miércoles, octubre 31, 2012

Qué miedos aquellos




















Cuando yo era niño no había Halloween ni nada de eso. Íbamos al panteón y allí nos aterrábamos en los dos sentidos del verbo "aterrar".

Nota. En la foto, el CEO de este blog versión western en los tiempos del cólera. El lugar donde irradia su miedo es probablemente el parque Morelos de Gómez Palacio, Durango.

Declaración de principios de la Catrina














“Lucharé contra el Halloween aunque me quede en los puros huesos”.

martes, octubre 30, 2012

Normativa del estornudo


















Luego de analizarlo con minuciosidad, siento que el instructivo para estornudar es innecesario, pues sólo comprende un punto de relativamente fácil memorización: 1. Estornude.

Diego desde el centro de Diego




















Hace poco más de diez años publiqué en un fugaz periódico universitario de La Laguna este apunte sobre el libro Yo soy el Diego. Luego lo reproduje en otros dos lugares, pero no está en este blog. Hoy lo subo porque de momento no tengo nada para piropear a uno de los personajes que más grande y frecuente alegría me producen: Maradona, quien hoy cumple 52 años. Sé que es enfermizo el rollo de gastar, cada mes, cada mes y medio, una hora de tiempo viendo videos en You Tube con jugadas, goles, entrenamientos y más donde este cabrón enano me aproxima a la poesía escrita con futbol. No entro en debates sobre Pelé, Cruyff, Messi, Ronaldo y todos los demás. Para qué hacerlo, pues admirar a Maradona no excluye en mí otras sinceras admiraciones. Pero por una cuestión de gusto, de química o de lo que sea, Diego es para quien esto escribe el grado máximo al que se puede llegar en materia de futbol, y eso ya nadie me lo saca del corazón. Va pues la vieja reseñita:

Diego desde el centro de Diego
Una vieja costumbre del mundo es la de buscar al número uno de tal o cual actividad. En el deporte, Michael Jordan es, por unanimidad, el mero mero del basquetbol; Babe Ruth lo es del beisbol; Mohamad Alí del box, Sergei Bubka del salto con garrocha, Javier Sotomayor del salto de altura y Francisco Pipín Ferrara del buceo; en otros casos, hay división de pareceres: Bjorn Borg tal vez lo sea del tenis, Carl Lewis del atletismo, Emerson Fittipaldi del automovilismo. Por supuesto, otras áreas del quehacer humano también tienen a sus insuperables: nadie puede igualar a Gandhi como paradigma de pacifismo, así como nadie se equipara a Hitler como estandarte de la barbarie política. El mundo se entretiene buscando al hombre más representativo en cada actividad.
Con el futbol, el deporte más popular inventado por la humanidad, los juicios se bifurcan. Para un sector de la tribuna universal, Pelé es sin asomo de titubeo el máximo exponente; brasileño que hacía magia con el balón, Pelé anotó chorrocientos mil goles, ganó campeonatos del mundo y se convirtió durante algunos años en el indiscutible icono del balompié. Pero a finales de los setenta llegó Maradona y, con ello, el soccer mundial comenzó a dudar de la supremacía establecida por Edson Arantes. Muchos —este reseñista se cuenta entre ellos— dieron su juicio a torcer por Diego Armando y hasta la fecha se mantienen firmes en la opinión que postula al Pelusa de Villa Fiorito como el número uno del futbol.
Yo soy el Diego es la autobiografía de Maradona (Buenos Aires, 1960) recientemente publicada. En ella, el argentino describe con minucia, paso tras paso, su accidentada y maravillosa trayectoria como jugador activo. El Pelusa condensa en este libro sus primeros cuarenta años de vida, su nacimiento en Villa Fiorito —arrabal que vio sus gambetas inaugurales—, su paso por los Cebollitas, su llegada al Argentinos Junior, su pase al Boca, su arribo al Barcelona, su noticiosa lesión, su traspaso al Napoli, su campeonato del mundo, su regreso a Buenos Aires, su fugaz presencia en el Sevilla, su retiro y en medio de todo ese ajetreo las entrevistas, los infundios, las zancadillas, el aplauso cerrado, los millones de dólares, la sordidez de las drogas, el amor por sus hijas, su afección cardiaca, su recuperación en Cuba, su admiración por los barbudos de la Sierra Maestra, su tremenda, su imantada personalidad dentro y fuera de las canchas.
Aderezado con una discreta cuota de fotografías, Yo soy el Diego es un espléndido recorrido por los escondrijos de la fama. Escrito con prosa limpia pero que a veces se excede en argentinismos futboleros, este libro divierte, emociona y conmueve, pues en el centro del escenario no vemos al ídolo de las gramillas, sino al indefenso ser humano que fue, que es Maradona, un pibe que de Villa Fiorito, un barrio miserable como tantos en América Latina, saltó a la conquista del mundo con esas piernas cortas e inusitadas que fueron capaces de todo, porque cuando Maradona se calzaba unos tacos y tenía un balón enfrente, todo, absolutamente todo era posible. El gol contra Inglaterra en México 86 obvia cualquier elogio adicional.
Apoyado en dos muletas, los periodistas Ernesto Chelquis Bialo, de Uruguay, y Daniel Arcucci, de Argentina, Maradona dibuja en Yo soy el Diego, su entrecomillable “autobiografía”, el perfil de un joven que desde el misérrimo arrabal subió a lo más alto, que luego descendió a los infiernos de la cocaína y que ahora, con madurez y entereza, nos cuenta qué se siente tocar esos extremos.

