domingo, junio 26, 2011

Las palabras y los goles



El pasado martes 21 de junio participé en una mesa redonda organizada por la Dirección Municipal de Cultura de Torreón. Trató sobre literatura y futbol, y quedó enmarcada en las actividades que la citada dependencia cultural ha propuesto mientras Torreón es sede del Mundial Juvenil. En la actividad participamos Alejandro Rodríguez Santibáñez, Yohan Uribe, Édgar Morales y yo. Moderó Carlos Velázquez. El texto que ofrezco a continuación es la versión completa de lo que preparé; por falta de tiempo, en la mesa sólo leí algunos fragmentos.

Las palabras y los goles

Jaime Muñoz Vargas

El título foucaulteano de esta aproximación no quiere hacer denso lo sencillo. Es sólo que desde mi iniciación en las artes del balompié callejero, experiencia que data casi exactamente de 1976, las palabras estuvieron muy cerca de mi práctica futbolera bajo los diversos soles de la comarca nuestra. En efecto, casi al mismo tiempo en mí nacieron el gusto por leer futbol y el placer de desempeñarlo. Entraba a la secundaria Ricardo Flores Magón, de Lerdo, mi verdadera alma mater, cuando fui secuestrado por el balón. Vivía aún en Gómez Palacio y, como lo platiqué hace poco en la Normal Superior Cursos Intensivos, no sé qué fue primero: si la obsesión de leer sobre futbol o la de hacer cuanto fuera posible para librarme de mis responsabilidades escolares con el descarado propósito de tirar el tiempo en canchas grandes o pequeñas, donde fuera con tal de patear una de gajos.
Durante varios años, tres o cuatro, compré religiosamente todas las revistas futboleras que llegaban a Gómez Palacio. Eran pocas, en aquella época las publicaciones no abundaban, pero las cuatro o cinco que lograban aterrizar en nuestros polvos eran para mí un regalo semanal. Recuerdo que me ahorraba el gasto del refrigerio escolar con tal de adquirir aquellas revistillas de humilde monta que sin embargo, para mí, eran oráculos. Compraba y leía de orilla a orilla Pénalty, Balón, Sólo Futbol y los cómics Chivas Chivas Ra Ra Ra y Aventuras de Borjita. Cinco en total. Las leía y las coleccionaba, así que me hice especialista consumado en datos sobre las vidas y las obras de los jugadores y los equipos setenteros. No es necesario aclarar que toda la información se relacionaba con nuestro país, cuando mucho con alguna que otra referencia sobre el extranjero pero siempre a propósito de los fuereños contratados por equipos de acá. Era la época postricampeonato cruzazulino, así que fui fácil presa, hasta la fecha, del fervor cementero. Pero aprendí todo de todos los que en aquel momento sudaban casacas en el balompié nacional: Cabiño, Pata Bendita, López Salgado, Rodolfo Montoya, Eladio Vera, Astroboy Chavarín, Velarmino de Almeida Jr. Nené, Carlos Reynoso, Ítalo Estupiñán, Rafael el Tucumano Albrech, Roberto Salomone (quien alguna vez clavó seis en la goleada 11 a 3 del León contra Torreón), Carlos Eloir Peruci, Juan José Muñante (el jet de Perú, según Ángel Fernández), Alberto Quintano, Miguel Ángel Cornero, Rubén Ratón Ayala, Héctor Hugo Eugui, Héctor Santoyo, Velivor Milutinovich, Walter Gassire, Daniel Mantegazza, Carlos Jara Saguier, Cristóbal Ortega, el primer Hugo Sánchez que fue tan bueno como el último Hugo Sánchez, Ricardo Brandón, Spencer Cohelo, Benito Pardo, Manuel Manso, Eusebio (la Pantera Negra de Mozambique) que vino como insigne cartucho quemado al Tigres, Gregorz Lato, el pelón y volador polaco que también vino como insigne cartucho quemado al Atlante, Milton Carlos (quien usaba los shorts más grandes y abombados que he visto en mi vida), Juan Carlos Cenoriky, Chepe Chávez, Berna García, Guarací Barbosa, Osvaldo Batocletti y un etcétera tan largo que no cabe en el espacio disponible de este texto.
De aquellas lecturas juveniles que no fueron literarias, sino periodísticas, pero que disfruté como si de cuentos se tratara, cargo pasajes que jamás cayeron de mi memoria. Por ejemplo, Miguel Marín declaró en una entrevista que alguna vez tuvo un accidente con unos cables eléctricos que a la postre casi le inmovilizaron ciertos dedos de una mano, y que con todo y eso comenzó su carrera de guardameta jugando para el Vélez Sarsfield. El año pasado fui a un partido de Vélez, El Fortín, contra Chacarita en el estadio José Amalfitani, en el barrio de Liniers, de Buenos Aires, y no pude no pensar en el famoso Supermán que tapaba hasta el paso del aire en la portería de Cruz Azul.
Otra anécdota se relaciona con el deslumbramiento que me producían las palabras, lo que empezaba por los nombres propios de los extranjeros, sobre todo (¿cómo no quedar seducido, verbigracia, por un nombre como Amaury Epaminondas?). En la literatura deportiva encontré mis primeras palabras ajenas al habla cotidiana, algunas muy extrañas. Yo era un niño cuando leí por primera vez la palabra “hippie”. No tenía un marco referencial que ayudara, no había Google y el inglés no estaba tan de moda, así que la leía y la pronunciaba “ipie”. Pues bien, me topé con esa palabra por primera vez en una entrevista de Pénalty a Leonardo Cuéllar, aquel melenudazo que jugó cien años para los Pumas y que ahora entrena a la selección femenil mexicana; Cuéllar era apodado por Ángel Fernández El León de la Metro Goldwyn-Mayer, y cuando fue cuestionado por su look, declaró, quizá para quitarse de encima el estereotipo de mariguano y joto que cargaban todos los greñudos, “No soy hippie”, esto en la mismísima cabeza de la entrevista.
Así recuerdo muchas citas, comentarios de jugadores que dejaban entrever sus vidas gracias a los diálogos periodísticos que yo leía como si se tratara de ficción. La vida aún no me había puesto libros al alcance de los ojos, no había Aquiles ni Quijotes a quienes admirar, así que me refugié sin querer en la profana admiración de los jugadores.
Mientras hacía crecer el arsenal hemerográfico me di tiempo para jugar en cuanto espacio quedaba a merced de los pies. Jugué, como todos, en la calle, en campos de tierra, en canchas de básquet y hasta en la duela brillosa del auditorio Luis L. Vargas de Gómez, donde por cierto se dio la aburrida ceremonia en la que me entregaron la cartilla militar que según esto me hizo adulto (fui “bola blanca”). Mi mejor etapa como futbolista amateur se dio precisamente en la secundaria. No sólo jugué con el equipo de mi salón en los torneos internos, sino que alguna vez nos inscribimos en ligas extramuros y no lo hicimos mal. Formamos un buen equipo, todo lleno de apodos animales: el Gallina, el Caballo, el Lagarto, el Mula, el Perico. Recuerdo que con ese conjunto llegamos a ganar un campeonato en cierta liga gomezpalatina organizada por el PRI (conservo mi credencial de jugador), donde yo anoté un gol en la serie de penales definitiva. También recuerdo que alguna vez masacramos 14 a 0 a un equipo patrocinado por la espectacular firma comercial de El Panqué de Durango cuyo logotipo del bebé verdoso figuraba en sus vapuleadas playeras. En un partido de aquel torneo sufrí mi peor lesión. Fue en el campo aledaño al Seguro Social de Gómez (ahora allí hay un supermercado Casa Ley): en una descolgada yo iba encarrerado para afrontar solito al portero, pero una barrida por la espalda me tumbó; la mala suerte hizo que mi rodilla fuera a clavarse con una piedra filosa, lo que me rajó la piel y casi me dejó al aire los meniscos (conservo y presumo, como Cervantes sus achaques lepantinos, la cicatriz de aquella caída). También recuerdo que una vez fuimos a jugar a un ejido, de visitantes, y el campo estaba rodeado de público ranchero y malencarado, con caguamas a la mano, de suerte que cada vez que yo iba por un balón para hacer saque de banda, saludaba a los aficionados locales con total cordialidad, casi diciendo con el gesto que estábamos decididos a perder costara lo que costara. Y lo cumplimos, cómo no.
