jueves, noviembre 29, 2012

Cena duranguense con milonga



















El martes pasado ofrecimos en Durango una tandita de narrativa torreonense; la despachamos Daniel Herrera, Daniel Lomas y el de la voz. Nos fue bien, creo, o por lo menos quedé muy agradado con el notable material cuentístico de los Danieles. Lomas se aventó un cuento largo con sabrosa temática trailero-perversona, y Herrera uno también largo donde afloró su exploración de la clase media estresada por estupideces. Ambos fueron muy aplaudidos y al final felicitados por la concurrencia.
Luego de lo nuestro siguió la presentación del poemario Fiat lux, de la escritora Paula Abramo, especialista en traducciones del portugués al español. Todo muy bien allí, tanto ella como Stephane Alcántar, su presentadora.
Al final de ambas sesiones literarias con fuereños se armó lo que suele armarse al terminar las sesiones literarias con fuereños: nos invitaron a cenar y allí configuramos una mesa muy animada: Jesús Alvarado, Norma Huízar, Ismael Lares, Alejandro Merlín, Atenea Cruz, de Durango; Paula Abramo, del DF; y Daniel Lomas, Daniel Herrera, mi hija y yo, de Torreón.
No es necesario decir que todos hablamos de no recuerdo qué, con Alejandro Merlín y Daniel Herrera en cerrado duelo por apoderarse de la palabra. Merlín, no le he dicho, es un joven, muy joven escritor duranguense; estudió letras francesas en la UNAM y a sus escasos 24 años es traductor de franchute al español; además, por si fuera poco, es un cuentista, a mi parecer, con un futuro espectacular.
Anécdotas, chascarrillos, calambures y demás fueron y vinieron, como la maravillosa historia del recadito con mentada de madre que contó Lomas. Me asombró, siempre me asombra, el accidentado rumbo de esas conversaciones plurales y jocosas, cómo forman vericuetos a propósito de cualquier palabra detonadora de nuevos temas.
Hablamos de los premios literarios, del dinero que allí se gana a veces, y Merlín, muy animado por la cerveza, nos narró su extraña relación con la plata: dijo que siempre trabajaba no para ganarla, sino para pagar sus permanentes deudas. Fue muy divertido, la verdad, escuchar sus andanzas como incansable gastador del dinero que todavía no había ganado.
Mientras Merlín hablaba, comenzaron a revolotear en mi interior los versos de la “Milonga de Manuel Flores”, de Borges. Muy pronto supe por qué: el apellido “Merlín” me llevaba derecho a la estrofa aquella, imborrable para mí, sencilla y apabullante, donde Borges menciona al mago medieval.
Se lo dije a Merlín, el de Durango, y de inmediato comenzamos el elogio a Para las seis cuerdas (1965). Me asombró que el joven Merlín, un erudito precoz, tuviera tanta información sobre ese libro que es no sólo uno de los que más me gustan de Borges, sino uno de los que más me gustan a secas. Conté que aprecio tanto ese libro que compré su primera edición, que me costó mil pesos y que me la trajo un amigo desde Buenos Aires.
Allí mismo, en el celular, busqué el poema en internet y pedí permiso para leerlo. Vi que Lomas, buen poeta, aprobaba gustoso cada estrofa:

Manuel Flores va a morir,
eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.

Y sin embargo me duele
decirle adiós a la vida,
esa cosa tan de siempre,
tan dulce y tan conocida.

Miro en el alba mis manos,
miro en las manos las venas;
con extrañeza las miro
como si fueran ajenas.

Vendrán los cuatro balazos
y con los cuatro el olvido;
lo dijo el sabio Merlín:
morir es haber nacido.

¡Cuánto cosa en su camino
estos ojos habrán visto!
Quién sabe lo que verán
después que me juzgue Cristo.

Manuel Flores va a morir,
eso es moneda corriente:
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.

Luego de leer, levanté la cara y sólo añadí: “‘morir es haber nacido’, así nomás”. Creo que el gusto por el poema fue unánime, tanto como el que tuvimos por las numerosas digresiones, por la cena y por la convivencia en sí, plena de puntadas y, a veces, de literatura y otras querencias anexas, como suele ocurrir cuando terminan las sesiones literarias con fuereños.