Yo soy el Diego, Diego Maradona, Ernesto Chelquis Bialo, Daniel Arcucci, Planeta, Buenos Aires, 2000, 319 pp.

lunes, octubre 29, 2012

La pérdida incesante

















Así sea pequeño o modesto, todo producto sintáctico es analizable. Por ejemplo, un tuit. Escribí hace algunos meses uno que pese a su simplicidad (todo tuit es o al menos parece un bicho simplísimo) me inquieta: “No dejes para mañana lo que pudiste hacer hace 25 años”. Está allí, claro, el juego con la frase cliché que no sé si llegue a ser refrán. De su forma hoy no me gusta, visto con más cuidado, la torpe unión que establece ese “hacer hace”, pero creo que es significativa la sorpresa que produce el largo brinco al pasado. Ahora bien, ¿por qué pensé en un cuarto de siglo? Sospecho que fue arbitrario, que pude decir hace 10, 15 o 20 años, pero escribí 25. La mente parece caprichosa, pero en el fondo no lo es tanto. Tengo la impresión de que misteriosamente hizo una resta: 48, la edad que tengo ahora, menos 25, da como resultado 23, la edad en la que comencé, digamos “oficialmente”, a trabajar. Tengo pues 25 años chambeando en esto y aquello, principalmente en juntar palabras, pero ocurre con frecuencia —supongo que en todos o la mayoría de los casos es así— que me reprocho muchas inconsistencias, muchas recaídas, muchas negligencias, muchas lagunas, muchas posposiciones, muchos innecesarios paréntesis. Si hay algo irrecuperable, si hay algo que perdemos incesantemente y por lo regular termina convertido en invisible y nostálgico flagelo, es el tiempo, el mismo que en este momento se va yendo mientras escribo o leo o sólo pienso este puñado de palabras.

domingo, octubre 28, 2012

Entre la serenidad y el alarido















Hace unos días publiqué este tuit: "‘El Grito’" de Munch es 'La Gioconda' luego de leer las cifras sobre inseguridad en México”.
Pues bien, el 21 de abril de 2006, poco antes de inaugurar este blog ininterrumpido desde entonces, publiqué en La Opinión un comentario espeso de asombro ante la aparición de los primeros decapitados. Traigo el texto tal y como apareció en aquel momento (nunca lo cargué en este blog, hasta hoy):

Seven acapulqueño
Brad Pitt, Morgan Freeman y Kevin Spacey protagonizaron Seven, film dirigido en 1995 por David Fincher. Recuerdo que en su género es, lo dije en su momento y lo reitero diez años después, una película extraordinaria, un thriller de primer orden. Andrew Kevin Walter, guionista, armó en esta obra maestra un complejo mecano, un turbio minilaberinto. Recordemos que la historia narra las andadas de un asesino serial perseguido por dos sabuesos de la ley. El rasgo más significativo de la cinta se relaciona con el sello de los crímenes: el matón deja marcas que denotan su deseo de vincular a cada difunto, en orden, con los siete pecados capitales, de ahí el título de la obra.
Así las claves, el cabrón pelón que de killer personifica Spacey despacha al más allá, presuntamente al infierno, a un tragón que representa la gula, o a un güevonazo que encarna la pereza, por citar sólo a dos de las víctimas. Los detectives Pitt y Freeman tienen la difícil tarea de localizar al bíblico asesino, y para ello van amarrando las claves dejadas por el misterioso delincuente.
Si ya con esto el film resulta extraordinario, la trama nos lleva a una situación anómala: el killer se entrega a la justicia. Sigue un plan perfectamente diseñado, pues buscará y logrará que Pitt incurra en el último pecado capital, el de la ira. Poco antes de entregarse, Spacey decapita a la esposa de Pitt, lo emputa y provoca que el detective, iracundo, descargue su revólver sobre la nuca del ingenioso asesino/mártir.
La cinta tiene muchos recovecos que por falta de espacio no traigo a cuento. Sólo cargo la tinta sobre una de sus escenas más perturbadoras: la decapitación. Pese a ello, pese a lo horrible de tal cercenamiento, el film tiene la alcurnia de las claves, del misterio bíblico y del heterodoxo mensaje que con sus delitos quiere dar el serial killer a la sociedad: somos demasiado laxos, pues cuántos zánganos, tragones, cogelones, avariciosos y demás hay en el mundo y nunca hacemos nada para enderezarlos.
Se me fue el espacio repaladeando Seven en la memoria. La recordé porque ayer, en Acapulco y sin poesía, dos elementos de la policía fueron decapitados. Sus cabezas “estaban adentro de bolsas de plástico que fueron colgadas en el patio de las oficinas dela Secretaría de Finanzas del Gobierno de Guerrero”.  Si ese horror maravilla, no asombra menos el mensaje que llevaban adherido y que redactó sin titubeos la ofendida delincuencia: “Para que aprendan a respetar”.
Se acabaron las metáforas. Sálvese quien pueda.

Pues bien, poco más de seis años después, hoy domingo, leo esta noticia en el periódico Vanguardia, de Saltillo:

“La disputa entre grupos del crimen organizado ha incrementado la violencia en el país, al surgir nuevos métodos de intimidación y temor como son las decapitaciones, que según los registros de la Procuraduría General de la República (PGR) han dejado un saldo de mil 303 personas mutiladas durante los cinco primeros años de la presente administración. 
De acuerdo con la dependencia federal, mientras en el 2007 se localizaron 32 cabezas decapitadas, en 2011 hasta el mes de noviembre se contabilizaron 493. 
Los reportes de la PGR mencionan que Chihuahua, Guerrero, Tamaulipas, Durango, Sinaloa, Estado de México, Baja California, Jalisco, Coahuila y Veracruz son las entidades donde se ha presentado el mayor número de hallazgos”.

