de los tres primeros lugares, el jurado otorgó dos menciones honoríficas, una de las cuales me tocó. Fue la primera vez que concursé en algo y no recuerdo un momento de mayor alegría literaria. Conservo el recorte de La Opinión con la nota sobre aquella ceremonia. Tiene foto de Alfredo Hernández y allí, perdido en algún párrafo, aparece mi nombre.
Pasaron muchos años, décadas incluso, y de Alfredo me llegaban vagas noticias. Su nombre, asociado siempre al de mi admirada Conchita, era y sigue siendo, para mí, sinónimo de cultura en San Pedro. Amigos comunes de Torreón lo mencionaban de vez en cuando, siempre con afecto y respeto, pues Alfredo ha sabido ganarse, sin aspavientos, la amistad de muchos que tal vez él ni siquiera imagina que lo admiran o admiramos.
Ahora que me invitaron a presentar una partecita de sus prosas me ha contentado mucho. Leerlo ha sido confirmar que es un narrador agudo, ágil, malicioso para el articulado de relatos en los que brillan el ingenio y la prosa poética. Confieso que me sorprendió, no exagero, su colmillo de microrrelatista. Ignoro si es conciente de su destreza como artífice de piezas que no le piden nada a las microficciones de los microficcionistas consumados. Junto a los apellidos totémicos de Torri, Arreola, Monterroso, Denevi, Shua, Valenzuela, Goloboff, Brasca, Epple y Lagmanovich el de Hernández no desluciría en lo absoluto. Y creo, lo cual es apenas una corazonada, que microrrelata a partir de la intuición, del olfato, no tanto de un acercamiento a las teorías, hoy de moda, sobre el texto súbito, el fragmento o como queramos llamar a las piezas narrativas brevísimas.
Hay en Alfredo Hernández una suerte de atrayente desenfado. Me gusta, por ejemplo, que en su “Pequeña biografía” no se tome nada en serio y cuente todo como si todo hubiera sido, acaso porque en esencia todo lo es, producto del, a veces, dadivoso azar. La ficha de vida, digamos, seria, describe que Alfredo Hernández, de profunda raíz sampetrina, publicó por primera vez en México, DF, en 1965. Estudió teatro en el Instituto Cultural Hispano Mexicano y en el Foro Isabelino de la UNAM. Colaboró en la revista femenina Mujer de Hoy y en el Diorama de la Cultura de Excélsior. En julio de 1970 y en mayo de1973 intervino como dramaturgo y director en los festivales de primavera del Instituto Nacional de Bellas Artes. En 1974 colaboró en el suplemento Meridiano del diario La Opinión. Participó un tiempo Noticias, y en ambos periódicos, fuera de los suplementos, publicó comentarios acerca de la actividad cultural lagunera, particularmente de Torreón. En 1974, dentro del primer Concurso Regional de Cuento auspiciado por la Casa de la Cultura de Torreón y el Comité Organizador de la Feria del algodón, obtuvo el primer lugar. En 1985 conquistó el primer lugar en el primer concurso de cuento “Magdalena Mondragón, organizado por la Universidad Autónoma de Coahuila. Su texto apareció en la antología de “Escritores Coahuilenses”, de la propia Universidad, luego en la revista “Cultura Norte”, del Programa Cultural de las Fronteras, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha escrito y dirigido varias obras de teatro escritas por él. Una de ellas, para niños, viajó en las presentaciones del “Teatrailer”, del patronato del Teatro Isauro Martínez, y llegó a más de cien representaciones en varias ciudades del estado de Coahuila, incluida la capital del estado y el Festival Nacional de Teatro en Monterrey. Ha presentado sus obras en el teatro Mayrán, en el Martínez de Torreón, en el Auditorio Municipal y en la Casa de la Cultura de San Pedro. También en colonias, plazas públicas, el Bosque Venustiano Carranza y varios espacios de Torreón. Llevó sus trabajos al Teatro de la Ciudad, en la capital del estado. En México dirigió una obra en la “Sala Chopin”. Actualmente colabora en la revista Qué Onda, San Pedro, que dirige su hija Jimena Hernández Luna.
Esta descripción fría, curricular, puede ser contrapunteada por el relato que de sí mismo ha trazado en la “Pequeña biografía”, un relato salpimentado con pasajes que a la postre nos perfilan el contexto en el que nuestro homenajeado se movió:

