viernes, diciembre 31, 2010

Edipo de Gómez



Catalina Vargas Frausto, mi madre, cumple hoy ochenta años. Cualquiera puede decir esto de la suya, y no soy ni deseo ser la excepción: estoy seguro de que ella es la mejor que pudo tocarme. He sido muy afortunado porque a mis 46 todavía la tengo. Como dicen las canciones, uno no aprecia lo que tiene hasta que falta. Por eso, pese a mis muchos errores y olvidos de hijo supuestamente duro, no quería dejar pasar este día sin dedicarle, por primera vez en 26 años que tengo de publicar, un ramo de palabras que sirva para decirle gracias en este momento a ella, que nunca me ha pedido nada, absolutamente nada, y lo ha dado todo por mí, por su marido, por sus otros seis hijos, por sus 17 nietos, por su bisnieto y por sus muchos conocidos y hasta desconocidos.
Por ello, si intentara hacer un retrato psicológico de mi madre empezaría por destacar un rasgo que todos le apreciamos: la generosidad. Por más que he buscado, no conozco a nadie como ella. Sé que hay muchas personas que practican igual o mayor desprendimiento, pero no las he tratado tan en corto. Vi y sigo viendo de cerca, eso sí, la manera sencilla que mi madre tiene para compartir lo que tiene. En mi infancia, en mi adolescencia y en mi primera vida adulta conviví en casa con mi numerosa familia. Mi padre trabajaba todo el día para mantener a su prole; cada semana pasaba el siempre misterioso “chivo” a mi madre y de allí doña Catalina se las ingeniaba, no sé cómo, para darnos bien de comer y para todo lo demás. Si contamos rigurosamente, fueron nueve bocas las que debió alimentar, es decir, durante muchos años hizo 27 platos de comida al día, con todo lo que esto implica. Era, por supuesto, comida sin arabescos, pero suficiente. A lo que quiero llegar es a esto: uno podría pensar que en esa circunstancia la madre protectora debía cuidar con celo hasta el último taco. Pues no. Como siempre en toda época y en cualquier lugar de México, oí en mi infancia cientos de toquidos a la puerta para mendigar un mendrugo de pan o lo que fuera. Asombrosamente, mi madre tenía y tiene la compasiva capacidad, sin pose de santa, de manera natural, sencilla, silenciosa incluso, de dar el taco a quien lo pedía. Con su paso cansino, innumerables veces la vi ir a la puerta, escuchar ruegos, regresar a su cocina y sacar de allí algo para los pedigüeños que se detenían en el umbral.
Si así era con los desconocidos, compartida y silenciosa, ya podemos imaginar cómo era, o es, con los conocidos. Pese a las estrecheces económicas propias de la vida en México y los muchos hijos, ella siempre hizo magia para tener comida, para que nunca faltara al menos un bocado compartible, casi como si tuviera reliquia de tiempo completo.
Otro rasgo que la define es la capacidad para trabajar. De haber nacido en este tiempo y de haber tenido oportunidades, creo que hubiera podido ser una incansable administradora. Casi toda la vida, sin embargo, trabajó en su casa, para su familia, lo que no es poco decir. Yo no la recuerdo de otra manera que no sea trabajando, haciendo algo para su esposo y para sus hijos. Sin quejarse, al menos sin quejarse estentóreamente, cierro los ojos y la veo siempre ir y venir en el pequeño espacio hogareño, callada y quizá con alguna tonada de bolero antiguo danzando en su memoria. Por el trabajal que le vi desempeñar, desde niño tomé la escoba que ya es parte de mi vida, mi ilusoria bici para el spinning doméstico, el único ejercicio físico que jamás he dejado de hacer. Para ayudar un poco, en 1973 o 74 le dije a mi madre que me encargaba de tener limpio el patio de la casa, que era particular, y gracias a la inercia adquirí una práctica casi doctoral de barrendero, lo que me asegura un oficio para sobrevivir si los afanes literarios no dan para más.
En general no es bien visto que quienes escriben salgan con evocaciones como ésta. A los escritores se les pide ahora no incurrir en baladas románticas ni en nada que se le parezca. Yo trato de respetar esa convención del gremio, pero hay veces que no se puede y cedo a la tentación de ser normal, de abrir las avenidas de la emoción para que fluya por ahí, tal cual, el sentimiento. No me sale, creo, pero así y todo no me apena confesar aquí que estoy orgulloso de mi madre, que he tratado sin éxito de ser bueno como ella y que nada agradezco más que su mirada, el permanente brillito de orgullo que no merezco de su parte. Gracias por todo y, como Paquito el del poema, perdón si la he regado, ma.

Novedad 3



Sorberé cerebros. Antología palindrómica de la lengua española, Gilberto Prado Galán, Colofón, México, 2010, 145 pp.

Novedad 2



El enigma y la conspiración: del cuarto cerrado al laberinto neopoliciaco, ensayo de Gerardo García Muñoz, Universidad Autónoma de Coahuila, Siglo XXI Escritores Cohuilenses, Saltillo, 259 pp. De venta en la librería ubicada en la Coordinación de la UAdeC en Torreón, bulevar Revolución y Comonfort.

Novedad 1



Las elegías del desahuciado, poesía de Pablo Arredondo, Universidad Autónoma de Coahuila, Siglo XXI Escritores Cohuilenses, Saltillo, 96 pp. De venta en la librería ubicada en la Coordinación de la UAdeC en Torreón, bulevar Revolución y Comonfort.