No creo exagerar, por eso, en la comparación tuitera que hice entre la Mona Lisa y el más famoso cuadro de Edvard Munch. Al contrario: creo que me quedé muy corto.

sábado, octubre 27, 2012

Mi mundo increíble, un libro con luz


















A finales de 2011 recibí una carta electrónica de mi querida amiga Brenda Moreno, diseñadora gráfica con la que compartí algunos años de trabajo en la Universidad Iberoamericana de Torreón. Brenda me invitaba a platicar con ella y con Ruth Berlanga, directora de Mentes con Alas, para vislumbrar la viabilidad de publicar algún material que sirviera para explicar a nuestra comunidad las generalidades de la parálisis cerebral. Recuerdo que desde la primera reunión hicimos click. Ruth y Brenda no sabían bien a bien qué hacer exactamente, o cómo hacer lo que pudiera hacerse, así que mi labor en ese caso fue meramente orientadora y, en algún sentido, motivacional. Además de darles confianza sobre la potencial cristalización de objetivo, me ofrecí para colaborar en todo el proceso editorial. Definimos el proyecto y comenzamos a caminar en la misma dirección.
Mails fueron, mails vinieron, y varias mañanas, muy temprano, nos reunimos en Mentes con Alas para examinar los avances. Sospecho que no hubo recaídas, que en todo momento supimos que paso a paso llegaríamos a la meta.
Esa meta es, precisamente, este día. Casi un año después de haberla soñado, tenemos ya la primera publicación divulgativa de Mentes con Alas, y es un gusto presentarla para ustedes. Como todo producto complejo, un libro demanda trabajo, cuidado, concentración, disciplina y, por qué no decirlo, amor, pasión por hacerlo con la cabeza puesta en un ideal de perfección. Para que un libro quede bien, cualquiera que sea su extensión, su tema o su destinatario, es imprescindible seguir un proceso y aprobar cada escala con total eficacia. Lo primero que hicimos para encarrilar Mi mundo increíble fue definir su naturaleza: sería una narración para niños, pues a partir de allí podíamos entrar al corazón y la mente de los pequeños para influir en ellos y, de paso, en sus padres y maestros. Teníamos dos rutas posibles: un libro meramente técnico, instructivo, de alguna manera un tanto frío, o una relato que aprovechara el gusto por la ficción que tienen los niños para, con él, contar una historia intrigante, divertida y al mismo tiempo instructiva y aleccionadora, con una moraleja implícita, disuelta en todas sus páginas.
El texto es la base de un libro como Mi mundo increíble, pero dado el destinatario no quisimos que se caracterizara por la austeridad tipográfica que suele ser más adecuada para el adulto. Fue allí cuando pensamos en Tere Hernández —mi ex alumna en la Ibero y luego, lo digo con agradecimiento, maestra de una de mis hijas— para añadir el aderezo de las ilustraciones a color. Creo no exagerar si afirmo que el trabajo de Teresita es extraordinario, creativo, respetuoso con el arte y con quienes esta vez fueron sus modelos. Tere se lució en este libro, tanto que gracias a las imágenes creadas por su talentosa mano siento que Mi mundo increíble tiene vida propia, plenitud de organismo animado por el trazo y el color, luz en cada una de sus páginas.
Gran parte del trabajo de edición se va en planear, en hacer, en corregir, en cambiar, en agregar, en buscar que el libro sea al final un objeto apreciable. Nosotros avanzamos con total cuidado. Su contenido general es sencillo y creo que ofrece, de una manera precisa, lo indispensable para que un niño de entre 7 y 10 años sepa qué es la parálisis cerebral y luego comparta ese conocimiento con sus compañeros y con los adultos que habitan en su entorno. Luego de la introducción de Ruth Berlanga, entramos al relato en sí y a las ilustraciones de Tere Hernández. Después, hay tres apartados con carácter instructivo: “¿Cómo puedes ayudarlos?”, “Reflexión” y “Glosario”. El conjunto crea, como ya dije, una visión periférica del tema y permite que los niños adquieran conciencia sobre el problema y ayuden a solucionarlo, o, al menos, a paliarlo.
Modestia aparte, estoy orgulloso del resultado. Me siento muy alegre porque logramos articular un equipo solidario, un pequeño laboratorio editorial movido por la amistad y el anhelo de comunicar, de comunicar bien. Ruth, Brenda y quizá alguien más crea ingenuamente que me relacioné con este proyecto para dar. Por supuesto que se equivocan, pues yo participé en Mi mundo increíble para recibir, para recibir su ejemplo de solidaridad, de entereza, de fe en el futuro y de noble persistencia en un ideal. Quizá di algo, no sé, pero siempre que doy recuerdo aquella hermosa paradoja de mi amigo Rogelio Guedea, escritor colimense radicado en Nueva Zelanda: “Al final, uno sólo tiene lo que ha dado”. Pues bien, esto que estamos dando o tratando de dar, la historia y la información contenidas en Mi mundo increíble, es lo que al final permanecerá en mí, en nosotros, en nosotras.