miércoles, noviembre 28, 2012

Aquel robot que cautivó mi vida
















No resistí la tentación de decir a mi hija lo que le dije. Veníamos en el Ómnibus de México hace rato, de Durango a Torreón, y en la plática adormecida por el ronroneo del bus, hice un breve silencio y me salió esta frase: “No puedo creer que tengas quince años”. Ella me miró, sonrió con una chispa de orgullo, como si crecer fuera bello o meritorio, y me preguntó lo obvio: “¿Por qué no lo crees?”. La explicación que le di también fue elemental, algo parecido a esto: pues porque sigo teniendo fresca su cara de bebé, su cabeza sin pelo de recién nacida, sus pasos inseguros, su risa y su llanto, las frases con las que inauguró su comunicación hablada, todo su pasado, el pasado que en aquel momento cerraba el siglo XX. Te miro, pues, le dije, y a veces quedo absorto, incrédulo, desconcertado ante la rapidez con la que se han ido quince años, los quince que han pasado desde que la tengo como hija mayor.
El diálogo allí quedó e hicimos silencio mientras el Ómnibus seguía su ruta hacia La Laguna; mi mente se atoró entonces en algunos pasajes compartidos con ella durante su primera niñez. Pensé en la anécdota del robot, en aquel trabajo escolar con el que la ayudé en segundo o tercer grados de primaria. Ese fue, creo, mi máximo trabajo como padre de familia que ayuda en las tareas escolares. Cuento la historia.
Espero a mi primera hija de pie en la puerta de la escuela. Es hasta ese momento la única de mis hijas que ha llegado a la primaria. Está en segundo o tercero, no recuerdo, incluso puede ser que en cuarto. Le pido su mochila, la tomo de la mano y avanzamos hacia el coche. En el camino a casa me comparte sus pendientes: “Papá —dice—, tenemos que hacer el proyecto de un robot elaborado con cajas. El mejor del salón recibirá un premio”.
La vi tan ilusionada con la palabra “premio” que desde ese momento me salieron, no sé de dónde, unas ganas horrendas de construir un robot que apantallara hasta a George Lucas. Y se lo dije a mi pequeña: “Haremos un gran robot, no te preocupes”. Supongo que era jueves, algo así, y el robot debía estar listo para el lunes, por lo que nos favorecería el fin de semana. El viernes pensé en el diseño, lo imaginé. No exagero si digo, como exageramos los laguneros, que me la bañé, que en mi mente apareció el mejor robot jamás imaginado para un trabajo de primaria.
El sábado por la mañana amanecí con un fervor creativo desbordado. Fui a una papelería, fui a una farmacia y fui a una tienda de electrónica. A la papelería por papel plateado, a la farmacia por cuatro pastas de dientes y a la electrónica por unos foquitos, unos alambres y un pila. En la casa había hallado una caja de zapatos adecuada, y el aditamento estrella yo ya lo tenía: un señalador de rayo láser de los que usaba a veces en mis clases de la universidad. Ya con todo reunido, comencé la construcción del inusitado robot, no sin antes pedir a la pequeña que me ayudara como la enfermera que asiste al cirujano en el quirófano.
Lo primero fue forrar de papel plata la caja de zapatos. No era una monstruosa caja de botas sino de calzado infantil. Eso sería el tórax del robot. Luego hice lo mismo con las cajas de pasta dental, pues servirían para armar todas las extremidades; recuerdo que a las piernas les puse una base más amplia, para que el mono pudiera mantenerse en pie sin mayor problema. Siguió la cabeza, hecha con una cajita cuadrada, como la que puede contener un tarro mediano de crema o ungüento. Ya con todas esas piezas a la vista, lo que siguió fue unirlas con pegamento y colocar los foquitos, de esos que denominan leds. Instalé, con maña y silicón, los ojos, la nariz y la boca. Con cables internos como tripas conecté las luces hacia una pila cuadrada que ingeniosamente ubiqué, invisible, en la espalda del robot. Ya con los leds puestos el mono era un fenómeno, pero no estuve conforme, pues como vengo diciendo, yo estaba endiosado por un espíritu científico que jamás ha vuelto a visitarme.
Coloqué los brazos en distinta posición: uno caído, otro, el derecho, apuntando al frente, fijo. Dentro de la caja que era el brazo derecho instalé con maestría mi rayo láser, lo fijé bien, y permití que fuera encendido mediante un dispositivo oculto, cercano a la zona del codo. Cuando todo estuvo listo, luego de varias horas de trabajo enfebrecido, probamos el robot en un lugar oscuro, para percibir bien la vistosidad de las luces. Aquello fue hermoso. El maldito robot echaba unas luces vivas, intensas e infalibles, y el láser, como solemos decir, dejaba chiva de tan eficaz.
Tras ver eso, mi hija y yo estuvimos seguros del triunfo. Llegó el lunes y entró al salón, supongo que orgullosa con su robot lumínico. No vi, claro, la competencia, nada, sólo supe el resultado cuando me lo comunicó mi hija a mediodía. Su explicación, jamás la olvidaré, fue ésta: todos los niños querían mi robot, encender sus luces, principalmente el rayo láser. Se peleaban por jugar con él. Fue el que más gustó. La maestra, sin embargo, dijo que el primer lugar era para un robot que tenía el tamaño de un niño, un robot grande. Ese ganó.
Le pregunté, cómo no iba a hacerlo, si además del tamaño aquel robot tenía algo más. No sé, luces, sonido, algo. Mi hija añadió: “No, papá, nada. Sólo era un robot más grande”. Tampoco olvido mi conclusión: “Bueno, la maestra hubiera aclarado que hiciéramos una piñata con aspecto de robot”. Pero mi hija estaba contenta, pese a todo. Su robot había sido, insistió, el que gustó más. El dictamen de la maestra no había destruido pues el aprecio de mi hija por aquel robot que cautivó mi vida.

martes, noviembre 27, 2012

Nadie lo merece















Qué extraño, qué agobiante estado de ánimo. Desde que supe de esa atrocidad, hace poco más de 24 horas, he sentido el alma en los pies, derrumbada en el piso como sombra. ¿Cómo digerir una noticia de ese tamaño? No hay estómago que pueda hacerlo, no hay alma sensata que sea capaz de pasar ese trance sin sentir el estremecimiento del horror, el peso de la pena más profunda que arrastrarse pueda en el reino de esta vida cercada ahora por la muerte. Él, mi amigo, me dijo: “Nadie lo merece, Jaime, nadie”. No, nadie. Tan terrible fue que miren mi rodeo, mi prudencia discursiva, mi decir hermético, mi miedo.
No supe qué más añadir, qué más decir para arrimar algún consuelo. Cuando el espanto nos lleva a las orillas de la monstruosidad, uno enmudece y así, en silencio, llora. Sí, llora como ya lloré, como seguiremos llorando.

lunes, noviembre 26, 2012

Lorca en Durango, y yo roto




















Amigo A.N., mi mano está tendida 

Hoy hace rato, a las ocho de la noche en el Museo de la Ciudad Guadalupe Victoria, de Durango capital, escuché a la Camerata de San Luis Potosí. Fue una más de las actividades enmarcadas en el Festival de la Ciudad Ricardo Castro, donde Torreón es ciudad invitada y donde, por supuesto, habrá presencia artística torreonense. Fue muy grato escuchar a la bien trazada Camerata potosina, una agrupación dirigida por el maestro Julio de Santiago, poco menos de veinte músicos colocados en la perfección con sus ejecuciones.
Mi sorpresa quedó mejor afirmada con el solista que acompañó a la Camerata: el cantante Fernando del Castillo. Su repertorio fue popular, muy bueno, con algo de Lara y José Alfredo, entre otros compositores famosos. Los mejor, sin embargo, fueron los dos temas arreglados a partir de un poema de Lorca y otro de Torres Bodet.
No puedo describir lo delicado, exquisito y a las vez trágico del arreglo para el poema de Lorca; tuve la oportunidad de hablar al final, y dije no sé cómo, emocionado, que hacía mucho, muchísimo, que no me conmovía así una canción. La letra corresponde al breve poema titulado “Memento”, y es ésta:

Cuando yo me muera
enterradme con mi guitarra
bajo la arena.
Cuando yo me muera
entre los naranjos
y la hierbabuena.
Cuando yo me muera
enterradme si queréis
en una veleta.
¡Cuando yo me muera!

Con esos diez versos, un arreglo con cierta dolorosa sonoridad a Manuel de Falla, un acompañamiento musical espléndido y una voz —como lo dije en público— templada, fina, sin estridencias, llegué al tope de mi emoción. Tan poético fue ese momento que al final, en el encore, repitieron la ejecución de “Memento”.
Mientras la escuchaba, mi mente estuvo cerca de un amigo que ayer fue golpeado por el mayor dolor que puede padecer un padre. Y pensé. Pensé que mientras hay hombres que se afanan por tocar el cenit de la belleza, del arte —como los músicos potosinos y el maestro Fernando del Castillo— otros dañan de una manera lejanísima a cualquier forma de respeto por la vida. Sentí miedo, sentí rabia, sentí impotencia. ¿Cómo es posible que haya tanto arte y al mismo tiempo nuestro mundo sea este mundo? Nunca lograré entenderlo.