Poco después, ya en prepa, ocurrió en mi vida el milagro de los libros. He contado en otros sitios cómo llegaron los primeros a mi primer estante, un casillerito de guardarropa que pronto comenzó a poblarse de más y más libros hasta ser insuficiente y provocar la hechura de un librero que también, pasados los años, fue insuficiente y provocó la fabricación de más libreros que a la postre siguen siendo insuficientes. Muchos años di la espalda al futbol escrito. No sólo porque consideraba frívolo leer periodismo futbolero, sino porque en realidad no se producía más que eso: periodismo futbolero, todo de coyuntura. En los años de mi formación descubrí un cuento sobre el tema. Ese relato fue escrito por uno de mis más admirados narradores: me refiero al cuento “Puntero izquierdo”, de Benedetti. Pero un cuento no hace verano, y todavía a fines de los ochenta no había mucha narrativa ni poesía ni ensayística sobre futbol.
Creo, y esto apenas es una corazonada, que el gran brinco literario del futbol se dio gracias a un hombre, a un hombre muy extraño, porque en su juventud fue un jugador de alta calidad y ya retirado se convirtió en directivo y periodista igualmente notable. Me refiero por supuesto a Jorge Valdano, quien además de ser campeón del mundo junto a Maradona en México 86, tenía y sigue teniendo la cabeza muy bien amueblada, las ideas en orden y la sagacidad para escribir con la misma solvencia que alguna vez mostró en las canchas. No quiero decir que fue Valdano quien primero expuso un estilo rico en imágenes para describir el futbol y sus orillas, sino que su posición de estrella internacional y su buena pluma propiciaron que muy pronto los lectores fijaran su atención en él y en su estilo para describir algo que la crónica habitual no había logrado: el futbol también podía ser dicho con literatura, con buena prosa, con imágenes que añadieran poesía a un tema generalmente comunicado con dimes y diretes pedestres.
Valdano comenzó pues a escribir artículos maravillosos y luego armó la antología de cuentos de futbol publicada por Alfaguara. Eso, más la promoción ya descomunal y globalizada, internética, del balompié, atrajo la atención de millones de lectores; eso a su vez, obvio, sacó del anonimato a muchos autores y produjo a otros. Tras el auge de Valdano todos comenzamos a conocer mejor a Eduardo Galeano, cuyo libro El futbol a sol y sombra es acaso el más visitado de cuantos hay escritos sobre el tema; o a Juan Villoro, que con su Dios es redondo se colocó entre los pilares del negocio. Lo importante aquí, vale destacar, es que muchos intelectuales serios ya no eran vistos con sospecha si escribían sobre futbol, como si de golpe hubieran obtenido una especie de salvoconducto para convertirse asimismo en Quijotes de la cancha. Sobre esto no quiero olvidar el libro Futbol argentino, una veloz historia escrita por Osvaldo Bayer. Quienes tengan alguna idea de quién es Bayer, de su trayectoria como investigador y crítico, entenderán mejor que el “permiso” para escribir sobre futbol quedó abierto para todos.
He leído y respeto a muchos escritores mexicanos que han arado el surco del futbol. El ya mencionado Villoro tiene sus crónicas; Javier García-Galiano, la estupenda novela Cámara húngara; Felipe Garrido, unos cuentos cortos publicados en Del llano; Luis Miguel Aguilar ha escrito, creo, el mejor y más divertido poema mexicano sobre fut, “El futbol de antaño”; Mariño González su novela Fútbol y acá, entre los laguneros, Alejandro Santibáñez publicó hace poco puso en circulación El vendedor de futbol. También recuerdo que Marcial Fernández, de editorial Ficticia, tiene una colección de literatura con tema deportivo donde el futbol alcanza espacio. No menciono las historias de Clío, o los libros auspiciados por los propios clubes, como el lujoso ejemplar que recientemente editó el Santos Laguna. Pese a esto, conozco más y mejor lo escrito sobre futbol en otra latitud, en la Argentina. Creo que allí se está escribiendo, desde hace mucho, la mejor literatura policiaca y futbolera en español. Algo han hecho los argentinos para escanciar del estadio a la cuartilla, con una armonía asombrosa, el humor, la pasión y la aventura que gestan el fut. En esta materia hay un capo, un jefe máximo: es Roberto Fontanarrosa, el Negro, quien por dos flancos supo apretar la pinza de su fervor “canalla”: primero, con su historieta Semblanzas deportivas, y segundo, con sus cuentos. En ambos casos, el registro es poderosamente cómico, con un aliento narrativo que huele profundamente a césped.
Pero hay más, muchos otros narradores de gran empaque. Los tres que más destacan, a mi juicio, son Juan Sasturain, Alejandro Dolina y Eduardo Sacheri. En los tres resalto la capacidad para imbricar el tema del futbol con la vida cotidiana del jugador y del aficionado, lo que imprime a sus cuentos un aspecto de verismo que sólo es comprensible viviendo en el futbol, es decir, que sólo quienes han jugado, visto y hablado de futbol saben que encierra verdad. Por ejemplo, los cuentos de Picado grueso, de Sasturain, cuentan historias que casi están al margen de las canchas y los goles, y que son futboleras en la medida en la que este deporte constituye parte del imaginario coloquial en cualquier barrio argentino. Algo similar ocurre con Sacheri: sus numerosos cuentos arracimados en Esperándolo a Tito y Lo raro empezó después son dechados de viveza narrativa, de soltura a la hora de echar pimienta futbolera al guiso de la vida; Sacheri es el autor de la novela El secreto de sus ojos (donde también hay alguito de fut), que luego fue filmada por Juan José Campanella y ganó el Óscar a la mejor película extranjera. El tercer autor es el escritor, actor, cantante y locutor Alejandro Dolina, quien ha trazado historias breves sobre fucho con un ingrediente imprescindible: el de la mitificación popular, el de la creación de pequeñas leyendas en los barrios opacos que sólo tienen al fut como posible escenario del heroísmo. He aquí, porque es breve y se deja citar muy fácilmente, una estampa de Dolina (“El tipo que andaba por allí):

