miércoles, noviembre 13, 2013

Cuaderno de hojas ya imborrables




















Conocí a Carlos Canales Cobo en 1985. Fue en la ceremonia de premiación del primer concurso de cuento Magdalena Mondragón organizado por el Departamento de Difusión de la Universidad Autónoma de Coahuila Unidad Torreón. Aquel departamento tenía su sede sobre la calle 12, entre Juárez y Morelos, de Torreón. Tanto Carlos como yo fuimos a recibir una mención honorífica otorgada por el único jurado del concurso, el novelista Rafael Ramírez Heredia, quien estuvo presente. También estaba allí, claro, Alfredo Hernández, ganador del primer lugar.
La ceremonia ocurrió un mediodía, y tuvo prensa local. Recuerdo que la pequeña sala del edificio lució abarrotada, pues hasta ese momento no eran tan comunes los concursos literarios en nuestra comunidad. He dicho en otras ocasiones que ningún reconocimiento me ha provocado más alegría que aquella modesta mención honorífica, pues fue el primer espaldarazo de este tipo a mi carrera de escritor, entonces indecisa. Crucé dos o tres palabras con Ramírez Heredia, quien para entonces habitaba los cuernos de la popularidad debido a que unos meses antes había ganado el premio internacional de cuento Juan Rulfo, en París, con su famoso Rayo Macoy. El ambiente fue festivo, nos tomaron fotos y por supuesto no faltó un apretón de manos a Carlos Canales Cobo. Conservo el recorte de prensa donde en la misma nota, casi en el mismo párrafo, se informa que Carlos y yo obtuvimos mención.
Durante 25 años supe pues que Carlos escribía y, sobre todo, que era un lector insaciable y atento. Dos, tres, cinco, siete veces me lo encontré aquí y allá, lo que en La Laguna sigue siendo posible. Nos saludábamos, cruzábamos unas cuantas cordiales palabras y nos despedíamos. No puedo decir por ello que haya sido mi amigo, pero sé que ambos conservábamos el buen recuerdo del concurso al que enviamos un cuento que al final no pasó del todo inadvertido. Creo que también coincidimos, como colaboradores externos, en las páginas de la revista brecha en donde yo, luego, edité durante ocho años el suplemento cultural la tolvanera.
Hacia el 2011 conocí a Patricia Mediana Pegram, esposa de Carlos, gracias a Domingo Deras, amigo común. Creo que en nuestra segunda conversación Patricia me enteró que Carlos había dejado algunos cuentos y deseaba saber si tenían la calidad suficiente como para intentar su publicación póstuma. Me los envió y apenas fue necesario hincar el ojo a las primeras cuartillas para advertir que se trataba de textos con una prosa limpia y una mirada profunda sobre la condición del cuento como estructura y, principalmente, sobre la narrativa como rendija para otear la condición humana. Muchos meses después, más de los que yo hubiera deseado, esos cuentos han quedado agrupados en Cuaderno de hojas tristes, libro que presentamos esta noche.
No dudo en enfatizar que se trata de ocho cuentos que delatan un asombroso oficio de cuentista. Digo asombroso porque Carlos no escribió mucho, pero en estas ocho historias es visibilísimo que detrás de sus anteojos había una mente muy bien acondicionada para construir historias eficaces. Eso se debe, sospecho, a que más allá de la escritura en Carlos habitó un lector minucioso, un gourmet de buena literatura. Tanto sus estudios como su mundo laboral estaban lejos del ambiente artístico local, pero en la soledad de su descanso puedo imaginarlo frente a la reflexiva página literaria, acaso siempre con el lápiz y el cuaderno de notas que servirían, llegado el tiempo, para escribir.
Destilados poco a poco, los cuentos de Cuaderno de hojas tristes exhiben pues la mano de alguien que piensa y que siente, no sólo de un lector agudo de libros, sino de realidades cotidianas que envasadas en relatos nos comunican una grata experiencia de vida. En otras palabras, veo en este racimo de páginas las tres virtudes que suelo destacar en un buen hacedor de cuentos: prosa sin tropiezos, estructuras cuentísticamente válidas y colmillo para observar el alma humana. Con este libro sin ripios, Carlos Canales Cobo nos seduce y deja una prueba contundente de que la literatura, entre otros muchos intereses, habitó su alma.