Por mi barrio pasaba el tren, allá en Torreón, donde ocurrió casi toda mi infancia. A las doce del día venía el tren de Durango, por eso el barrio se llama “La Durangueña”. Por las noches eran dos o tres los que arrullaban mi sueño, de modo tal que aprendí a dormir con el traca traca y el cimbrar de rieles y durmientes. Les comento que aplasté redondas monedas de cobre de cinco centavos en las vías. Y muchas veces llegué a pensar que mis amigos y yo, al colocar esas monedas, de seguro habíamos provocado algún descarrilamiento. Pero la policía nunca fue por nosotros, así que a lo mejor los trenes se descarrilaban por otras causas. De cuando en cuando sigo escuchando un largo silbido a medianoche.

Observé hace algunos párrafos que me ha sorprendido la destreza con la que Hernández se mueve en los territorios de la minificción, sobre todo por la calidad de su prosa y por la eficacia en el bruñido de cada idea. “El pez”, por ejemplo, es un portento de relato onírico, y si no fuera porque me detiene la mesura, yo lo colocaría sin vacilar al lado de los mejores apuntes arreolanos, aquellos del Bestiario:

Amada: el pez viene a ser un ente prodigioso que se desliza en silencio por el agua y por los sueños. Su inventor es el mismo que diseñó la naranja, la espada, el huevo y la bicicleta.
Lo mismo que la naranja, es el más remoto símbolo de la caducidad de los imperios, la veleidad y belleza de los adolescentes y la eternidad de las querellas entre los amantes.
Su vestidura ha sido creada a partir de una aleación alquímica entre la plata, el diamante y las lágrimas. Su ojo redondo representa al anillo de Saturno y por eso entre algunos disidentes coptos suele llamársele sábado.
El pez original, el padre de todos los peces, viaja invisible por las constelaciones. Le conocen en los nueve planetas y en todos es objeto de la misma veneración. El paso de los diluvios ha ido modificando la forma de su cuerpo y se dice que hoy es ya sólo una minúscula esfera transparente.
Debo decirlo todo: En el año del pez también te amo.

Ignoro si Alfredo tiene organizadas sus brevedades en algún engargolado. Si no es así, no sé qué espera para hacerlo y luego para buscar pronto su edición. Más de uno se llevará la misma sorpresa que me llevé yo al contemplar microficciones como “El adivino” o textos que están más cerca de la prosa poética, pero igualmente notables, como “La cebolla”. De la tanda que me compartieron, mi brevedad favorita es “De fantasmas”, puñado de palabras que no puede envidiarle nada a Torri:

La vieja casona que parecía encontrarse a punto de caer tiene ahora manos hábiles encargándose de su restauración. Hay un movimiento inusual de trabajadores durante el día y buena parte de la noche. Se reponen vidrios de ventanas, se repintan muros, techos…
Dos inquilinos, quienes aparentemente realizan una inspección rutinaria en el edificio, de pronto detienen sus pasos.
Pálido el rostro, temblorosa la voz, el más joven se vuelve a su compañero y expresa, de manera casi inaudible: ¿Oíste? ¿Escuchaste ese ruido como de cadenas arrastrándose?
—Escuché, claro, pero más que ruido de cadenas debe ser alguien arrastrando varillas de metal para construcción o quizá de aluminio.
—Son cadenas, insisto ¿Y ese ruido de puertas que se cierran de golpe? ¿Notaste un aire helado que cala hasta los huesos?
—Si…Alguna puerta que alguien olvidó cerrar; recuerda que es invierno.
—Alguien gime…
—Es el viento.
—¿Y ese grito?
—No, no, es alguien que canta.
—¿Viste?
—Nada…
—Qué miedo —murmura—.Tengo los nervios casi destrozados. Esta interacción entre vivos y difuntos me molesta. Odio que se me aparezcan los vivos en estos caserones aparentemente abandonados.