Suele ocurrir en los equipos de barrio que a la hora de comenzar el partido faltan uno o dos jugadores. Casi siempre se recurre a oscuros sujetos que nunca faltan en la vecindad de los potreros. El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar en puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de ocasión, como Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de su camiseta. Si repentinamente llega el jugador que faltaba, se lo reemplaza sin ninguna explicación y ya nadie se acuerda de su existencia.
Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos del Ciclón de Jonte completaron su formación con uno de estos peregrinos anónimos. Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacía jugar. Convirtió seis goles y realizó hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así. Al terminar el partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros desafíos ajenos.
Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba. Preguntaron por él a los lugareños, pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a verlo. Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de primera división, pero nadie se contenta con ese juicio. La mayoría ha preferido sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella tarde, todos tratan con más cariño a los comedidos que juegan de relleno.

Mucho puede decirse ahora el matrimonio del fut y la literatura. Creo que a muchos nos gusta esto simplemente porque de la calle y las gambetas pasamos, de casualidad, sin querer, a las palabras. Es, como todo, algo misterioso, casi incomunicable. Yo no lo defiendo ni lo ataco. Simplemente lo acepto como otro de los espacios en los que encuentro felicidad, la misma felicidad que brevemente, que magistralmente, que conmovedoramente describió un poeta al que admiro mucho pese a que es casi desconocido: me refiero a José Pedroni, quien en su poema “Futbol”, epígrafe de un libro mío ya encaminado, dice lo que sigue:

Yo conozco el artista del humor desapasible,
y el grave, que en un mundo de soledad se encierra,
y el cargado de gloria que nunca está visible.
A mí me gusta el fútbol. Hay de todo en la tierra.

Nunca pude entenderme con esta gente extraña
que para oír su canto del canto se destierra.
A mí me gusta el bosque, la calle que no engaña,
la multitud, el fútbol... Todo es grato en la tierra.


Nota: La foto que encabeza este post data de 1970, aproximadamente. En ella figuarmos mi tío Jesús Esquivel y mi padre, Rogelio Muñoz. Abajo, mi hermano Luis Rogelio en estilera pose de shortstop, y yo, como siempre tímido, condenado al futbol en un lugar, San Felipe, Durango, adicto sólo al beis en aquellos lejanos entonces. Ojo con el número en la franela de mi hermano: es el 1/2. Y no es por nada, pero mi jefe y mi tío fueron buenos peloteros. En la pinta se les nota.

domingo, junio 19, 2011

Tres piropos al padre



Un poco apresuradamente, en medio del camino de la chamba, traigo tres acercamientos de la música popular mexicana a la figura del padre. Es evidente para todos que la madre lleva la ventaja en esto de los homenajes líricos. Al padre no se le han dedicado tantas canciones, pero entre las pocas que hay es imposible no recordar las tres que expongo a la consideración del respetable público.
La más famosa que hay, creo, es “Mi viejo”, cantada por Piero de Benedictis y compuesta por José Tcherkaski (que incluso tiene versión de Chente), pero entre las nuestras es de ley hacer una inmersión en “Qué falta me hace mi padre”, tema de Raúl Osuna Pérez. Su cantante de cajón fue Antonio Aguilar. No soy afecto al estilo de la banda con tuba (menos en estos tiempos), ni he admirado nunca al charro zacatecano, pero aquí, ya viejo el tipo, con la voz cansada y triste, la más conmovedora que puede haber para estas rolas, lo siento extraordinario. Esta es una canción de la nostalgia. Desde el título se sabe que el protagonista hará un elogio del padre ido. Me gusta en especial, por simple y verdadera, la estrofa “Él me enseño a trabajar…”; la siguiente estrofa es igualmente hermosa y guarda una paradoja casi quevediana. Al hacer click en el título nos desplazamos al enlace de You Tube, por si gustan oír la pieza “en vivo” (sobre el título hagan click en el botón derecho para abrir nueva pestaña y no salir del blog):

Qué falta me hace mi padre
Raúl Osuna Pérez

Qué falta me hace mi padre
a cada paso que doy
qué falta me hace mi padre
a cada paso que doy.

