sábado, diciembre 31, 2011

El día viene



Hace como quince años recibí un casete grabado por mi ex alumna y amiga Gloria Murillo. Sabedora de mi gusto por el folclore argentino, me hizo conocer a Cafrune, a Jorge Cafrune, el famoso cantante jujeño que murió en Tigre, provincia de Buenos Aires, hacia 1978, durante la noche criminal que dejó miles de muertos en aquella querida y dolorosa patria. El casete reproducía varios de los poemas que Cafrune grabó a José Pedroni, poeta para mí hasta entonces, también, desconocido. Oí cada pieza con devota atención y fue tanto el placer obtenido que muchos versos quedaron fijos, atados a mi memoria.
Para celebrar el nacimiento de Aitana, mi segunda hija, en marzo de 2001 publiqué un pequeño poemario titulado Salutación de la luz; usé como epígrafe palabras que Pedroni cita en “Petróleo”, un hermoso y comprometido poema. Esas palabras me siguen pareciendo, y seguramente siempre me lo parecerán, inigualables para enunciar la fe en el futuro, el deseo de obligarnos, de obligarme, a mirar el porvenir con ojos si no optimistas, sí menos pesimistas: “el día viene, hermoso”, escribió Pedroni que dijo Gabriel Péri frente a los fusileros, es decir, frente a la certeza de su muerte.
Pasaron los años y en otro libro usé como epígrafe más versos de Padroni. Ese libro trata sobre futbol y creí que no podía hallar mejores palabras, todas las del poema “Fútbol”, para resumir el cariño que siento desde mi niñez por tal juego:

Yo conozco el artista del humor desapacible,
y el grave, que en un mundo de soledad se encierra,
y el cargado de gloria que nunca está visible.
A mí me gusta el fútbol. Hay de todo en la tierra.

Nunca pude entenderme con esta gente extraña
que para oír su canto del canto se destierra.
A mí me gusta el bosque, la calle que no engaña,
la multitud, el fútbol... Todo es grato en la tierra.


En 2011 tuve la suerte de trabar amistad con la escritora Giselle Aronson (nacida en Gálvez, provincia de Santa Fe, Argentina). Nuestro diálogo internético sobre literatura se vio felizmente ampliado en noviembre, durante las Jornadas sobre microficción celebradas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza, Argentina. Cuando ella vio que en mi libro futbolero lucía como epígrafe un poemita de Pedroni, me dijo, sorprendida, recuerdo que en el salón de conferencias donde se celebraban las Jornadas: “¿Sabés dónde nació Pedroni?”. Le respondí con dudas que en las provincias de Santa Fe o Entre Ríos, no lo sabía bien; de lo que yo estaba seguro es de que fue oriundo del interior. Entonces ella precisó: “¡Nació en Gálvez!”. O sea, Pedroni era su paisano galvense, lo que no dejó de sorprendernos pues Pedroni se convertía de golpe en otro eje de nuestra amistad, la amistad que tengo con ella y con Fernando Veríssimo, su pareja.
Hoy 31 de diciembre —cumpleaños de mi madre, por cierto—, Giselle me manda dos fotos tomadas durante su visita decembrina a Gálvez, donde pasa las fiestas con su madre. Las fotos son de la casa donde nació Pedroni, como podemos leer en la imagen que encabeza este post. He dicho aquí algo sobre el poeta, pero hay amplia información sobre él en esta excelente página web, donde podemos oír su voz y la de diferentes lectores y cantantes. Aquí está, de paso, el enlace para saber un poco más acerca de Jorge Cafrune. Recomiendo cuatro de mis poemas favoritos: “Gaucho” (el que más me gusta de toda su producción), “Petróleo”, “Maternidad” y “Palabras al hijo por nacer”. Espero que se note la difícil y profunda sencillez de su palabra, la delicada sabiduría que nos pone, como pan, sobre la mesa. También espero que se advierta la extraña facilidad de Pedroni para la rima exacta y casi natural.
Agradezco a Giselle el envío de estas imágenes y aprovecho para desearle a ella y a todos mis amigos un espléndido 2012.
A los mexicanos se nos dibuja un año harto difícil, tan duro que casi nos compromete a sumar cualquier forma de lucha para terminar el periodo de terror que seguimos padeciendo. Hay que ser, pese a todo, optimistas. Hay que pensar, como dijo Pedroni que dijo Gabriel Péri frente a los fusileros, que “el día viene, hermoso”. Ojalá, ojalá.