Por todo lo anterior, y por todo lo que se queda en el tintero, Alfredo Hernández es, junto con Concha Luna, referente de la literatura lagunera. Y miren qué maravilla: Alfredo y Concha son pareja, y más maravilloso para mí es que sé que me tienen por amigo. En literatura nunca es tarde para reconocer el valor de una obra. Lo reconozco ahora.

Comarca Lagunera, 24, mayo y 2013

sábado, junio 15, 2013

Geometría del cuento


Urdí estas rápidas notas para usarlas como guía en una conferencia celebrada en la biblioteca municipal José García de Letona, en Torreón. La ofrecí el 30 de enero de 2013 y nunca tuve ni me di tiempo para aplicarles una mano de gato que viabilizara su publicación al menos en el único lugar que me permite hacerlo sin cortapisas: este blog. Hice hoy la revisión y aquí está el resultado. Advierto que apenas retoqué, así que estas palabras debemos imaginarlas complementadas —aderezadas— con explicaciones en estilo oral. En las conferencias no me gusta leer tal cual, pero tampoco dejar todo a la espontaneidad. El texto que viene da una idea de los apuntes que suelo sancochar como “acordeón” de conferenciante. Ojalá sirvan de algo ya rebarnizadas y puestas en un formato cercano al artículo.

Geometría del cuento: apuntes en moto sobre un género movedizo

Jaime Muñoz Vargas

He pasado mi vida de cuentista creyendo y desconfiando de todo lo que sé sobre el cuento, género con el que comencé a escribir y género con el cual todavía no firmo mi divorcio. Me sé, pues, esencialmente cuentista, malo o regular, ya que no puedo decir bueno, pero cuentista al fin. He pasado por todos los demás moldes literarios y periodísticos, pero siempre, así deje de escribirlos, me consideraré creador de esas ficciones breves denominadas cuentos.
En el camino he escrito muchos, claro, y también he leído algo de teoría e incluso mi “decálogo” quiroguesco, pero lo que más me ha enseñado a valorarlo, a entenderlo, a gozarlo como género (porque el goce estético es a fin de cuentas lo más noble que tiene todo arte), es la lectura de muchos, de ya innumerables cuentos. Voy a espigar aquí, pues, algunas opiniones sobre lo que creo ha sido el cuento, sobre algunos de sus más importantes cultores y principalmente sobre las dos, digamos, brechas por las que suele caminar la mayoría de los cuentos, todo eso en diez apresurados trancos. Al final ofreceré mi lista para una antología tentativa, si alguna vez me la encargaran y no tuviera yo cómo eludir esa solicitud.

El protocuento
El cuento entendido como forma de relato breve es tan viejo como los cerros y la palabra articulada. Allí donde un grupo humano comenzó a colocar palabra tras palabra, a transformar la realidad en discurso, fue el cuento lo primero que afloró, lo primero que pudieron crear aquellos primeros y peludos hermanos nuestros. La primera explicación para todos los fenómenos, lo sabemos, fue mítica, y esto significa que si los homínidos primigenios querían entender el rayo, el sol, la lluvia y demás, apelaron al relato, crearon dioses adecuados, seres todopoderosos que de la nada eran capaces de provocar tormentas o iluminar el firmamento. Todavía hoy, claro, hay incontables vestigios de esa explicación mítica de todo lo visible y lo invisible, explicación enunciada en pequeños relatos, en protocuentos, por llamarlos de algún modo.

Los mil y un cuentos
Porque estos apuntes buscan una inteligencia rápida de la criatura llamada cuento y no permiten detenernos demasiado, demos un salto de miles de años. Siglos más, siglos menos, los griegos y los romanos afinaron muy bien su gusto por los relatos. Cuántas historias cortas y aleccionadoras hay en ambas literaturas, cuántos escritores no practicaron el arte de inventar personajes y destinos. Lo hacían, sin embargo, sin una conciencia clara de la independencia que podía tener el relato breve en relación con otras formas de escritura, con el drama. Ese gusto de las dos antigüedades clásicas llega hasta finales de la Edad Media y produce, por ejemplo, series como Los cuentos de Canterbury, de Chaucer, y por esas mismas fechas, el Decamerón, de Boccaccio. Poco antes, en el siglo IX y por rumbos no europeos, alguien compuso Las mil y una noches, obra que ocho siglos después tuvo extraordinaria recepción en la Europa del siglo XIX.