Ya mi dios se lo llevó
qué solita está mi madre
ya mi dios se lo llevó
qué solita está mi madre.

Recorrimos tantas veces
caminos y más caminos
éramos inseparables
casi como dos amigos.

Recorrimos tantas veces
caminos y más caminos
qué falta me hace mi padre
ya no lo tengo conmigo.

Cómo lo voy a olvidar
siempre lo tengo presente
cómo lo voy a olvidar
siempre lo llevo en mi mente.

Él me enseño a trabajar
él me enseñó a ser decente
él me enseñó el buen camino
y a vivir como la gente.

Fui el primero de sus hijos
el que alegrara su hogar
lo digo con sentimiento
en este triste cantar.

Qué falta me hace mi padre
como lo voy a olvidar
qué falta me hace mi padre
cómo lo voy a olvidar.

“Ese señor de las canas”, del hidrocálido Federico Méndez, es una belleza de canción no sólo por su letra, sino porque siempre debemos asociarla a la voz del lagunero Lorenzo de Monteclaro, El Rey del Agudo norteño, según mi modesto parecer. Las torpezas del discurso (“tuvo un poco de ignorancia”) no estropean nada: en el decir del compositor autóctono se permiten esos descuidos de la lógica, esas raras afirmaciones. En esta canción resalto el ataque fenomenal que emprende Monteclaro al estribillo: “Si encuentras en tu camino / a un hombre que va llorando…”, y de allí al cielo.

Ese señor de las canas
Federico Méndez

Nadie sabe cuanto tiempo,
traía cargando amarguras,
cómo recuerdo a mí viejo,
y sus tantas aventuras.

Se le volvieron los años,
es su rostro una madeja,
y transformó su sonrisa,
tan sólo por una mueca.

Si encuentras en tu camino,
a un hombre que va llorando,
dile que a diario en mis rezos,
su nombre voy pronunciando.

Por señas tiene ojos tristes,
herido su corazón,
es viejo y de pelo blanco,
su mirada puro amor.

(Hablado:
Ese señor de las canas,
en las buenas y en las malas,
siempre supo responder.
Fue pobre allá por su infancia,
tuvo un poco de ignorancia,
pero la logró vencer).

Sí encuentras en tú camino,
a un hombre que va llorando,
dile que a diario en mis rezos,
su nombre voy pronunciando.

Andador de mil veredas,
de pueblos y calles viejas,
dónde quedaron sus años,
dónde acabaron sus penas..

La última, “Me refiero a ti”, de Fidencio Villarreal, es uno de los más sonados éxitos interpretados por el aguardentoso e inimitable estilo de Lalo Mora, el mero mero de los antiguos Invasores de Nuevo León. Suena raro que un cantante así de bravío se doble y declare esas palabras con tanto énfasis al padre todavía vivo; es grata la metáfora del “árbol” en el arranque de la pieza. La parte que más me gusta es, sin embargo, la intermedia, la estrofa larga que empieza “Que mi juventud te llene de amor, / viejo, estoy agradecido de ti…”. Ojo ya nomás al final operístico in crescendo en la voz de este cantante que es formidable porque siempre parece de camiones.

Me refiero a ti
Fidencio Villarreal
(versión en vivo con el güero ranchero dominando el espectáculo)

Soy el fruto de aquel árbol
que elevó sus ramas
muy cerca del cielo
para darme vida
y todos mis anhelos.

Me acarició con sus ramas
y bajo su sombra
poco a poco fui creciendo
bendita la obra
del que admiro y quiero.

Me refiero a ti mi querido padre
que siempre tu mano me das con firmeza
ya en tu cabellera las nieves reflejas
tu mirada es triste pero siempre buena.

Que mi juventud te llene de amor
dmi vida te doy,
viejo, estoy agradecido de ti
si quieres mi corazón, te lo doy
quiero verte muy feliz.
Soy el fruto de tu vida
sé que vida hay una
y una vida tú me has dado
que dios te conserve
siempre aquí a mi lado.

Me refiero a ti buen hombre
que por mucho tiempo cuidaste de mí
no se tiene nombre cuando no hay un padre
y todo ese orgullo me lo diste a mí.
Me refiero a ti (me refiero a ti).

Aquí "Cualquier otoño"



El pasado 12 de mayo recibí en el ubicuo Blackberry un mail emitido desde Tucumán, Argentina. Me lo envió Rogelio Ramos Signes, escritor y amigo al que admiro por su lucidez y generosidad, uno de los lujos que me dejó David Lagmanovich. Yo viajaba en ese momento del DF a Querétaro en un bus de la línea Anáhuac, y por razones que no traigo a cuento me sentía profundamente abatido, casi como nunca. Pues bien, el poema de Rogelio, dedicado a su padre, me alentó, me levantó el pecho, me hizo ver que la vida es apenas un buche de aire y no vale la pena desperdiciarlo en pequeñas pesadumbres. Le respondí de inmediato con una carta que, creo, no me deshonra: “Querido Rogelio: Ando de viaje. Voy en un bus, ando el trayecto que va del DF a Querétaro, en el centro de mi republica.
Te escribo desde el celular y te quiero pedir un favor: que creas en las lágrimas que he derramado aquí, tan lejos de San Juan, por la memoria de tu padre.
Tus palabras me han traído una emoción poderosa, y la agradezco. Es una caricia para el alma leer algo así de bello y emotivo, de franco y enaltecedor.
Gracias por compartirlo.
Te respeto y te mando todo mi fraternal afecto. Un abrazote: Jaime Muñoz Vargas”.
El poema lleva como título “Cualquier otoño”, y no viene mal nunca, menos en el día del padre. Ojalá y les guste tanto como a mí. Y gracias, Rogelio, por dejar que convivamos con tus palabras. El blog no me permite trabajar la disposición tipográfica del poema original, pero no importa: comunica muy bien su mensaje como viene a continuación.