Nota: Texto leído el 27 de octubre de 2012 en la presentación de Mi mundo increíble, Mentes con Alas, Torreón, 2012, 41 pp. Participamos Ruth Berlanga, Brenda Moreno, Ricardo Murra Talamás y yo.

viernes, octubre 26, 2012

Vuelven los cardencheros al mezquite














Durante años he sostenido un enconado debate contra mí mismo para convencerme de que es cierta, o al menos aproximadamente cierta, esta afirmación: el cardenche es algo así como canto gregoriano bajo el mezquite lagunero. Pese a la cautela con la que ahora expongo esta comparación, no faltará quien me juzgue hiperbólico. No importa: creo, luego de pensarlo muchas veces, que en esencia nuestro cardenche es gregoriano con resolana y polvo, con sotol y gorro de paja. Los temas, las tesituras, los motivos y las épocas son otros, pero juntar voces y colocarlas en una misma letra sin pizca de acompañamiento musical, jugando siempre con los matices que la garganta crea, es lo que caracteriza al prestigiado gregoriano, y, toda proporción asumida, a nuestro humilde y querido cardenche.
En un mundo que privilegia expresiones culturales que provienen de sociedades materialmente dominantes, la norteamericana en primer término, es muy difícil que sobrevivan, o destaquen al menos, las manifestaciones artísticas locales. Poco a poco, todo o casi todo es desplazado a una periferia de sombras, y aunque hay resistencias y saludables inercias en las culturas minoritarias, el tiempo va aplastando, homogeneizando, sofocando la diversidad, el rasgo distinto, las formas culturales específicas de una región o un grupo.
En este sentido, el cardenche ha vivido durante años bajo la amenaza de su extinción u oculto tras las cortinas del ninguneo. La explicación es simple: a este canto le falta la música que sobra en otros géneros. Frente a la ubicuidad de los medios electrónicos que permiten la reproducción de canto aderezado con música estridente y electrónicamente perfecta, o de música barnizada apenas con canto, el cardenche parece indefenso, a merced del mercado y sus filosos colmillos. Es aquí donde entra en juego el trabajo de visibilización, rescate y sostenimiento que pueden emprender los particulares y las instituciones conscientes del valor que tienen las expresiones culturales únicas, más allá de su uso comercial.
El cardenche es una manifestación de este tipo: está solo, en desventaja permanente, aislado en la espinosa corteza de su austeridad. Pero como ciertas plantas, como el mezquite hosco o el pinabete cenizo, algo tiene que se agarra al alma y de allí ya no sale ni a mentadas de madre. Gracias al empeño de algunos pocos hombres (Alfonso Flores, Ernesto González Domene, Paco Cázares y ahora Gerardo García Colmenero, además, claro, de sus cultores directos, el puñadito de tercos laguneros que lo conservan y lo cantan), el cardenche vive y todavía es capaz de comunicarnos la aridez, el dolor, la fe en el beso, el rencor vivo, la tozudez de hombres y mujeres que en un pasado borroso y lleno de silencio forjaron un cigarrito de hoja, abrieron la botella de aguardiente y en la resolana descubrieron un antídoto contra el aburrimiento: el canto de su emoción genuina codificado con versos sencillos, muy sencillos, cocinados en la mera fogata del corazón no para deleite del estudioso o del snob que habitarían el futuro, sino para hacer llevadera la existencia y lograr que esas flores del arte, por precarias que hoy nos parezcan, se abrieran paso en los terrones secos, en la inhospitalidad del entorno, casi en la nada.
Para oír cardenche, por ello, hay que colocarse en otro sitio, salir casi de este mundo y pensar en el silencio del campo lagunero. Hay que ir más allá del siglo XX. Hay que imaginar una tardecita en la que el sol ha bajado pero en la que todavía pica el calor. Hay que pensar en un grupo de cuatro, cinco, seis hombres que después de las faenas en la tierra busca un lugar en el que ha quedado la resolana como obstinado fantasma. Los hombres hacen caminar un trago, comparten el cigarro, y de repente uno, a todo lo que le da la inspiración, recuerda una tonada de velorio, de ésas que sirven para acompañar a los muertos, y cambia los versos a los santos por otros de amor y desprecio dedicados a la mujer, a la tristeza, a la tragedia de la separación, al mal camino de la tomadera, a todo lo que cotidianamente afectó la vida interior de aquel lagunero antiguo y sin mayores entretenciones.
Imaginado eso, no podemos juzgar el canto cardenche desde ninguna preceptiva ni exquisitez artística contemporáneas. La existencia tosca de sus creadores originales generó un arte áspero, un fruto peliagudo (etimológicamente peli-agudo, con pelos de púa, como la cactácea llamada cardenche), ajeno al lujo de la palabra y la composición ortodoxos. Pero en ese ser humilde, desnudo casi de reglas, con una normativa creada nomás para sí mismo, habita la belleza que unos hombres descubrieron casi solos, al puro tanteo, moviendo una verso acá, una estrofa allá, y poniendo más acullá, en el mismísimo ombligo del dolor, la voz “de arrastre” o “marrana” que ya desde su mismo nombre nos anuncia una condición de canto ríspido.
Por esto y más, celebro la cuarta edición de La canción cardenche en su formato de libro y en su trilogía sonora. Cada cuando, en momentos de emoción especial, vuelvo a la sencillez de ese canto, a mi gregoriano, y me emociono como si yo fuera uno más en el grupo sapioricense o jimulquense sentado abajito del mezquite, con los cerros pelones de nuestra huraña geografía allá lejos, con una mujer rejega en la imaginación y un dolor calando en todos los pinches huesos, como en esta pieza.
Para despedir mi participación, dejen nomás leo el poema cardenche que más me gusta (p. 75). Creo que es maravilloso porque ilustra todo lo que acaso no pude ni podré explicar: la economía total de recursos, la búsqueda a tientas de la belleza, la amargura y la necesidad de hallar sentido al destino en medio de la más rigurosa desolación.