El ABC de Poe
Los manuales de cuento citan de cajón a Edgar Allan Poe como el creador del cuento moderno. A diferencia de otros, el norteamericano visibilizó una noción que hasta la fecha es importante en toda forma breve, como el cuento: “La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente”. En su famoso Método de composición, Poe describe las características que debe tener en cuenta quien encare un texto cuyo propósito sea lograr esa “unidad de impresión”. En todo ese ensayo examina los rasgos que no sólo hicieron posible “El Cuervo”, sino también el primer cuento moderno de la historia, “Los crímenes de la calle Morgue”, que a su vez fue el primer relato policial que creó un clima de suspenso, de incertidumbre, con pistas, detectives y todo lo que ya sabemos, eso que luego sería ingrediente fundamental para los textos policiales y para todos los relatos con estructura cuentística moderna. Por eso mismo se puede afirmar que el cuento es quizá el único género con lugar y fecha precisos de nacimiento: su cuna fue la Graham's Magazine, de Filadelfia, en su edición de abril de 1841.

Boom del cuento
Gracias a Poe y “Los crímenes de la calle Morgue” el cuento alcanzó su independencia genérica. Por fin se había convertido en un espécimen autónomo, con reglas precisas, capaz de seducir a muchos escritores que, atraídos por la novedosa forma, se vieron desafiados y compusieron relatos que aspiraban a la “unidad de impresión” que el bostoniano había propuesto tanto en la teoría y como en la práctica.

La sombra de la novela
El cuento legislado, el cuento en el que los escritores se imponen la tarea de trabajar una estructura cerrada, nació pues en el llamado “siglo de la novela”. Frente a muchas obras gigantescas, frente a genios descomunales como los de Víctor Hugo, Flaubert, Dickens, Dumas, Stevenson, Verne, Tolstoi, Destoyevski, Zolá y tantos otros, el cuento se abrió paso a codazos y logró convertirse en un género importante. Sin embargo, la sombra de la novela fue tan pesada que hasta la fecha predomina, colma el mundo editorial e impide que el cuento se haga de un público mayor.

Consolidación en América Latina
La suerte del cuento quedó marcada en el siglo de la novela, el XIX. Chejov, Conan Doyle y Maupassant fueron sus principales impulsores, y el eco de estos tres europeos, junto con el de Poe, llegó a Latinoamérica. Aquí lo acogió, sobre todo, el uruguayo Horacio Quiroga, con una producción numerosa y terrible, muy en la línea poesca. También lo asimiló Darío, siempre con su estilo lleno de suntuosidades, y Leopoldo Lugones, quien a mi juicio es el primer gran cuentista de nuestro continente espiritual; basta leer, para probarlo, Las fuerzas extrañas, libro de cuentos publicado en 1906.

Grandes presencias en AL
Ya bien aclimatado el cuento entre nosotros, a mediados del siglo XX aparecen los nombres que podemos identificar con mayor facilidad, puesto que siguen muy al alcance de la mano en cualquier biblioteca o librería. Cortázar, Borges, Bombal, Arlt, Arreola, Monterroso, Rulfo, Valadés, García Márquez, Onetti, Filisberto, Carpentier, Fuentes, Walsh, Benedetti, Anderson Imbert, Ribeyro y muchos más, lograron lo que quizá parezca inverosímil, pero que a mi juicio es verdad: que América Latina reuniera en unas cuantas décadas, dos o tres apenas, a los mejores cuentistas del mundo. Sin embargo, la novela, el género del Boom, continuó la rectoría de la narración mayor sobre la breve, al menos desde el punto de vista editorial.