sábado, noviembre 24, 2012

El vuelo del Supermán




















Un tuit de Édgar Salinas me dejó pensando desde el miércoles. Lo envió para tres de sus contactos: Chava Perales, Jesús Haro y el que aquí comenta. Contenía un enlace hacia la web La Ciudad Deportiva, que yo no conocía. De esa página, nos convidó el artículo “Navegando por el Atlántico: Una pasión nunca se extingue (I)”, firmado por Alan Sunderland. El primer párrafo establece claramente el planteamiento: “Y usted… ¿recuerda, sabe o reconoce de dónde nació el amor por su equipo? ¿Le fue heredado, se lo impusieron, no tenía de otra, adquirió una moda, le gustó algún jugador, le agradaban los colores de la entidad, los uniformes que vestían los futbolistas, la marca que los patrocinaba, el estadio que defendían, el sufrimiento que le provocaban, las alegrías que le brindaban, los motes que tenían, las rivalidades que se fomentaban? ¿Cuál fue la razón por la que usted, aficionado, pasivo o apasionado, le va, hoy en día, a su equipo?”.
Respondí con un tuit que más o menos decía esto, muy en la generalidad obligada por el corsé de los 140 caracteres: “Para mí es fácil saberlo: el fut llegó a mi vida cuando la Máquina era la Máquina”. Es, reitero, un comentario general, sometido a la falta de espacio. Al ampliarlo gracias a la hospitalidad del blog, puedo decir que, en efecto, mi primer enamoramiento futbolero fue el de Cruz Azul, y pese a los quince años en ayunas que todos conocemos, esa querencia sigue vigente, aunque entibiada por mi alejamiento del futbol en casi todos los sentidos, salvo en el de escribir de vez en cuando algún relato con aspiraciones literarias o, como aquí, algún artículo a vuelatecla.
Mi respuesta en tuit no hace pues la precisión que doy ahora: la Máquina era la Máquina, ciertamente, pero en realidad yo me enganché con Cruz Azul gracias a la admiración que sentí por su portero del tri y bicampeonato, el argentino José Miguel Marín Acotto (Río Tercero, Córdoba, Argentina 1945-Querétaro, México, 1991). En 1974, cuando los Cementeros obtuvieron otra corona de las muchas que ganaron en los setenta, yo tenía exactos los diez años. Dado que nací en un hogar con mucha influencia beisbolera —por mi padre, que siempre jugó buena pelota amateur—, el fut me importaba poco. Pero fui por primera vez con unos amigos al estadio San Isidro, el cubil del Laguna, para ver a la Ola Verde contra Cruz Azul.
Sentí la obligación de apoyar a los de mi tierra, y así lo hice en aquel partido. Pero allí estaba la Máquina celeste con todas sus estrellas, con ese portero que era un ídolo entre ídolos. Fue el primer partido que vi en un estadio, y quedé impresionado con el encanto del futbol y alelado sobre todo por una jugada, un instante que cambió mi vida. Describo.
Laguna ataca por el extremo izquierdo. Hay un desborde y un centro en diagonal, a la olla. El rematador adelanta al defensa, cabecea con fuerza y colocación, la pelota va al ángulo, la gente se levanta ya con el grito de gol vibrando en la garganta, y cuando parece que el balón lamerá las redes de los Cementeros, un tipo de cuerpo robusto, de presencia imponente y traje negro con vivos blancos en los hombros, el portero Miguel Marín, pega un brinco descomunal, se tiende hacia su izquierda por el aire, vuela como cuatro metros y en lugar de tirar un manotazo a la pelota para echarla fuera por la raya del fondo, la toma en las alturas con las dos manos, cae con elegancia, se levanta, despeja de lado, tendidito, y así comienza el contrataque de su equipo.
Vista así, casi a ras de campo, esa jugada cambió mi vida. Vi volar un ser humano, vi cómo se colgó del balón y vi como aterrizó, sin despeinarse, en el césped de San Isidro. El partido quedó empatado 1-1, y pocos meses después Laguna, nuestro equipo, desapareció de la primera división.
Al quedar en la orfandad de aficionado, fue fácil encariñarme con Cruz Azul, equipo al que secretamente ya seguía. Supongo que vi decenas de partidos, jugaba los sábados en el Azteca, el "Coloso de Santa Úrsula", y lo pasaba el canal 5. Bien entrado en la adolescencia, gocé con sus triunfos y llegué a llorar, lo confieso, ante alguna de sus derrotas, sobre todo cuando las padecía contra el América.
En los segundos tiempos de los partidos cruzazulinos siempre narraba Ángel Fernández, el mejor en ese oficio. Él admiraba a Marín tanto como muchos, tanto como yo. Le decía con elegancia de locutor experto El Gato, o ¡Supermán Marín!
Bueno, por aquel gran portero cordobés, ex jugador y campeón con Vélez Sarsfield, multicampeón en México y Supermán de carne y hueso, soy fanático de Cruz Azul desde hace más de 35 años. Así de fácil.

jueves, noviembre 22, 2012

Ángeles para el asombro*




















Hace año y medio, poco más o poco menos, me topé en el Paseo de la Reforma, la principal avenida del país, con los ángeles de Jorge Marín.  Andaba, como siempre que voy al DF, de prisa, no recuerdo con qué pendientes en la cabeza y con qué apuro en los pies. Caminé el tramo de los ángeles y recuerdo bien lo que pensé en aquel momento. Ocurrió lo que paso a describir.
En general, si aceptamos que el arte es el arte de producir asombro por medio de la belleza, la obra de Marín, sin duda, lo logra. Basta ver las fotos de sus esculturas para advertir que su mano y su imaginación están, sin regateo, al servicio del arte. 
Ahora bien, no quiero reflexionar aquí sobre la creación sino sobre la recepción del objeto artístico tal y como lo noté en mi acelerada observación sobre el Paseo de la Reforma. En varias disciplinas artísticas el usuario dialoga a solas con la obra, la interroga, sonríe, discrepa o muestra su indiferencia en un entorno íntimo, de suerte que el creador no puede ver su reacción, el efecto que la obra produce en el decodificador último.
Al pasear por Reforma y ver los ángeles de Marín, comprobé lo que podía comprobar el propio autor: que no hay arte más cercano al receptor que la escultura pública de mediana dimensión, esa que está cerca del tamaño humano y permite acercamientos similares a los que establecen los hombres con sus congéneres.
Y hay algo más. A diferencia de la escultura monumental o la concebida para habitar en el museo, la escultura pública de dimensiones medianas permite la interacción con el ciudadano al grado del toqueteo, de la palpación, una especie de venturosa promiscuidad que termina por integrar la obra con la gente.
Esto, precisamente, fue lo que pensé cuando tuve la suerte de conocer la procesión de ángeles: aquí no hay distancia entre obra y público, y qué suertudo es el artista que puede ver las reacciones de la gente a medida que ésta descubre las diferentes piezas de la reunión seráfica denominada "Alas de la ciudad".
Pasaron los meses y, por las carambolas que da la vida, la maestra Lourdes Bernal me convidó a presentar el libro sobre las esculturas angélicas de Marín. ¿Y qué encontré al deambular por las páginas de este registro fotográfico? Las imágenes más recurrentes del libro muestran al diverso ciudadano en cerrada convivencia con las esculturas, muestran sus sonrisas, sus poses, los misceláneos gestos que acusa la gente de a pie al toparse con un conglomerado de férreos y paradójicamente etéreos ángeles.
En efecto, el registro fotográfico deja claro que es indisociable esta obra para el espacio público de la recepción que la gente hace de botepronto a cada ángel, casi como si el objeto artístico tuviera el mismo peso fotográfico que el sujeto receptor.
El libro, bellísimamente editado y prologado con maestría por Carlos Fuentes, expone lo que ya estamos viendo en Coahuila: que una de las más altas aspiraciones del arte es su capacidad para convertirse en propiedad de todos, sin distingo de clases, edades, sexos, nada. Y lo más importante: los ángeles de Marín admiten una lectura válida desde cualquier angulación cultural, es decir, que abren la puerta a la democrática perplejidad del ciudadano sin importar qué sea o no ilustrado.
Concluyo entonces: este libro es una prueba fehaciente del asombro retenido en fotos: asombro por las figuras de Marín y asombro por la gente que las mira, que las palpa y de golpe siente el relámpago de la felicidad estética.

