domingo, enero 30, 2011

Cierre y pausa



El texto que aparece luego de este post es la última entrega de la columna Ruta Norte publicada en La Opinión. Heré una breve pausa, pero el blog de Ruta Norte sigue en funciones. Agradezco a los lectores que accedían por este medio a la columna.

Fin de Ruta Norte



El domingo 6 de marzo de 2005, es decir, hace casi seis años, comencé la publicación de esta columna. Unos días antes había recibido la invitación de Marcela Moreno, directora de La Opinión Milenio, para colaborar aquí en un espacio fijo. Acepté gustoso y seis años después, hoy, me despido igual: contento de haber(me) (de)mostrado disciplina para alimentar una columna, género periodístico que parece un día de campo pero, como los otros, ata y exige, al menos, si no talento, sí constancia, tesón, “muñeca”, como dicen los argentinos.
Pese a todo y por más que quiera embozar el sentimiento, bajo la cortina de Ruta Norte también con un aguijonazo de tristeza. Es como despedirme de un amigo, saber que algo personal termina. Mantener viva esta columna, viva y más o menos interesante, no sé, me costó muchas horas de trabajo sobre el teclado y no sé cuántas más de lectura y más todavía de preocupación (de preocupación, lo aseguro, aunque muchas personas crean que escribir, para uno, es como enchilar gorditas). Para planear las cinco columnas de cada semana veía la agenda y notaba, por ejemplo, que tal día podía entrar una efemérides; otro, la reseña de un libro recién presentado; otro más, algo muy coyuntural; y otro, una idea que me anduviera rondando aunque sin fecha de caducidad, y así. Nunca tuve una agenda rigurosa y de hecho en la mayoría de los casos me senté ante la computadora sin nada previsto, sin tema, presionado por la hora de cierre y con las musas rejegas. Otras veces pasaba algo repentino, por eso también trabajé las necrológicas. Otras muchas me ayudé escribiendo sobre mis colegas y paisanos escritores de La Laguna, y esto sí me deja orgulloso pues tal vez nadie ha escrito más que yo sobre ellos; lo he hecho conciente de que afuera nadie se preocupará de nuestras obras, así que opinar sobre libros y autores laguneros fue como luchar contra el silencio, subrayar el valor de nuestras letras.
Debo decir que en seis años no me obsequié vacaciones, salvo las dos semanas en las que, imposibilitado por unos trotes en España e Inglaterra, hice pausa. Esto me lleva a recordar que gracias al correo electrónico y la computadora móvil, nada escribí en más diversos nichos que esta columna. Lo mismo en carreteras federales que en Oxxos, lo mismo en mi escritorio que en hoteles, lo mismo en restaurantes que en plazas con internet abierto. Platico una anécdota que se relaciona con esto: iba con mi familia un sábado en la tarde en un viaje de El Paso a Chihuahua. Prácticamente daba por hecho que no podría enviar la columna, pues debido a los sobresaltos del regreso no escribí nada y, aunque hubiera terminado algo, carecía de internet en el camino. Poco antes de llegar a Villa Ahumada abrí la computadora, revolqué un tema en la pantalla y casi se me acabó la pila de la lap. Ya en la capital mundial del burrito (Villa Ahumada), mientras nos despachaban gasolina abrí la compu y capté una muy débil señal de internet sin candado; me quedaba una brizna de pila. Contra el reloj me conecté a Yahoo, releí el documento, lo adjunté y la columna llegó milagrosamente a Torreón. Ignoro por qué siempre he pensado que tal fue mi más grande hazaña para no fallar en la entrega de la colaboración.
Por otro lado, traté en todo momento de respetar una idea autoimpuesta desde que arranqué con este proyecto: no caer en el monotematismo, campechanear lo más que se pudiera cada entrega. Así pues, escribí sobre libros, escritores, periodismo, televisión, política, música, cine, arte, medio ambiente, historia, deporte, vida cotidiana, gramática y un montón de subtemitas más. Aunque Ruta Norte fue un espacio periodístico, me obligué a pensar en prosa literaria y procuré usar un léxico oscilante entre lo culteranón y lo popular; el resultado no es el óptimo debido a las prisas de la maquila, pero el deseo de que la forma no se distanciara mucho de lo literario fue un rasgo que espero haya sido captado por el lector, por el amable lector, como decían endenantes.
Es lógico que el apresuramiento de la escritura provoque apresurados juicios y, por ello, muchos errores o ligerezas. Procuré expresar honradamente lo que pienso, aspiré a ser ecuánime, aunque ya imagino que en ocasiones fui injustamente malo o injustamente impreciso. Ofrezco una disculpa en ambos casos, aunque reitero que en todo instante enderecé mis párrafos con total sinceridad.
Si hay, por otra parte, una escritura que nunca complace a todo mundo, es la periodística: el lector de diarios es heterogéneo, el más diverso que uno pueda imaginar, así que muy probablemente me gané la malquerencia de muchos lectores. Asimismo, dejo constancia de que, aunque pocos, tuve lectores fieles y (no sé por qué) agradecidos: el primero de todos, mi hermano Luis Rogelio. Luego de él, algunos amigos y no amigos me hacían ver, por carta o en el trato directo, que estaban al pendiente de Ruta Norte, que me leían incluso con gusto, lo que nunca dejó de asombrarme y apenarme y comprometerme. Con ellos dialogué secretamente, por ellos traté de que se notara con claridad mi alegría a la hora de escribir.
Debo decir que La Opinión Milenio fue siempre respetuosa con mi libertad. Nunca recibí una orden expresa ni velada para decir o callar algo, lo que fuera. De hecho, la mayor evidencia de respeto a mi trabajo fue la sana incomunicación: a Marcela Moreno la vi dos veces cada año, si mucho, y jamás fue para conversar sobre el contenido de la columna.
Junto con este espacio traté de sacar adelante mis ondas literarias. Pude hacerlo a medias, pues en la miscelánea y picaresca supervivencia mexicana, más en el caso peculiar de quienes fatigamos el quijotismo artístico, las tareas son muchas y no se ciñen sólo, como en mi caso, a una columna periodística. También hice algo de promoción cultural, edité, presenté libros, di conferencias, viajé, cuidé a mi familia, despiojé prosas ajenas, vendí menudo lo domingos y en fin, muy poco tiempo me quedó durante estos años para urdir páginas literarias.
Otros proyectos de escritura están pues a la vista. Dejo al margen, quizá ya definitivamente, aunque sobre esto nunca hay que asegurar nada, el trabajo periodístico continuo, la manutención de espacios fijos. Dejo también casi todo tipo de presentación pública y mi participación, no mucha pero sí frecuente y siempre a título honorario, en programas de radio y televisión. Vuelvo de lleno a la literatura, lo mío más mío. O sea, seguiré el diálogo con mis tres lectores pero en otros foros y a otro ritmo. Mi blog, en este caso, seguirá vivo aunque con un flujo menor de contenidos. Tengo confianza en que todavía hay varios libros en mi tintero, algunos nacidos, por cierto, en el seno de Ruta Norte; necesito sentarme a trabajar en ellos, pensarlos bien, escribirlos/revisarlos con la pasión que demandan. Finalmente, y aunque parecen lo mismo por el hecho de relacionarse con teclados y palabras, el periodismo y la literatura son dos actividades muy distintas. Ambas exigen hígados diferentes, y aunque hay ejemplos muy afortunados de conciliación (Ricardo Garibay, Vicente Leñero, el mismo García Márquez y muchos más), en la mayoría de los casos creo que es el escritor quien se acerca al periodismo como modus vivendi, y no el periodista quien se arrima a la literatura. Esto significa que en general el escritor publica en periódicos y revistas a veces hasta con orgullo, pero siempre con ojos de borrego medio muerto mirando hacia la literatura. Eso me pasó, precisamente. Mientras torteaba columna tras columna, una parte de mí se mantenía anhelante, a la expectativa, soñando con cuartillas peinadas de otro modo. Por suerte, mientras vivió Ruta Norte pude publicar seis libros, todos, salvo uno, escritos antes de alimentar la columna. Me quedan otros en el carcaj, pero no quiero que se acaben sin escribir antes los que en mi alma patalean desde hace tiempo pugnando por nacer. Para eso quiero el tiempo, aunque no dispondré de él a mis anchas, pues siempre hay necesidades materiales/laborales que alejan del zapapico literario. He pensado entonces que las cuartillas que le quito al periodismo y a otras actividades son cuartillas que ahora ganaré —volveré a ganar— para la literatura. Es una ecuación sencilla, un simple reacomodo de los muebles. El futuro dirá si en este momento estoy tomando una buena decisión. Puede que no, pero el reto es hacerle manita de puerco al porvenir para que al final me conceda la razón.
Estos párrafos parecen, pero no son una despedida. Nos seguiremos comunicando. Eso espero, eso deseo. Por lo pronto, vaya un último gesto de afecto para todos los que hicieron posible, con su lectura, mi escritura de la columna que aquí, con esta palabra, termina: gracias.

