sábado, agosto 16, 2014

Monedas y alfajores
















El dinero es muy extraño y jamás ha dejado de sorprenderme la permanente abstracción de su valor. Uno suele pensar que sólo compra objetos y servicios, por eso cuando el dinero compra dinero hay algo que me atrevo a llamar "mágico". Lo que cuento me ocurrió a una cuadra de la plaza principal de Morón, en el Gran Buenos Aires.
Como lo viví allá con frecuencia, me quedé sin cambio para el bus que usa un sistema de cobro electrónico, similar al del teléfono público. Como el chofer no carga dinero, es imposible subir al bus sin dinero de baja denominación y en metálico para el tragamonedas. En Argentina pude notar de inmediato que hay escasez de morralla, así que me sentí desamparado cuando vi que en mis bolsillos no había monedas sueltas, sólo billetes, y ya se me hacía tarde para buscar cambio con la compra de cualquier cosa, pues lo más seguro es que en las tiendas me darían el vuelto con billetes de baja denominación, no con monedas. Entonces hallé mi salvación: una especie de casa de cambio improvisada sobre una mesita en la acera (o “vereda”, para decirlo en argentino). La atendía un tipo de facha torva, a quien le pregunté por las pilitas de monedas que tenía exhibidas allí. Me respondió que me daba siete pesos en monedas y dos alfajores por cada diez pesos que yo le diera en billete. Así arreglé mi asunto. De golpe, con un avejentado billete de diez pesos argentinos, compré siete pesos en monedas argentinas y dos alfajores de la más ínfima calidad.
Como cualquiera, yo había cambiado pesos mexicanos por moneda extranjera: dólares, euros, pesos argentinos, pesos chilenos y alguna vez libras esterlinas. Lo que jamás imaginé fue, literalmente, comprar dinero de un país por dinero del mismo país. Traté de hacer el cálculo de la ganancia que tuvo el vendedor de monedas. Por cada diez pesos argentinos en billete argentino daba siete pesos igualmente argentinos en monedas y los dos susodichos alfajores. Calculo que la golosina costaría, a lo mucho, cincuenta centavos cada una, así que la ganancia neta del cambista callejero era, digamos, de dos pesos por cada transacción. Mis pesos en morralla, pues, eran pesos caros, pero luego de darle algunas vueltas en la cabeza alcancé un poco de mayor claridad sobre el asunto: el tipo no vendía monedas argentinas por billetes argentinos, sino un servicio: el de ahorrarme el estrés de andar buscando morralla por toda la ciudad a una hora inadecuada, además de agasajarme (es un decir) con la golosina.
De todos modos, nunca olvidé la situación y todavía recuerdo que me alegré al tener de golpe, y sin sufrir, siete pesos en monedas que me servirían casi para cuatro accesos al bus. De los alfajores ya no digo nada; traté de mordisquear uno, y dejé el otro olvidado a propósito en un asiento de la unidad que cubre la ruta 166, tan odiada por mi querido amigo Fernando Veríssimo.

Nota: Me preguntan sobre el alfajor argentino, que si allá es igual que el de México. Mi respuesta es no. Yo también creí eso cuando leí que Borges lo menciona en “El Aleph”: “Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri”. Durante algunos años, pues, antes de internet y antes de conocer Buenos Aires, creí que el alfajor que a veces nos compraba mi madre era casi universal, pero luego advertí que era un producto harto distinto al argentino. Ambos alfajores sólo se asemejan en su condición de golosinas, de postres harto empalagosos. El mexicano es (como se ve en la foto de acá abajo) coco casi molido y mezclado con azúcar, luego deshidratado y compactado en barras sólidas que en una de sus caras tiene un pigmento rosa Tamayo. El argentino es una especie de sándwich de galleta con una especie de leche quemada (o cajeta) en medio y cubierto con chocolate oscuro o blanco, una golosina similar al Mamut mexicano de aquel imborrable anuncio: “Para ese apetito feroz, ¡Mamut, Mamut!”. La palabra “alfajor” (un arabismo sin duda) es de mi total querencia porque siempre me recuerda a mi madre, quien toda su vida ha gustado de los dulces regionales que tantas veces supo compartirnos. Por eso, cuando vi esa palabra en un cuento de Borges me sentí más cerca de la escena, pese a que no era ni será el alfajor materno.