*Texto leído en Saltillo y Torreón para sendas presentaciones de Alas de la ciudad, registro fotográfico de la exposición homónima del maestro Jorge Marín. Prólogo de Carlos Fuentes; texto de Jorge F. Hernández; fotografías: Jorge Lépez Vela y Adam Wiseman. Grupo Romo, s/f, México, 99 pp. Dos exposiciones de Jorge Marín se encuentran ahora en Torreón: Alas de la ciudad, en la Plaza Mayor, y El cuerpo como paisaje, en el Museo Arocena (inaugurada hoy 22 de noviembre de 2012). La primera permanecerá hasta el 4 de diciembre de este año; la segunda, hasta el 31 de marzo de 2013.

miércoles, noviembre 21, 2012

El Libro de oraciones o los guiños del humor




















Mucho se viene haciendo recientemente por el microrrelato latinoamericano. Nacido a tientas, sin categoría precisa, en el seno del Modernismo, esta forma breve es, como sabemos, el resultado literario de lo que otras artes como la escultura y la pintura expresaron mediante el despojamiento de elementos, restando más que sumando, como se puede apreciar en las esculturas de Brancusi y Moore o los cuadros de Mondrian, Klee o Tàpies lo que de alguna manera terminó siendo denominado “minimalismo”.
A diferencia del exuberante barroco, de la novela del siglo XIX y de tantas formas literarias en las que brilla el esplendor creativo pero también, a veces, nos molesta la innecesaria retórica, el texto corto amaneció con timidez en nuestras letras y poco a poco, siempre en la oscuridad, siempre como trabajo lateral de los grandes escritores, fue adquiriendo carta de ciudadanía hasta lograr lo que ahora es: un subgénero con innumerables cultores y ya buena cantidad de historias (historias en tanto trabajos que describen su pasado) y teorizaciones académicas.
Aunque todavía hoy, empero, una cantidad grande de lectores, de escritores y de críticos (como Javier Marías, por ejemplo) lo consideran nada, una mala broma, hay un sector importante de nuestras repúblicas literarias que lo admite y lo fomenta. En su asentamiento como forma legítima de la literatura tuvieron y tienen mucho que ver escritores importantes como Reyes, Borges, Torri, Arreola, Cortázar, Monterroso, Filisberto Hernández, Aub, Benedetti, Anderson Imbert, Samperio, Garrido, Galeano, José María Merino, Raúl Brasca, Ana María Shua, Mario Goloboff, Luisa Valenzuela, Eduardo Berti, Diego Muñoz, Rogelio Guedea, entre otros, e historiadores, compiladores y teóricos como David Lagmanovich, Lauro Zavala, Raúl Brasca, Javier Perucho, Violeta Rojo, Juan Armando Epple, Graciela Tomassini, Miriam Di Gerónimo, Susana Salim, Sandra Bianchi, Fernando Valls, también entre otros. Todos ellos, sin plan previo aunque estimulados por el fenómeno de ese emergente minimalismo, aportaron por variados medios microficciones o estudios sobre la microficción que han permitido abrir cancha al género tanto en la prensa y el libro como en las aulas y los congresos.
En lo personal, debo mucho a tres de los mencionados: Arreola y Monterroso como creadores y Lagmanovich como historiador y teórico. Gracias a ellos, puedo decirlo así, me enganché en este género y hasta la fecha lo leo y trato de practicarlo aunque sea sin disciplina, sin búsqueda deliberada, sólo cuando llama a la puerta. En su libro Microrrelatos, de 2004, que reseñé ese mismo año, comenté esto que quiero recordar:

El argentino [me refiero a Lagmanovich] expone que los embriones de la brevedad podemos encontrarlos en buena parte de la estética decimonónica. Aunque a la literatura llega un tanto después, el deseo de evitar excesos y redundancias se incorpora gradualmente a las artes; así en Debussy y su rechazo a la extensión de los dramas líricos wagnerianos o, en el plano de la escultura, la belleza conceptual y simbólica de Constantin Brancusi. De la torrencial búsqueda en la forma se pasa poco a poco al despojamiento de todo aquello que empiece a parecer desmesura, ripio.
En fin, todo esto confluye [dice Lagmanovich] en uno de los más poderosos asertos teóricos del arte del siglo XX: la maravillosamente adecuada aseveración, compartida por Walter Gropius, Mies van der Rohe y otros teóricos del grupo de la Bauhaus (1919-1933) que se expresa en estas tres palabras: “Menos es más”.

Aunque no lo esperaba, la ficción mínima contó en los años recientes con el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación. La superabundancia de soportes posibilitó la superabundancia de emisores, receptores y mensajes. El tiempo de vertiginosidad había cambiado un paradigma de la codificación: ya no funcionaría igual un texto largo y complejo, y aunque no desapareció, convive ahora con millones de textos que hoy caben cómodamente no sólo en libros, revistas y periódicos sino también en blogs, cuentas de Twitter, Facebook y YouTube. El relato corto, y en general todo lo que tienda a ser breve, a ahorrar tiempo en el proceso de consumo, pasó a ocupar un sitio que ahora nos permite considerarlo, si no apreciable, al menos no tan despreciable como ocurría hace algunas décadas.
En esta lógica del texto (ensayo, relato) breve se inscribe el Libro de oraciones, de Jaime Palacios Chapa (Monterrey, 1962), quien estudió Comunicación y Psicología, y dos maestrías, una en Letras y otra en Estudios Humanísticos. Su Libro de oraciones puede ser clasificado genéricamente en el casillero del microrrelato, dado que ésta es la forma predominante en sus páginas, pero en realidad se trata de una obra de difícil clasificación. Creo que es, más bien, una miscelánea de piezas cortas en las que se bordea ora el microrrelato, ora la estampa biográfica, ora el ensayo breve poemático, ora el cuento convencional. Su común denominador, por tanto, debemos hallarlo menos en la forma que en el tono: todas sus páginas asumen un propósito claramente irónico a la manera de uno de los fundadores, o el fundador, de esta tesitura: Marcel Schwob.
¿Qué significa esto? Que si no directamente, por algún camino llegó a Palacios Chapa el modo schwobeano de observar la realidad: con un humor que opera como si hablara muy en serio, solemne, a veces hasta campanudo en su decir. El diseño del libro ayuda a reforzar la contradicción paródica: su aspecto es sobrio, de un rojo casi místico, y tanto sus grecas como sus estampas nos remiten a un mundo de gravedades teológicas. Lo que encontramos en los textos, en contraste, son microrrelatos caricaturales, comentarios burlones y hagiografías donde se narran santidades colindantes con el disparate, todo vestido con una prosa que parece brotar de un hombre sereno sobre el púlpito.
No es el humor, por cierto, nada ajeno a las formas breves. De hecho, es característica casi inherente a ellas, tanto que en ocasiones cae estrepitosamente en el chiste o la mera y vana boutade. Pero el Libro de oraciones no incurre en ese desliz. Hay, creo, un bello equilibrio entre el ingenio de las ocurrencias con la belleza de la prosa y el cuidado del efecto final. Lo compruebo con una sola de sus piezas, tan breve como eficaz, basada toda en la hiperbolización de una conducta:

Fray Ludovico, una vez superado el accidente contemplativo que lo condujo a ser el mismo un receptor de televisión de paga, abandonó su celda para buscar en el mundo la excesivamente pavimentada huella del pobrecito de Asís.
Al poco tiempo, Fray Ludovico hablaba con perros y gatos de la calle, comía las sobras que ellos dejaban y visitaba zoológicos como quien visita hospitales.
Al poco tiempo, empezó a cantar para que las aves no gastaran sus gargantas en el aire corrupto, y a vaciar garrafones de agua purificada en ríos y estanques para compensar a los peses por el líquido que insistentemente hacemos irrespirable a sus branquias.
Al poco tiempo, Fray Ludovico tuvo un personalísimo discernimiento de la Teología de la Liberación y se unió a Greenpeace. Según los noticieros, ya es buscado por atentados violentos contra muchas carnicerías, algunas tiendas de mascotas y varios laboratorios de Biología en escuelas secundarias.

Nótese lo que señalo: el tono que aparenta seriedad, la intencional pobreza de recursos en la entrada de los tres párrafos que empiezan con la fórmula “Al poco tiempo”, el disparate —dicho con mentirosa indiferencia— de los garrafones, la juguetona malicia del agua que “respiran” las branquias, el discernimiento de una teología que transforma al personaje en terrorista al servicio de una organización mundial, y las risibles sedes donde perpetra su acción justiciera.
El microrrelato, o la forma breve en general, debe acatar casi irremediablemente la forma del iceberg: vemos un texto, sí, pero eso debe ser la punta visible de muchas malicias escondidas. El Libro de oraciones cumple este principio: debajo de sus renglones aparentemente inocentes late un mundo lúdico y literariamente valioso: el mundo, escamoteado adrede por el autor, de las formas súbitas.

Libro de oraciones, Jaime Palacios Chapa, UANL, 2012, 114 pp. Cuidado de la edición: Francisco Larios Osuna. Texto leído en la presentación de este libro celebrada en la Alianza Francesa de La Laguna. Participaron Jaime Palacios, Ángel Reyna y Jaime Muñoz. Torreón, Coahuila, a 21 de noviembre de 2012.

domingo, noviembre 18, 2012

Aeronáutica en miniatura












Estuve ayer sábado en la cuarta edición de la Noche de las Estrellas celebrada en la Plaza Mayor de Torreón y me dio gusto ver que fue exitosa. Pese al seminublado del cielo, lo que obstruyó la observación desde los numerosos telescopios instalados para el público, entre cinco o seis mil laguneros trabajaron con sus hijos en los talleres y disfrutaron espectáculos de baile, luz y sonido. Fue una noche grata, en suma.
Uno de los pabellones propuso la elaboración de cohetes armados con botellas de plástico y papel. Fue quizá el más concurrido, pues los niños oyen la palabra “cohete” y no hay poder humano que les anule la curiosidad, más si está de por medio el ofrecimiento para que fabriquen uno. Lo importante de este taller es que al final de su elaboración, el cohete casero podía ser lanzado con un sistema de agua y aire comprimidos. Todo se veía muy manual, muy casero, incluida la bomba de aire para inflar llantas de bicicleta que servía como instrumento inyector del aire con el cual se lograba la propulsión del cohete. No me pregunten los detalles técnicos, pero vi que, en efecto, cada cohete volaba entre cinco y seis metros en línea recta, así que en los hechos eso funcionó de maravilla.
Al ver el despegue de los cohetes me cayó de golpe un pasaje de mi infancia, cuando me convertí en experto fabricante de un objeto parecido, aunque con otra técnica de propulsión, no con agua y aire comprimidos. Explico.
Ubiquémonos en 1974 más o menos, en los alrededores de una casa antigua de la calle Madero, en Gómez Palacio. Yo tenía diez, casi once años, y los juegos inmediatos para la palomilla eran el fut y beis callejeros, las canicas, el trompo, los papalotes, el bélit (que describí hace un par de años en estos dos artículos: 1 y 2) y quizá algún otro con menor intensidad, como el coleccionismo de barajitas de luchadores, el yoyo, los pocitos, el brinca tu burro, el chinchilagua y, más esporádicamente, el balero. Recuerdo que todos esos juegos tenían sus temporadas, que, por ejemplo, en febrero y marzo aprovechábamos el ventoso ambiente lagunero para armar papalotes de papel de china o de periódico que luego volábamos en terrenos baldíos o semibaldíos.
Entre los juegos que jamás supe de dónde salieron ni qué tan populares fueron en mi entorno gomezpalatino está uno que practiqué con dedicación casi japonesa: la fabricación de cohetes con cerillos y papel plata o dorado de caja de cigarros. Les decíamos “cohetitos”, o más exactamente, “cuetitos”. Su fabricación era totalmente manual, económica y, a simple vista, sencilla. Con una cajita de cerillos Clásicos o Talismán y papel reciclado de caja de cigarros se podían armar unas verdaderas joyas de la aeronáutica en miniatura.
Debo decir que para surtir los insumos era necesario conseguir unas pocas monedas, salir a la miscelánea y comprar al menos una cajita de cerrillos. Es importante aclarar que se requerían cerillos (los españoles les dicen “cerillas”, y “fósforos” los argentinos) con palito encerado, no de madera. En cuanto al papel, lo fundamental era andar permanentemente a la caza de cajas de cigarros vacías, de ésas que tira cualquier fumador en cualquier parte; de allí obteníamos el papel metálico.
No ignoro que era peligroso, pero en aquellos tiempos la calle era nuestra y aunque el peligro estaba en todos lados, asombrosamente la mayor parte de los niños salía incólume. Sé asimismo que al describir esto puedo despertar al pequeño Eróstrato que todos llevamos dentro, pero confío en: 1. Que este blog sólo es leído por verijones que ya no jugarán a los cuetitos, y 2) Que este blog más bien no tiene lectores, así que no hay peligro si al narrar este recuerdo doy de paso las instrucciones para hacer cuetitos.
Decía pues que ya conseguidos los cerillos y el papel, mis hermanos y los amigos de la cuadra nos reuníamos en algún sitio que podemos denominar, no sin grandilocuencia, “zona de lanzamiento”. Debíamos tener en cuenta una condición meteorológica determinada: que no hubiera viento, para lo cual servía aislarse en un patio chico, al aire libre pero con paredes que prácticamente generaran una condición cero de factor viento.
Luego de localizar el lugar, comenzábamos el armado de los cuetitos. El procedimiento era, es, elemental, como se puede notar en la imagen que encabeza este post: sobre un pedacito de papel metálico (debía ser de los cigarros, insisto, metálico por un lado, con papel blanco por el otro) de unos 4x3 centímetros colocábamos los cerillos en el lado opaco; luego lo hacíamos taquito, con los tres cerillos a la mitad, para que al hacer el taco le salieran las patas; después hacíamos una especie de piquito o churro en la cresta del cohete y apretábamos un poco en la parte baja del papel metálico. Al final, abríamos las patas de los cerrillos con un pequeño doblez, para que formaran una especie de trípode y la micronave pudiera pararse.
Ya listo el cuetito, cada fabricante procedía a encenderlo, y aquí es donde importaba mucho que no hubiera aire, pues necesitábamos que la llama no se moviera, que fuera perfectamente vertical. El encendido de las patas provocaba una lumbre recta, que poco a poco calentaba la cabeza de los cerrillos abrazados por el papel hasta que las tres bolitas de fósforo encendían y se lograba una propulsión inmediata, con todo y línea de humo.
Da la impresión de que fabricar cuetitos es hacer enchiladas, pero fui testigo del fracaso padecido por muchos practicantes de este tipo de ingeniería. Si tienen defectos de fabricación, los cuetitos pueden encender antes de tiempo, o si se les queman las patas antes de que la lumbre llegue al fósforo, se caen y no encienden o encienden tarde y sólo logran propulsión a ras de suelo.
Modestia al margen, fui —puedo decir soy— un cuetista consumado. Llegué a fabricar cuetitos de esa índole que volaban hacia arriba, en línea recta, tres o cuatro metros, lo que no es poco si consideramos que su “motor” eran tres miserables cerillos.
Recuerdo, para terminar con este apunte de aeronáutica rupestre, que en mi obsesión por perfeccionar la técnica una vez compré un paquete entero de cerillos Clásicos (como veinte cajitas) y salí a buscar en la calle paquetes vacíos de cigarrillos, para extraer el papel metálico y contar con mucha materia prima. Hice cientos de cuetitos y por una época me consideré el mejor de la cuadra en ese estúpido divertimento.
Ustedes habrán de perdonar lo que hacíamos en aquellos tiempos. No teníamos internet, cable, Xbox, nada. Nosotros jugábamos con lo que costaba un tostón o hallábamos tirado en cualquier lado.