viernes, enero 28, 2011

Oda a la vieja lap



Un libro que me pegó de joven fue Odas elementales, de Neruda. Como sabemos, el poeta de Temuco publicó en él bellos poemas (el adjetivo “bellos”, si nos referimos a la producción nerudiana, es un pleonasmo) dedicados a objetos, lugares o sentimientos “elementales”. El premio Nobel de 1971 usa esa palabra en los dos sentidos que podemos asignarle: como objetos, lugares o sentimientos sencillos, o bien como básicos para deslizarnos por esta extraña cosa llamada vida. Así, casi cualquier tema es motivo de una oda para el chileno, pero es de resaltar que la merecen más aquellos detonadores temáticos que conviven con el escritor y lo ayudan a maravillarse de y en su cotidianidad.
Un ejemplo de poema con tema notoriamente “elemental” es “Oda al caldillo de congrio”. Es, como todas las odas nerudianas, una composición esbelta, de verso tan corto que avanza como flecha hacia el lector: “En el mar, / tormentoso / de Chile / vive el rosado congrio, / gigante anguila / de nevada carne. / Y en las ollas / chilenas, / en la costa, / nació el caldillo / grávido y suculento, / provechoso. / Lleven a la cocina / el congrio desollado, / su piel manchada cede / como un guante / y al descubierto queda / entonces / el racimo del mar, / el congrio tierno / reluce / ya desnudo, / preparado / para nuestro apetito. / Ahora / recoges / ajos, / acaricia primero / ese marfil / precioso, / huele / su fragancia iracunda, / entonces / deja el ajo picado / caer con la cebolla / y el tomate / hasta que la cebolla / tenga color de oro. / Mientras tanto / se cuecen / con el vapor / los regios / camarones marinos / y cuando ya llegaron / a su punto, / cuando cuajó el sabor / en una salsa / formada por el jugo / del océano / y por el agua clara / que desprendió la luz de la cebolla, / entonces / que entre el congrio / y se sumerja en gloria, / que en la olla / se aceite, / se contraiga y se impregne. / Ya sólo es necesario / dejar en el manjar / caer la crema / como una rosa espesa, / y al fuego / lentamente / entregar el tesoro / hasta que en el caldillo / se calienten / las esencias de Chile, / y a la mesa / lleguen recién casados / los sabores / del mar y de la tierra / para que en ese plato / tú conozcas el cielo”.
La transparencia de esos poemas me alentó desde hace mucho a buscar la grandeza en lo ordinario. Creo que esas odas me revelaron la belleza de lo inmediato y en apariencia insignificante. Tan fuerte fue la epifanía que desde entonces escribo en la mente no odas, pero sí “prosas elementales”. Tengo dos libros inéditos con ese tema, uno de ellos sobre la comida popular de La Laguna (Callejero gourmet), del cual he presentado avances en Ruta Norte. Otro, sobre dedicatorias de libros que me enorgullecen. Un tercer libro con es mismo asunto es el que algún día escribiré sobre ciertos productos comestibles que me asombran por su sabor y su modestia, como la sal, la azúcar, el frijol, el maíz, el plátano, el arroz, el café, el cilantro, la mandarina, la tuna, entre otros.
Pues bien, en días recientes pensé en la posibilidad de otro librito similar, éste sobre ciertos objetos también presentes en la rutina que ya, por comunes, se nos hacen invisibles. No pienso en esas estampas como meros ejercicios estilísticos, aunque lo parezcan más que nada. Llevan intrínseco, al menos así lo pienso, el reconocimiento a los seres anónimos que trabajaron para que un artículo me sirva. Agradecer a los zapatos que salieron muy buenos y no caros es, en el fondo, pensar en los lugares donde el esfuerzo de hombres y mujeres sin rostro, pero reales, metieron los manos en la materia para transformarla y crear riqueza (no para ellos, y eso también es parte de la reflexión). Agradecer al tenedor con el que comemos, ese objeto tan extraño si lo miramos bien, o a la camisa, o al sombrero, o al reloj. Nada hay, de hecho, que no tenga un origen genial y que no implique la presencia de un razonamiento agudo. Eso es lo que me deslumbra y eso es lo que quisiera destacar incluso en objetos sofisticados, como la lap top. Sólo he tenido una, ésta con la que escribo esto, y es un objeto maravilloso. Poco más de cinco años he convivido con ella, y jamás se ha rajado. Ya perdió una bisagra, está toda raspada y sin las calcomanías originales, le queda nada de memoria, ya le caducó todo, pero sigue trabajando. A ella no le tocará quizá la suerte de la Olympia mecánica, que sobrevive como adorno, pero sí estos renglones que son como una declaración de amor. Asombrosamente, con sus teclas le escribo estas palabras y quedo más, más asombrado todavía.

Composición en Poe



En su ensayo “Método de la composición”, Poe levanta una pequeña pero genial teoría sobre la escritura guiada a conciencia por su autor. Es lo contrario, totalmente lo contrario, a la llamada “escritura automática” que promovieron los surrealistas, pues mientras en éstos la razón es expulsada, en la que propuso el bostoniano el pensamiento es férreo rector, guía todopoderoso de su creatura artística. Hoy sabemos que la escritura es, o debe ser, una mezcla más o menos equitativa de impulso —de intuición— y de raciocinio. Depende del género: que yo sepa, los ensayistas no reniegan de la falta de inspiración, como a veces sucede a los poetas, de donde colegimos que un género es más cabeza y, otro, más corazón, por decirlo de una forma elemental. El punto medio es el de la narrativa: por experiencia personal y porque he indagado en opiniones de otros, sé que un cuento y una novela hacen participar casi por igual un impulso alucinado, primero, y, luego, un ánimo racional que pone orden principalmente al momento de revisar.
Poe pensó que todo en la escritura debía ser vigilado. Le deja poca, más bien nula, cancha al unicornio azul, a la inspiración que suele comportarse como la loca de la casa. Para darse a entender, explicó su método y tomó como conejillo de indias a su poema “El Cuervo”. Plantea esto, para empezar: “He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al término definitivo de su realización”.
Según él, otros han declinado ese proyecto por lo siguiente: “Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a tanta idea entrevista!, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión literario”.
Se deja ver entonces que la genialidad no existe para Poe, al menos no aquella que imaginamos los lectores: la que escribe enardecida y no mira a ningún lado ni repara más que en el hecho vertiginoso, imparable, de unir palabra tras palabra. Lo que para él existe es una vaga iluminación confusa, la idea, y luego el trabajo, la planeación, las horas/nalga en las que el artista reflexiona sobre el acomodo que dará a las palabras sobre el papel. Afirma sobre la hechura de “El Cuervo”: “En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. (…) Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático”.
Así, el inventor del cuento policial nos convida a pensar que la idea romántica del creador arrebatado, volcánico y visceral es un mito, pues la mejor obra es aquella que nace con un propósito dirigido y permanentemente fiscalizado por su autor para crear un efecto determinado. Esto que parece una conclusión sin mayor densidad, es poderoso porque, entre otras razones, contradice la creencia de que el escritor sólo se sienta, enciende el interruptor y las musas hacen lo que sigue. Pues no, declara Poe, no hay musas, o si las hay, son perezosas y erráticas. Lo que hay es un autor que debe esforzarse por cuadrar eficazmente un rompecabezas: su obra.

jueves, enero 27, 2011

América: un odio necesario



Los futboleros mexicanos no americanistas le debemos mucho al América. Gracias a los Canarios que desde hace algunos años son Águilas, quienes nos interesamos por el futbol hemos podido alimentar nuestro odio de manera inversamente proporcional a nuestro cariño por otros equipos. Salvo algunas excepciones (los del Atlas que aborrecen a los Chivas o los del Tigres que malquieren a los Rayados), una pasión más o menos común en el aficionado mexicano es la de detestar al América, de ahí que se pueda afirmar esto: el fervor futbolero más extendido en México es el antiamericanismo.
La razón es de sobra conocida y tiene su origen, creo, en los años setenta. En aquella década se alambicó hasta la quintaesencia el antiamericanismo. Televisa, empresa propietaria del equipo, impulsó una campaña permanente de celebración de todo lo que hacía su equipo en la cancha. Esto era complementado por una campaña de remache: devaluar, ocultar, minusvalorar todo lo que hacían los demás clubes. Para cualquier televidente (y aquí debemos recordar que el futbol profesional es sinónimo de televisión) era descarado, obsceno, el apoyo de los comentaristas a todo lo que se relacionaba con los colores amarillos. El América era acompañado, pues, por una cobertura tercamente tendenciosa, maniquea, sin grises. Sus goles eran gritados a todo cogote y sus jugadores recibían de los reporteros un abordaje cínicamente palero.
Por entonces nació también la figura de José Ramón Fernández, el antiamericanista mediático más obstinado que en el mundo ha sido. Desde su estudio de DeporTV, Joserra, como le dicen, emprendió la ciclópea tarea de contradecir los dichos del emporio sobre el América; flanqueado por Orvañanos y Albert en la etapa setentera-ochentera, los tres trataban de agriarle la vida al americanismo y lo lograron hasta donde resultaba posible. En el fondo, sin embargo, lo que José Ramón y su equipo hicieron, acaso sin pretenderlo, fue caldear el ambiente, reafirmar en su querencia a los miles de americanistas y, en su odio, a los millones de anti.
Pero hay un detalle básico para que la pasión futbolera sepa a eso, a pasión: el futbol en sí. Más allá de la tele, que crea fantasmas, el futbol en la cancha es el que habla. Muchos millones de aficionados odiamos al América no tanto por la estulticia de sus babeantes aplaudidores con micrófono, sino porque el América jugaba de maravilla en todo el país. Durante años (25, tal vez 30), los amarillos de Coapa tuvieron equipos que imponían pavor. Aquel de Reinoso y Pata Bendita de los setenta, o el de Outes, Bacas y Brailowsky de los ochenta, o el de Biyik y Kalusha de los noventa, salían a las canchas y hacían del futbol un espectáculo fenomenal.
Mi hermano Luis Rogelio y yo llegamos alguna vez a una conclusión que parecía sentencia egipcia: en el minuto 40 del segundo tiempo no era suficiente una ventaja de dos goles contra el América, pues fueron innumerables los partidos en los que esos cabrones se levantaban de cualquier adversidad y terminaban ganando. El odio, pues, contra los Canarios hoy supuestamente Águilas se basaba no tanto en el efecto de los elogios televiscosos, sino en el gran futbol del América, en sus estupendos jugadores, en su éxito real dentro de la cancha.
Desde hace poco más de diez años, empero, la situación cambió. Los especialistas quizá saben por qué. Los simples aficionados, principalmente los que ya sumamos cuatro décadas o más sobre los lomos, no acabamos de entender lo que hoy es el América. No estamos acostumbrados a ignorarlo, no estamos acostumbrados a ver el resumen de la jornada y enterarnos de que una vez más sigue en apuros, sin levantar el pico (sea de canario o sea de águila). Lamento decir que la ensalada insípida que hoy es el futbol mexicano se debe en mucho a la ya larga crisis del América, es decir, a que millones de aficionados hemos perdido una de las razones más poderosas para seguir atentos a nuestros equipos favoritos. Por desgracia, pues, hace falta que el América se recupere, que vuelva a ser al menos la sombra de lo que fue. Porque ¿qué es el futbol sino la representación, la realidad vicaria en la que puede enraizar un gran amor a determinada camiseta (como al ser amado, como al país, como al artista predilecto) y un gran odio a otra. Sin este infantil rencor (como el que muchos devotamente profesamos al América de antaño) el futbol no sabe igual.

miércoles, enero 26, 2011

La era Facebook



A estas alturas ya es un grave defecto no usar Facebook. Como ahora me pasa con el Twitter, yo lo tuve (me refiero al Fecebook) un mes y luego, a falta de humor para deslizarme en ese argüende, lo tiré sin remordimiento. Muchos argumentos me han dado para que lo reabra, pero no quiero hacerle más concesiones a la vagancia en internet. Con los periódicos, el blog y el correo electrónico me basta, así que ver fotos ajenas y pegar mensajes en muros no guarda ningún atractivo para mí. Sin criticar a otros, prefiero abstenerme aunque acepto que la oferta es tentadora. Precisamente por eso ya no la quiero: por tentadora. Poco sé, pues, sobre Facebook. Mi red social es simple: dos o tres personas de carne y hueso.
Mi amigo Vique, Fabián para más señas, escribe una columna sabatina para el periódico Compromiso de Haedo, en Buenos Aires. Este cuate es muy vaciado, como lo podemos comprobar en la clasificación facebookera que aquí le secuestro sin más preámbulo; su título es “Facebook para todos”. Si yo fuera entendido en Facebook, algo como esto, lo de Vique, hubiera querido escribir:

En tiempos pretéritos, los seres humanos éramos observados y clasificados según nuestro comportamiento en las reuniones familiares, en las charlas de sobremesa, en las conversaciones en el trabajo, en las tertulias literarias, en las discusiones de comité, en las charlas de café, en los cumpleaños, en las fiestas patrias y religiosas, en los teatros, en los estadios de fútbol, en las discotecas o en el transporte público de pasajeros.
A lo largo de la historia de la humanidad, personas con aptitudes para la observación, médicos, brujos, neurólogos, astrólogos, psicólogos y psicópatas establecieron diferentes tipificaciones de las personalidades. Los comportamientos humanos sugerían la existencia de grupos afines. Nacieron así los signos del zodíaco, la teoría de los humores, el psicoanálisis y otros agrupamientos y asociaciones más o menos científicas, más o menos libres.
Pero el siglo XXI nos encontró narcotizados por una pantalla azul. Desde que unos jovencitos norteamericanos inventaron la red social llamada Facebook, la humanidad encontró un mundo nuevo donde relacionarse. Como los españoles que venían a buscar azafrán y encontraron un continente, estos muchachitos encontraron una herramienta que cautivó por igual al oficinista y al porturario, a la dentista y al ama de casa, al peluquero y a la jugadora de hockey sobre césped. Facebook es un teatro donde todo humano puede actuar, un estadio donde el más tronco puede cabecear al ángulo, un colectivo donde el manco puede tocar bocina, un púlpito donde el callado puede parlotear, una batalla donde el más cobarde puede cortar cabezas, una hoja donde todo el mundo puede escribir, sacarse fotos y comunicar. Todo sucede en la vida real y, para colmo de bienes, todo puede suceder sin moverse del living de su casa. La novedad evidente y contundente, exige una nueva mirada o al menos una nueva clasificación de la humanidad. Por eso, siempre presto a indagar la idiosincrasia del haedense medio, el Departamento de Novedades Tecnológicas de Compromiso (DNTC), se dedicó a indagar sobre las distintas personalidades humanas que se manifiestan en la era Facebook. El que sigue es un estudio preliminar, un esbozo de las investigaciones del Departamento.
Personalidades intervinientes en la red social Facebook:
El etiquetador
Se trata de un individuo muy sociable. Él quiere tener presente siempre a los amigos. Entonces cada vez que sube algo a su página (lo cual ocurre casi todos los días y en ocasiones varias veces al día), se dedica a etiquetar a diestra y siniestra, es decir, a avisarle a los amigos que él hizo algo. Los amigos se ven obligados a verlo y a comentarlo o al menos clickearle un “me gusta”, para que el etiquetador pueda dormir tranquilo.
El galán
Antes de Facebook era un individuo más bien cerrado sobre sí mismo, discreto, de esas personas que pasan inadvertidas. Desde que puede elegir una foto y ponerla a la consideración pública, se ha vuelto un galán con todas las de la ley. Acaso porque no es muy elocuente se limita a posar y colgar las fotos que no lo desfavorecen; y si no encuentra muchas, el Fotoshop es un aliado de fierro.
El que odia Facebook
Es uno de los más extendidos facebooquistas. No sólo detesta la red. Detesta Internet, detesta las redes sociales. Detesta las fotos las camaritas y toda la parafernalia facebookera. Sin embargo, resulta que tiene un primo en Formosa o una tía en Noruega, y entonces se siente obligado a usarlo. Y así es como día a día permanece más y más horas frente a la pantalla, posteando frases, fotos, letras de canciones, tirándole los perros con desdén a una persona a la que podría ver tranquilamente cualquier día con solo tocar el timbre de la casa.
El militante Face
Antes hacer política era fatigoso: afiliarse a un partido, ir a tediosas reuniones de comité, salir con la brocha y el engrudo a pegar carteles en las paredes, discutir con personas de toda laya altas horas de la madrugada sin llegar a ningún acuerdo, en fin, como diría un madrileño: un verdadero coñazo. Desde que existe la red de redes el militante encontró su espacio. Con un par de frases hechas o por hacerse el militante convoca a la lucha contra el sistema, contra la opresión, contra la grúa que le llevó el auto de la Avenida Rivadavia.
El cazador oculto
También llamado el Facevoyeur. No escribe mucho, no sube fotos, no comenta. Pero mira lo que pusieron los amigos, los perfiles, las fotos de los amigos, de los amigos de los amigos, de los amigos de los amigos de los amigos.
El nostálgico
Es un facebooquista que vive en el pasado, es tanguero. Encuentra fotos de la secundaria, de la niñez, y las pone a disposición de los amigos obligándolos al gesto de ternura, de solidaridad por aquellos viejos tiempos.
El culto
Hace unos años en los sobrecitos de azúcar venían frases de Schopenhauer, de Nietzsche, de Kierkegaard y de otros pensadores de apellidos imposibles. Hoy Facebook ofrece su espacio para que el fatigador de frases de café encuentre su propia azúcar y no se diluya en la amargura. En el "muro" propio o en uno ajeno, el facebooquista culto descerraja una frase que, por su contundencia, por su aspecto de verdad revelada, obliga al vecino a comentar algo inteligente y así no quedar afuera.El comercianteTiene ojo para vender y lo usa. Facebook para él es una vidriera y como tal la utiliza. Carteras, collares, condones, carnets, todo lo vende el comerciante, a todo el que puede le manda sus ofertas, sus promociones, sus recomendaciones siempre amables, siempre sonrientes, siempre buena onda y siempre desinteresadas, por supuesto.
El enamorado del muro
Es el más melancólico de los facebooquistas. Está perdidamente enamorado y espera que la persona amada diga algo, le envíe un mensaje o le escriba algo al ver la lucecita verde del chat encendida. Pero la persona amada no sabe o no contesta y el enamorado del muro queda desmigajado, se aherrumbra un poco más, el tiempo lo asfixia un poco más día a día, hasta la derrota final.
El facebooquista feliz
Es re buena onda. Manda abrazos, manda besos, manda regalos, manda saludos de cumpleaños, de aniversarios, del día del amigo, del día del panadero, manda todas las novedades del cariño electrónico. Es simpático, nunca se olvida de los amigos, es feliz, es insoportable, es inaguantable, dan ganas de estrangularlo.
Etcétera
Día a día nacen nuevas personalidades, nuevos rostros, nuevas visiones del mundo. Hay quienes ya no reconocen las distancias entre Facebook y el resto del mundo. Ya hay niños que nacen con una duda: Facebook es parte del mundo o el mundo es parte de Facebook. Facebook para todos, esa es la historia.

domingo, enero 23, 2011

Frente al cine



A mediados del año pasado recibí una carta con una invitación de la productora Altra Fílmica. Ángeles Toquero y Guillermo Buigas, socios de la productora, me invitaban a participar en un proyecto de su creación llamado La imagen de la palabra, serie de entrevistas a cineastas mexicanos realizadas por escritores, periodistas e intelectuales también mexicanos. Desde el esbozo del proyecto supe que no podía decirle no, pues además de interesante en sí mismo tenía el plus de los nombres que por allí desfilarían. Supe de inmediato que la recomendación para que me buscaran partió de mi amigo Julio Hernández López, el periodista torreonense famoso en el país por la columna Astillero publicada de lunes a viernes en La Jornada.
Dije, pues, que sí con todo entusiasmo aunque con serias dudas acerca de mi competencia como entrevistador en video. De antemano yo sabía lo que todavía sé: que el agua donde nado con mayor decoro no es precisamente la de los medios electrónicos. De hecho, siempre me he mantenido lejos del interés por lo audiovisual; el cine y la televisión me gustan (a quién no), pero sólo como espectador, así que nunca me hice ni me he hecho a la idea de estar allí en un papel que no sea el de simple entrevistado o participante en paneles como ha ocurrido algunas veces en el programa local Cambios. Con todo y eso, dije que sí porque estaba Julio Hernández López de por medio y yo no quería quedarle mal.
Un sentimiento doble me pegó como ramalazo cuando después de que acepté me mandaron el resumen del proyecto. Por un lado, era, es, será, tentador; por otro, supe que me estaba metiendo en un lío cuya dificultad me obligaría a permanecer sutilmente tenso hasta que la aventura terminara. Y así fue, lo adelanto. El proyecto, planteado en los términos de Ángeles Toquero y Guillermo Buigas, señala que “La idea es la realización de un documental conformado por una serie de 26 entrevistas que presenten a través de siete ejes principales la obra cinematográfica de los directores de cine mexicanos. Estas entrevistas y/o charlas estarán a cargo de destacados escritores y periodistas que abordan el tema del cine desde una perspectiva social, cultural, política e histórica”. Acota además que “Este trabajo documental nace la necesidad de valorar y reconocer que el cine en toda sociedad es importante porque refleja la vida individual y colectiva, los contextos económicos, políticos y sociales en cada época, convirtiéndose en testimonio histórico de cada país.
Los directores asumen o desdeñan este compromiso, se integran o se aíslan de los contextos en los que se generan sus obras cinematográficas, pero invariablemente aportan un punto de vista a través de su trabajo. La sociedad se reconoce o no en estos universos si son fieles al sistema de vida cotidiana, de valores y problemáticas humanas individuales o de grupo. Estas obras cinematográficas se pueden o no convertir en testimonios de la historia, dependiendo de la honestidad y de la libertad con que se desarrollaron y de la verosimilitud con las que se dotó a cada una”.
El objetivo de todo el trabajo es “Generar un espacio de debate entre representantes de la cultura y la vida pública del país sobre la situación en la que se encuentran los entornos en los que se desarrollan sus trabajos profesionales. En este caso los directores de cine, los periodistas y escritores. Ofrecer al público un documento interesante sobre los aspectos humanos e ideológicos de quienes se dedican a la realización cinematográfica a través de interlocutores críticos y sensibles de su trabajo artístico. Reunir en un documento fílmico histórico la voz de cineastas, escritores, historiadores y periodistas fundamentales e esta época. Integrar al debate público a la comunidad cinematográfica que actualmente genera la memoria fílmica del país”.
Para lograr el propósito general, cada entrevista buscaría hacer un “Acercamiento al director”, a su “Temática y estética”, a su “Visión de México actual” y a la “Situación actual de la cinematografía en México”. La lista de directores y entrevistadores confirmados ya estaba avanzada: María Novaro con Ana Clavel; Luis Mandoki con Jaime Avilés; Carlos Bolado con Pedro Miguel; Juan Carlos Rulfo con Julio Hernández López; Alberto Cortés con Luis Tovar; Luciá Gajá con Jacaranda Correa; Felipe Cazals con Paco Ignacio Taibo II; Gabriel Retes con Ignacio Solares; José Buil con José Reveles; Nicolás Echevarría con Sara Lovera; Everardo González con Rafael Aviña; Arturo Ripstein con Hugo Gutiérrez Vega; Julián Hernández con Daniel Sada; Jorge Fons con Fernando del Paso. Además, estaban por confirmar los directores Paul Leduc, Luis Estrada, Marysa Sistach, Carlos Carrera, Alfredo Joskowicz, Amat Escalante, Juan Antonio de Riva, Fernando Eimbcke, Carlos Mendoza, José Luis García Agraz, Carlos Reygadas y Juan Mora Catlet para ser entrevistados, no precisamente en este orden, por Miguel Ángel Granados Chapa, Arnaldo Córdova, Lydia Cacho, Ricardo Rocha, Hermann Bellinghausen, José “Monero” Hernández, Susana Cato, Carmen García Bermejo, Lorenzo Meyer, Carmen Aristegui, Blanch Petrich y yo.
Ya no había forma de recular. Me asignaron a mi paisano Juan Antonio de la Riva, estudié su trayectoria y acordé con la producción el martes 30 de noviembre para apersonarme en los Estudios Churubusco. Para entonces, me lo habían dicho ya, iban catorce entrevistas, así que la mía iba a ser la quince. Como siempre en esos casos, me hice a la idea de pensar en el día siguiente. Poco antes del desafío edifiqué una idea imaginaria de asunto: me sentarían en cualquier parte junto al director y, con una cámara, grabarían el desarrollo del diálogo previsto. Así llegué a los estudios luego de atravesar un laberinto de calles y avenidas; terminé en otro laberinto, el de los Churubusco, sitio en el que ya había estado alguna vez, eso allá por 1982. Solo, preguntando a guardias y trabajadores, derivé en el foro donde sería grabada la entrevista. Mi umbral de tranquilidad se vio brutalmente aniquilado cuando entré: en un estudio grande había más de veinte trabajadores en acción. Preparaban cámaras, luces, escenografía, bebían café, platicaban. Lo que más me atemorizó fue una grúa con un camarógrafo encima. Ángeles Toquero salió a mi encuentro y de inmediato la siguieron fotógrafos y camarógrafos más informales, tal vez los encargados del “detrás de cámaras”. Ya estaba lista la base escenográfica; destacaba allí una enorme pantalla de cine donde alternativamente se veían dos fotos fijas y algunos datos: los de Juan Antonio de la Riva y los míos.
Lo primero que le dije a la directora fue que no imaginaba ese montaje tan aparatoso, pues yo siempre creí que se trataba de algo más sencillo. Al filo de las diez de la mañana, puntual, llegó el maestro De la Riva y casi de botepronto, así nomás, nos pidieron arrancar. Antes pedí un poco de tiempo y fui al baño para tirar el miedo. Volví un poco más relajado, me dieron una instrucción de entrada, me dijeron que la grabación duraría dos horas y que sólo habría un corte de descanso a la mitad de ese lapso. Nos acomodamos, yo estaba tenso pero recurrí a mi antídoto: pensar en el día siguiente. Comenzó la grabación, saludé al futuro e invisible público e hice la primera pregunta. Siempre había oído que en aquellos trotes hay algo de magia; si eso es cierto, a mí se me manifestó de este modo: yo sabía que estaba chambeando en eso por primera vez en mi vida, yo sabía que estaba en un foro con más de cuarenta ojos y oídos atentos, yo sabía que era un proyecto muy serio, pero con todo y eso las dos horas se fueron en un instante. No hubo un solo corte por errores y al final, cuando la directora dio la señal de cierre, volví a la realidad sin saber bien a bien qué hice para salir airoso de aquel trance. No medito, no me drogo, no tengo confianza en mí y pese a todo salí incólume. Creo que eso se debió al método infalible de la desfachatez. Sólo así puedo explicarme ahora aquellas dos horas en las que huí del mundo para fantasearme entrevistador. Sólo así.