Mi madre me dio un consejo

Mi madre me dio un consejo
que no anduviera tomando.
Mi madre me dio la vida
y tú me la estás quitando.

Te quero porque te quero
en mi querer naiden manda,
te quero, prietita linda,
con las entrañas de mi alma.

Quisiera ser pajarillo
para volar e ir a verte,
cortar ramitas de flores
y coronarte tu frente.

Todas las aves del campo
cantan con mucha alegría,
porque te quero, prietita,
te quero de noche y de día.

Qué bonitos ojos tienes,
yo me alegro más en verte,
porque te quero de veras,
en ti me encontré mi suerte.

Comarca Lagunera, 26, octubre y 2012


Nota: Texto leído en la presentación El canto cardenche. Tradición musical de La Laguna, Alfonso Flores (compilador), palabras liminares de Corín Martínez Herrera, Gerardo Iván García Colmenero y Juan Francisco Cázares Ugarte Herrera, Dirección de Culturas Populares, Durango, 2012, 142 pp., celebrada en el Teatro Centauro, de Ciudad Lerdo, Durango, el 26 de octubre de 2012. Hablamos en la mesa el cantante y compositor Nacho Cárdenas, Gerardo Iván García Colmenero y yo. Un apuntito final: en nota de Tania Molina Ramírez (La Jornada, 23, noviembre, 2010), don Lupe Salazar declaró esto que jamás dejará de ser importante para entender el asunto: "El cardo es una cactácea que mide metro, metro y medio, con unas tunitas amarillas o rojas y unas largas y finas espinas cubiertas por un 'cuerito'. Si uno se pincha, el ‘cuerito’ se atora y no quiere salir, describió, en entrevista, Salazar. Duele más cuando la espina sale que cuando entra. ‘Es como el amor, que entra fácil y para salir es difícil’. De ahí el nombre de este canto”.

martes, octubre 23, 2012

ABC de la calavera














Curso exprés del Centro Calaverológico Mexicano A.C.


En este breve y escueto manual el interesado hallará un método fácil y sencillo, además de nada complicado, para elaborar divertidas e inútiles calaveras. No se trata de una preceptiva densa, pues no tendríamos aquí espacio para publicar in extenso las cinco mil 356 páginas de nuestro manual, un documento que nos ha costado muchos años de trabajo y no pocos sobornos a la autoridad. Lo fundamental es que el calaverista novato encuentre aquí la información necesaria para insultar con gracia, lo que de paso nos ayudará a preservar una tradición amenazada por el imperialismo cultural que en la práctica ya nos domina pese a nuestros intentos resucitativos. Van pues los puntos de la receta:


1. Piense en alguien a quien odie, aunque también puede pensar en alguien a quien ame o en alguien que le sea indiferente. En resumen, piense en alguien.

Ejemplo: Elba Ester Gordillo, líder sindical per saecula seculorum del SNTE.


2. Consulte cualquier preceptiva e investigue un poco las características del verso octasilábico (de ocho sílabas).

Ejemplo: Qué-bo-ni-tos-o-jos-tie-nes.

3. Aprenda el rollo de la sinalefa, o sea, que es posible contar como una sílaba la unión de la última y la primera vocales en dos palabras.

Ejemplo:  de-ba-jo-dee-sas-dos-ce-jas.

4. Vuelva a pensar en alguien a quien odie, aunque también puede volver a pensar en alguien a quien ame o en alguien que le sea indiferente. En resumen, vuelva a pensar en alguien.

Ejemplo: Elba Esther Gordillo, a quien ya teníamos de ejemplo.


5. No escriba a lo loco, así nomás. Primero piense un poco en el tema general de la calavera. Tampoco es para tanto, que esto es rápido, carajo.

Ejemplo: Elba Esther y su reelección.


6. Ya ubicado el tema, puje tantito y trate de echar el primer verso. Recuerde que debe ser octasilábico.

Ejemplo: La Gordillo fue reelecta.


7. Tiene entonces un primer verso, ocho sílabas y una posible rima (“ecta”). Haga lo mismo en el siguiente octasílabo, pero con otras palabras que le den continuidad a lo ya planteado.

Ejemplo: los profes mucho la quieren.


8. Note que hay un hipérbaton deliberado (“mucho la quieren” en vez de “la quieren mucho”). Es importante saber esto por si más adelante opta por rimar con “mucho” y no con “quieren”.

9. El tercer verso nos depara la obligación de rimar con “ecta”. Piense en palabras viables: colecta, perfecta, insurrecta, muerta, imperfecta, resurrecta, recta. Vea la pertinencia de cualquiera de estas palabras. Digamos que elige “perfecta”.

Ejemplo: bien saben que no es perfecta.


10. Y ahora viene el cierre de la estrofa. Piense en palabras viables que rimen con “quieren”: malquieren, prefieren, infieren, interfieren, requieren. Escriba el octasílabo con cierto aire de remate.

Ejemplo: defectuosa la prefieren.