martes, noviembre 13, 2012

El espacio de Borges




















Esta crónica fue publicada en la revista Noticias & Protagonistas, de Mar del Plata, Argentina, en junio de 2004. Fue una especie de reencuentro con la crónica, género que como lector nunca he abandonado y que como escritor/periodista practiqué mucho de joven gracias al impulso de Función de medianoche, libro clave, al menos para mí y para Saúl Rosales, de la crónica setentera mexicana.
A pedido de Prometeo Murillo, esta crónica salió luego en Artefacto, revista de la Comarca Lagunera; hoy, ocho años después, sube a este blog.

El espacio de Borges
Jaime Muñoz Vargas

¿Cómo aprovechar la cancha de ocho mil caracteres que Juan Pablo Neyret me ha convidado con el fin de celebrar el día del escritor en Argentina y el aniversario de la muerte de Borges? Fácil: escribiendo, ya instalado en México, mi reciente y breve y profunda experiencia argentina, mi paso por algunas librerías de Buenos Aires, mi permanente sensación de que esas calles del centro eran las mismas que había escrito Borges, mi certeza de que tal vez anduve cerca del sótano donde el enorme ciego vislumbró el aleph. Porque salí de mi natal Torreón, Coahuila, en el árido centro-norte mexicano, con la terca idea de que, por fin, Buenos Aires y Borges estaban en mi itinerario. Fue un viaje largamente acariciado, una espera de años. Y por fin, por fin.
Soy, lo digo cada vez que se atraviesa la oportunidad, un sedentario empedernido. Como los koalas, con un árbol me he conformado y hasta puedo pedir menos, pues sé que viviría feliz en cualquier rama. Por eso resultó una verdadera aventura aceptar la generosa invitación del doctor David Lagmanovich, estimadísimo amigo e internético tutor, quien con algunos correos electrónicos logró persuadirme de que bajara de mi árbol y viajara a la Argentina para participar en el VII Congreso de Hispanistas celebrado en San Miguel de Tucumán, en el noroeste argentino, del 19 al 22 de mayo.
Miles de personas han emprendido el viaje de Norte a Sudamérica. Como quiera que sea, este viaje fue mi viaje, y con asombro todavía me impresiono con lo que a otros tal vez ya les parece demasiado ordinario: pensar que en quince horas de vuelo pasé de Torreón a Buenos Aires, eso con escalas breves en el Distrito Federal y en Santiago de Chile. Llegué al aeropuerto internacional de Ezeiza en la medianoche del sábado 15. En un microbús de la línea Tienda León pasé de la aeropista al Gran Hotel España, en Tacuarí 80, precisamente en el ombligo de la capital federal. Esa primera impresión de Buenos Aires fue nocturna; amplias carreteras, edificios de todos los tamaños, innumerables anuncios espectaculares, nada que se diferenciara demasiado de mis visitas al DF. Tal vez, y esto podría ser cuestionable, noté más orden y menos pobreza en esta megalópolis que en la capital de México. De inmediato, los señalamientos de tránsito comenzaron a traerme las palabras que gracias a la literatura ya guardaba en mi desordenada memoria: Liniers, Villa Crespo, Boedo, Lanús, Avellaneda, Recoleta... Como siempre me ocurre, por las palabras entro al mundo, y Buenos Aires me obsequió de golpe un montón de gestos hasta entonces conocidos sólo por medio de los libros.
El sábado 15 desperté con la curiosidad de palpar la atmósfera de la capital argentina. Advertido por David, cargué al menos un suéter que me protegió del gélido otoño sudamericano, en estas fechas el polo opuesto al perol chicharronero llamado La Laguna, lugar donde (sobre)vivo. La ciudad lucía gris, húmeda, con nublazones y mucho viento helado. La primera zona que recorrí fue la Avenida de Mayo. No entendí por qué había tantos negocios cerrados, con la cortina metálica corrida hasta el suelo. Era sábado, sí, pero en mi remoto norte, pensé, los sábados tienen mucho movimiento, y en aquel sabatino Buenos Aires noté la vida comercial muy apagada. Las cortinas como párpados cerrados me permitieron leer los agresivos graffitis que cunden por toda la ciudad, pintas políticas que grupos radicales dejan plasmadas en los establecimientos comerciales como decorado de la crisis, las crisis. La violencia sesentera de aquellas palabras también me impresionó, y no titubeo al afirmar que aquella fue mi primera y nada turística y muy despierta visión de Buenos Aires.
Sin advertirlo, mientras leía los grafitis antimperialistas que en México ya casi desaparecieron, llegué a la legendaria Plaza de Mayo. De frente me encontré con la Casa Rosada, con su obelisco, con una discreta cuota de turistas y con un plantón, el que tenían asentado algunos veteranos de las Malvinas para exigir mejoras a sus pensiones de ex combatientes. En ese primer vagabundeo me abordó un joven vendedor de banderitas albicelestes. Pese a su pobreza evidente (un suéter raído, un pantalón seboso, los ojos estrábicos), me distrajo con buena retórica, con frases bien construidas, con habilidad verbal, rasgo que luego me parecería común en la Argentina, pues en el taxi o en cualquier sitio la gente se emplea bien al momento de conversar. El joven no me ofreció su mercancía, no me impuso su asedio comercial, simplemente me explicó que la Argentina atravesaba por una etapa dura, pero que ellos ya estaban acostumbrados y se iban a recuperar. Luego se apuntó para tomarme una foto, me prestó una banderita y allí quedé, inmortalizado en una imagen con la Casa Rosada al fondo y yo con la tímida banderita a media asta.