sábado, enero 22, 2011

Posible canon mexicano



Gracias a un diálogo “emílico” con mi amigo Juan Pablo Neyret, ya casi doctor por la universidad de Penn State, doy con un artículo de Tomás Eloy Martínez sobre “El canon argentino”. Fue publicado en La Nación en 1996, pero, por su tema, conserva intacta actualidad. Comienza así: “Harold Bloom, un catedrático de Yale célebre por su megalomanía y sus arbitrariedades, volvió a poner de moda, hace un par de años, el debate sobre el canon de la literatura occidental. A Buenos Aires llegaron algunos ecos de la polémica, pero nadie trató de aplicarla a la literatura argentina”.
Luego afirma: “Cualquier argentino más o menos ilustrado sabe que El Matadero, Facundo, Recuerdo[s] de provincia, Una excursión a los indios ranqueles y Martín Fierro son los textos ineludibles del siglo XIX”. Poco después, dice que “Para todo lector, el canon es un ancla, una certeza: aquello de lo que no se puede prescindir porque en los textos del canon hay conocimientos y respuestas sin los cuales uno se perdería algo importante. El canon confiere cierta seguridad a los lectores, les permite saber dónde están parados, cómo es la realidad a la que pertenecen, cuáles son los textos que no deben ignorar”. Y luego de otras brillantes acotaciones sobre el asunto, remata: “El canon —sobre todo en la inestable Argentina— es una pregunta perpetua, algo que cada lector hace y rehace día tras día. Tiene un tronco estable, en el que están Sarmiento, Hernández, Lugones y Borges, pero las ramas caen y se levantan al compás de cualquier viento. No hay que lamentarse por esas incertidumbres, puesto que son un signo de libertad. ¿Acaso la libertad, al fin de cuentas, no ha sido siempre el otro nombre de la literatura?”.
Si hacemos algunos cambios de nombres, la opinión de Tomás Eloy Martínez sobre el canon de su país sirve para articular el mexicano o el de cualquier otra nación, pues en todas las que tienen una literatura más o menos sólida el tiempo y los lectores —los lectores de la academia, de los medios impresos y de a pie— han forjado tácitamente una selección de autores o de obras que parecen ineludibles. Esa selección, o canon, si nos gusta más llamarle así, tiene mucho de arbitrario y a veces de injusto, pero más de inexplicable o al menos de difícilmente explicable. ¿Por qué un país, una sociedad, un grupo humano elige como libro fundamental tal libro y no otro? Esa sería la pregunta a responder, y es evidente que no es fácil hacerlo.
Para armar un canon mexicano hay que partir de un a priori: en México nadie lee. Es “nadie”, por supuesto, es una hipérbole que casi se acerca a la verdad monda. Los lectores en México están en la academia y a veces en los medios impresos, y los de a pie son tan pocos que casi puede afirmarse que equivalen a “nadie”. Muy pocos, entonces, configuran el canon de la literatura mexicana, y entre esos pocos quizá es pertinente añadir a los editores del Estado también orquestador, desde el FCE, de la mentada selección.
Y ya me estoy tardando para barajar algunos nombres. Insisto que nuestro canon, o el que supongo es nuestro canon, tiene pocos nombres. Entre la gente de libros parece que, por mil razones, los ineludibles son Sor Juana, Mariano Azuela, Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan José Arreola y Jaime Sabines; ya en fechas recientes han sido sumados José Agustín, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Fernando del Paso.
La lista se basa sólo en lo que percibo a ojo de buen cubero. No hay detrás de ella un estudio, una encuesta, así que seguramente le faltarán o le sobrarán algunos nombres. Salvo en uno o dos casos, todos han apoyado su prestigio de autores canónicos en una editorial: el Fondo de Cultura Económica. Aunque hayan sido publicados por otras editoriales, no cabe duda de que fue el Fondo y sus ediciones totalizadoras y sus amplios tirajes y su buena circulación lo que ayudó a crear la ilusión de un canon. Sé por ejemplo que quienes leen o han leído en serio a Sor Juana son un puñado mínimo de mexicanos (entre los que no me cuento), pero es un hecho que Sor Juana es un icono canonizado —una “lectura obligada”— más allá de que en efecto sea leída. Lo mismo pasa con Paz, con Reyes, con todos. O no con todos: la salvedad serían dos autores (el canon del canon): Rulfo y Sabines, dos escritores que a mi juicio, justa o injustamente, como sea, tienen más lectores creados por sus obras que por los proyectos culturales del Estado. Sea como sea, pues, el canon mexicano es una momia con muy pocos seguidores.

viernes, enero 21, 2011

Estampas/murales de Beuchot



Cada tanto, menos veces de las que deseo, purgo el archivo almacenado en la computadora. Es una labor sencillísima, pero dada la superabundancia de carpetas y documentos creados a ritmo frenético, pasa que sin advertirlo me lleno, como cualquiera, de iconos desechables. Aprovecho tiempo de alguna forma muerto (como el de esta semana afectada por un conato de lumbalgia) y busco, elimino o guardo. De repente rescato algo decoroso, como el documento de Word que aquí publico. No creí pertinente respaldarlo y olvidarlo ahora sí definitivamente sin antes verlo de alguna forma difundido. Se refiere a Gerardo Beuchot, quien a finales de 2009 me pidió unas palabras para acompañar grabados de su cuña. Creo que fue la segunda ocasión en la que articulé algo sobre su obra; lo primero había sido el prólogo de un cuadernillo con reproducciones de sus óleos, técnica que en lo personal disfruto menos que la del grabado. No me dedico, es obvio, a la crítica de arte, pero sospecho que sé mirar y hallar belleza en la plástica que la contiene. Esto escribí sobre las estampas (miniaturas de los murales) de Beuchot en un texto que titulé “Elogio del trabajo y la imaginación”:
“Comarca Lagunera” y “Persistencia” son tal vez las dos obras más importantes ejecutadas hasta ahora por Gerardo Beuchot. Los son por su tamaño, pero más todavía por el momento que celebraron: el centenario de Torreón como ciudad. Beuchot plasmó en ese par de murales el devenir de La Laguna, los rasgos que fueron definiendo el perfil espiritual de esta comarca llamada lagunera, y es por eso que los comunes denominadores allí visibles son el trabajo y la creatividad.
El trabajo en sus orígenes, el trabajo en su desarrollo y el trabajo en la actualidad, pues nada hay en esta región que parezca surgido de la nada, producto del generoso azar de la naturaleza. Muy distinta a otras fecundas latitudes de México, La Laguna exigió a sus primeros pobladores un esfuerzo extraordinario: para que aquí naciera algo fue necesario invertir inusitados empeños y esperar que con el tiempo la tierra diera frutos. Fue el caso de la vid colonial, luego del algodón y después, ya muy entrado el siglo XX, de la industria y el comercio favorecidos en mucho por la posición geográfica en el mapa de la República: La Laguna, y en ella Torreón, es el punto mágico donde intersectaron dos líneas que a su vez formaron el corazón de una gran cruz: las vías férreas que iban de Norte a Sur y de Este a Oeste, lo que a la postre detonó una fiebre del oro (del “oro blanco” en este caso) que trajo a muchos compatriotas de otras partes e incluso, como bien lo sabemos, una notable cantidad de inmigrantes extranjeros.
Todos, los oriundos y los recién llegados, supieron y saben hasta ahora que aquí nada se da sin el concurso del trabajo y la imaginación. Estos dos rasgos aparecen insistentemente en los murales de Beuchot, obras que del gran formato mural pasaron también al grabado que permite apreciarlos en casa, tenerlos siempre a la mano. Al componerlos, Beuchot tuvo clara conciencia de que nada le perjudicaría más al sentido de estas obras que la parálisis del asunto y las figuras. No hay aquí, entonces, momentos de sosiego, secciones petrificadas en escenas que ven al espectador desde un acomodo frío y preconcebido, como de foto realizada en un estudio. Las escenas y las figuras de los dos murales vertidos también en aguafuerte dan la idea de movimiento, de acción, de permanente flujo. Los actores de ese espacio acuden al instante para mostrarnos que La Laguna es tierra de permanente hacer, de infatigable lucha por mantener la vida en pie. El esfuerzo dinámico, mezclado al onirismo figurativo ya característico en la obra de Beuchot, imprimen pues a “Comarca Lagunera” y “Persistencia” los gestos más sólidos de la región que nos abraza: el trabajo y el vuelo de la imaginación creadora, rasgos imprescindibles para no sucumbir en la dura aridez de nuestra estepa.