Cualquier otoño

Rogelio Ramos Signes

a Rogelio Ramos Díaz

Hoy hace cien años
aunque no sé a qué hora
nació mi padre,
mi padre que ya no está,
que partió con cierto apuro
hace casi dos décadas.
Vino mi padre en un vientre malagueño
que llegaba en un barco
para derramarse aquí.
Vino en un vientre
a la tierra del vino,
a mezclarse con él
antes de cualquier proceso.
Estoy hablando de uvas
de las uvas que amaba mi padre,
que era hombre que amaba
los frutos de la tierra,
en San Juan
donde la tierra es mezquina,
a fuerza de piedra y piedra
y esa arena tan gris.
Me cuesta imaginar
este país hace cien años,
el puerto de Buenos Aires
vuelto hormiguero
por inmigrantes pobrísimos
que cuidaban sus nadas
en valijas de cartón y de flejes,
sus atados de ropa, de tela cualquiera
convertida en seda
sólo por el uso.
Me cuesta imaginar el presente
de ese ayer de expectativas
en un país que nada iba a regalarles
para que dejaran de ser esclavos
y se convirtieran en esclavos
de sí mismos, todo el tiempo.
¿Quién era el presidente ese año
en que nació mi padre?
¿Quién quería derrocar a ese presidente?
Debe estar en la prensa
si es historia de traiciones.
¿Cómo fue el trayecto
de Buenos Aires a San Juan por tierra
luego de tanto mar?
Nadie puede responder a esta pregunta.
Los archivos hablan de otras cuestiones.
Las estadísticas registran el paso
de apellidos gloriosos,
no la sombra de gente
con futuro de labranza.
Hoy hace cien años que nació mi padre.
No sé a qué hora.
Seguramente las calles
estarían cubiertas de hojas,
y esas hojas serían amarillas
como en cualquier otoño.
Sólo sé que fue en Albardón,
ligeramente al norte de la ciudad de San Juan,
entre Villicum y Pie de Palo.
¿Cómo sonaban en los oídos de esos inmigrantes
nombres tan extraños?
La pregunta se responde sólo con supuestos.
Cerca de las aguas termales de La Laja.
Cerca del mármol travertino
que hoy se encuentra en cualquier punto del país
nació mi padre,
un españolito que vino al mundo
hace cien años, a la luz de estas provincias,
y al que, a pesar de no creer en Dios,
Dios lo guarde.

(Tucumán, Argentina, 12 de mayo de 2011)

domingo, junio 12, 2011

La urbe en mi memoria: un recuento deefeñólatra



Durante algunos meses colaboré en la revista El Huevo. Me invitó David Miklos, escritor y periodista cultural con quien todavía muy de vez en cuando me carteo, siempre afectuosamente. En una de esas colaboraciones me hicieron un pedido específico: que escribiera sobre el DF. No se me ocurró nada más que lo publicado hoy aquí abajo, una especie de crónica sobre mi tenue relación con el monstruo capitalino. Luego publiqué el mismo artículo en otros espacios y esta es la primera vez que lo trepo al blog. Ojalá no parezca caduco.