Luego de visitar por accidente el ombligo histórico de Buenos Aires, me alejé unas cuadras. David Lagmanovich, en un mail que en realidad era una guía para que me orientara en aquel primer contacto con Buenos Aires, recomendó que no me perdiera un desayuno en el Café Tortoni, establecimiento de añeja tradición. Allá fui. Me atendió un mesero, o sea un mozo, con deficiente español, un tipo que parecía balcánico recién llegado a la Argentina. Pedí un sándwich, una gaseosa (o sea, nuestra “soda” o nuestro “refresco”) y un café que me sirvieron en una taza microscópica y cuyo sabor, como casi todo el café de este país, me supo demasiado amargo. Vi luego una vitrina que guardaba fotos del recuerdo en el Tortoni. Cantantes, políticos, escritores. Entre ellos, Borges conversando con amigos en animada mesa. “Aquí ando, viejo, por fin”, pensé.
Prácticamente no salí del centro. Era demasiado ambición llegar más lejos, y ni siquiera lo intenté. Yrigoyen, Suipacha, 9 de Julio, Avenida de Mayo, Florida, Corrientes, Chacabuco, Lavalle, Tucumán, ¿qué más podía pedir un hombre que sólo había leído esas calles? “Es el centro de Borges, el lugar donde más caminó, las aceras donde seguramente nacieron sus adjetivos, sus juegos con el tiempo, su noción del laberinto”, me dije muchas veces y la felicidad de quien visita a un gran amigo me cobijó en todo momento.
La bitácora se fue nutriendo de pormenores, de detalles importantes o al menos llamativos, en efecto, pero ajenos a mi búsqueda principal: el espacio de Borges. Anoté todo lo que pude, y éste no es el momento para vaciar la lista de lo que más me impresionó, que como digo no fue poco. No tardé ni un día en caer atrapado por la telaraña de las buenas librerías que cunden en Buenos Aires. De viejo, de nuevo, todas amenazaban con aniquilar mi flaco presupuesto de asalariado en trance de turistear. Resistí como macho mexicano, pero no pude no ceder a la tentación (¿debo entrecomillar “ceder a la tentación”?) de hacerme trampa y comprar lo inconseguible en México. Walsh, Feinmann, Macedonio, una buena cuota de Soriano, la tremenda revelación de Abelardo Castillo. Allí, entre esos autores, saltó un periodista llamado Alejandro Vaccaro, autor de El señor Borges, una largo diálogo con la señora Epifanía Uveda de Robledo, quien durante muchos años fue la “fiel servidora” de la familia Borges. El señor Borges no me pareció caro, y lo compré como curiosidad inhallable en las librerías de mi patria. A los amigos borgólatras de Torreón, creí, les iba a parecer interesante. Al salir de la Distal erré unas cuadras por Florida, contento con los espectáculos callejeros y con mi primera tanda de libros ahora agazapados en una bolsa de papel azul eléctrico. En Tucumán doblé a la izquierda y como el hambre ya era mucha me dejé querer por un pebete (algo parecido a nuestra torta o al lagunero lonche) en cualquiera de los muchos restaurantitos que salpican esa calle. Aproveché la coyuntura para sentarme y para hojear, todavía sin convicción, más bien distraídamente, los libros recién adquiridos. Abrí el de Vaccaro, al azar —supongo que al azar, aunque ya no estoy muy seguro— en la página 69. Leí: “Leonor Rita Acevedo nació en la ciudad de Buenos Aires en la calle Tucumán 840 —donde luego nacería su hijo Jorge Luis— el 22 de mayo 1876”. Allí me detuve, con el pebete a medio camino entre el plato y la boca abierta mucho menos por el afán de engullir que por la sorpresa. Tucumán 840. Tucumán 840. Apuré de dos tarascadas el pebete, le di veloz trámite a mi gaseosa, y salí a la vereda para ver la numeración de la calle. Estaba en los seiscientos. Aprisa, con el corazón a todo tren, avancé hacia donde crecían los guarismos. 805, 812, 820, 832... La Fundación Jorge Luis Borges apareció en el número 840, y entré a beberme un café, a tomarme una foto. Unas ancianas me vieron preparando el disparador automático, y sólo se me ocurrió decirles esta frase: “Soy mexicano, vengo a saludar al maestro”. Las ancianas sonrieron, y al menos ya no me juzgaron loco. Pasé allí media hora. En la mochila cargaba tres o cuatro cuentos de mi cosecha, inéditos, obra en proceso de corrección. Los coloqué sobre la mesa. Fue entonces inevitable recordar el prólogo de El hacedor, quizá una de las páginas más hermosas escritas por el Hombre; quise pues darle a Borges mis cuentos y, junto con ellos, las palabras que él anheló regalarle a Lugones: “... usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso [que en mi caso pudo ser algún parrafito], acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría”.
Salí de allí admirando más a Borges, a Buenos Aires, a los muchos escritores notables de Argentina, el país que tiñe de albiceleste el otro lado de mi mexicano corazón.