miércoles, enero 19, 2011

Silvestre Revueltas y la crítica



En diciembre pasado dialogué con Joel de Santiago en su programa de Radio Torreón. Él llevaba aquella vez un librito con textos de Silvestre Revueltas y leyó al aire un fragmento. Me pareció muy interesante y le pedí el ejemplar, documento de 57 páginas no muy vistosamente editadas en 1995 por el gobierno de Durango. Lo interesante allí son los textos de nuestro gran músico, sus apreciaciones sobre la realidad artística. Uno de los artículos es “Sobre la crítica”; relativamente largo, de unas seis o siete páginas, no cabe en este espacio [el del periódico], y por ello le solicité a mi hija Renata que lo capturara completo para que su contenido se encuentre íntegramente disponible aquí, en el blog de Ruta Norte. De lo escrito por el Revueltas músico no hay mucho publicado, de ahí que me interese poner al alcance del lector este raro material. Silvestre Revueltas escribió en marzo de 1937 (más allá de que estemos o no de acuerdo con su opinión, nótese lo duro de su tono, el de un artista sin buena relación con la crítica que le cupo en suerte):
En todos los tiempos, el artista ha manifestado cierto desdén, casi siempre justificado, hacia los individuos que por diferentes circunstancias ejercen profesionalmente la crítica de arte y que, en la mayoría de los casos, si no en todos, son ajenos a toda función creadora del arte. Trataré de analizar, hasta donde se me sea posible, este sentimiento y las causas que lo motivan.
No sé si para hacer crítica de arte sea preciso tener conocimientos de la materia que se critica; me inclino a creer que no, pues los ejemplos de casa me no me permiten, a pesar de mi cortés deseo, tener un mejor concepto. Creo que el juicio basado en una reacción sentimental o intelectual, personalísimo, ante la obra de arte, sólo tiene valor constructivo o educativo en relación con la capacidad intelectual, con la honradez y probada competencia artística de quien lo expresa. Esta capacidad, esta honradez y competencia difícilmente pueden ser juzgadas por quienes no están, o no estuvieron, en directo contacto —que son la mayoría— con la manifestación artística; para ellos, el juicio impreso, y precisamente por serlo, ya en diarios o libros, es un valor autorizado. Ahora bien, la capacidad intelectual, la honradez y la competencia de quienes sobre asuntos de arte opinan —y principalmente sobre cuestiones musicales, por ser éstas de índole abstracta— se prestan a discusiones interminables guiadas únicamente por la predilección personal hacia tal o cual autor de crítica, o hacia tal o cual artista, intérprete o creador. Discusiones estériles por su carácter individualista y crítica sin base sólida que jamás tendrá ningún valor positivo de cultura colectiva, y mucho menos de efectiva cultura popular.
El mundo del arte es una perpetua pugna partidista, y no por ideas que sería loable, sino por personas. Los ejercitantes de la crítica de arte, provocadores de estas pugnas, escriben por inspiración divina —no quiero decir todavía, generosamente, por vanidad, por ignorancia, por ciega pasión o por medro— y divinamente eluden toda seria responsabilidad. Sería difícil que escribieran por otros motivos que su celestial inspiración, pero por si un milagro obraran por conocimiento de causa, por conocimiento técnico profundo, fundamentado, por estudio sólido de la materia que tratan, por afán de verdad desinteresada, su crítica tendría lo que es forzoso para que sea trascendente y benéfica; constructiva, en fin: claridad, honradez, conocimiento y justeza.
En cambio de esto, sólo tiene, fortalecida por el apoyo de una prensa comercial y sin escrúpulos —mucho menos artísticos—, la apariencia honrada y recta de una labor cultural que es sólo una mentira oculta con una habilidad de traficante. ¡Magnífica posición la de estos oficiantes de la crítica tras los reductos inexpugnables de la prensa reaccionaria! ¡Qué seguridad en la acción! ¡Qué fuerza y qué impunidad! (Y no quiero referirme aquí la crítica con embozo, a la crítica seudónima, eso no hay que menearlo.) ¿Es posible que una crítica así sea útil? ¿Es posible que no dañe, que no desoriente, que no sea perniciosa? ¿Cómo es posible alardear de orientadores si el criterio se encauza por torcidos senderos y, lo que es peor, a sabiendas de que son torcidos? A sabiendas, sí, pues ellos saben que obran mal, pero no les conviene hacerlo de otro modo. A sabiendas —¿o no lo saben?— de su ignorancia e impreparación, que ocultan sus ojos de la mayoría —que naturalmente no profundiza en cuestiones de arte por falta de tiempo o real interés— tras una erudición confeccionada con opiniones y juicios ajenos, cómodamente seleccionados de revistas y diarios extranjeros. Es natural —y hasta se puede ser generosamente tolerante— que quien no posee un conocimiento, por lo menos superficial, de una materia, tenga dificultad para pensar por sí mismo y opinar sobre ella; no hay nada pues de extraño en que recurran a opiniones ajenas que les allanen el camino.
Hay algo, sin embargo, entre los ejercitantes de esta profesión —tan mal comprendida— de la crítica que es digno de elogio, que solicita la admiración y esa conmovedora fraternidad que une los intereses comunes de estos paladines del arte; esa heroica defensa —¡tan necesaria!— de sus mutuas opiniones y posiciones. Se consultan unos a otros a cada paso, para no errar o para errar de acuerdo convenientemente. Se les ve caminar, necesidad con necesidad, buscándose angustiadamente en todo lugar donde hay alguna manifestación de arte, con la mirada, con el pensamiento, con toda la fuerza de su desamparo. ¡Admirable ejemplo de solidaridad! Lástima que su gesto sea estéril, que su gesto sea nocivo. Estéril y nocivo por mal encaminado; y mal encaminado por ignorancia y vanidad. Pero esto, ¿qué puede importarles a ellos? ¿No están forjándose un prestigio útil a sus intereses personales? ¿No están encauzando a su manera —¡y qué manera!— la opinión pública? Para ellos su labor es la meritoria; ¿y cómo no, si está basada en sus defectos personales, que es lo más meritorio que hay en ellos? Son capaces hasta de ser sinceros. ¡Qué admirables momentos de ingenuidad! Sería preciso buscar entre millones y millones de hombres para encontrar especímenes de una sencillez de espíritu tan extraordinaria. ¡Tan admirables y tan pocos! Porque a veces son sinceros, ellos tienen la adorable audacia de decirlo —¿de creerlo?— y se duelen de ser malentendidos, de ser calumniados, de ser hostilizados. ¡Y qué magnífica actitud entonces la de ellos! ¡Cuán solos! ¡Qué fuertes en su soledad! ¡Qué románticamente aislados! Pues sí, aislados; pero sin romanticismo. Aislados, pero sin gloria. Aislados, pero con el peor de los aislamientos: el aislamiento de los improductivos. Peor aún: de los que creyendo producir —¡qué clarividente mala fe!— sólo logran desvirtuar, sólo pretenden destruir todo nuevo impulso generoso y creador que no está sancionado por quienes ellos acatan y admiran: sus mecenas despreciativos pero solventes; sus colegas del extranjero, no mejores que ellos, pero más sólidamente prestigiados por organizaciones capitalistas, absurdas, malévolas y reaccionarias.
¿Cómo podrán ellos perdonar el crimen de esa [muy probablemente haya aquí una errata; tal vez lo correcto es “crimen de lesa civilización”] civilización de quienes se alzan contra lo establecido en arte por las luminarias de la crítica mundial y de la propia, que ven claro en sus designios, que hacen luz sobre la ineptitud que tan celosamente tratan de ocultar? Creo que es antihumano pedirles que obren de otro modo. Es en contra de su vida económica e intelectual. Es en contra de sus medios de subsistencia espirituales y físicos. Porque aunque parezca increíble ellos viven espiritual y físicamente. Viven porque nuestro actual organismo social propicia su desarrollo. ¿Qué hay de extraño, pues, en que bendigan y sirvan a un régimen que les permite vivir y desarrollar sus más íntimas convicciones en contra de lo justo y verdadero?
El artista, para ser verdaderamente fuerte, requiere en la actualidad no sólo talento, técnica, ímpetu creador, sino también velar cuidadosamente porque estas cualidades estén al servicio exclusivo de una causa social justa; la única: la de la liberación proletaria y su cultura. Cualquiera otra actitud del artista es estéril. Podrá producirle ganancias, podrá serle de utilidad personal, podrá satisfacer ampliamente su vanidad, pero ser hueca y socialmente improductiva. No ser la labor de un hombre de su tiempo, ni de ningún tiempo; no lo ser, a pesar de todos los subterfugios inventados para defenderla. La actitud y la obra del artista no tienen más defensa que la defensa que de ellas hagan sus respectivas posiciones: una, defensa de la falsa cultura burguesa; otra, defensa de la cultura proletaria: lo que no tiene honradez y lo que es honrado.
El artista de su tiempo, de su hora, está con el anhelo y la lucha de los trabajadores, franca, decididamente, sin concesiones utilitarias para los explotadores. El artista del pasado, de la hora que agoniza, está con el odio y la destrucción que los explotadores representan, sin que valgan para nada las concesiones interesadas que por conveniencia haga a los trabajadores.
La crítica de arte no comprende —porque no quiere o no sabe comprender— estas diferenciaciones. Su juicio, desprovisto de todo concepto revolucionario, no distingue matices ideológicos y sólo acude al placer intelectual que le proporciona tal o cual obra arte o artista. Su mentalidad, anegada en el prejuicio del arte por el arte, no concibe que la obra de arte tenga un definido sentido de clase, por lo menos de la clase que no pertenece porque en realidad de situación no pertenezca, sino porque no puede pertenecer a una clase que trabaja sin explotar quien, trabajando, trabaja al servicio del que explota. Claro que decir esto a quienes ejercen el oficio de no escribir sino lo que le conviene a sus necesidades económicas es decirlo al viento. Pero no es inútil que un artista que sólo se interesa por lo verdadero y justo diga su sentir y el de quienes como él siguen un sendero recto, a quienes teniendo todas las fuerzas materiales carecen de la única fuerza que construye: la fuerza creadora.
(Marzo de 1937)