Elena y los recovecos de la vidita literaria



Creo que no hay tema que me apasione más que el de la vida literaria. Saber qué hacen, qué piensan, que odian y qué aman los escritores, dicho esto con mil peripecias, me parece de suyo divertido. La razón por la que me fascinan esos personajes es simple: siempre que leo relatos cuyos personajes son escritores siento que el mecanismo de sus vidas se parece al mío. Hay, pues, una suerte de identificación con sus andanzas, una especie de química natural entre esos seres de palabras dedicados a las palabras y este servidor, dedicado a lo mismo aunque defectuosamente hecho de carne y huesos.
También, esa identificación me lleva a sentir como propias las vidas, por ejemplo, de Peter Coyote en Luna amarga, la hermosa película de Polanski. Sólo uno sabe bien a bien qué significa ser escritor, o al menos lo intuye, así que no nos son extraños los demonios que acosan al tejedor de ficciones. Como el escritor de Luna amarga, uno sabe permanentemente que la vida es corta por más larga que parezca; sabe que la obra, la gran obra, siempre estará esperando cocción y que las distracciones son fatales. Por eso los escritores suelen rehuir la vida convencional de los hombres, es decir, esquivan el bulto a los trabajos que atan, al amor duradero y estable, a las distracciones huecas. Un escritor es conciente, demasiado conciente entonces de su finitud, la ve con claridad y piensa siempre que el tiempo perdido es irrecuperable en términos de escritura, por eso a todo lo que aleje del teclado le saca la vuelta, lo margina hasta quedar solo con su conciencia y la cuartilla/monitor en blanco.
La segunda novela de Alejandro Rodríguez Santibáñez, Elena, nos enfrenta a ese asunto con malicia y ágil prosa. El protagonista, otra vez el buen Agapo Buendía, es un joven escritor de provincia que recibe una oportunidad de oro: cierto incauto editor le financia la escritura de un libro con la esperanza de recuperar la plata cuando la obra se convierta en hit. No es miel sobre cheereos, sin embargo, ya que nuestro escritor es fácil presa de su indolencia, de su inseguridad y, sobre todo, de la facilidad con la que cae en las redes del enamoriscamiento y sus miles y miles de vericuetos.
La presencia del humor es ya un rasgo que podemos destacar en las ficciones de Alejandro Rodríguez Santibáñez. Como en El vendedor de futbol, Elena es un muestrario amplio de recursos mediante los cuales nos acercamos a la caricatura de la vida cotidiana que se despliega en la mesa del personaje. No hay párrafo de descanso; el tono general de la historia nos lleva a pensar en esas comedias en las que no estalla la carcajada, pero que nos mantienen todo el viaje con una sonrisa media bien pintada en el rostro.
Dividida en dos partes, Elena es un antecedente, quienes las lean sabrán por qué, de El vendedor de futbol. No sé cuál de las dos historias quebró primero el cascarón, pero a mi juicio esta segunda salida es más afortunada que la primera. No sé, la siento más compacta, más cuajada en la dimensión novelística a diferencia de la otra que, lo recuerdo, divagaba un tanto por la necesidad del viaje descrito en la narración.
Las caídas y los ascensos del ánimo, la reflexión permanente sobre la lectura y la escritura, el atrayente imán de la sensualidad encarnado en Elena, la inmersión en las profundidades a veces congelantes de la vida en pareja y el gradual deterioro del impacto amoroso inicial, todo eso cuenta, con prosa festiva, vivaz, jocosa, Elena, la segunda novela del lagunero Alejandro Rodríguez. Este es mejor libro que el primero. Y qué bueno. Hay ascenso.

Elena, Alejandro Rodríguez Santibáñez, MVS, México, 2011, 143 pp.

viernes, diciembre 30, 2011

Minificción en el norte de México



Texto leído en las Primeras Jornadas Internacionales de Microrrelato celebradas entre el 11 y 13 de agosto de 2011 en la Universidad Nacional de Santiago del Estero, en Santiago del Estero, Argentina.