11. El resultado de la estrofa es el siguiente:

La Gordillo fue reelecta
los profes mucho la quieren
bien saben que no es perfecta
defectuosa la prefieren.

12. Digamos  que la anterior fue apenas una introducción, y la calavera no estará terminada hasta que matemos al personaje protagónico de los versos. Repita el procedimiento, mate en este caso a la maestra, mándela al camposanto, hágala dialogar con la huesuda y/o etcétera. Al final, usted tendrá una calavera similar a ésta:

La muerte, nada indulgente,
a Elba Esther quitó la vida
le dio gusto a mucha gente:
la que no obtiene mordida.

La calavera puede ser de una, dos, tres o más estrofas, pero no la convierta en una oda. Sus lectores agradecerán que usted sea ingenioso, pero más que sea breve, pues se trata de un divertimento literario, no de la Ilíada.
Suerte y no olvide evitar calaveras a las suegras. Son invulnerables.

sábado, octubre 20, 2012

El típico malasuerte















Un tren le mutiló la pierna derecha, su casa se incendió, su esposa le dijo adiós, lo echaron del trabajo. Tenía tan mala suerte que el día que la buscó adrede, cuando estaba a punto de arrojarse desde un puente, vio un billete de lotería, le pegó al gordo, compró un yate, se operó la nariz y las mujeres le cayeron como lluvia de mayo. Nada le salía bien en la vida.

jueves, octubre 18, 2012

Imposibilidad de tirar aceite














Los temas nos encuentran. Estaba en la Plaza Mayor de Torreón en espera de un concierto y unas risas cercanas llamaron mi atención. Era un grupo de adolescentes con uniforme escolar, de  secundaria oficial: siete mujeres y un solo hombre. Lo que pronto me asombró fue que el chico no se amilanaba, que las hiciera reír y que todas parecieran maravilladas ante el joven gavilán pollero. No era un puberto bien parecido, pero se desenvolvía con total seguridad, dueño del corro que le festejaba hasta la manera de pararse. Tras esa escena recordé la envidia tonta que sentimos en aquella edad por los compañeros que no batallan para ganar la simpatía de las muchachas, de las nenas que mirábamos de lejos los inoperantes, los desprovistos de armas, de rollo, de buen humor, de todo lo que servía para desenvolverse y dar el ancho en el ámbito de la galanura. En fin. Muchos pasamos por eso. Luego el tiempo nos asilenció, nos enseñó que hay, tal vez, otras virtudes, o quizá que el apocamiento no es un defecto tan grande. El caso es que sobrevivimos a la juventud, y un día, ya rucos, sonreímos ante aquellos deseos que por insatisfechos nos hicieron sufrir y ahora nos arrancan una sonrisa con la que expresamos nuestra comprensión al pobre pendejín que irremediablemente fuimos.
Me salió pues esta crónica versificada gracias al recuerdo, que suele ser creativo. No la tomen en serio. Es nomás un desahogo sintáctico.

Imposibilidad de tirar aceite

Siempre quise tirar aceite
ser el gandalla de chicas en la escuela
el alma de las fiestas
el mejor en el baile
y el más suelto para tirar madrazos.

Quise caminar chingoncillo por los parques
silbar las de los Doors con el viento en contra
un tabaquito oculto en el cuenco de la mano
y el escupitajo mamón a flor de jeta
es decir
quise ser dueño del mundo
no tener miedo al destino
ni a los perros
que suelen humillar al heroico navegante de las calles.

Pero ya ven
uno llega a la vida y va aceptando
primero a ciegas, sin saber nada de nada
luego un poco más claramente
que no todos somos iguales
que a unos les toca ser esto
a otros aquello
y a mí me tocó la timidez
el perfil bajo
el gusto por la soledad
el diálogo con el silencio
todo lo que no da para tirar aceite
ni dárselas de muy acá
de muy muy
ustedes saben.

Lo mío fue construir alguna amistad a punta de palabras
jugar futbol en el anonimato asfáltico
descubrir el diálogo del libro en el desierto
escribir, hasta la fecha, con absoluta falta de confianza
y sacar con sacacorchos el amor, lo más difícil.

No me alegra, no me entristece ese destino.
Es el mío y no sirvió para tirar aceite
ni para ser, como ya dije
el mero mero gandalla de chicas en la escuela.

Quedo tranquilo de saber
sin embargo, sin embargo
así sea vagamente
más o menos
qué fui
qué sigo siendo
y ya sin duda qué seré.