jueves, diciembre 30, 2010

La biblioteca del monstruo



Luego de leer la prosa de Borges todas las demás parecen grises. No lo son, pero ofrecen esa impresión junto al flujo enceguecedor de palabras procesado en la borgeana máquina generadora de asombros. Al combinar una inteligencia inaudita con un estilo por el estilo, la lógica se impone: sus libros son una constelación de aciertos, una marcha imparable de sorpresas fraguadas con la materia sutil de la palabra. Su libro más ocasional es de todos modos un paseo insólito, pues concilia los ya famosos enfoques inigualables con una forma de decir que es sólo una: ésa, la de Borges.
En mayo pasado compré y leí casi en un mismo acto Biblioteca personal, el tomito 9 de la colección que Alianza ha organizado con obras del ciego. No es la versión en rústica, sino en sobria y “enciclopédica” pasta dura. Tenía noticia de los prólogos que casi al final de su vida preparó Borges para una colección llamada precisamente Biblioteca personal. Todavía es posible hallar alguno que otro tomo en las librerías de viejo. Se trataba, como sabemos, de libros elegidos por Borges para configurar una hipotética biblioteca, la suya. La editorial que promovió esa idea quiso que cada libro alojara tres apartados: una presentación general y fija para todos los tomos (escrita por Borges), un prólogo (también escrito por Borges, obvio) y el libro elegido. No exagero si digo que cuando supimos de esa colección, algunos amigos nos disputamos los pocos ejemplares que llegaron a la comarca; de cien o no sé cuántos sólo pude rescatar unos cinco o seis.
Tampoco exagero si comento que muchas veces el libro era lo de menos; lo que uno quería tener, leer y conservar era el prólogo. Con ese antecedente hallé pues Biblioteca personal (Alianza, Madrid, 1998), la edición con los puros prólogos que Borges acuñó para su susodicha biblioteca personal. No hay que confundirlo con el libro Prólogos, con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, Buenos Aires, 1974), aunque sustancialmente ambos libros respondan al mismo género, el género prólogo, si se puede decir así.
Son tan buenos esos “brindis de sobremesa” (como despectivamente definió Borges al arte de la prologación) que en verdad a uno le importa un chimichurri el libro prologado. Borges los escribía seguramente como quien hace panchos (pancho es el nombre que le dan al hot-dog en la Argentina), pero le quedaban tan bien que reunidos pudieron armar libros memorables. De hecho, tengo para mí que esa prosa desenfadada, rápida, casi pensada para el periodismo y no para la literatura, le quedaba mejor a Borges que aquella sobreelaborada y laberíntica. Eso no es cierto, claro, pero lo que quiero subrayar es el valor de los textos dictados por Borges a las carreras, de botepronto, con los telefonazos apremiantes de la editorial cuando ya tenía todo listo y sólo esperaba el nuevo prólogo.
Creo que nunca hice lecturas tan misceláneas en un año como en éste; por los centenarios y por otros muchos motivos, pasé por libros de todos los pelajes, aunque con algún énfasis en los revolucionarios. En la caótica lista no podía faltar el ciego, de quien despaché dos. Uno de ellos, el más placentero, fue el racimo de prólogos empaquetado en Biblioteca personal. No es un libro inencontrable en La Laguna, pues Alianza suele ser bien distribuida por acá. Vale buscarlo, pedir que lo traigan de donde sea, si es posible.
“Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica”. ¿Y a qué autores prologan estas páginas con el fin de que descifremos sus símbolos? A decenas, lo mismo a Flaubert que a Stevenson, a Quevedo que a Poe. Entre los afortunados estuvieron Rulfo y Arreola. Del primero, señala: “Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”. Del segundo, esto: “La gran sombra de Kafka se proyecta sobre el más famoso de sus relatos, ‘El guardagujas’, pero en Arreola hay algo infantil y festivo ajeno a su maestro, que a veces es un poco mecánico”. No hay afirmación huera. Cada prólogo es breve y se deja leer como pieza independiente; todos son una chulada.