Nota del editor: he corregido las erratas evidentes; eran al menos tres. Fuera de eso, el texto respeta el original publicado en Escritos, Silvestre Revueltas, Gobierno del Estado de Durango, Durango, 1995, pp. 13-19.

domingo, enero 16, 2011

Torreón y Villa en Fernando Fabio



Dos libros publicó en 2010 Fernando Fabio Sánchez (Torreón, 1973): Artful Assassins: Murder as a Art in Modern Mexico (Vanderbilt University Press), en inglés, y en colaboración con Gerardo García Muñoz, La luz y la guerra: el cine de la Revolución Mexicana (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes). Maestro de la Portland State University, Fernando Fabio prepara en este momento un estudio sobre la filmografía de Felipe Cazals y realiza una investigación sobre la cultura visual en el siglo XIX mexicano. Recién conversé con él y salieron a flote dos temas que lo obsesionan: La Laguna y Villa; me ofreció a propósito el artículo “Torreón, mon amour: Villa, La Laguna y la Revolución Mexicana”, que aquí reproduzco con su autorización (texto íntegro en el blog de Ruta Norte):
Muy pocas veces cuando menciono la ciudad donde nací, las personas de Estados Unidos, Europa o Latinoamérica con quienes converso, reconocen el nombre de Torreón. El problema se agrava cuando añado el nombre del estado. Y bueno, les es muy difícil pronunciar “Coahuila”. Por alguna razón, ver escrita esta palabra los confunde todavía más. Yo, en mi corazón nómada y melancólico, me resigno al anonimato geográfico. No obstante, hay momentos en que es necesario hablar y extenderme sobre lo que es Torreón, Coahuila. Sí, hablo con placer norteño de esa mítica ciudad del polvo, indiferente arcadia de clima insoportable; sueño accidental de roca y desierto; joya huérfana del porfirismo; codiciada estación a la mitad del camino entre Ciudad de México y Ciudad Juárez. Sí, durante la Revolución mexicana Torreón, Coahuila, fue el ombligo de la luna. En clases universitarias, presentaciones académicas y conversaciones con amigos en la ciudad de Portland, Oregon, y los Estados Unidos en general, indico donde está Torreón en el atlas de la historia, la literatura y la cinematografía.
El destino histórico de Torreón está ligado a la figura de Francisco (Pancho) Villa y su ejército de magníficos, la División del Norte. Torreón fue “amante ocasional” —y muy ferviente— del caudillo. Villa tomó varias veces esta plaza, sobresaliendo los encuentros en 1913 y 1914. En la batalla del 13, la división ganó el Niño, el cañón poderoso que se convertiría en la mascota del ejército; y en la seducción guerrera del 14 se alcanzó, junto con la toma de Zacatecas, la derrota del régimen de Victoriano Huerta. Cuando Villa estaba ya casi derrotado, Torreón volvió a ser suya en 1916; sin embargo, el amor glorioso no pudo renacer ya de las cenizas.
Las referencias a Torreón dentro de la literatura —ya sea de ficción o periodística— y del cine de argumento sobre Villa son frecuentes, sobre todo en relación con la toma de marzo y abril de 1914. Por ejemplo, los primeros capítulos de Vámonos con Pancho Villa (1931) de Rafael F. Muñoz tratan del encontronazo entre los villistas y los federales; estos últimos comandados por el general José Refugio Velasco. Asimismo, existe la serie de artículos escritos por el joven periodista estadounidense John Reed, nacido en Portland, Oregon, y agrupados en el libro Insurgent Mexico (1914), traducido al español como Reed. México Insurgente. La cuarta parte de esta obra narra el avance de la División del Norte hasta Gómez Palacio, liderada por el Centauro y su admirado militar de carrera, el general Felipe Ángeles. Estos pasajes han sido dramatizados en los filmes homónimos Vámonos con Pancho Villa (1935) de Fernando de Fuentes y Reed. México Insurgente (1970) de Paul Leduc, en los cuales se menciona a Torreón. Incluso, el filme de De Fuentes ubica en “Torreón” dos de las más importantes secuencias del cine de la Revolución mexicana: el parlamento entre los Leones de San Pablo y el general Velasco, con bigotes a la káiser, y la caída de Melitón Botello en “el círculo de la muerte”.
No obstante, es extraño que son escasas las apariciones de Torreón en el material original documental que ha sobrevivido en este otro amor de Pancho Villa, el cine. Como estudioso del cine de la Revolución y siendo oriundo de La Laguna, pienso que es un hecho decepcionante. Sin embargo, existe una posible explicación para tal ausencia, y esta tiene que ver con la misma forma en que ocurrió la toma de Torreón en 1914.
La División del Norte se estacionó en Tlahualilo. Empezó sus ataques por el lado de Gómez Palacio. En ese momento, esta población y su ciudad hermana estaban defendidas por cerca de 10 mil federales. Una barricada de pelones se encontraba muy bien parada en el Cerro de la Pila. Desde allí, los villistas que asediaban eran blanco fácil. En total, los de la División del Norte eran 16 mil, entre soldados, soldaderas y añadidos aventureros. Para evitar la caída de todos ellos, Villa ordenó atacar de noche. Y todo se volvió un escenario de relámpagos rojos, literalmente.
La película de la HBO, And Staring Pancho Villa as Himself (2003), protagonizada por Antonio Banderas (quien actúa como Villa) narra con brevedad este ataque, quedándose como un débil reflejo de esta batalla luciferina. Lo que sí representa con detalle es el romance de Villa con el cinematógrafo. Durante la segunda mitad de 1913, el caudillo le ofreció a varias empresas de cine estadounidenses los derechos para filmar sus batallas. El 3 de enero de 1914 el revolucionario firmó un contrato de exclusividad con the Mutual Film Corporation. Por 25 mil dólares, Villa acordó luchar en contra del ejército federal sólo durante el día para que fuera posible que las cámaras registraran las acciones.
Las filmaciones empezaron durante la batalla de Ojinaga en enero de 1914, la cual, según algunos, se retrasó para dar tiempo a que llegaran los camarógrafos estadounidenses. Así iniciaría un proyecto documental que, semanas después, cambiaría al del género de ficción. La Mutual le propuso a Villa realizar una película sobre su propia vida. Se firmó otro contrato. La obra se llamaría The Life of General Villa (1914) y la dirigiría Christy Cabanne.
La cinta se realizó, y formada por fragmentos extraídos de “la vida real” y otros actuados, se proyectó el 9 de mayo de 1914 en el Lyric Theater de Nueva York y en Londres en el Pabellón de Shaftesbury, un mes después de la toma de Torreón. Lamentablemente, de esta cinta sólo se conservan fragmentos. El historiador Kevin Brownlow encontró trozos del documental en The Ragged Revolution (1988), documental sobre la Revolución producido por la Yorkshire TV. Hace poco me comentó Fernando del Moral, investigador del cine documental de la Revolución, que contaba con pietage de este mítico filme.
Pese a que la película del general se exhibió en el exterior con relativo éxito, es necesario mencionar que este romance entre Villa y Hollywood terminó de manera violenta. Se dice que en los primeros acosos a La Laguna, el Centauro sintió que, por primera vez en su carrera militar, podía perder la batalla. Tuvo que enfrentarse a la situación de agredir sin reserva a los federales o caer al abismo de la derrota. De esta manera decidió desatar aquel infierno en la oscuridad, deshaciendo contratos firmados e implícitos. Por las noches, atacó con dinamita las posiciones enemigas. Los federales ciegos en las tinieblas, disparaban a sombras móviles alrededor suyo, hasta que eran golpeados letalmente. Cuenta Rafael F. Muñoz que el Cerro de la Pila “parecía arder; semejaba un volcán ebrio que arrojara escupitajos de fuego”, y que los fortines, uno a uno, eran tomados por “asaltantes fatigados, sudorosos y manchados de lodo sangriento”.
Tras noches de ataque, los federales abandonaron Gómez Palacio. La carga de fuego continuó en Torreón. Desmoralizados y exhaustos, intuyendo la muerte como destino, huyeron a San Pedro de las Colonia. Allí recibieron otro regimiento de 6 mil soldados. Pero la derrota fue inevitable. La División del Norte, con cerca de 3 mil heridos, mil muertos y 10 mil soldados en activo, consumó la victoria.
Los espectadores quedaron horrorizados, incluyendo John Reed y los camarógrafos de la Mutual, quienes desertaron y regresaron a los Estados Unidos. El infierno había subido a la tierra, y aparte de la imposibilidad de filmar en aquella larga noche roja, no se debía reproducir a través del celuloide aquella indecible violencia. Inclusive Huerta asilenció a sus camarógrafos. En aquel mismo mayo del 14, casi al mismo tiempo que se presentaba la película de argumento de Villa en los Estados Unidos e Inglaterra, se proyectó en la Ciudad de México El aterrador 10 de abril de San Pedro de las Colonias, atribuida a Fritz Arno Wagner, quien filmó las batallas del lado federal. La función en el Salón Rojo fue censurada y el filme, se presume, fue destruido.