La urbe en mi memoria: un recuento deefeñólatra

Jaime Muñoz Vargas

Primer tranco: iniciación deefeñólatra
Como la mayoría de los provincianos de este tiempo, la noción del DF me fue dada por la tele. Recuerdo que en el inicio de la primaria una maestra nos explicó en el aula que México era, además de nuestro país, la capital de la república, el DF. Por supuesto, no quedó muy claro a qué demonios se refería. En la infancia, los mapas son abstracciones de compleja asimilación y apenas entendí que en México había otro México llamado oficialmente Distrito Federal. Pero la tele, como digo, ya era muy poderosa a mediados de los setenta. Televisa no tenía competencia. Chespirito comenzaba el ascenso a su fama; Raúl Velasco ya era totalmente vacuo, aún tenía pelo y —gracias a México, magia y encuentro, Siempre en domingo y Aún hay más— duraba seis maratónicas y peligrosas horas en el aire dominical; Los Polivoces —Armándaro Valle de Bravo y el policía Enrique Cuenca, para más señas— se correteaban en jardineras de Insurgentes o Reforma; Jacobo Zabludovsky ya era nuestro Goebbels y usaba sus espantosos audífonos de caparazón; Ángel Fernández gritaba gooooooool como ningún otro y Fanny Cano, con su Yesenia, hacía estragos en la educación sentimental de las señoras. Ése era nuestro ingenuo contacto con la capital. La tele era, como todo, un negocio centralista y nos creaba a los provincianos la idea de que en el país lo más importante, lo único, era la capital, el DF, el punto del universo donde estaba La Televisión.
Menos frecuente, el roce con el DF nos llegaba a los niños de La Laguna como enigmático fetiche. Algunos compañeros de la primaria tenían primos, tíos, abuelos en la Gran Ciudad. Yo frisaba apenas los 8 ó 9 años cuando escuché por primera vez una curiosa palabrilla: chilango. Supe por un compañero de primaria y afortunado vacacionista que él tenía “primos chilangos” y que un verano pasó dos meses en el DF compartiendo con ellos largos paseos en Chapultepec, en el metro, en el zócalo, en la basílica, en la torre latinoamericana, en bellas artes, en el estadio Azteca. Por esa sola aventura, mi cuate se erigió en el cosmopolita del salón, en el único que había establecido contacto con la ciudad donde jugaban el América, el Atlante, el Cruz Azul, el Atlético Español y los Pumas, es decir, el 25 por ciento de los equipos de primera división. Y recuerdo con reciclada envidia cuánto me asombré cuando narró su incursión al “coloso de Santa Úrsula” para ver un cotejo de la Máquina tricampeona contra las Chivas. Él no lo supo, pero gracias a sus elogios del Gato Marín, del Flaco Quintano, del Kalimán Guzmán y anexas me convertí en un creciente fan de los Cementeros. En otras palabras, debido a los ojos de un buen cuate y por magia contaminante, como postula J.G. Frazer en La rama dorada, yo tuve contacto con los seres mitológicos de la capital, los futbolistas que sudaban la gramilla del Azteca y que todos los fines de semana salían en la tele de mi lagunera y provinciana buhardilla.
Mi contacto frontal del DF se dio en 1977. Un maestro de secundaria organizó para mi grupo un viaje de estudios —ésta es una metáfora— en el destartalado autobús de la federal “Ricardo Flores Magón”, de Ciudad Lerdo, Durango. Fue un periplo formidable, pues cuarenta y tantos espinilludos salimos de La Laguna para recorrer Tamaulipas, Veracruz, Morelos, el DF y no sé cuántos sitios más. En Tampico vi barcos gigantes, en Tecolutla me inauguré en el estupor marino, toqué los muros de San Juan de Ulúa, entré a las grutas de Cacahuamilpa. Cuando llegamos al DF, no se me olvida, mis hormonas estaban en ebullición por una compañera de la secundaria llamada Claudia, la primera mujer a la que apetecí con instinto de perro. Quizá por eso la capital de esa primera excursión hoy me parece afantasmada, demasiado nebulosa en la memoria. No me interesaron bellas artes, el zócalo, las líneas del alucinante metro, el castillo de Chapultepec. No. Nada. El mundo, el universo estaba en Claudia y mis sentidos eran sus esclavos. Recuerdo que subí los escalones de la pirámide del sol junto a ella, y mi único deseo era seducirla, no comprender el sentido de las ancestrales edificaciones. Claudia —así suele suceder— no accedió a mis demandas y lo único que conseguí con ese prendamiento fue desperdiciar mi primer encuentro con la capital, con la gran urbe que ya nos llegaba por la tele convertida en un monstruo complejo, voraz, indescifrable.
Volví al DF en 1983. Era estudiante de la carrera de comunicación en la que invertí, no sé si bien, cuatro años de mi vida. Como tal, todavía con densa credulidad, me integré a un corro de ocho compañeros que anhelaban conocer los intestinos de Televisa y de Imevisión. Con una carta de nuestro rector, los ocho mocetones entramos a los foros de San Ángel y a los estudios del Ajusco. Vimos la grabación, vaya horror, del XE-TU conducido por René Casados y Érica Buenfil; también entramos al foro donde César Costa y Alejandro Suárez urdían La carabina de Ambrosio. Con enorme vergüenza nostalgio ese tiempo inútil, pues en lugar de establecer relación con las innumerables zonas de interés en la capital, ambicionaba saber, con respetuosas mayúsculas, cómo se hacía Televisión Profesional. En resumen: un viaje de asco, incluidas las ingentes bacanales despachadas en alguna habitación del hotelito La Fayette, ubicado en el centro histórico.

Segundo tranco: re-conocimiento del DF o la vindicación del chilango
En 1984 se dio mi conversión a la secta literaria, y mi saludable y beligerante apostasía de la ingenua ambición televiscosa. A partir de ese año, puedo decirlo sin afán proselitista, mi vida cambió por el contacto de los libros. Como era previsible, muchas de mis ideas han sido modificadas gracias a una página, gracias a un párrafo, gracias incluso a una frase. Debo mi primera revelación verbal de la ciudad de México, la más notable y acaso la más duradera, a Función de medianoche (Era-SEP, 1986), el libro que recoge los ensayos de vida cotidiana que José Joaquín Blanco publicó en unomásuno entre 1978 y 1979. Allí están, como a flashazos, mis primeros reconocimientos ciertos, auténticamente hondos, sensibles, de la capital. La crónica brillante de José Joaquín, su desgarrada ternura, su insobornable juicio del poder y, sobre todo, su minuciosa bitácora de solitario/solidario transeúnte capitalino me dejaron tan entusiasmado que, a mi modo, durante algunos meses intenté el estilo de aquellos textos pero aplicado a las ciudades laguneras. No olvidaré, por ejemplo, las obras maestras de Función de medianoche, ensayos-crónicas que no caerán de mi memoria porque debido a ellas entendí, o creí entender, el fascinante amor/odio que le profesan al DF quienes lo habitan, quienes gozan/padecen las ventajas de su centralismo y el turbio decurso de su inmediatez. “Panorama bajo el puente”, “Mercado sobre ruedas”, “Plaza Satélite”, “La plaza del metro”, “Frío de sábado por la madrugada”, “Un Fausto de Lindavista” y otras piezas del minucioso Blanco me guiaron por la capital mucho mejor que cualquier viaje de estudios. Función de medianoche me pareció desde aquel primer acercamiento una especie de manso apocalipsis, una descripción poética y rigurosa, delicada e implacable, de aquella magalópolis que por su grandiosa monstruosidad obliga al ciudadano a elegir en un resignado águila o sol: amarla/odiarla o huir.
Luego vinieron otros libros, claro, y casi todos me confirmaban el pálpito de Función de medianoche. Uno de ellos fue Perspectivas mexicanas desde París: un diálogo con Carlos Fuentes (Corporación Editorial, 1973), entrevista donde el autor de Terra nostra se explaya frente a James R. Fortson, director en aquel momento de la revista Él, una especie de Playboy azteca. A mediados del 73, Fortson interroga a Fuentes en París y le pregunta si piensa regresar a México para residir permanentemente allí. El novelista responde que viaja a la capital con mucha frecuencia, que tiene amigos y esas cosas, y en sus palabras asoma demasiado la oreja una visión catastrofista que desde entonces es referencia obligada cuando pienso en el DF: “Ahora México es una ciudad sin misterio, sin comunicación entre la gente (…) una ciudad donde el obrero emplea tres o cuatro horas en trasladarse todos los días de su casa al trabajo. Es terrible; no se ha resuelto el problema básico de los medios de transporte urbanos. Pero abundan los yates en Acapulco. México es una ciudad donde no se puede caminar, tienes que andar en el periférico todo el tiempo, te ahoga el polvo, el smog, sólo hay avenidas inmensas, grises, despersonalizadas, de concreto, dedicadas a la muy divina pareja del señor Cocacoatl y su esposa Pepsi-idem. Es horrible, ¿verdad? Hay que reconstruir la ciudad de México. Quizás sea demasiado tarde. Yo creo que ya no tiene salvación esa pinche ciudad. Se la llevó la chingada, de plano…” (p. 40; el subrayado es mío). Como se lee, al final de este comentario Fuentes oscila entre el optimismo y la certeza de un DF leviatánico, un sitio al que se lo llevó, sin ambages, “la chingada”, la chingada que hoy es la polución, el congestionamiento, la delincuencia, el hacinamiento, el subempleo, la indefensión económica de millones, el tenaz centralismo, la falta de transporte, la descomunal necesidad de agua y de luz, el caos. Pese a todo, un porcentaje muy alto de mexicanos, resignado o no, vive allí con la legítima esperanza de ser feliz hasta que llegue, si es que llega, la posibilidad de escapar.
Junto con los libros, junto con los suplementos (sábado, El Búho, El Dominical, La Jornada Semanal), llegaron las primeras amistades chilangas. Al revés de lo que dicta el estereotipo, los chilangos que conocí en aquel tiempo no eran los irredentos malvados descritos por la mitomanía popular de tierra adentro (debo señalar, parentética y casualmente, que mis mejores cuates de la prepa y de la carrera son un par de chilangos ya algo descafeínados pero todavía con suficiente acento tepiteño). Conocí a Guillermo Samperio, a José Agustín, a Nacho Trejo Fuentes (de Pachuca, sí, pero chilango por ósmosis), a Vicente Quirarte y a otros capitalinos no menos generosos. En lo que me toca, pues, los deefeños me ha tratado, hasta hoy, con buena mano, así que no comparto el precavido estereotipo resumido en la divisa “haz patria, mata un chilango”. Antes bien, el aroma que me deja la ciudad de México es simétrico al de José Joaquín, el amor/rencor que luego encontré en “Declaración de odio” (Poemas prohibidos y de amor, Siglo XXI, 1973), una de las obras legendarias del ilustre Cocodrilo:

Te declaramos nuestro odio, magnífica ciudad (…)
Y si te odiamos, linda, primorosa ciudad sin esqueleto,
no lo hacemos por chiste refinado, nunca por neurastenia,
sino por tu candor de virgen desvestida…


Tercer tranco: el asentamiento de la deefeñolatría distante
Ahora, desde hace tres años, por asuntos de trabajo visito la capital con relativa periodicidad. Siempre busco librerías, y por sistema ingreso a Gandhi, al Sótano, a la Octavio Paz y a la de la UNAM. En este tiempo han llegado a mí nuevos textos para convalidar mi afecto del DF —Enseres para sobrevivir en la ciudad, Grupo Editorial Norma, de Vicente Quirarte; México, ciudad de papel, Tusquets, de Gonzalo Celorio, entre otros— y enfatizar lo que apenas sospeché con la lectura de José Joaquín Blanco. El arraigado amor/rencor de quienes a diario transitan sus calles y se filtran en sus recovecos de concreto. En las visitas recientes, ya más afinada la atención, la metrópoli me ha enseñado su rasgo más evidente: la despersonalización. En México —esto es una hipérbole— parece que nadie le interesa a nadie, y ésa, paradójicamente, es la ventaja/desventaja del oximorónico DF. El desdén por los otros millones de desdeñosos le da al individuo la certeza de una libertad cierta, real, pero esa libertad se ve sujeta por la presión de los horarios, las distancias, el revoltijo de vidas, la competencia laboral, la maldad despersonalizada. En el DF todo mundo es libre a condición de que acepte vivir en una cárcel. Por eso no hay gratuidad, sino puntería, en el uso del oxímoron amor/odio.
Y como digo, ya visito la ciudad de México frecuentemente. Siempre salgo hacia allá con un temblor de piernas que amaina apenas piso la irónica región más transparente. Como mi memoria es más fotográfica que nominal, no ubico nunca los nombres de ninguna calle, de ninguna colonia, de ninguna línea del metro. Toda la nomenclatura entra sin concierto al caos de mi diccionario metropolitano: Tacuba, Tlalpan, Parque Hundido, Colonia Roma, metro Nativitas, Iztapalapa, Narvarte, Polanco, Xola, Presidente Mazarik, Ajusco, San Ángel, Izazaga, Copilco, estatua del Caballito, la Diana, Chapultepec, Lagunilla, Minería, Indios Verdes… Por tal razón, cada vez que visito la capital llevo una agenda ligera, simple, consistente en dos o tres actividades que después se convierten en cuarenta. Bien sé que México posmopólitan devora a cualquiera, y a mí, temeroso lagunero, me arrastra en su infatigable turbamulta despersonalizada, atroz, perfectamente caótica. Pese a todo uno va queriendo a la ciudad y entiende mejor a los poetas que la han loado, desde Bernardo de Balbuena a José Emilio Pacheco. La capital es fea, en las mañanas luce ojerosa y pintada, cierto, pero tiene un veneno que fascina, un veneno que, por lo menos, vale la pena ingerir de vez en cuando. Lejos, separado a diario por más de mil kilómetros, mi amor por el horrible Distrito Federal ha sido, como todo lo que nos sucede, inevitable, tan inevitable como mi frecuente recuerdo del poema “Crónica” (Tarde o temprano, FCE, 1986, p. 166), de JEP:

La guerra terminó o tal vez no ha empezado
El fuego derribó nuestras murallas
y hacemos guardia entre las armas rotas

En el aire se palpa un rumor de lluvia
Aún no desciende pero está manchada
por nuestra sangre

¿Somos inocentes
somos los culpables de la matanza?
¿Quién desertó o está muerto como un héroe?