miércoles, diciembre 29, 2010

Geografía de Jorge Valdés Díaz-Vélez



Sin advertirlo, de un modo casi natural, en 2010 he procedido cuatro veces como arqueólogo de nuestra literatura. Lo hice en una mesa sobre Paco Amparán, al desempolvar dos entrevistas de su juventud y La luna y otros testigos, su primer libro de cuentos; lo hice con Gilberto Prado, al exhumar la historia de su Exhumación de la imagen; lo hice hace poco con Saúl Rosales, al recordar sus Vestigios de Eros. Ahora, más o menos de la misma forma, rescato una lejana publicación de poemas de Jorge Valdés Díaz-Vélez.
Ocurrió el domingo 9 de febrero de 1986, hace casi 25 años. Coordinado por Saúl Rosales, el suplemento cultural de La Opinión no podía ser llenado cada semana con colaboraciones locales e inéditas, así que su encargado hizo lo mejor que podía hacerse en esa circunstancia todavía distante del internet: tomar textos de escritores importantes y difundirlos para el conocimiento y el goce del respetable todavía un poco adormilado. Aquel domingo, los laguneros amanecimos pues con un tabloide de lujo (insisto: de lujo si pensamos que para entonces no había nada semejante en el periodismo local): Saúl recordó los aniversarios luctuosos de Cortázar (dos años) y de Sergei Eisenstein (38 años); lo hizo, en el caso del argentino, con el cuento “Queremos tanto a Glenda”, el poema “Una carta de amor” y el ensayito “Del sentimiento de lo fantástico”; en el caso del cineasta ruso, leímos el texto “México en la memoria de Einsestein”, fragmento del libro de memorias que por entonces preparaba Siglo XXI. De las ocho páginas, las centrales fueron para un escritor lagunero que acaso publicaba por primera vez en serio entre nosotros: era Jorge Valdés Díaz-Vélez.
El editor tuvo la cortesía de ofrecer una ficha biográfica para ubicar al joven escritor ante sus paisanos: “Jorge Valdés Díaz-Vélez obtuvo con una colección de poemas a la que pertenecen estos, el premio Plural 1985, de poesía; Jorge Valdés estudió en el colegio Cervantes y en la escuela Carlos Pereyra de Torreón. Es licenciado en psicología. Actualmente es agregado cultural de la embajada mexicana en Cuba. Ha publicado en las revistas Casa de las Américas, Plural, El Caimán Barbudo y La Parda Grulla. En 1984 recibió mención en poesía del mismo premio, con el poemario Voz temporal que será publicado próximamente en La Habana. Los poemas aquí reproducidos fueron tomados de Plural No. 172, enero de 1986”.
Por lo que se ve, en ese momento Valdés Díaz-Vélez no tenía libros publicados. Un cuarto de siglo después, la ficha actualizada del mismo escritor sería aproximadamente ésta: Jorge Valdés Díaz-Vélez nació en Torreón en 1955. Ha recibido los premios nacionales de Plural (1985), de Poesía Aguascalientes (1998) y el internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana (2007). Entre otros, ha publicado los libros Cuerpo cierto (México, El tucán de Virginia, 1995); La puerta giratoria (México, Joaquín Mortíz-Planeta, 1998/ Verdehalago, Colección La Centena, 2006); Jardines sumergidos (México, Colibrí, 2003); Cámara negra (México, Solar Editores, 2005), Nostrum (Arte y Naturaleza, Madrid, 2005); Tiempo fuera (1988-2005), (México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2007), Los Alebrijes (Madrid, Hiperión, 2007) y Otras horas (Quálea, 2010). Como Miembro de Carrera del Servicio Exterior ha servido en las embajadas de México en Argentina, España, Costa Rica y Cuba, y en el Consulado General en la ciudad de Miami. En la Secretaría de Relaciones Exteriores ha sido Director de Difusión Cultural, y Director de Convenios y Programas.
Ahora bien, ¿qué publicó aquel suplemento? En las dos páginas del tabloide cupieron ocho poemas, seis fotogramas de ¡Qué viva México! de Eisenstein y una foto del autor, además de la ficha ya citada. Si pensamos que Tiempo fuera (1988-2005) (UNAM, 2007) es el título antológico más importante de este autor, se puede afirmar entonces que de los poemas publicados en La Opinión hacia el 86 han sobrevivido dos en el libro de la Universidad: “Cardenche” y “Contra el paisaje”. En ambos casos, los poemas acusan leves modificaciones: dos o tres versos son encabalgados de manera distinta, se añade un par de palabras, se “bajan” algunas mayúsculas y se elimina un adjetivo. Esos escasos retoques permiten apreciar que en general el autor de cincuenta y pocos años está conforme con el trabajo del poeta que fue a los veititantos. En esos dos poemas apenas hay un tenue acercamiento correctivo, una especie de palmada en la espalda de aquel joven que ya hacía bien su trabajo y sólo necesita un leve enderezamiento.
En esos poemas iniciales se nota ya lo que reaparece con fijeza de petroglifo en la obra ulterior de Valdés Díaz-Vélez. Es la suya una poesía tercamente sensorial en la que, creo, reina la captación de dos sentidos: el visual y el táctil. Ya desde sus prometedores comienzos, el poeta lagunero ve con asombro los colores del mundo, los paisajes, la maravilla de los horizontes. Su percepción paisajística, empero, no es cuadro de Velasco en palabras, sino pretexto para dialogar consigo mismo, atajo hacia la introspección (“Casi nocturno): “Entre los pinos y el mar / elijo un pensamiento”. En los seis poemas del conjunto publicados por Plural y luego retomados en La Opinión, Valdés Díaz-Vélez se coloca pues como vigía, como explorador de territorios íntimos (“Trayecto de la permanencia”): “Desde el puente, mi voz resuena en ecos. / Los muertos de mi casa esperan / la señal de un faro, al borde de mi mesa”. O (“Cantos del alba”): “Mira la aurora / reptar sobre la teja / similar al ocaso que anticipa”.
Por otro lado, no parece casual que las manos, los dedos, la piel, los párpados y sus afines (el cuerpo en suma) aparezcan en los seis poemas inaugurales de Jorge Valdés; también aquí, como en el caso de la visión paisajística, la posibilidad de tocar es más bien una posibilidad de conocer, de conocerse. De hecho, es muy frecuente en estos poemas la derivación de las metáforas hacia imágenes geográficas o paisajísticas de lo íntimo (“Aguas territoriales”): “Desembarco en el sur de tu garganta / oceánico lindero del espacio”. O en “Cenit”: “Idéntica a mi mano. / La luz traza un vientre de heliotropos / y absorbe convertida en luz, ceniza blanca / donde oficia su pulso entre humedades / la repetición del mar al mediodía”.
La presencia de Jorge Valdés Díaz-Vélez en La Laguna ha sido esporádica debido a su trabajo en el Servicio Exterior de nuestro país. Lamentablemente no hemos sido justos con él, con su trabajo literario y profesional, sin duda un ejemplo para todos, sobre todo para los jóvenes con deseos de roce literario foráneo. Los poemas publicados por Saúl en 1986, alguna presentación de cuerpo presente en el Museo Regional, el diálogo con Gilberto Prado y alguna triste columnita mía han sido los únicos conatos de reconocimiento. Es momento de hacerle justicia, de difundir su trabajo entre los suyos, es decir, entre nosotros. Que sirva esta mesa para comenzar el aplauso que le adeudamos.
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Comarca Lagunera, 28, diciembre y 2010