Luego del hermoso prólogo de Patricia Medina, comenzamos a leer los cuentos y a su vez comenzamos a coincidir con ella: “Qué ganas de poder escribir así”, dice Patricia. Y yo afirmo, con verdad, que es cierto: hay pliegues envidiables en cada relato, recovecos en los que se nota una mirada humana, cálida, honda, generosa siempre. Carlos, me parece, fue un voyeur del espíritu, un escudriñador de la interioridad donde se agazapan nuestros sentimientos, un hombre que bien supo caminar dentro de sí mismo, eso que suele ser la andanza más difícil.
Noto una apretada unidad de tono y de enfoque en los ocho cuentos, casi como si hubieran sido pensados para habitar un mismo libro, éste. Creo que Carlos Canales Cobo no los concibió así. Sé que los fue escribiendo poco a poco, porfiadamente, acaso sin pensar que alguna vez iban a configurar un todo. Eso habla bien, demasiado bien, de su congruente procedimiento. Quizá no sabía si los relatos avanzaban de manera solvente, pero siguió escribiendo con una noción clara de la textura prosística, de la estructura del cuento y, sobre todo, del tipo de personajes que se iban hospedando en sus historias. Al final, insisto, logró un producto más que estimable, como lo podremos apreciar si hacemos la prueba de fuego a todo libro de cuentos: leer dos o tres al azar, los que queramos. Apuesto doble contra sencillo que Cuaderno de hojas tristes nos tomará de las solapas y no nos dejará escapar hasta leerlo íntegro.
“Aniversario”, el primer cuento, es una maravilla que narra la imposición antigua, aunque no tan remota, de cierto tipo de matrimonio a las mujeres. Es un cuento conmovedor, escrito en sutil defensa del albedrío que debe tener la mujer para elegir su destino familiar, no el que le enjareta el entorno en el que ella vive.
“Las cartas de la esposa” es un poco lo contrario al cuento anterior: la mujer que pugna hasta el dolor por hacer feliz al hombre que ama. Creo que es el relato más poético del conjunto y por eso mismo uno de los más conmovedores.
“El experimento” y “Los amantes” son los dos más jocosos. El primero, con un viaje retrospectivo a la adolescencia y los peculiares amigos, al recuerdo como reconstrucción del pasado. “Los amantes” es, desde el punto de vista meramente estructural, una obra maestra: se trata del cuento mejor edificado del racimo. La sorpresa final, ya lo leerán, es un mazazo para todos. “Gas” anda un poco en ese registro un tanto jocoso-nostalgioso, y gusta sobre todo por la simpatía que irradia un personaje: Pedro, dueño del bocho que pese a su final trágico no deja de parecer encantador.
“La alberca” y “El maestro” son dos homenajes. Uno a su extraordinario y callado suegro, y otro a Max Rivera, aquel mítico profe y cinéfilo lagunero. En ambos casos, Carlos Canales pinta al óleo dos perfiles entrañables, uno por su disciplina como instructor de natación y otro por su entrega a la narración oral como forma de la enseñanza. En ambos casos, lo aseguro, estamos ante cuentos redonditos.
“El segundo que suena más fuerte” cierra Cuaderno de hojas tristes. Es un relato escrito a cuatro manos, una evocación en la que todas las formas del cariño son posibles, desde el cariño a los amigos al cariño al arte, desde el cariño a los hijos al cariño a la vida, y etcétera.
Por todo, me siento orgulloso de este libro, tanto que me resulta imposible no celebrarlo y no recomendarlo. El gran ser humano que fue Carlos Canales Cobo vive en estas páginas. Dialoguemos con él.
Comarca Lagunera, 13, noviembre y 2013

Cuaderno de hojas tristes, Carlos Canales Cobo (prólogo de Patricia Medina Pegram), Gobierno del Estado de Coahuila-Ayuntamiento de Torreón, Torreón, 2013, fue presentado el 13 de noviembre de 2103 en el marco del Festival de la Palabra Enriqueta Ochoa en la Galería de arte contemporáneo del Teatro Isauro Martínez. Participamos Patricia Medina Pegram, Federico Sáenz y yo.