Comarca Lagunera, 10, junio y 2004

Aborto de policial




















Quise emprender la escritura de una novela policiaca, pero el criminal que me brotó de la imaginación no fue muy competente: en la primera escena lo rodean diez patrullas y lo descubren con un cuchillo sangrante en la mano y en la otra con la billetera, la gorda billetera, del fulano que yacía en el suelo atravesado por un tajo escarlata. Ni de juicio hubo necesidad, y fue a parar directo al reclusorio. Era, por así decirlo, inviable como personaje, un killer absolutamente nefasto para protagonizar novelas policiales.

Predicar en el desierto














En honor a la sinceridad y dado el triste número de lectores que en el mundo hay, hasta Carlos Fuentes es un escritor inédito.

domingo, noviembre 11, 2012

El milagro de la carne














Hace poco dije en Ciudad Lerdo que estudié la secundaria en Ciudad Lerdo, en la benemérita federal Ricardo Flores Magón. Muchas anécdotas conservo, así sea en forma algo nebulosa, de aquellos tres años que durante varios lustros consideré los más felices de mi vida. Fue la adolescencia, el despertar a la libertad que por fortuna pudimos disfrutar sin el amago de la violencia. Hablo del 76 al 79, La Laguna era un paraje más tranquilo que el edén y ningún padre en sus cabales podía coartar el derecho de sus hijos a moverse donde les pegara (a los hijos) su reverenda gana.
Sé que no era así, que padres había y sigue habiendo de todos los pelajes, pero los míos fueron sumamente laxos. Tuve la suerte de ser el segundo hijo de siete, así que tal vez por eso quedé al margen de toda vigilancia carcelaria apenas crucé la barrera de los doce años. Desde entonces, o poco antes quizá, me he movido por donde ha sido posible sin mayor limitación que la prudencia y la disponibilidad de plata. La calle fue pues mi acervo, la biblioteca donde leí los gestos que mejor puedo interpretar de la realidad que me ha cabido en suerte.
Una de las vagancias más pesadas ocurrió numerosos sábados en mi época floresmagoniana. Junto con mis compañeros de Lerdo y de Gómez Palacio organizábamos expediciones a pie (sólo una vez lo hicimos en bicicleta, y estuvo peor) hasta el paraje conocido, no sin engolamiento, como Parque Nacional Raymundo. Éramos cerca de diez mocosos, y como yo me mudé de Gómez a Torreón en 1977, residía más lejos de Lerdo que los demás. Acordábamos salir de la casa de Héctor Macías, un compañero que vivía a una cuadra del mercado lerdense. Nos reuníamos allí como a las nueve de la mañana, así que yo salía desde las ocho para estar a tiempo.
No bromeo si agrego que mi madre jamás tuvo miedo a las andanzas de su segundo hijo. Me tenía una confianza absoluta, y lejos de temer desaguisados me preparaba algo de comer para llevar: dos latas de atún, un paquete grande de galletas saladas, un jugo, dos manzanas y, obvio, un abrelatas, pues en aquellos tiempos nadie había inventado el sistema destapafácil. Mi madre creía pues en mi necesidad de jugar, y apoyaba con su habitual generosidad todos mis pintas.
Todavía hoy parece demasiado: de la colonia Nogales (sita a la altura de la Soriana Constitución, en Torreón) hasta Raymundo era un trote significativo: en bus hasta Lerdo (casi una hora) y luego a pie desde el mercado lerdense hasta Raymundo. Yo salía a las ocho de la mañana y regresaba a las ocho de la noche. Era mucho tiempo en la calle para un verijoncillo de trece años, pero todo parecía normal.
En uno de aquellos sábados llegué a Lerdo con mi bastimento de ley, lo de siempre, el atún y el etcétera que me acercaba la solidaridad materna. Emprendimos el camino a Raymundo y pasamos, obvio, por la “Curva del Japonés”, famosa porque allí se había matado media humanidad en accidentes de coche. Ya en Raymundo hicimos lo acostumbrado: platicamos, dijimos obscenidades, fumamos Fiesta suavecitos o Baronet (ambos ya desaparecidos), vimos el río y echamos la nadada de rigor, siempre con toda la ropa puesta, siempre en el agua chocolatosa que servía para favorecer la agricultura lagunera, nunca dependiente del temporal sino de aquella corriente guiada por el ingenio humano.
Lo común era que al mediodía todos sacáramos las viandas para, claro, comer. No dije que mi madre nunca me falló, que siempre hice esos recorridos con algo de pipirín a la mano. Eso no ocurría con mis compañeros: a veces uno llevaba algo, a veces no, y se atenía a la vianda ajena. Se dio el caso entonces, en aquella expedición, de que al reunirnos para comer nadie llevara ni un rábano, salvo yo. La escena fue pavorosa: diez pubertos hambrientos devorando dos latas de atún, un paquete de galletas, un jugo y algo de fruta. Por supuesto, nos tocó una migaja per cápita. Era mediodía y no teníamos nada, no había tiendas a la vista y aunque las hubiera: ninguno traía dinero.
Resistimos dos, tres horas más en ese tenor, nadando, platicando, todo sin una cantidad digna de alimento en las tripas. Eran las cinco de la tarde cuando emprendimos el regreso. Tomamos un caminito de terracería; a la distancia vimos que una troca levantaba polvo, alejándose. Recuerdo que comenzamos a platicar sobre comida bajo el sol despiadado de la comarca. Era lo único que cargábamos en la mente, pues muchos ni siquiera habían desayunado y nadie ignora que la natación eleva a cotas de escualo el ansia de tragar.
El sendero, una serpiente de polvo en medio de alfalfares, era largo y en una de sus sinuosidades se hizo la luz. La palomilla avanzaba cabizbaja cuando un compañero, no recuerdo quién, vio un bultito de papel laminado. Lo levantó, dos o tres nos acercamos, descubrió un poco la orilla de la lámina y lo que vimos fue asombroso: como dos kilos de carne perfectamente asados. Nos preguntamos qué era eso, por qué estaba allí. Conjeturamos sin más que se había caído o lo habían tirado de la troca que levantaba polvo a lo lejos, cuando comenzamos el regreso. La troca ya no estaba a la vista, así que el paquete era nuestro. Pensamos que la carne estaba envenenada o descompuesta. Estuvimos a punto de tirarla, pero uno de mis compañeros se atrevió a probar un pedacito: su cara fue de total aprobación. Así comenzamos todos a tomar, con inelegancia cavernícola, fragmentos de ese maná enviado por el dios de las carnes al carbón. Supongo que nos tocó de a dos o tres cachos por cabeza, lo suficiente para paliar el sufrimiento de nuestros estómagos.
Volvimos haciendo todo tipo de razonamientos sobre la aparición del paquete, y lo que se impuso como solución al enigma fue que los tipos de la camioneta traían parrilla, estuvieron asando carne y en una vuelta del camino perdieron el bulto salvador.
Reproduzco está anécdota 35 años después de que la viví, y es lo más parecido a la sobrenaturalidad que he visto en mi vida, por eso decidí titularla “El milagro de la carne” (asada, en este caso).