domingo, diciembre 26, 2010

Rockdrigo sesentón



Si Rockdrigo viviera, hoy sábado tendría sesenta años. Quizá sería un ruco cabrón y alivianado, acaso sumaría más discos que Vicente Fernández y tal vez tendría mucha lana, más de la que nunca soñó ningún rockero mexicano. Digo “quizá”, “acaso” y “tal vez” para subrayar la condición hipotética de un futuro que quedó cancelado el 19 de septiembre de 1985, la mañana del terremoto que entre otra de sus víctimas tuvo al gran compositor y cantante tamaulipeco nacido el 25 de diciembre de 1950. Hoy, pues, el gran Profeta del Nopal sería un sesentón abrumado por el éxito, aunque sobre esto no podemos especular nada pues cuántos casos hay de genialidad que se oxida con el paso del tiempo y se burocratiza con mecanismos de creación cada vez menos sorpresivos.
Le pongo play a la memoria y me queda claro que supe de Rockdrigo indirectamente, es decir, cantado por otro en una reunión de amigos celebrada entre el 86 y el 87, poco más o menos. Mi embajador de Rockdrigo en Torreón fue Javier Prado Galán, quien por entonces se formaba como jesuita en Guadalajara o en México y venía en sus vacaciones, como hasta ahora, a La Laguna. Ya aquí, su hermano Gilberto lo convidaba a nuestras reuniones literarias, que más bien eran etílicas. En una, Javier tomó la guitarra y comenzó a cantar rockecitos extraños. Dijo que eran de un tal Rodrigo González, y despachó varios. Pese a su situación presacerdotal, Javier se aventó letras como el “Rock del Ete”, “Asalto chido” y “Oh yo no sé”; quedé deslumbrado por algo que desde entonces vengo sosteniendo: si hay alguien que ha captado la mexicanidad para convertirla en rock y blues, ese es Rockdrigo. Había algo en sus letras que conciliaba con frescura y originalidad la tragicomedia mexicana, una mezcla de Chava Flores, el Piporro, Cuco Sánchez y Agustín Lara con dosis tal vez involuntarias de López Velarde y Efraín Huerta mezcladas asimismo con Palillo y la familia Burrón. En las composiciones de Rockdrigo noté vuelo lírico, humor, fatalismo, solidaridad, arrebato, chingaqueditez, picardía y hondura existencial. Era como un crisol, la síntesis de algo que por heterogéneo y revuelto se tornaba difícil de definir, pero que irregateablemente estaba allí, con todo su brillo a merced de nuestras orejas.
No sé cómo (creo que gracias a Miguel Teja Aranzábal) conseguí las primeras grabaciones de Rockdrigo, esos casetes rupestres y espesos de aciertos mal grabados. Luego, pasados muchos años, alguien me regaló un disco compacto con los mismos tracks; los escuchaba de vez en vez, cada tanto, yo que no soy melómano y tengo gustos musicales que caben en los dedos de una mano. Ese disco lo regalé hace como cinco años, y también es anécdota: daba yo un taller literario en el Cereso de Torreón y no sé por qué motivo en cierta charla surgió el nombre de Rockdrigo. Al finalizar la sesión, un recluso me abordó con timidez, con el miedo habitual de la gente sencilla frente a lo que supone cultivado. Me dijo que le encantaban las canciones de Rockdrigo, pero que no tenía nada qué oírle. Unos días después le llevé mi disco y no hay duda de que en su rostro vi alegría.
El 26 de mayo pasado volví a Rockdrigo con fuerza pues debí preparar una charlita programada en el Icocult dentro del Festival llamado Rockoahuila 2010. A ella asistió Adolfo Calderón Sánchez, enciclopedia viviente de rock, tal vez quien más sabe de esto en La Laguna. Al final de mi comunicación me ofreció un libro en préstamo; su título es Rockdrigo González (Conaculta-Pentagrama, 2004, 247 pp.), y me he sentido muy afortunado al leerlo morosamente desde mayo a la fecha. Es un gran libro, tanto que he dudado mucho en regresarlo. Me da gusto haber comprobado en él que mis ideas sobre el compositor y cantante de Tampico no son nada originales, que todos o al menos muchos ya pensaron lo mismo o algo parecido a lo que pensé por mi pobre cuenta. Finalmente, son harto visibles los talentos de Rockdrigo, así que un poco de detenimiento permite que saquemos conclusiones análogas.
Rockdrigo González, el libro, aspira a ser totalizante. Textos de y sobre el compositor, poemas sueltos, cuentos sueltos, fotos y un pequeño apartado con letras y partituras. Lo debemos en general, como lo observa Modesto López en la primera página, a Gonzalo Rodríguez, amigo de Rockdrigo que rescató de los escombros (decir “escombros” es literal) buena parte del material aquí ordenado. Sin demeritar el valor testimonial del conjunto, hay partes más estimables que otras. La de menor calidad formal (lo destaca José Agustín) es, asombrosamente, la que guarda los poemas. Es notable cómo las letras de canciones dan la impresión de ser poemas cuando tienen música y los poemas desnudos parecen, de tan arrítmicos, prosa destazada. Basta un ejemplo (es el poema 9, sin título; las diagonales separan, claro, los “versos” de la edición original, pero podríamos omitirlas y lo que queda es mala prosa): “Escucha a Lou Reed, / ¡puta!, cómo le vale madre, / su garganta no tiene compromiso con las escuelas / y ese (sic, pues le falta la preposición “a”) requinto no le interesa soñar / ni dialogar con nadie”. Más allá, pues, de lo testimonial, los poemas son formal y asombrosamente malos, tanto que ni siquiera se dejan sentir como poesía.
No se puede opinar lo mismo de los cuentos (algunos muy meritorios), los “escritos” (que son estampas de prosa poética) y los artículos del Profeta. En el último caso, allí donde tira choros que aspiran a señalar la dirección de su arte, Rockdrigo parece un neoestridentista, un alucinado de la loca vanguardia que él encabezó junto a otros dos o tres pirados (un ejemplo es la “Introducción”).
Una sección inapreciable es la titulada “Reportajes y entrevistas” (en rigor, algunos son artículos, no reportajes). La lista de quienes opinan o entrevistan a Rodrigo no deja dudas acerca del prestigio que en mil novecientos ochenta y tantos comenzaba a cobrar su nombre entre los críticos José Agustín, Roberto Ponce, Víctor Roura, Mauricio Ciechanower, Mireya Escalante, Armando Vega-Gil, César Güemes y varios más.
Cierro con una afirmación formulada por José Agustín en 1983; es, digamos, lo que pienso desde que oí a Javier Prado cantando piezas del tampiqueño hoy sesentón y más vivo que nunca, según se ve por los homenajes y los clubes de fans underground que sigue engendrando: “… con las letras de Rockdrigo (inteligentes, maliciosas, provocativas, poéticas) se puede afirmar que el español-mexicano es perfectamente idóneo para el rock. Quienquiera que haya presenciado los esfuerzos para que esto se lograra, ya que es esencial para el desarrollo de un verdadero rock mexicano, tendrá una idea de lo que significa”.