No lo sabremos nunca
En esta noche
que se ha vuelto destino
toda nuestra ventura se reduce
a esperar aquella guerra
que aún no comienza
o se encendió hace siglos.


Cada vez que viajo a la capital, por superstición, leo este poema.

lunes, junio 06, 2011

Retorno al blog



Durante un mes tomé distancia de todas mis actividades de escritura y publicación en soportes de papel y medios electrónicos. Creí que la decisión de cerrar mi blog, mi Facebook y mi Twitter sería definitiva y me permitiría abrazar los proyectos que más quiero, los libros que se arman y se publican a un ritmo mucho menos frenético. Dos razones me llevan a considerar, hoy, aquel retiro como algo pasajero: a) mi prematura nostalgia, esa especie de necesidad creada durante años y difícil de abandonar nomás por nomás; y b) las cartas de queridos amigos que me dieron una generosa idea de que, pese a todo, la recepción de mi trabajo no es tan mala en esos pocos pero atentos lectores. A ellos, sobre todo, dedico este regreso que no por rápido deja de ser emotivo para mí, pues en más de 25 años no había dejado la chamba periodística y en un mes de asueto vi que puede ser indispensable para mí y acaso grata para ciertos queridos amigos.
Publico en este retorno mi última colaboración a la revista Nomádica. Se refiere a la golpiza que le propinó el invierno pasado a nuestra flora arbórea. Ese desaguisado meteorológico nos tiene ahora sumidos en calorones de récord, de arriba de 40 grados. Todo, en suma, por la gelidez de dos días y la falta de buen criterio a la hora de elegir los árboles que cuidaremos.
Gracias, pues, por alentarme; aquí seguiré con entreguitas semanales mientras tanto y he reconectado Facebook y Twitter, por si gustan asomarse también por allá.
La foto que ilustra este post es de mi hija Renata Muñoz Chapa.

Postal en sepia de La Laguna

Jaime Muñoz Vargas

No recuerdo nada similar en mi vida como lagunero de toda la vida: llegar a Torreón y ver el panorama de los árboles amoratados por el frío es algo que me dejó paralizado, más frío que los propios árboles victimados por la helada brutal que los golpeó entre 3 y el 4 de febrero, fechas que pasé, por razones de trabajo, en la capital del país. La moraleja que queda luego del latigazo propinado por los elementos a La Laguna se relaciona, de nuevo, con la necesidad de repensar en el tipo de flora que debemos alentar.
Como en 1997, cuando nevó y el frío nos hizo garras miles de árboles, el 4 de febrero de 2011 pasó algo similar, o si se quiere peor, pues según pudimos saber la baja temperatura tuvo una duración y una intensidad infrecuentes en La Laguna. Acostumbrados como estamos a frío que en realidad es una caricatura de los que pegan en otras latitudes (no digo de Europa, sino de nuestro mismo país), el de aquellos días nos dio una probadita de lo que puede hacer la gelidez con los seres vivos. No hubo víctimas humanas, por suerte, pero las arbóreas se contabilizaron por miles.
La violencia climática se ensañó principalmente con ciertas especies. No sé exactamente con cuáles, pues no soy especialista en detectarlas y nombrarlas, pero para cualquiera fue visible que los ficus y los pingüicos sucumbieron ante la hostilidad del clima. La primera evidencia del daño fue el tono púrpura-mate que adquirieron; luego, con los días, pasaron a tener un follaje café-terroso. Ni en un primer momento ni después hubo recomendaciones enfáticas de las autoridades para que los ciudadanos supieran bien a bien qué había pasado con los árboles, si estaban muertos o no, si era o no prudente recurrir a la poda o a la tala.
Pasado un mes, muchos árboles vieron perder su follaje muerto tras los primeros ventarrones del año o con las numerosas podas que sobrecargaron de chamba a los jardineros y a los carretoneros de mulas. Por todos lados y a toda hora, los profesionales del machete y de la sierra eléctrica tumbaron ramas y más ramas, esto sin que se conociera a las claras la pertinencia de las podas. Del panorama triste de los árboles cabezones y cafés pasamos al panorama todavía más desconsolador de los árboles desnudos y llenos de muñones. Hubo, al menos para mí, unos días de suspenso en los que no sabía si mis árboles habían perecido o libraron, incólumes, el siniestro. Tengo cinco, y sólo uno de ellos es un ficus. Al momento de ordenar estas palabras (8 de marzo de 2011) sé, con gusto, que cuatro han sobrevivido y sólo el ficus me mantiene en ascuas. Los primeros brotes de verdor en los que ya salieron airosos me llevan a pensar en su follaje venidero, tan abundante y sombreador como siempre.
Como en muchos otros temas relacionados con el medio ambiente, falta puntual información acerca del cuidado que debemos tener por nuestra flora. Esa información no sólo se relaciona con las etapas de contingencia como la que acabamos de padecer luego del bajón de temperatura. Lo recomendable es que las autoridades, y la SEP en sus programas y los medios de comunicación, informen oportuna y ampliamente sobre las especies que se adaptan con facilidad a nuestro ambiente, para evitar en el futuro una recaída ante meteorologías otra vez severas.
Cierto que no son los más bellos y por ende los más populares, pero muchos árboles se acomodan con facilidad a nuestra región y sobreviven a cualquier adversidad dictada por el clima extremo. Otros adornan con su hermosa facha y regalan muy buena sombra, pero por fuerza mueren ante climas que llegan a golpearlos cada tanto.
El frío de principios de febrero en La Laguna nos abrió de nuevo, pues, la oportunidad para revalorar a la flora nativa, ésa que resiste tanto el sol como, particularmente, el frío intenso que nos cae encima cada diez o quince años. Si reforestamos, no está de más consultar con los expertos y guiar nuestra elección con criterios menos ornamentales y más prácticos. Sólo así garantizaremos que nuestra sombra y nuestro oxígeno no se vean mermados.