miércoles, octubre 17, 2012

Potencias de la duda

A veces, muy a veces, menos seguido de lo que deseo pero sí a veces, cada mucho tiempo más bien, me siento medianamente complacido por una respuesta a mis hijas. Me pasó ayer, y cuento.
No sé por qué razón ni en qué materia, el libro de Formación cívica y ética de sexto grado viene insistiendo en asuntos relacionados con la personalidad y la conciencia de esa personalidad en los pequeños. Supongo que es por la edad que atraviesan: como están al borde de la adolescencia, lo que equivale a decir que están al borde de una zanja, algunos capítulos de su libro han planteado tareas específicas a mi pequeña: escribir su autobiografía, autorretratarse a lápiz, anotar sus rutinas y todo eso.
Supongo, reitero, que esos planteos sirven para afirmar al niño, para hacerle ver su condición de individuo excepcional y amacizar su autoestima.
En la tarea de ayer había tres encomiendas: 1) describir las virtudes que el propio niño percibe en sí mismo; 2) describir igualmente sus deficiencias; y 3) comentar cómo pueden sus virtudes ayudar a subsanar sus defectos.
El inciso más difícil para mi hija fue el primero, tanto que se acercó a pedirme ayuda. Ella es, creo, un ser humano extraordinario, atiborrado de capacidades y sensibilidad; no lo digo sólo yo (aunque para mí sea fácil declararlo): sus notas y sus maestras me ahorran la incomodidad de elogiarla. Como niña conciente ya de sus potencialidades, sabe que es dueña de virtudes importantes, y una de ellas, la modestia, es la que sirvió para alertarla: sintió que algo andaría mal si se soltaba como si nada describiendo que es puntual, responsable, disciplinada, respetuosa, amable, sensible, cordial, sincera, sencilla y algo más. Me dijo: "Papá, no me gustaría decir eso, se oye mal".
Hace poco, dos semanas antes de lo que narro, me preguntó el significado de la palabra "soberbia", así que lo aplicó en este caso: "Lo que escriba parecerá... ¿soberbio?".
Pensé de botepronto en las dos posibles salidas: 1) La de la confianza absoluta, sin titubeos, la del orgullo convencido sin átomo de duda; decirle: "Escribe lo que sabes que eres con total seguridad. Si sabes que eres eso, no dudes en asumirlo". Marginé esa respuesta porque me parece inhumana, no da margen a la equivocación. Opté entonces por la salida 2) La de la precavida incertidumbre: "Escribe "creo que soy responsable, aspiro a ser educada, procuro respetar a los demás, me gusta ser puntual y trato siempre de ser solidaria...'". Le hice ver que había allí muchas palabras que suponen un deseo, una aspiración, un propósito, y que el solo hecho, por ejemplo, de querer ser responsable era ya, en sí mismo, una virtud. La niña sonrió, no requirió más explicaciones y de inmediato comenzó a escribir sobre los renglones disponibles de su cuaderno de trabajo.
Algunos me dirán, lo supongo, que sembrar dudas en su "camino al éxito" no es lo más recomendable. Pienso luego, para tranquilizarme y sin afán didáctico, sólo para mí, que el "éxito" que ahora tanto nos preocupa y es tan socorrido en los manuales de autoayuda, no está en alcanzar “el éxito” en sí, sino en sobrevivir a todas las dudas que nosotros mismos nos imponemos y vamos resolviendo con humildad, sin creer jamás del todo en las fachendosas virtudes que a veces nos suponemos y por lo general son meras ilusiones, vanos pedestales para instalar nuestra autoestimita.
Por último, a mi hija le fue bien en su tarea.