Este 28, poesía de Jorge Valdés en el Arocena
El Museo Arocena invita a la charla sobre la poesía de Jorge Valdés Díaz-Vélez, con la participación del autor, Saúl Rosales y yo. La cita es este 28 de diciembre a las doce horas en el auditorio del Museo. Jorge Valdés Díaz-Vélez nació en Torreón en 1955. Ha recibido los premios nacionales de Plural (1985), de Poesía Aguascalientes (1998) y el internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana (2007). Entre otros, ha publicado los libros Cuerpo cierto (México, El tucán de Virginia, 1995); La puerta giratoria (México, Joaquín Mortíz-Planeta, 1998/ Verdehalago, Colección La Centena, 2006); Jardines sumergidos (México, Colibrí, 2003); Cámara negra (México, Solar Editores, 2005), Nostrum (Arte y Naturaleza, Madrid, 2005); Tiempo fuera (1988-2005), (México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2007) y Los Alebrijes (Madrid, Hiperión, 2007). Como Miembro de Carrera del Servicio Exterior ha servido en las embajadas de México en Argentina, España, Costa Rica y Cuba, y en el Consulado General en la ciudad estadounidense de Miami, Florida. En la Secretaría de Relaciones Exteriores ha sido Director de Difusión Cultural, y Director de Convenios y Programas.

sábado, diciembre 25, 2010

Decena de zopilotes



Muchos creen que escriben mucho, quizá más de lo aconsejable, pero frente a casos como el de Paco Ignacio Taibo II casi todos los torrenciales parecen arroyito en tiempo de secas. ¿A qué hora hilvana Taibo II tantas y tantas cuartillas? ¿Qué no duerme? ¿Se dará algún momento para comer? Más allá de conocer sus métodos de trabajo, es evidente que todo puede resumirse en una imagen: su vida es estar encadenado a una silla, siempre con los dedos y los ojos puestos sobre las abrumadas teclas. De esa manera, entre los tabiques ya célebres como los dedicados al Che y a Pancho Villa, el papá de Belascoarán va sembrando arbolillos igual de interesantes, aunque de menor fronda. El ejemplo es Temporada de zopilotes (Planeta, 2009, 155 pp.), libro que atravesé hace poco gracias a que me lo recomendó Julián Herbert.
No se equivocó el escritor acapulqueño-saltillense: el libro de Taibo II sobre la Decena Trágica es un ágil recorrido por la cronología de esos diez días que estremecieron a México, a la historia de México desde entonces hasta, creo, nuestros horribles días. Lo he dicho en otras oportunidades: soy de los que ven en aquel hachazo a la incipiente democracia mexicana el punto de partida de nuestra antidemocracia sin solución de continuidad, es decir, el momento en el que comenzó todo lo que hemos visto luego: elecciones de partido único, caídas del sistema (1988), elecciones insufladas por el miedo (1994), supuestas transiciones (2000), robos en despoblado (2006) y regreso artificioso y pactado de los que sí saben gobernar (2012). El caso es, en esencia, el mismo: en democracia no hemos podido pasar de la edad lactante, como bien se vio durante el maderato abortado.
En 32 breves capítulos admiramos entonces la película de la desgracia maderista conocida como Decena Trágica. Con la prosa vivaz y a ratos algo atrabancada de Taibo II, nos acercamos primero al rastrero clima de oposición al régimen de Madero, los enredos provocados por los malentendidos, por la visión demasiado bonachona del presidente y por la acción directa de los conspiradores Manuel Mondragón, Félix Díaz, Bernardo Reyes, Cecilio Ocón y Rodolfo Reyes, quienes comenzaron la organización del golpe hacia finales de 1912 en La Habana. De ellos, Taibo II señala: “Los hombres del viejo régimen no sólo se sentían afrentados, no perdonaban Ciudad Juárez y la rendición de Díaz”.
La narración de ese instante de nuestra historia (febrero de 1913) sigue con el secreto a voces sobre la asonada. Por todos lados se veía venir el peligro del albazo, por todos lados se lo advirtieron al presidente (Gustavo, su hermano, se lo comunicó con énfasis), pero en todo momento fue minimizado por un Ejecutivo nada dispuesto a poner límite al avance de los levantiscos. En general, las escenas del golpe tienen un aura borrosa: un tumulto de sombras se mueve entre más sombras y la capital del país es un hervidero de averiguatas expresado en voz baja, casi en silencio, pero a la vista del mundo. Así comienza el ataque, entre lealtades y deslealtades, como siempre.
Vemos la muerte brutal e inexplicable de Bernardo Reyes luego de que fue liberado de la cárcel de Santiago Tlaltelolco, cómo lo acribillan frente a Palacio Nacional sin que se sepa hasta la fecha el motivo de su ataque sin sentido. Vemos cómo fracasa la intentona por apropiarse de Palacio y cómo los golpistas se refugian en la Ciudadela. Vemos también que hasta ahí el desorganizado golpe parece un fracaso. Aparece entonces la figura enigmática de Huerta, su falaz postura ante los hechos: cuando al fin le fue devuelto el poder militar, no aplasta a los levantados, no les tira la rienda. Los deja hacer, los conciente, y eso a la larga permite que se vayan sucediendo los hechos que terminan por afianzarlo en el control de la situación, en el arresto del presidente Madero, de Pino Suárez y del general Felipe Ángeles.
Por supuesto, toda cronología de la Decena Trágica tiene dos momentos supremos, dos pinceladas macabras: la muerte atroz de Gustavo A. Madero y, al final, la de su hermano el presidente y la de Pino Suárez, vicepresidente. Taibo II los reconstruye con rapidez y eficacia, y nos trae dos o tres distintas versiones de los hechos a partir de las declaraciones del mayor Francisco Cárdenas, asesino material de Madero. En toda esta historia no falta, no podía faltar, la presencia insidiosa, depravada, políticamente ruin de Henry Lane Wilson, embajador de Estados Unidos en México y maquiavélico atizador de los hechos que derivaron en el zarpazo mortal al régimen de Madero.
Temporada de zopilotes es un paseo rápido y eficaz por uno de los hitos de la historia mexicana. Vale echarle el ojo para recordar que desde entonces no hemos salido bien a bien de las patrañas.