Continuadores
El peso de escritores como Rulfo y García Márquez, incluso de Vargas Llosa, quien sólo ha escrito un libro de cuentos, dio como resultado que el cuento terminara por convertirse en una presencia habitual y con muy estimables continuadores todavía vivos. Me refiero a escritores como Piglia, José Agustín, Abelardo Castillo, Luisa Valenzuela, Guillermo Saccomanno, Soriano, Eduardo Antonio Parra, entre otros muchos. En todos ellos todavía puedo notar una línea de trabajo que arranca desde Poe y sigue, sin solución de continuidad, hasta casi finalizado el siglo XX. Es decir, creo notar que, unos más, otros menos, todos tienen presente que el cuento debe aspirar a lo que Poe quería, la famosa “unidad de impresión” que determina gran parte del oficio. En esto pensó también Borges cuando en el ensayo “El arte narrativo y la magia” observa que “Todo episodio, en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior”, un proceso de escritura que denomina “mágico”, pues en él “profetizan los pormenores”. Esta noción se corresponde con la expresada por Piglia en su “Tesis sobre el cuento”: “un cuento siempre cuenta dos historias (…) El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. [es decir] Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario. El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie”.

Adiós a los candados
El otro proceso destacado por Borges es el “natural”, “que es el resultado de incontrolables e infinitas operaciones”; a él se ciñeron muchos escritores abrazados, por decirlo de manera esquemática, a la estética de la posmodernidad, aquella que suele renunciar a los grandes discursos no sólo en política, sino en todo lo que tenga tufo de cartabón academicista, esteticista. Esos escritores producen cuentos en cierto modo bukowskianos, historias breves que parecen estampas de vida, instantáneas, recortes de la realidad cruda y descreída que les tocó en suerte. Pedro Juan Gutiérrez (El insaciable hombre araña), Guillermo Fadanelli (Más alemán que Hitler) y Roberto Bolaño (Putas asesinas) son tres ejemplos de esa cuentística ya despreocupada del corsé a lo Poe. Los cuentos de estos escritores no se ciñen entonces a una estructura predeterminada, no piensan en las peripecias con “proyección ulterior”, y más bien buscan que el humor negro, la frescura insolente de la prosa, la pavorosa gravitación de la rutina, el sinsentido de la existencia y todo eso sea lo que sostenga cada relato.

El mismo problema
El cuento moderno, pese a sus casi dos siglos de vida, sigue frenado, sofocado por la novela. Esto articula una paradoja interesante: suponemos que ahora no hay mucho tiempo para leer, pero las editoriales y el lector siguen prefiriendo la novela. Y voy más lejos: salvo algunos esfuerzos editoriales, las grandes corporaciones ya no reciben nuevos cuentos ni siquiera para dictaminarlos negativamente. O sea, los descartan de antemano, tras enterarse de que son cuentos. Pese a eso, el género sigue allí, haciendo su vida de salmón desde que nació con la forma de una historia policial ocurrida en la famosa calle Morgue.

Veinte cuentos que siempre releeré
Toda selección es discriminatoria. Ofrezco esta lista de veinte cuentos sólo para no terminar recomendando cincuenta o más. De cada autor me gustaría citar varios, pero opté por escoger uno de cada uno para tratar de que cupiera exactamente la veintena.

“La carta robada”, Edgar Allan Poe
 “El Sur”, Jorge Luis Borges
“¡Diles que no me maten!”, Juan Rulfo
“Yzur”, Leopoldo Lugones
“Deshoras”, Julio Cortázar
“Los gallinazos sin plumas”, Julio Ramón Ribeyro
“Escenas en la vida de un monstruo doble”, Vladimir Nabocov
“Enoch Soames”, Max Beerbohm
“El cuervero”, Juan José Arreola
“Tu rastro de sangre en la nieve”, Gabriel García Márquez
“La clave literaria”, María Elvira Bermúdez
“La aventura de las pruebas de imprenta”, Rodolfo Walsh
“La fiesta brava”, José Emilio Pacheco
“El candelabro de plata”, Abelardo Castillo
“La loca y el relato del crimen”, Ricardo Piglia
“La muerte tiene permiso”, Edmundo Valadés
“El crimen de San Alberto”, Fernando Sorrentino
“La muerte”, Mario Benedetti
“El caso de los crímenes sin firma”, Adolfo Pérez Zelaschi
“19 de diciembre de 1971”, Roberto Fontanarrosa

domingo, junio 09, 2013

El magnate














1. Naces. 2. Te heredan una fortuna. 3. Ganas un torneo. 4. Celebras peor que mi tío el borracho. 5. Eres TT nacional. 6. Sigues en Forbes.