martes, octubre 16, 2012

Las máscaras de mi catarsis















Mi gusto por la lucha libre se pierde, nebuloso, en los orígenes de mi memoria. Puedo asegurar que desde siempre la he tenido cerca, como una sombra juguetona en mi vida y en mi memoria. Nací en Gómez Palacio y viví allí, sospecho, la edad más importante: mi niñez. Exactamente en la adolescencia, a los 13 años, di el salto a Torreón, un salto en apariencia pequeño pero en realidad muy grande si consideramos que casi desde siempre el desarrollo económico, deportivo y cultural de Torreón ha sido el más saliente de La Laguna. Pero decía que mi infancia fue gomezpalatina, y que la casa de la avenida Madero que me vio pasar de bebé a puberto estaba ubicada a media cuadra de un cine. Sí, a media cuadra de mi casa había un cine, y eso fue determinante en mi adicción por la fantasía, por la narración de historias en cualquier soporte.
El cine Elba, así se llamaba el bodegón que fue casi parte de mi primer hogar, pasaba sin excepción películas de luchadores. Imaginen esto: el cine de Santo estaba en su momento de mayor difusión y yo tenía una sala a pocos metros de mi casa, así que sin remedio pude ver todas las hazañas fílmicas del Enmascarado de Plata, su delirante lucha por la justicia en un mundo lleno de seres tan malévolos como disparatados. Confieso que de mocoso no advertí las exuberantes anomalías y los atropellos a la lógica de esas películas. Eso lo descubrí después, así que fui uno más entre los miles de niños alelados y suspensos ante la atlética bondad del encapuchado frente a la ojetez sin orillas de unos villanos que con toda razón recibían su sistemático merecido al final de cada enredo.
Yo era adolescente cuando Santo comenzó a filmar todo en color, así que junto con la decadencia del cine luchalibrístico se dieron mis primeras muestras de escepticismo en todos los sentidos. Por ejemplo, y luego de un breve tránsito por la fe, descreí de dios. Otros asuntos atraparon mi atención (el futbol, los libros, la vagancia con los amigos y el deseo siempre trastabillante de agenciarme alguna chica), pero el gusto por la lucha en vivo o en película se mantuvo allí, en una parte infantil y oculta de mi corazón. Durante muchos años, de los quince a los 35, digamos, fui un fan intermitente de la lucha. El tema me interesaba por su flanco cultural, y en sobremesas siempre hice lo que pude para defenderlo, para decir, así o de cualquier otra manera, que es el deporte-teatro más arraigado en el imaginario mexicano. En ese largo paréntesis pude haber ido muy de vez en cuando a la arena, a ver luchas en vivo, pero nunca lo hice con regularidad de aficionado contumaz.
A mis treinta y tantos, cuando yo ya estaba cerca de los cuarenta, estreché mi amistad con Raymundo Tuda, analista político y productor de televisión, quien se convirtió en mi cómplice como fan intransigente de la lucha. A Ray lo conozco desde 1982, pues él iba uno o dos años antes que yo en la carrera de comunicación dentro de la misma escuela, el ya desaparecido Iscytac; desde entonces nos hablamos bien, pero nuestra verdadera amistad se fortaleció allá por el 2000 o 2001, cuando comenzamos, sin premeditarlo, a llamarnos cada jueves para acordar una visita al mejor pancracio de la comarca lagunera: la Arena Olímpico Laguna de Gómez Palacio, Durango.
Ray y yo tenemos intereses y visiones muy distintos, pero también algunas gratas afinidades: a ambos nos gusta la política nacional (no tanto la local), la música pop en español de los setenta, poca literatura, el gusto casi enfermizo por la gastronomía callejera de la región y, lo supimos in situ, la lucha libre como espacio ideal para el relajo. Sin falta, jueves tras jueves durante al menos una década nos apersonamos con boleto pagado en la arenita de Gómez Palacio para ver luchas, para cenar y para gritar misceláneas tonterías que muchas veces se relacionaban menos con los combates en el cuadrilátero que con la política y la información coyuntural. La lucha era pues el pretexto para conversar y mostrar acervo noticioso, malicia literaria, destreza para el albur y otras tantas variadas habilidades en materia de estentórea ramplonería. El caso es que no fallábamos y cuando por alguna razón no se daba la visita, creo que ambos resentíamos la falta.
Hacia 2010 todo se puso no mal, sino muy mal en nuestra comunidad. Antes, durante noches y noches, o a cualquier hora, La Laguna era una arcadia asombrosa por su tranquilidad. En muy pocos sitios de la comarca había sensación de verdadero peligro, tanto que me recuerdo en lugares que hoy no pueden ser visitados por la sencilla razón de que ya los cerraron a punta de balazos o por la obvia y asustada falta de clientela. Mis libros Leyenda Morgan y Parábola del moribundo, ambos harto noctámbulos, dan una idea, mi idea, de lo relativamente edénico que era la noche lagunera hasta que comenzaron los arponazos de la violencia sin patas ni cabeza.
El nuevo escenario limitó toda andanza callejera a ciertos sitios y en ciertos horarios. Zonas antes muy socorridas se convirtieron de golpe en franjas ajenas a toda noción de paz. A las nueve de la noche, muchos lugares de la comarca, por no decir todos, acusaron un toque de queda tácito y la sensación cortazariana de que la casa estaba tomada por desconocidas y fatídicas presencias. Tal fue la razón por la que, pese a nuestro mutuo interés por el tema de la violencia y la política, Ray y yo comenzamos a ausentarnos de la lucha. Asistíamos tres jueves de cada mes, luego dos, luego uno, luego cada dos meses, y así hasta que un jueves fuimos por última vez, hace como cinco meses. Junto con eso, a ambos nos cayeron chambas de las que devoran todo el tiempo, y eso agudizó nuestro ausentismo de la querida Arena Olímpico Laguna.
En las semanas recientes he vuelto solo y en la butaquería me topo con amigos creados en ese espacio (Saúl Bonilla, Juan Carlos Cárdenas, Enrique Diosdado, el Tulín Dajda…), pero sé que en este momento no es prudente salir a medianoche de la función en Gómez Palacio y atravesar su lóbrega zona industrial para llegar a Torreón. Hay algo de desafío en eso, pero también, para mí, el deseo de no abandonar uno de los pocos gustos multitudinarios que conservo intacto.
Ahora bien: dije “multitudinarios” y la verdad no es para tanto. Toda actividad nocturna celebrada en La Laguna, entre las pocas que sobreviven, ha perdido público. La lucha de la AOL no es la excepción, y si ya de por sí muy pocas veces la arena se llenaba, con la nueva situación se han dado allí funciones con menos de cincuenta espectadores en la gradería. No me gusta, es cierto, que luzca tan sola, pues eso significa pocas ganancias para quienes viven del negocio, pero tampoco me agrada que esté a tronar, pues así todo es más incómodo, se atesta de villamelones y hasta ir al baño se torna complicado. La arenita me gusta como la he visto casi todos los jueves: a medio gas, con un número regular de público dividido entre los asiduos y los recién llegados.
¿Y qué demonios me atrae de esa farsa? No sé bien qué, sólo sospecho que allí me siento a gusto, me tomo un par de cervezas y grito dos o tres sandeces que parecen tuits sonoros, lo que me desahoga. Alguna vez fui a la lucha triple A, pero confieso que no me gustó, que para mí la lucha más eficaz desde el punto de vista cultural es la que parte del barrio, la que ejercen jóvenes que viven permanentemente a medio camino entre el amateurismo y un conato de profesionalidad. Esa lucha está plagada de pifias, de tropiezos, de malas actuaciones, pero también me parece auténtica, digna de ser mirada con simpatía por lo que tiene de amor al arte y no al dinero.
No sé cuánto tiempo más seguiré yendo, pero sé que ese humilde espectáculo ya es parte de mi experiencia vital. En el polvoriento ring, en esas butacas de doloroso acero, entre risas y gritos desaforados, frente a máscaras con poca o nula historia y cabelleras que se ganan la vida no en el cuadrilátero sino en oficios simples, he hallado una especie de sosiego, la necesaria ración de drama histriónico que todo buen espíritu requiere para sentirse, creo, semanalmente equilibrado.

Comarca Lagunera, 16, octubre y 2012