viernes, diciembre 24, 2010

Un ogro antinavideño



Recuerdo que debido al título por poco y no lo compro. A primer vistazo parecía (o es) cursi: Sentimiento de Navidad. Lo bueno es que antes de mirar hacia otro lado vi el subtítulo: Diatriba contra la perversión de una fiesta. Publicado en 1994 por la costarricense Editorial Vulcano que a pujidos disimula su condición pirata, hallé el susodicho libro en una de nuestras pocas librerías de viejo, habituales receptoras de material insólito. El autor de Sentimiento de Navidad es un tal Willington Restrepo, de quien la solapa nos cede tacaña información: nació en 1947 (no dice dónde), estudio medicina e hizo la especialidad en cardiología, ha publicado muchos artículos científicos en varias revistas y es un “apasionado” (así dice) de las novelas de caballería. Nada más es posible saber, ni con el socorro de internet, sobre este autor al que por el apellido le supongo cuna colombiana.
Restrepo sería, como en estricto sentido ya lo es, un sujeto olvidable si no fuera por su heterodoxa mirada sobre la navidad. Pocas veces he leído un comentario más airado contra una fiesta que habitualmente nos une y convoca sentimientos de amor y de paz en todos nosotros, hombres de buena voluntad. En otras palabras, el cardiólogo no se tienta el corazón para demostrar que la navidad es la fiesta más hipócrita que ha creado el ser humano. Por eso advierto que nadie más o menos apegado a la celebración debe acercarse a los renglones enderezados por el enfadado Restrepo: sus palabras de seguro le resultarán ofensivas, aunque es verdad que pueden ser leídas como el berrinche de un ogro que vocifera no en el desierto, sino en el Ártico, lo cual es más desgarrador si logramos imaginar la tiritante escena.
El libro tiene apenas 76 páginas. Todas, eso sí, muestran la postura acérrima de un hombre que ha decidido luchar a punta de insultos contra la aplastante maquinaria del capitalismo mundial. Desde su prólogo, Restrepo fustiga: “¿Festejar la navidad? ¿Es posible festejar la navidad en esta época de horror mundial, de hambre, de lucha armamentista, de control de las consciencias, de devastación ambiental? ¿No es más bien el consumismo idiota el que nos mueve a simular que podemos hacer una pausa para recordar que el amor sí existe? Ah, querido amor, ¡cuántos crímenes se comenten en tu nombre! (…) La navidad es una época de crímenes sin parangon (sic). Porque crimen es crear un mercado de ofertas para unos cuantos mientras más de la mitad, los parias del planeta, los desheredados, no pueden arrimarse ni un bocado que los haga sentir inmersos en una fiesta motivada por el natalicio de su supuesto redentor. Pobres de los pobres, pobres de los pobres niños, principalmente: para ellos la navidad es comer lo mismo, nada, en pesebres reales mientras otros cenan hasta hartarse junto a mentirosos portalitos de cerámica y pinos de fantasía”.
¡Pa’su mecha!, diría mi tío Grabiel. En ciertos cuentos de navidad siempre aparece un viejito cascarrabias y antinavideño que al final resulta convencido de lo lindo que es la convivencia en Noche Buena; mientras leemos Sentimiento de Navidad abrigamos la esperanza de que suceda algo parecido, pero no; Restrepo, cual papiniano Gog, no parece reservar ni una bicoca de misericordia para esa fecha. Un rasgo muy visible de su escritura es lo que podríamos denominar “estilo inquisitivo”: “¿Alguna vez el lector ha pasado la Navidad con los menesterosos? ¿Alguna vez, o siempre, porque alguna vez no es nada, sólo hipocresía, ha renunciado al calor hogareño para departir en las vidrieras donde pasan la Noche Buena muchos niños sin hogar? ¿Qué pensaría si le dijeran que el Redentor vería con asco las comilonas, los regalos, las vulgares carcajadas que suelen animar el recuerdo de su nacimiento? Un hecho que debería ser festejado con recato y mortificación ahora es un depravado guateque en el que los comensales compiten para demostrar poder, capacidad para exceder los gastos habituales”.
Digamos que Restrepo incurre en los lugares comunes de la postura antinavideña, como denostar en abstracto la voracidad del mercado (“Es bien sabido que en Navidad las ventas mundiales crecen hasta el disparate. ¿De quién es pues la Navidad? ¿Nuestra? ¿Del Mesías? ¿De los pobres? Es claro: los verdaderos dueños de la Navidad son los mercaderes que jamás han sido expulsados del templo, el comercio mundial que trafica con sentimientos nobles y los convierte en embuste de productos y ganancias”), pero no cabe duda de que a su aguafiestismo no le falta algo, por lo menos algo, de razón.