Minificción en el norte de México: experiencia de la revista coahuilense Historias de entretén y miento


Jaime Muñoz Vargas

México tiene seis estados (o provincias o departamentos para muchos de ustedes) colindantes con los Estados Unidos: Baja California Norte, Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas. Se trata de entidades federativas económicamente poderosas, territorialmente grandes y donde millones de mexicanos viven a diario un intercambio cultural intenso con el poderoso país vecino. Uno de esos estados, Coahuila —topónimo que tiene su origen en una tribu llamada coahuilteca— fue oficialmente fundada a fines del siglo XVI con la llegada de los primeros españoles y varios indígenas tlaxcaltecas aliados a la Corona que acá construía la Nueva España. Ese estado fue particularmente importante durante la Revolución, pues allí nacieron dos de sus más conocidos protagonistas: Francisco I. Madero y Venustiano Carranza, además de que otro personaje no menos famoso, Pancho Villa, tuvo éxitos militares decisivos en plazas coahuilenses como la de Torreón, ciudad de la que provengo.
Coahuila de Zaragoza, su nombre oficial, es pues una de las 32 entidades federativas de México y una de las seis que perfilan nuestro norte. Su población total es de casi tres millones de habitantes (de los poco más de cien que tiene México) y es una de las menos densamente pobladas, la número 27 de 32, con apenas 16 habitantes por kilómetro cuadrado, cifra nada cercana a la de casi seis mil habitantes por kilómetro cuadrado que tiene el Distrito Federal. La capital de Coahuila es Saltillo, ciudad ubicada al sureste del territorio.
Es de un producto creado en Coahuila, y específicamente en Saltillo, de lo que tratarán estas cuartillas. Me refiero a la revista Historias de entretén y miento que desde hace poco más de veinte años publica el Gobierno del Estado de Coahuila en sus propias prensas. Si nos atenemos al carácter cultural, y más precisamente literario de la publicación, advertiremos que no es poco decir “veinte años” de supervivencia. Lo digo porque en nuestros contextos, bien lo sabemos, es frecuente que las aventuras hemerográficas culturales sean a veces tan efímeras que envejecen y mueren al segundo o tercer números. No ha sido este el caso de Historias de entretén y miento, espacio que ya va (en agosto de 2011) por su número ciento setenta y tantos y que no ha sucumbido a los cambios de administración estatal. Esto que parece menor es muy significativo: México es un país cuyos gobiernos municipales, estatales y no se diga federales suelen arrasar con todo lo que hicieron las administraciones predecesoras. En México es casi imposible que no sean borrados una política pública, un plan, un proyecto, una publicación en el momento en que cambian las administraciones públicas, esto a la más pura usanza del dictum “muerto el rey, viva el rey”. Por ello, y dicho esto como primer asombro, es casi milagroso que Historias de entretén y miento haya atravesado al menos cuatro gobiernos sexenales sin recibir el habitual tiro en la sien.
La publicación fue fundada en 1988. El gobernador de Coahuila era entonces Eliseo Mendoza Berrueto, y en el directorio de la revista quedó asentado que sus dos principales promotores fueron Gabriel Pereyra, encargado de la Dirección General de Difusión Cultural y Política del Gobierno del Estado, y el escritor Jesús de León, coordinador de la revista. Los dos fundadores dejaron de trabajar en este espacio en marzo de 1992 (número 16) fecha en la que entró a editarla el escritor Jaime Torres Mendoza. El aspecto inicial de Historias… es muy similar al actual: tamaño carta, impreso a dos o tres tintas en papel bond ahuesado o “cultural”. La única modificación que su aspecto físico ha experimentado en el camino tiene que ver con sus tapas y en algunos casos con el encuadernado: en el número 36 (marzo de 1994) comenzó a llevar portada en un papel distinto al de los interiores y no son escasas las ediciones de los años recientes que en vez de grapas tienen un esbelto lomo, de revista-libro.