sábado, enero 15, 2011

De lesa humanidad



Se dice con razón que en arte, particularmente en literatura, no hay obra apolítica. Las que no son políticas o aspiran a no serlo, también lo son en el sentido de que convalidan el statu quo en el que nacen o sirven como dispositivos de evasión. Pensado así, un producto de la creatividad humana como el Guernica es tan político como Mickey Mouse. La diferencia entre ambos es la explicitud de su ofrecimiento ideológico: en el primer caso es evidente; en el segundo, velado. El primer caso busca exaltar nuestra pasión ideológica; el segundo, desactivarla. Ahora bien, eso no es privativo del arte. La acción humana en general es política, más la que abierta o sutilmente se multiplica y crece hasta convertirse en hecho cotidiano, hasta imprimir una huella en la sociedad donde se manifiesta.
Los treinta mil muertos del llamado Proceso de Reorganización Nacional, es decir, de la dictadura que "gobernó" a la Argentina de 1976 a 1983, son una cifra evidentemente política aunque no fuera justificada por los gorilas como producto de la lucha antisubversiva. Más allá de las razones que se den, treinta mil muertos son muchos muertos para entenderlos como no políticos. El proceso que sumó tal montaña de cadáveres, por atroz y reiterado, evidentemente se vincula con la acción del gobierno, diga éste que los muertos se deben a equis o zeta razones. En otros términos, cuando en la realidad aparecen treinta mil muertos algo de culpa, por lo menos algo, si no es que toda, le cabe a quien gobierna.
Así, como crímenes de lesa humanidad, lo ha entendido la justicia argentina. Casi treinta años después y luego de indultos a lo inindultable, algunos de los culpables volvieron al banquillo y para sorpresa del mundo fueron a dar, ahora sí, con todos sus decrépitos huesos a la cárcel. Con el cuidado que requieren los juicios en un Estado que se quiere respetuoso del derecho, los gorilas que levantaban, picaneaban, violaban, mutilaban, mataban y desaparecían en el mar o en fosas comunes fueron tratados como ciudadanos que cometieron crímenes de lesa humanidad. Entre ellos estaban, nada más ni nada menos, Rafael Videla y Luciano Benjamín Menéndez, dos de los cabecillas que hicieron de la muerte su deporte favorito. Ahora, desde finales del año pasado, duermen en cárceles comunes luego de haber sido declarados culpables de lo que todo mundo sabía: un genocidio.
Los treinta mil muertos que organizaciones de derechos humanos le atribuyen a la dictadura no se pueden esconder debajo de una alfombra. Eso deja memoria y miles de heridas abiertas. Y es que, vale insistir, treinta mil muertos son demasiados muertos y por fuerza conllevan un mensaje político. ¿Cómo pueden morir treinta mil personas y su muerte quedar al margen del gobierno? ¿Hay escusa con la cual se pueda lavar las manos? Imposible. Por eso en la Argentina ya duermen tras las rejas, en una cárcel común, el asesino Videla y varios de sus secuaces.
Eduardo Anguita, director de Miradas al Sur, publicó hace poco una crónica titulada “El día a día de Videla”. Allí nos podemos enterar, más que de la nueva vida cotidiana del gorila, de un acto de justicia que comprueba la persistencia de la memoria. Saber que Videla está allí dentro, así sea cómodamente si comparamos su reclusión con la de sus miles de víctimas, es una alegría pues con esto queda claramente establecido que treinta mil muertos generan un recuerdo monstruoso y la necesidad de insistir en el castigo de acuerdo a la ley que en este caso impide la prescripción de los delitos de lesa humanidad.
La larga crónica de Anguita, quien detalla la estructura y las reglas de una cárcel como la que ahora habita Videla, cierra así: “Mientras tanto, en todo el mundo, se sigue de cerca el caso argentino respecto a cómo avanzar contra los responsables de crímenes de lesa humanidad. No sólo porque los juicios son con las leyes ordinarias del país más los tratados internacionales sino porque se agregó este capítulo que ya está asumido por la democracia argentina: los procesados y condenados por esos crímenes aberrantes pasan sus días en cárceles comunes, con guarda y reglamentos penitenciarios comunes”. En otras palabras, hasta ese prurito debe tener la justicia dentro de la democracia: los crímenes, crímenes son y merecen igual castigo en todos los casos, díganse o no políticos aunque treinta mil lo sean por fuerza, inevitablemente.

viernes, enero 14, 2011

Maldición del 88



No es que antes del 88 la vida nacional fuera más llevadera, pero es un hecho que desde aquel año, particularmente desde su 6 de julio, nuestro país ingresó a un túnel del que todavía no salimos. Allí está un punto de inflexión fundamental para entender dos formas muy distintas de gobernar, dos regímenes: uno, el Estado corporativista, duro pero atento a las demandas elementales de la sociedad desparramada en sindicatos y confederaciones, antidemocrático en lo político pero democrático en la intención de que a todos nos hiciera aunque sea un poco de justicia la Revolución. El viejo régimen no era un paraíso, tenía muchísimo de cuestionable, pero en general había creado instituciones más o menos funcionales hasta donde resistió el modelo. La cerrazón de su cúpula fue la que terminó por esclerotizarlo.
Al tronar, al llegar a su tope en el 88, el parto de un nuevo gobierno con esperanzas de cambio, cualquiera que hubiera sido en el caso de Cárdenas y Clouthier, fue bloqueado con perversidad histórica y lo que devino fue un engendro con el que ya hemos convivido durante 22 años. En ese lapso, una casta divina no yucateca, sino nacional y encabezada por Salinas de Gortari, cambió el paradigma de la relación entre el gobierno y el pueblo; a partir de entonces, muy claramente se hizo notar que así fuera contra su propia supervivencia, el gobierno cedería los bienes del país, gradualmente, a unos cuantos, mientras la mayoría era controlada ora con programas asistencialistas, ora con espacios en la ovejuna estructura sindical del régimen, ora con más cárceles, ora con más aliento a la migración, ora con capitales golondrinos, ora con mayor manipulación mediática.
Más o menos quince años después del 88, allá por el 2003 o 2004, el modelo colapsó y comenzó a ocurrir lo obvio: ante la legión abrumadora de pobres ya no había programas asistencialistas suficientes, ni espacios en la estructura sindical, ni cancha en las cárceles, ni facilidades para la migración, ni empleos pasajeros, ni propaganda capaz de contener el desbordamiento. En pocas palabras, el modelo hizo crack y sigue haciendo crack, y la salida más inteligente para aquietar el shock fue instaurar un estadio de terror que si bien no resuelve nada, al menos sí paraliza o atonta los ímpetus reivindicativos de la política como arma de cambio. Esa es la razón por la que ahora, en la fea mezcolanza criminógena, caigan activistas sociales con toda naturalidad, es decir, mueran de una vez los que tarde o temprano levantarían (o ya levantaron) la voz para denunciar injusticias.
Ahora bien, iba por otro lado este comentario sobre la parálisis, o retroceso, que vivimos desde el 88. No quiere decir que estuviéramos mejor antes de esa fecha, sólo que fue brutalmente abortada la posibilidad de enderezar el rumbo, de llevar al país hacia un modelo de verdadero progreso y justicia en todos los renglones. ¿Era tan difícil acomodar piezas y ofrecer a la sociedad la esperanza de un cambio como el que muchos quisimos en 1988? Parece que sí, pues mientras otros países muestran avances, México está teñido ahora por el rojo del desastre. Hemos llegado a un punto en el que no parece haber más salida: si a coro la sociedad no alienta una rotunda negativa, si en conjunto, aunque sea con los instrumentos modernos de la tecnología, no cunde una clara evidencia de hartazgo y rechazo a las políticas envenenadas, es muy difícil que las corrijan por sí mismos quienes han tejido la red de complicidades que hoy tiene bocabajo a México.
Poco a poco, todos los días, avanza hacia nosotros el 2012 en el que tendremos de nuevo la posibilidad, remota pero posibilidad al fin, de manifestarnos en un sentido que intente revertir la actualidad maldita. Desde hace algunos meses la pugna por instalar candidatos es visible. Se dijo en 1988, se repitió en 2006 y ahora ya no es necesario ni expresarlo: el futuro de nuestro país cuelga de esa elección. Los instrumentos del poder son abrumadores y ya están en movimiento, sobre todo los mediáticamente persuasivos y los otros, los sutilmente disuasivos.
Cualquiera de nosotros puede tener una opinión sobre el posible resultado final del gobierno en turno; eso ya no importa. Lo que sí urge considerar es que en el siguiente es necesario un modelo muy diferente para restaurar una república que muchos ya dan por muerta o, los más optimistas, por agónica. No es poca cosa lo que hoy está en juego. Para acabar pronto, es continuar con el infierno que comenzó en el 88 y ahora hace crack por todos lados o, por fin, virar el eje, cambiar hacia adelante, no hacia atrás.

jueves, enero 13, 2011

Papelón sin nombre



Mis vacaciones reseñeras me tuvieron al margen de temas que quise abordar y no pude por culpa de la exigencia bibliográfica autoimpuesta. Tarde pero con la panza todavía llena de tamales y buñuelos, comento aquí algo sobre el Jefe Diego, el inefable Jefe Diego. Confieso sin eufemismos que me dio una güeva cósmica entrar a la lectura minuciosa de la averiguata provocada por su aparición; como si fuera película de burlesque, con verlo y oírlo unos segundos era suficiente para saber que el show no valía dos cacahuates. El hecho, dígase lo que se diga, era una payasada, una tomadura de pelo que rayaba en la comedia de enredos con un histrión de octava categoría.
Pese a lo grotesco de la situación, la farsa obliga a reflexionar en los grados de vileza a los que hemos llegado para construir realidades a partir de artificiosas noticias bomba. Cuando pensamos que ya habíamos visto los peores montajes, cuando pensamos que la Paca Zetina y su calaverita (Paquita la del cráneo) eran lo máximo, cuando pensamos que los náufragos mexicanos eran los aros de Saturno del embuste, cuando creímos que nada superaría al libreto armado para detener a Florence Casses, aparece el Jefe Diego con su barba santoclosina y en plena época navideña. Caray, ni Mauricio Kleiff, el guionista de Los Polivoces, hubiera aceptado ese performance. Más: una compañía teatral de secundaria juzgaría disparatado emprender la puesta en escena de semejante aberración, pues quien padece lo que supuestamente padeció el reaparecido no se comporta con la gallardía que de inmediato puso en la mesa noticiosa. Tan fácil que hubiera sido recibir un curso exprés de decrepitud por parte de cualquier teporocho de La Merced. Una semana sin comer adecuadamente y algún caso legal en verdad perdido le hubieran dado la catadura necesaria para provocar conmiseración en todo México. Pero no, Fernández de Cevallos sólo se dejó el matorralón de pelos en la cara y con eso creyó que iba a convencer al respetable público ya ducho para captar dramaturgia chespiriana.
Pero el Jefe Diego lo hizo, actuó y no dejó dudas de que como actor es un espléndido litigante. Haiga sido para lo que haiga sido, la pantomima de su aparición fue más chafa que las actuaciones de Sammy Pérez, el abusado actor de Televisa. Tengo en la mente la imagen del barbado queretano y no puedo empatarla con la que vi dos veces en la realidad. Sí, un par de veces en mi vida vi a Diego Fernández de Cevallos y en ambas me pareció un dechado de seguridad. Chaparrín, nada rechoncho, la primera vez que lo tuve cerca fue en el Hotel Mirador, de Chihuahua, allá por el 94. Al entrar en un enorme salón de actos pasó a mi lado y por eso supe que no era alto; yo andaba de reportero y fui a cubrir una mesa redonda, o algo así, en la que el Jefe participó junto a Sergio Sarmiento, Alonso Lujambio y Ernesto Ruffo. No recuerdo ni una palabra de lo que dijo, pero sí la vehemencia semipresidencial que apantallaba incautos.
La segunda vez que lo vi fue aquí, en Torreón. Se trató de un momento fugaz, acaso diez o quince segundos. Fue en el 2005 más o menos. Yo manejaba mi Lamborghini sobre la Diagonal Reforma e iba a la altura del Walmart; sin querer vi que se me emparejó una trocota Expedition o Navigator, algo de ese tamaño, quizá una Suburban. Al mirar al conductor de semejante nave noté que se trataba de Jorge Zermeño, en ese momento candidato a la gubernatura de Coahuila. Pude ver más: a su lado, de copiloto, noté una cabecita redonda, una barba impecable y un enorme puro encajado en los labios: era el Jefe Diego. Detrás de ellos, a modo de custodia o comitiva, no pude saberlo, otra camioneta (de las que ya casi no se usan hoy) los acompañaba. Para evitar cualquier malentendido, aminoré la velocidad y sólo vi que se alejaron.
Esas dos instantáneas del altivo Jefe Diego lo ponían en mi recuerdo como lo que era: un tipo aborrecido, un político al que yo podía malquerer, pero al mismo tiempo al que percibí siempre con la confusa admiración, y hasta el miedo, que nos despiertan ciertos tiranos de la historia. Luego del papelón donde aparece con esa turbia barba (el adjetivo es de Borges para Whitman) más falsa que los nutrientes de un Gansito, se diluyó el respeto y todo quedó convertido en caricatura. No, pensé, no puede ser posible que alguien con la imagen mandona del Jefe Diego se haya prestado para representar semejante sainete de carpero. Junto a él, Francisca Zetina es Merryl Streep. Qué horror.