jueves, diciembre 23, 2010

Un asedio a la perduración



Quise hacerlo ayer, pero comienzo aquí mi rosario decembrino de reseñas bibliográficas; espero que sean al menos diez. Comentaré, como lo he hecho en diciembres pasados, algunos de los libros que leí durante el año y a los que por alguna razón no les pude dedicar unas palabras. Procedo.
El arte de perdurar, ensayo de Hugo Hiriart, se suma a los afortunados libros (Galaor, Disertación sobre las telarañas, Sobre la naturaleza de los sueños) que le debemos a este autor nacido en la Ciudad de México hacia 1942. No sé si sea el mejor, pero me parece que es necesario contarlo entre los más destacados y por ello recomendarlo a quienes se hayan planteado alguna vez el tema de la supervivencia literaria, es decir, la misteriosa razón por la que un escritor (o su obra, mejor dicho) sobrevive o desaparece definitivamente tras su muerte.
Lo publicó Almadía (2010, 159 pp.) en una de sus bellas colecciones, ésas que en cada libro complementan el forro con una camisa de cartulina y un lúdico suaje o troquel. Con una prosa que no dudo en calificar de exquisita, Hiriart reflexiona en el tono del ensayo clásico, es decir, amable, relajado, culto, sobre la idea de la perduración que en general sueñan los artistas sin que esto signifique convertirla en tema visible en sus conversaciones o escritos. En los renglones de tanteo, también a la manera del ensayo a la Montaigne, el escritor mexicano expone el tema de su libro: “… pese a estar tan presente en los sueños íntimos del escritor, el tema de la perduración ha merecido poca atención directa de la crítica. Indirecta sí: las historias de la literatura son, en parte, sobre eso. Se juzga de mal gusto hablar sobre la trascendencia, el tema es irritante, tal vez, hasta de mal agüero, y se le escamotea. (…) Nosotros no. El tema de este ensayo es el de la perduración literaria”.
Para acercarse a su objeto auscultado, Hiriart apela a dos ejemplos mayúsculos: Jorge Luis Borges y Alfonso Reyes, y parte de una pregunta: “¿Por qué Borges alcanzó una gloria literaria que le ha sido negada a Reyes?” A partir de allí comienza la indagación, trabajo de suyo difícil si consideramos que la materia observada es harto tenue, intangible, un fantasma que debe ser puesto bajo la lupa.
Por allí, en la página 24, Hiriart cita unas palabras de Cardoza y Aragón: “La fama es indescifrable. Ya quisiera llegar yo a perdurar, no con un libro entero, sino con un poema, y hasta con un verso”. Pues bien, Hiriart despliega su mirada para tratar de descifrar, con las prosas de Borges y Reyes como conejillos, el porqué de una fama y el porqué de una no-fama, o al menos de una fama parcial, menor la del mexicano si es comparada con la del argentino.
La exploración es apretada, tanto que no tiene desperdicio. Del regiomontano destaca lo que sigue: “Reyes está disperso en la delicada orfebrería de sus pequeñas obras maestras. A mí me basta con ellas. El problema aparece cuando quiero trasmitir ese entusiasmo (…) Reyes es muchos y no es posible hallar el uno que los unifique”. Esta característica, la oceánica diversidad de la obra alfonsina, impide construir una imagen única que apuntale, según Hiriart, la perduración. Otro rasgo destacable en Reyes es su hiperracionalidad; por su estilo, por sus temas, por su índole, “no podía acceder con soltura a lo irracional e informe”, la zona oscura que es o ha sido parte esencial del arte.
Al contrario, Hiriart destaca en Borges el reverso de las dos monedas; hay una posibilidad de percibirlo a partir de su obsesión por los detalles: “Me asombra que Borges haya descubierto desde tan joven una de las claves de su modo literario de madurez, a saber, reducirse a lo particular, evitar al máximo lo discursivo y saltar de sentencia en sentencia, de ejemplo brillante en ejemplo brillante, de noticia en noticia. Borges es como un orfebre que va engarzando joyas”. Asimismo, “Borges no es como Reyes, cortés y civilizado: Borges es arbitrario, iconoclasta e imperioso”. Grosso modo, de una manera correteada, eso es parte de lo que sostiene Hiriart, pero más vale hincarle el ojo a toda la brillante exposición; en sustancia sirve para valorar la perdurabilidad en las letras y, por qué no, en todas las demás artes, pues en cualquier disciplina es un deseo confeso o inconfeso del creador.
“El arte de perdurar” es, pues, el ya sobrevolado ensayo que da título al libro, y el más largo. Hay al final ocho ensayos más, todos imperdibles (sobre Rubens, Velázquez, Cervantes…). Hugo Hiriart siempre trae jiribilla, y en este libro no fue la excepción.

miércoles, diciembre 22, 2010

Toma simbólica en Chapala

















A nombre de Adolfo Nalda Nájera, José A. Sánchez Galindo, Gustavo Oteo Oropeza, Cecilia Rojas, Karina Nalda, Adolfo Nalda C., Manuel Nalda, Jorge Velázquez, Miguel Domínguez, Esther Amanda Jurado, María G. Lozano, Diego Lavín, Leonor Muela, Priscila Orozco, Iván Lavín, Claudia Lozano, Griselda Ramos, Marúa Teresa Frías, Fernando Lozano, María Isela Ramírez, Jesús A. Jiménez, Omar Jiménez, Jorge Lozano, Patricia Lozano, Luci Teresa Jiménez, Saraí Jiménez, Marcela Lozano, Gustavo Montes, Iván Lavín, Esperanza Lozano, Gabriela González, Francisco González, Verónica Teherán, Francisca Rangel, Rafael Nájera, Armando Martínez, Martha E. Chávez, Laura Alejandra Dávila, Gerardo Muro Torres, Alonso Licerio, Miguel Espino, Sergio Pérez Corella, Oswaldo Luévano, Rafael Zuno, Salomón Atiye, América Dueñes, José J. Aguilera, Micaela Sánchez, Tania Valadez, Ismael Sánchez y quien firma esta columna, ayer fue tomado simbólicamente el Mercado Chapala de Gómez Palacio para comenzar en firme la exigencia de crear allí un nuevo centro cultural.
Bien sabido es que aquella zona de Gómez Palacio, por no decir que toda la ciudad, vive en el abandono o el semiabandono cultural; carece asimismo de otros servicios, pero los abajofirmantes han propuesto, por ahora, el rescate de ese espacio con un objetivo estrictamente cultural. Suena a sueño, pero el gobernador Herrera Caldera y las autoridades locales andan todavía en plan de ofrecedores y rescatadores. Ya veremos si sus palabras se cumplen en este caso; debemos además exigir al gobierno federal para que en la zona de Chapala y anexas se le dé un poco de congruencia al lema “Vivir mejor”.
Dirigida a Felipe Calderón Hinojosa, Jorge Herrera Caldera, Rocío Rebollo Mendoza, Roberto Carmona Jáuregui y a la ciudadanía de Gómez Palacio y Lerdo, la declaración leída en ese acto fue la siguiente:
La comarca lagunera de Durango acusa un marcado subdesarrollo en todos los rubros; es evidente que en general se ha rezagado con respecto de otras ciudades vecinas, principalmente de Torreón. El estancamiento es notorio sobre todo en materia de infraestructura comercial, hotelera, educativa, urbanística y cultural. Gómez Palacio y Lerdo, ciudades con una densidad poblacional ya importante, carecen de espacios adecuados para la mejor y más armónica convivencia social. El desequilibrio regional es una de las consecuencias del mencionado rezago. Muchos gomezpalatinos y lerdenses compran, se educan y asisten a actividades culturales en Torreón, pues en sus ciudades de residencia no encuentran opciones idóneas en todos los servicios. En algunos casos se da incluso el cambio de residencia hacia Torreón u otras ciudades que tienen lo que la comarca lagunera de Durango no ofrece.
Como en otros estados del país, el centralismo es uno de los mayores problemas de Durango. Ciudades como Gómez Palacio, cuya pujanza económica es todavía una de las más sobresalientes en la entidad, no tienen sin embargo un flujo de recursos suficiente y bien administrado para convertirlo en un municipio ejemplar no sólo de La Laguna, sino de todo el norte del país.
En la inercia del atraso se ha paralizado asimismo la participación ciudadana que en otros municipios ha sido fundamental; cámaras de comercio y empresariales, sindicatos, clubes, organizaciones no gubernamentales y demás no han tenido resonancia en Gómez Palacio y Lerdo y antes bien han permanecido al margen del debate y la propuesta públicos, lo que a su vez ha postergado la mejoría de nuestras ciudades. Por lo anterior, creemos que es hora de exigir una puesta al día de las inversiones que en verdad detonen crecimiento; una puesta al día de la infraestructura comercial; una puesta al día de la obra civil que dé fluidez a nuestro sistema de transporte y, como prioridad impostergable, una puesta al día en la construcción de espacios culturales y deportivos que abran a nuestra niñez y a nuestra juventud la posibilidad de formarse una idea más sensible y más sana de la vida. La acción simbólica del Mercado (olvidado negligentemente en la colonia Chapala) emprendida por una parte de la comunidad artística tiene como fin llamar la atención de las autoridades y exigir, ya sin demora, la creación de nuevos espacios culturales y deportivos en zonas olvidadas por la mano del progreso. Gómez Palacio y Lerdo ya no pueden esperar; urge que el arte y el deporte detonen una perspectiva generosa para quienes hasta hoy no han tenido nada.

