miércoles, enero 16, 2013

Fontanarrosa por mail















Una de las dificultades más grandes que plantea la literatura es que ya parece toda hecha. Tal vez esa sea la razón por la que muchas vocaciones se quedan en calidad de larvas, apenas insinuadas en unas cuantas líneas. Me refiero, claro, a los escritores en cierne que al leer una obra ajena y genial sienten que no vale ya el esfuerzo de intentar algo que de seguro jamás alcanzará ni los tobillos de lo verdaderamente bueno. En arte no escasea pues el desaliento por culpa de la genialidad ajena que no se da en maceta ni venden en el almacén de los coreanos.
Roberto Fontanarrosa, el famoso Negro, el inmortal dibujante rosarino y canalla creador de Boogie e Inodoro Pereyra, nos dejó además (un además que a mi juicio vale tanto o más que su obra gráfica) muchos libros de narrativa, cuentos y novelas que gracias a Ediciones de la Flor tenemos, eso en México es un decir, al alcance de la vista. He podido comprar algunos libros del Negro ora en Buenos Aires, ora en la Feria del Libro de Guadalajara, ora en alguna librería de viejo deefeña, y siempre que leo sus páginas sobre futbol quedo en la lona, noqueado al estilo Pacquiao y con el ambiguo deseo de retirarme o mantener viva la obsesión de continuar con mis intentos.
Cargadas de imágenes poderosas y de un sostenido tono hiperbólico que barniza al futbol de un aire épico, las estampas de Fontanarrosa siempre son un regocijo para quienes sentimos que este juego es más que un juego de once contra once. Me pasó hace unos treinta minutos, cuando revisé mi buzón de mail y vi que tenía una carta de mi amigo Antonio Cruz, quien radicada en Santiago del Estero, Argentina. Toño me comparte allí un texto de Fontanarrosa que yo no conocía. Lo publicó Roberto Vallejo, un amigo suyo, en el boletín Para leer atentamente. Mi cuate comenta: “sé que, cuando leas este texto, te vas a acordar de Marín y del gran Daniel”.  Sabe Toño que hace poco publiqué un apunte sobre mi primer ídolo futbolero, Miguel Marín, y ahora que leí lo que me envió de Fontanarrosa, al pasar por el nombre del gran arquero no pude no sentir un grato estremecimiento. Por eso, sólo por eso, busqué la foto del aquel Vélez Sarsfield campeón de 1968 donde se ve al joven portero Miguel Marín y, abajo, en cuclillas, con el rostro un poco agachado, a Daniel Willington, uno de esos monstruos que llegaron a nosotros sólo como lejano eco de su grandeza setentera, como pasó con Bochini y algún otro.
Les dejo el texto sobre Willington, una pieza maestra de narrativa futbolera, y mando un agradecimiento a Toño Cruz, que me lo envió, y a Roberto Vallejo, que se lo envió. Aquí prosigo la cadena, pues.