miércoles, enero 12, 2011

Premiazo para Jorge Valdés



Pocas noticias de ese tipo he visto desparramarse en la red como reguero de luz: me refiero a la que difundió que el diplomático y poeta mexicano (de Torreón, para ser exactos) Jorge Valdés Díaz-Vélez ganó la primera edición del premio Hermanos Machado, dotado con 12 mil euros, esto con el poemario Mapa mudo.
Hace unos días, el 28 de diciembre, Saúl Rosales y yo hablamos con él y sobre él a iniciativa del Museo Arocena; fue un día inusual para una actividad de esa índole pero no había otra opción, pues Jorge Valdés estaba de vacaciones en su tierra y esta vez alguien, su prima Lili de la Peña, tuvo la oportuna idea de organizar algo para aprovechar la visita del poeta. El día de los inocentes, con el riesgo de que no fuera público por temor a las bromas, Jorge Valdés leyó ante sus paisanos y creo que muchos, me incluyo, quedamos contentos y orgullosos de escucharlo.
Luego, un par de días después desayuné con él y con su hijo, Jorge Valdés-Iga, en el restaurante del Hotel Calvete donde fuimos atendidos con amabilidad por Erasmo, el mesero estrella del lugar. Los tres despachamos huevitos con machaca y vi que padre e hijo —joven cineasta radicado en Nueva York— se llevaban como si fueran cuates. Allí, gracias a los imprevisibles vericuetos que suele tomar toda conversación, le comenté a Jorge que el estereotipo que teníamos del diplomático era simple: un personaje que se la pasa de recepción en recepción bebiendo buenos vinos. Me respondió: “Eso es una mínima parte del trabajo, es cierto; la otra es una chamba enorme. Cuando fui cónsul en Miami había jornadas en las que debíamos atender a cientos de compatriotas; las colas eran enormes y hasta mis hijos debían ayudar en la organización. Ese es el trabajo diplomático que no se ve. Por eso algunos amigos escritores que probaron suerte en la diplomacia me decían, luego de renunciar, ‘¿A qué hora se puede escribir en este trabajo?’. Yo les contestaba: ‘Pues en la madrugada. A esa hora yo he escrito todo lo que tengo’”.
La madrugada ha sido, pues, el momento en el que el lagunero Valdés-Díaz-Vélez saca de paseo a las musas. Su trabajo en el servicio exterior consume las horas claras del día, lo que torna doblemente meritorio que gane y gane premios por su madrugante brega poética y que ponga con bienvenida frecuencia el nombre de Torreón tan alto.
Jorge Valdés Díaz-Vélez nació en Torreón en 1955. Ha recibido los premios nacionales de Plural (1985), de Poesía Aguascalientes (1998) y el internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana (2007). Entre otros, ha publicado los libros Tiempo fuera (1988-2005), (México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2007), Los Alebrijes (Madrid, Hiperión, 2007) y Otras horas (Quálea, 2010). Como Miembro de Carrera del Servicio Exterior ha servido en las embajadas de México en Argentina, España, Costa Rica y Cuba, y en el Consulado General en la ciudad de Miami.
En cuanto a Mapa mudo, el poemario que ya porta los laureles del premio Hermanos Machado, el jurado destaca “su coherencia formal y temática, la multiplicidad de temas abarcados por estos poemas, la voz personal del autor y la perfección formal de la obra”. Resalta además “la capacidad de pensamiento y de descripción de un mundo, tanto mexicano como europeo”.
No está de más recordar que la primera convocatoria de este certamen fue escuchada por 180 poetas; parte del premio para el poeta lagunero es la impresión de su libro con un tiraje de dos mil ejemplares; según los cables, “aparecerá en la colección de poesía Vandalia de la Fundación José Manuel Lara, y el premio se entregará en un acto oficial, en febrero, en el sevillano Monasterio de Santa Clara, futura sede de la casa de los Poetas, según anunció la delegada de Cultura del Ayuntamiento de Sevilla, Maribel Montaño”. Felicidades, por todo, al amigo Jorge Valdés. Acá lo esperamos de nuevo para que se aviente otra machaquita de la suerte.

Hoy, AMLO en Torreón
Hoy miércoles 12 de enero a las 4 de la tarde estará Andrés Manuel López Obrador en la plaza de armas de Torreón. Se tratará de un acto público, abierto y plural. Por allí nos vemos.

domingo, enero 09, 2011

Decálogo del ambientalista adolescente



Nomádica número 52 deambula en sus habituales puntos de distribución. Como es costumbre, varios artículos y reportajes nutren sus páginas. Paco Valdés Perezgasga expone sin eufemismos lo que significa comer irracionalmente, sin pensar; Leticia González Arratia y Adriana Lorena Meza comentan los antecedentes prehispánicos del día de muertos; “Los majestuosos cañones de Parras” es un paseo por aquel rumbo siempre mágico. Todos los textos y las secciones son valiosos en este último número nomádico (perdón por el tríptico esdrújulo) de 2010. Yo cooperé con el artículo cuyo título preside esta entrega de Ruta Norte. A ver qué les parece:
El Gobierno del Distrito Federal ha emprendido todas las medidas imaginables para aminorar el desastre ambiental en nuestra monstruosa capirucha. Ante el cataclismo, no ha quedado más remedio que prohibir y prohibir, que multar y multar, pues sin medidas de ese tipo la situación sería peor. El “hoy no circula”, por ejemplo, es tan duro que los chilangos ya se acostumbraron a acatarlo. Por supuesto, toda coerción parece poca frente al maremagnum contaminante. El consumo de energía que demandan más de veinte millones de habitantes en aquella mancha gris, el agua que consumen, la basura que generan, el monóxido que expulsan y todo lo que deseemos añadir en materia apocalíptica, no puede frenarse o moderarse nomás con castigos. Ahora como nunca es necesario, creo, una conciencia ambiental que haga obligatoria la participación de cualquier ciudadano, el aporte del individuo anónimo en la defensa de lo poco respirable que todavía queda en la otrora región más transparente del aire y en cualquier otra amagada por el desastre.
Ese es el espíritu del “Decálogo del ciudadano econsciente” que publicó la revista Algarabía en su edición 46 y que bien harían en asumir como credo los habitantes no sólo del DF, sino todos los que, como nosotros en La Laguna o en cualquier parte de Coahuila y Durango, ya vemos en muchos espacios cercanos el daño provocado por la ubicua irresponsabilidad.
Un decálogo es la enumeración de diez mandamientos. Suelen ser diez para no desentonar con la tabla mosaica, pero los puntos podrían ser cien o doscientos, si queremos. El caso es tener claridad sobre un hecho: como la prohibición es ahora insuficiente, es necesario que el ciudadano conozca y haga suyas algunas reglas de comportamiento en un mundo devastado por el descuido de tantos. Así, pues, uno se convierte en guardián de sus propios actos, en severo vigilante de las acciones que a sí mismo lo tranquilicen o lo lleven ante el tribunal de su propia consciencia, para sintetizarlo en una frase con tufo decimonónico.
La propuesta de Algarabía no es nada despreciable; va dirigida, creo, al ambientalista amateur, al, digamos, ambientalista adolescente cuya colaboración, sin embargo, es vital para mitigar las agresiones a la Tierra. Enumero sus puntos y los comento:
1. Desenchufarás tus aparatos y cargadores. Se trata de una operación sencilla, de un simple movimiento y ya. Se supone que los aparatos eléctricos o los cargadores (de celular, por ejemplo) consumen energía incluso apagados, de ahí que haya ahorro de energía con el simple acto de desenchufar.
II. Sustituirás los focos tradicionales por focos ahorradores de luz. Esta es una práctica por fortuna cada vez más generalizada; sin embargo, el precio del foco ahorrador de buena luminosidad suele ser mucho más alto que el de la bombilla común; la gente prefiere el gasto lento de energía que el gasto abrupto provocado por la compra de cada foco. Cuando el precio del foco llegue a ser menos elevado, este mandamiento será más popular.
III. Evitarás el uso de bolsas de plástico. Este es un auténtico problema mundial, pues en términos prácticos la bolsa de supermercado u otro tipo de establecimiento se ha convertido en adminículo clave del intercambio comercial. Es económica, resistente, duradera y hasta publicitaria, y ahora también sirve casi obligatoriamente para reciclarla como recipiente de basura. Se dice que algunas son ya biodegradables, pero el ciudadano común no repara en este detalle y acepta y hasta exige las bolsas de plástico de cualquier calidad. Un lío, en suma.
IV. Reciclarás el papel. Se sabe que en muchas oficinas hay políticas institucionales de reciclado de papel. Sobre esto hay cada vez más consciencia, pero, como en todos los casos, falta camino por avanzar.
V. Compartirás tu coche. Hay familias de cinco o seis miembros en las que cada uno usa un coche distinto para todo; a veces es por irresponsabilidad y a veces porque el mundo actual, con sus distancias laborales disparatadas, no permite el uso de un solo vehículo. Además de compartir el coche, hay que fomentar el uso de transporte público y la bicicleta. También hay que caminar más seguido.
VI. Utilizarás medios alternativos de transporte. Lo dicho: el camión, el metro, el pesero, la bicicleta y caminar son, en muchos casos, una ayuda maravillosa al medio ambiente y a la economía y a la salud personales.
VII. Separarás la basura. Esto viene siendo una muletilla desde hace añales, pero en México es ínfimo, si no es que nulo, el número de personas que separan los desechos domésticos.
VIII. Disminuirás tu consumo de agua. Es de las medidas más sencillas y útiles que podemos tomar como ciudadanos. Ya sabemos: no pasarse mil horas en la regadera, regar jardines de noche, no lavar coches a manguerazos y evitar fugas, entre otras cotidianas prácticas. En La Laguna es una de las urgencias más notorias: que todos seamos cuidadosos con el uso del agua.
IX. Plantarás un árbol. Yo no he plantado árboles, pero llevo varios años de mi vida cuidando los que me han tocado. Ahora soy responsable de cinco. No sé si otros tienen idea de lo que eso significa, pero sé que plantados o adoptados, los árboles son fundamentales por razones muy visibles en el caso de La Laguna: la sombrita que regalan.
X. Compartirás todos estos tips con todos tus conocidos y amigos. Eso es lo que estoy haciendo aquí, precisamente.