jueves, diciembre 16, 2010

De la abundancia lagunera



No son numerosos, pero sí suficientes mis incursiones a restaurantes fuereños, no laguneros. En casi todos lados —Saltillo, Durango, San Luis Potosí, Guadalajara, Tuxtla, México, El Paso, Laredo, Phoenix y no se diga Buenos Aires, Madrid y Londres— he percibido cortedad en ciertos detalles que aquí, creo, nos caracterizan. Mientras en La Laguna lo habitual es el exceso, en otras partes, sobre todo en Europa, es la falta. Por eso me ha asombrado comprobar en meses recientes que algunos restaurantes laguneros se están poniendo cicateros con los detalles que antes eran literalmente pan de cada día en todos los espacios, populares o pirruris, donde le ponemos duro a la tragazón.
Doy algunos ejemplos. Ningún restaurantero en su sano juicio repara en cobrar los totopos de la entradita. Como bien sabemos, son muchos los establecimientos (donde venden cortes de carne, por ejemplo) en los que apenas nos sentamos y lo primero que nos ponen, antes de que gustemos “ordenar”, es una canasta hasta el full de totopos y por lo menos dos salsas. Si el hambre es mucha y los cortes demoran en salir de la parrilla, podemos con toda impunidad pedir más totopos, lo que en ningún restaurante de la comarca lagunera nos van a cobrar. En esta materia debo confesar que uno de los momentos más placenteros de la ingesta es esa llegada de los totopos, una especie de aperitivo seboso que con una buena salsa nos prepara para hincar el colmillo con toda ferocidad a lo que viene.
Que yo sepa, no hay menudería en la que los dueños regateen el pan francés si el cliente demanda otra ración. Mal haría un menudero bien nacido en decir a sus comensales que si quieren más pan, lo tienen que pagar, pues nuestra tradición implica que el pan francés es un complemento cuyo refill alcanza al menos para dos o tres rondas.
En ciertas taquerías no hay servicio de “orden”, sino de plato. Quiero decir que pedimos, por ejemplo, uno de bistec y nos traen un plato con la carne picadita; aparte, el negocio nos pone las salsas (a veces hasta cuatro), los limones y obviamente las tortillas. Si uno decide hacer sus propios tacos sin redilas, es probable que requiera más tortillas; tan fácil como pedirlas para que el mesero traiga otro bonche espectacular y calientito. El precio del platillo seguirá siendo el mismo aunque al final hayamos liquidado dos kilos de masa.
Hablé de los limones y las salsas. Lo normal —tan normal que no pensamos en eso— es que nadie repare en un costo adicional por esos condimentos, así que cuando compramos comida para llevar es de cajón que nos den un suministro generoso de tales aderezos.
Lo mismo pasa en muchos restaurantes con el café o los complementos del desayuno como la miel, la mermelada o la mantequilla. En La Laguna es una ley que paguemos un café y podamos tomarnos 23 tazas si queremos y podemos asimilar tal sobredosis. Lo mismo cuando deseamos un poco más de miel: si queremos, podemos despachar la que se comería un oso sin que se moleste el mesero o el dueño del negocio. Por eso me asombra que algunos restaurantes den la espalda a la prodigalidad lagunera y comiencen a pichicatear los añadidos. Sé de un restaurante que en algunos platillos sólo incluye dos tortillas (¡dos tortillas!) y de otros que cobran aparte los limones o los pequeños contenedores de miel. No podía creerlo y fui a comprobarlo. Pedí un platillo y al recibirlo vi que lo acompañaba un modesto par de tortillas. Pedí más y al final su precio venía agregado en la cuenta, lo que me obliga ahora a no volver jamás a un negocio que atenta contra un gesto lagunero de los buenos: no reparar en la satisfacción de los clientes glotones como el servidor que aquí se queja.
De seguir así, llegaremos a lo que me pasó en un restaurante de la Plaza Mayor, en Madrid. Pedí una paella que venía acompañada por un bolillito miserable que cabía en el cuenco de una mano. Sin saber lo que pasaría, pedí un poco más de pan y el mesero trajo otra pieza igual de mezquina. Ni modo. Lo que me asombró fue que al aterrizar la cuenta el panecito extra costaba dos euros, es decir, cuarenta pesos al cambio de ese día. Es el pan más caro que engulliré en mi vida. Lo lamenté y por eso escribo esto: no quiero que en La Laguna lleguemos a tan lamentable miserabilidad.