El exorcista

Roberto Fontanarrosa

Era una pelota, señores, poseída por el demonio. Bajaba desde el cielo, créanme, convulsa, atrapada por el efecto espasmódico contraído por un despeje largo y defectuoso o por un disparo trabado a último momento. Digo más, esa pelota, queridos amigos del viril deporte del balompié, traía consigo dos o tres efectos simultáneos: hacia atrás, hacia adelante y hacia ambos costados. Y gemía, crujía, jadeaba, emitía gorgoteos sobrecogedores. Bajaba, en suma, endiablada, hacia un señor que se llamaba Daniel Willington y que la esperaba parado, casi sobre la línea de fuera, midiéndola con la mirada torva de los que saben.
Era en la cancha de Central y, rodeando a Willington, había varios hombres de los nuestros. No intentaron ni siquiera anticipar o intervenir en la jugada. Sabían que esa pelota era imposible de dominar y que el rebote, corto o largo, los favorecería. Willington levantó su pierna derecha con el movimiento lento y acompasado de las garzas, hasta que el pie alcanzó la altura de su propia cabeza. Y la pelota, la trastornada, la rabiosa, la enloquecida, se posó sobre la punta de ese pie derecho para quedar allí, mansa, sosegada, como el halcón que encuentra la mano enguantada de su señor. O, más domésticamente, como el loro que localiza el dedo familiar de su dueño. Así, pegada a la punta de su botín, ya tranquila, ya exorcizada, Willington la bajó casi hasta el piso pero, antes de dejarla tocar el suelo, le dió un golpecito tenue con la capellada, luego otro, y la puso en el pecho de un compañero que estaba a unos diez metros de distancia, por sobre las cabezas de los jugadores de Central.
Recuerdo que se hizo un silencio breve en el estadio y después rompió un aplauso respetuoso, cálido, reconocido, más propio de una sala teatral que de una cancha de fútbol. Ni siquiera sé cómo salimos ese día. Me acuerdo, solamente, de esa pelota que bajó Willington.
Fui testigo, asimismo, pasado el tiempo, de cómo el padre Karras expulsaba al demonio del cuerpo martirizado de una niña en "El exorcista". La niña bufaba, se retorcía, vomitaba y emitía aullidos animaloides. Pero, así y todo, les confieso, me impresionó más aquella pelota que bajó Willington. Que no jugaba solo, sin embargo, en ese Vélez campeón del año '68. Había una defensa, al estilo velezano, de gente dura y fornida. Estaba Solórzano, estaba Zóttola. Estaban Ovejero y Atela. Atela tenía la solidez, la expresión prolija y cortante de aquellos que, en solitario y desde las tinieblas, atacaban a James Bond. Marín, el arquero, que también triunfaría largamente en México, revistaba en la línea de los eficientes y tarzanescos, los apuestos, los que bien podrían interpretar al amigo del héroe en una serie televisiva norteamericana mala. En el medio merodeaba Moreyra, un volante alto y habilidoso que mostraba un gran manejo y una particular cabeza esférica y chiquita. En la punta derecha jugaba Luna, un wing absolutamente clásico y formal, de aquellos extremos que disfrutaban de la corrida y el centro como única labor, sin ningún tipo de culpa, antes de que se los empezara a cuestionar y terminaran casi desapareciendo, como los osos panda. Luna era rubio, veloz y vertical. Metía esos centros rasantes y a la carrera, casi sin desbordar al marcador, corriendo aparejado con él, con el chanfle interno de su pie derecho, buscando las cabezas del Turco Wehbe, Carlitos Bianchi o, en menor medida y eficacia, Nogara. Wehbe era un ultraliviano vivo, buen cabeceador y rebotero. Fibroso, agudo, morocho aceitunado, parecía un perfil recortado sobre chapa. De esos goleadores que los relatores deportivos recién identifican cuando salen gritando y reciben los abrazos de sus compañeros tras uno de esos centros rastreros frente a los palos que van a buscar ocho atacantes y catorce defensores. Siempre son ellos, los goleadores, los que la tocaron último.
Bianchi, que por ese entonces asomaba en Primera, tenía otra dimensión, física y futbolística. Más grandote, más pesado, más sólido, era temible lanzado en carrera y podía aguantar con el cuerpo a los adversarios que se le colgaban del cuello o de los hombros. Cabeceaba muy bien y definía con enorme certeza.
Un poco injustamente, aquel campeonato conquistado por Vélez suele recordarse por esa pelota que Gallo, el lateral derecho velezano, sacó con la mano sobre la línea de gol en un partido definitorio contra River, ante la miopía repentina del árbitro Guillermo Nimo. Y no fue una mano cortita, furtiva, el zarpazo invisible de un gato, al estilo de la mano de Dios de Diego Maradona. Gallo se estiró cuan largo es (no lo era mucho) con todo el brazo extendido, para despejar esa pelota que ya entraba, tal como lo registraron algunas fotografías que aparecieron en la revista El Gráfico. Pero, de la misma forma en que no se puede borrar con el codo lo que se escribió con la mano, tampoco se podrá borrar con la mano de Gallo lo que Vélez, en el '68, conducido por el parsimonioso talento de Daniel Willington, escribió con los pies y con el corazón dentro de la cancha.

Posdata. No desaprovecho este viaje para refritear dos enlaces a textos míos sobre Fontanarrosa, ambos publicados aquí mismo: “Genio Fontanarrosa” y “Foto con Fontanarrosa”.