Hay algo de accidentado en su periodicidad, que nunca ha sido estable, obediente a un ritmo regular. Por momentos era trimestral, a veces mensual y con el paso de los años ya no acató una frecuencia estable de salida. Su distribución siempre ha sido gratuita y su tiraje asciende en promedio a dos mil ejemplares por número. En cuanto a las firmas, la revista ha amalgamado a escritores con renombre (Carlos Monsiváis, Julio Torri, Carlos Montemayor, Juan José Arreola, José Emilio Pacheco…) y muchísimos escritores de la región, todos con menor cartel.
Ubicadas estas generalidades, es momento de ver su contenido. En su origen, Historias… tuvo un propósito abarcador, genéricamente misceláneo. En sus primeros números apareció el tipo de textos que ordinariamente acoge toda revista literaria. Por su extensión y por su tema, hay poemas, cuentos, ensayos (literarios, históricos y hasta sociológicos), fragmentos de obras teatrales, reseñas bibliográficas y demás. Entre ese variopinto material abundan los microtextos: prosa poética, aforismo, poemínimo, ensayo breve o poemático (como le llama José Luis Martínez) y fragmentos cortos de obras mayores. En esa fauna de brevedades se mueven también muchos, abundantes microrrelatos.
Ni siquiera es necesario recordar que no todo texto breve escrito en prosa es un microrrelato, una micronarración o una microficción (o mini en vez de micro, según queramos). En Historias de entretén y miento, revista que por su título parece que auspiciará sólo aquello que tiene un explícito carácter narrativo, cupieron y caben todavía, pues no ha muerto, textos breves del más diverso pelaje entre los que desde su arranque se colaron, casi por accidente, microrrelatos.
Digo “casi por accidente” apoyado en un gesto editorial: a ningún texto le es asignada una etiqueta genérica, es decir, los editores no advertían a los lectores, como lo hacen ciertas publicaciones, con marcas claras en las cornisas o en algún otro sitio visible, que tal o cual colaboración era “poesía”, “cuento”, “ensayo”, etcétera. Esta ausencia de rotulación genérica es pareja en Historias…, así que los microrrelatos, cuando aparecen, no apuntan al lector que lo son, de suerte que por su aspecto externo podían pasar por prosa poética, aforismo o algo parecido.
La forma narrativa más recurrente en Historias… es el cuento propiamente dicho, de una extensión que va de las tres cuartillas a seis o siete. El microrrelato aparece entre cuentos, pero siempre da la impresión de que lo hace un tanto por azar, sólo porque cabe cómodamente en espacios pequeños. Desde ya vale advertir que nunca, si nos atenemos al examen más puntilloso de cada uno de los ejemplares de la publicación, aparece no digamos una teoría, una historia o una mínima reflexión sobre el microrrelato, sino una sola mención de esa palabra. Las micronarraciones que allí aparecen se agrupan pues, en su totalidad e implícitamente, al género cuento, sin usar jamás los prefijos diferenciadores micro o mini.
La primera presencia fuerte del microrrelato en Historias… se dio en junio de 1989. Para conmemorar el centenario de Julio Torri —saltillense, amigo cercano de Alfonso Reyes y asombrosamente uno de los “fundadores” del microrrelato en América Latina—, la revista armó una especie de número monográfico cuya nota preliminar no señala explícitamente el culto de Torri por las brevedades. Recuerda otros detalles de su biografía, no lo que a la postre servirá para situar a Torri en el contexto de la narrativa latinoamericana: que ya en 1940 había publicado De fusilamientos, uno de los libros emblemáticos del género que aquí nos ocupa.
Historias… publicó algunas piezas de Torri. Entre ellas, “La humildad premiada”, famosa porque tiene mucho de autobiográfica:

En una Universidad poco renombrada había un profesor pequeño de cuerpo, rubicundo, tartamudo, que como carecía por completo de ideas propias era muy estimado en sociedad y tenía ante sí brillante porvenir en la crítica literaria.
Lo que leía en los libros lo ofrecía trasnochado a sus discípulos la mañana siguiente. Tan inaudita facultad de repetir con exactitud constituía la desesperación de los más consumados constructores de máquinas parlantes.
Y así transcurrieron largos años hasta que un día, en fuerza de repetir ideas ajenas, nuestro profesor tuvo una propia, una pequeña idea propia luciente y bella como pececito rojo tras el irisado cristal de una pecera.

En la página 16 del mismo número, Javier Villareal Lozano traza una estampa de Torri. Como que quiere decir lo que deseamos escuchar, pero apenas lo insinúa: “Escritor para escritores, estilista, burilador, cuentagotas”. Es de notar que quienes en ese momento ponderan la especificidad de Torri tienen conciencia de su parquedad artesanal, pero sin asignarle la etiqueta de microrrelatista o algo similar. En los otros dos acercamientos al saltillense ocurre lo mismo; Sergio Cordero afirma: “Tres libros (1964) (…) reúne las breves, concentradas, corrosivas prosas que integran su escasísima creación literaria”; Beatriz Espejo, por su lado, añade sobre Torri: “… sus pequeños y maravillosos textos siguen resultando un deleite exquisito para quienes se acercan a ellos con ánimos de emprender una lectura cuidadosa”. El número monográfico en tributo a Torri es acompañado por otros textos, entre ellos algunos microrrelatos que buscan seguir los pasos del homenajeado, como este de Armando Alanís (“Fábula”, que tiene mucho, en tres renglones, del “Viaje a la semilla” carpenteriano):

En aquel planeta el tiempo caminaba para atrás. Los hombres, desde la eternidad, se iban precipitando hacia el útero materno. Un feto era un agonizante.

Ese ejemplar marca, a mi parecer, el arranque del microrrelato en Historias… y acaso en el norte de México o al menos en Coahuila. A partir de allí irán apareciendo muchos textos que podemos clasificar, sin mayor problema, en ese género, aunque no deja de asombrar que jamás haya un deslinde teórico o una aproximación con carácter más o menos exploratorio. Nada, ni siquiera andan por allí los prefijos “micro” o “mini”, aunque tampoco se trata de un mar de microrrelatos sin definición lo que aparece en Historias… El género más socorrido es la poesía, luego el cuento y al final el ensayo literario. Entre los microtextos, abunda la prosa poética y es allí, no sé si por casualidad o deliberadamente, donde se cuelan las pequeñas historias que nos entretienen y nos mienten. Es frecuente, también, la publicación de microrrelatos “recortados”, es decir, de historias que gozan de cierta autonomía aunque hayan sido tomadas de obras amplias, como ocurrió en el número 21 donde son tomados ciertos pasajes narrativos de Homero y Virgilio, ambos con redondura microrrelatística.
Poco a poco, número tras número Historias… irá acumulando, en suma, micronarraciones sin delimitación genérica. Traigo algunos pocos ejemplos:

—Caite con la lana.
—Pero es que...
—Nada. Dámela o te doy un balazo.
Entonces el borrego se desnudó. (César Eduardo Alejandro, “El asalto”, HEM, 53, agosto del 95).

Soñó que le daban un balazo y despertó bañado en sangre. Vino el médico y le recomendó volver a dormir. Soñó de nuevo que lo balaceaban y ya no quiso despertar. Reprochó a su agresor "Ya basta. No me dejas descansar". El otro protestó: "Deja de quejarte. Este es el sueño que me gusta". (Eligio Coronado, “La realidad rota”, HEM 57, diciembre del 95).

La oruga creyó ver, en el tractor que venía por la brecha, a Dios y se prosternó para reverenciarlo. Murió aplastada al paso de la estrepitosa máquina. (Abraham Nuncio, “Cuatro fábulas”, fábula 1, HEM 92, noviembre del 98).

“Somos modelo de democracia”, comentaron entre sí los ascensores, mientras uno bajaba y el otro subía. (Abraham Nuncio, “Cuatro fábulas”, fábula 3, HEM 92, noviembre del 98).

Yo mismo señalé, en una conferencia leída hacia 2007 en las Jornadas de Microficción organizadas en Tucumán, que entre

… julio y agosto del 91 publiqué casi a oscuras un largo artículo dividido en dos partes. Su título fue “El cuento de pronto acabar”, y apareció en la revista Brecha, de Torreón, lo cual le garantizó un tiraje corto y una pobre circulación. Ese texto era más bien una miniantología comentada, y si algún valor histórico puede tener es el de haber planteado por primera vez, en su parte introductoria, la eficacia de las formas breves. En aquel momento yo ya era conciente de que existían formas literarias más vertiginosas que las aceptadas por el lector y por nuestra crítica, pero el mito de lo mayúsculo se me imponía tanto como a toda mi generación. De ahí que, entre elogios a la brevedad, no dejé de deslizar burlas a la pereza que presuponía, por prejuicio, en los autores como Torri o Arreola y sus seguidores. Como no tenía una denominación precisa a la mano, me atreví a llamarlo (nótese el tinte minusvalorativo) “cuentito”. Repito aquí una parte de ese primer acercamiento que tenía, claro es, un afán promocional del texto breve:

En literatura no hay géneros buenos ni malos, ni moldes útiles ni inútiles. Todos sirven. A veces, la función de un texto puede ser valiosa si se le juzga a partir de sus aspiraciones formales y temáticas. Es lógico que un poemínimo o un cuento breve nunca, ni de broma, deben catarse con la vara para medir Muerte sin fin o Palinuro de México. No, claro. Aunque existen excepciones, la calidad y el largo aliento son dos virtudes literarias que, juntas, hacen del creador un ser único, digno de la admiración y de respeto públicos, eso es indiscutible. Hay, por otro rumbo, trabajos con intenciones mucho más modestas. Por tal casillero encontramos, en poesía, al haikú, al epigrama, al poemínimo y, en narrativa, al cuento breve, al brevísimo, como el promovido por Edmundo Valdés en las páginas de El Cuento. Podemos creer que el objetivo de estas miniobras es estimular, con una chispa, la sensibilidad del lector: sacarle una sonrisa, meterle una interrogación, obsequiarle algunos miligramos de estupor, no más. Si el epigrama y el poemínimo se erigen como posibilidades de creación poética al alcance de todos, algo similar pretende el cuentito. En verso, los trabajos del gomezpalatino Campos Díaz y Sánchez y el invento de Efraín Huerta son rica muestra de concisión y perspicacia concentrados, textos a medio camino entre “la-obra-seria” y la ocurrencia fortuita que se queda en la charla de café, o como dedujo el mismo Huerta luego de una encuesta informal a su hija y a Octavio Paz: los poemínimos son aportaciones líricas que andan muy cerca del chiste. Para la prosa es lo mismo, o casi. Por la compra de pocas palabras al lector adquiere, como en ganga, todo un microcosmos al que suele no faltarle la pimienta del humor.

Por esa idea del microrrelato transité en 1991, y conste que en ese mismo momento transcribí cerca de treinta ejemplos de microrrelatos escritos por Arreola, Borges, Anderson Imbert, Samperio, Papini, Avilés Fabila y otros varios, todos espléndidos, como “Sadismo y masoquismo”:

Escena en el infierno.
Sacher-Masoch se acerca al Marqués de Sade y, masoquísticamente, le ruega:
—¡Pégame, pégame! ¡Pégame fuerte, que me gusta!
El Marqués de Sade levanta el puño, va a pegarle, pero se contiene a tiempo y, con la boca y la mirada crueles, sadísticamente le dice:
—No.

Tuve incluso el imberbe atrevimiento de proponer una novedad, como se puede advertir en estas palabras:

Es lícito, en ocasiones, truquear la consecución de un cuentito, tal como lo hizo Valadés en El libro de la imaginación. Podemos extraer, de un texto largo, algún pasaje que cumpla con la pequeña esfericidad que reclama este molde narrativo. Como ejemplos traigamos dos ejemplos subsumidos en trabajos de Alfonso Reyes y de Diógenes Laercio, respectivamente:
… Tisias, luego de aprender la retórica del maestro Córax, se niega a pagarle sus enseñanzas. Argumento de Tisias: “Si de veras me has enseñado a persuadir, podré persuadirte que no me cobres, y en tal caso nada te pago. Si no logro persuadirte, tus enseñanzas han sido vanas, y en tal caso nada te debo”. Respuesta de Córax: “Si no logras persuadirme, tendrás que ceder a mi demanda. Y si me persuades, también, pues habrás probado con ello la utilidad de mis lecciones”.

La falta de información que yo tenía en los albores de los noventa es la misma que evidencia, por esas fechas, Historias de entretén y miento. Poco a poco, gracias sobre todo a mi contacto con historiadores, teóricos y cultores del género como David Lagmanovich y Raúl Brasca, he tratado de incorporar alguna información en artículos y columnas, esto para visibilizar con mayor claridad el trabajo de los microficcionistas que no saben que lo son. Sé que lo importante no sólo son las creaturas literarias, sino su mayor inteligencia a partir de la conciencia que tomemos sobre su peculiaridad y su belleza, sobre su independencia y su valor sugestivo. En Historias de entretén y miento han aparecido muchas microficciones pero jamás esa palabra o una parecida. Quizá ya es hora de que coincidan los afanes del creador con los propósitos del historiador y el crítico. Este acercamiento es parte de esa modesta pero importante lucha por abrir los espacios de la microficción como creatura autónoma y autosuficiente de la literatura, de nuestra literatura.