domingo, diciembre 19, 2010

Un siglo de Lezama



Una lástima no tener a la mano la obra de Lezama Lima para consultarla mientras escribo a las prisas este recordatorio de su cumpleaños número cien. Un 19 de diciembre de hace exactamente un siglo nació en La Habana quien se convertiría en uno de los escritores más singulares de América Latina: José Lezama Lima. Allí mismo murió en 1976; salió a lo mucho dos veces de la isla pero su resonancia en el mundo de las letras fue tan amplia que todavía es considerado el más grande barroco latinoamericano de la historia.
No es más conocido, leído o emulado porque, creo, el registro de su escritura ha caído en desuso en las décadas recientes. Digamos que en estas épocas domina un estilo ligero, más bien plano, el más fácilmente asimilable por el lector apresurado y nada dispuesto a gastar tiempo en machincuepas sintácticas o en imágenes poéticas que supongan alguna complicación. Vivimos un momento hedónico en todo: si alguien propone que hagamos política para lograr un cambio social, lo juzgamos loco pues nadie está dispuesto a sacrificar su tranquilidad por una idea, por importante que parezca. Si alguien recuerda que cierto cine europeo es mejor que el norteamericano, lo tomamos por mariguano ya que aquel es “lento” y denso y éste es ágil y entretenido. Así, cuando alguien recomienda un libro en estas épocas más vale que no elija el de un barroco, pues todos esperan un tip que no cometa la impertinencia de enredarnos en berenjenales.
Lezama Lima, pues, no goza hoy y acaso no gozó nunca de multitudes. Su obra es, un poco como la de Borges o Reyes, aunque de otra manera, una obra para escritores, quienes al cabo suelen ser los que más aprecian a los colegas que desbrozan y despejan brechas nuevas o le añaden un timbre especial a lo ya muy conocido. Eso fue lo que logró Lezama Lima: el barroquismo elevado al cubo era hasta él un asunto del pasado, un estilo que tenía como hitos a Góngora y Sor Juana y carecía de cultores más cercanos a nosotros en el tiempo. En eso apareció, casi de la nada, el gordo Lezama Lima, quien vinculó un pensamiento espeso de imágenes poéticas con una expresión (hablada y escrita) no barroca, sino hiperbarroca, exuberante hasta lo selvático.
Su virtud le trajo seguidores, lectores de culto, algunos de ellos lujosísimos como Cortázar, Vargas Llosa o Monsiváis, pero también le acarreó repulsas. Para sus no lectores, Lezama Lima es un ilegible, un oscuro, un escritor de formas inextricables. Yo estoy a medio camino entre los que lo veneran y los que lo rechazan: el barroquismo siempre me ha gustado y por ello me presumo permanente feligrés de Góngora, Quevedo, Carpentier, Lemebel y otros pocos que han hecho de ese modo, el barroco, un modo eminente del español. Me gustan esos sensuales de la palabra, esos escritores que le buscan música a las letras y lo hacen, si es posible, con retorcimientos y rodeos (en estos días, y aprovecho el caso para demostrar lo que afirmo, convivo con una hermosa novela barroca de un escritor monstruo injustamente olvidado en nuestro país; me refiero al libro A sangre y fuego, de Manuel Echeverría, novela y autor que me tienen leyendo de rodillas).
Aunque no lo parezca, Lezama Lima opera distinto en cada uno de los géneros que abrazó. La complejidad mayor, en forma y fondo, está en su poesía; sus versos se dejan leer como sonido, pero es indudable que esconden, como poderoso coco, su pulpa y su licor. En sus ensayos ocurre algo parecido: Lezama Lima se mueve por los temas como murciélago en las cavernas: no necesita luz para dar con el destino donde reposará su análisis. Donde es más accesible, sin que esto signifique total comodidad, es en su narrativa. Para leer Paradiso, por ejemplo, es necesario no desistir en las primeras páginas, pescar el timbre y lo demás, la belleza total, cae por su propio y deslumbrante peso.
Hay un cuarto género encarado por Lezama Lima: el epistolar. Lo comenté hace relativamente poco, en la reseña sobre el libro Más allá de Paradiso, del profesor Gabriel Castillo, nuestro más asiduo comensal en los banquetes lezamianos. En sus cartas a José Rodríguez Feo, publicadas por ERA, el gordo es una delicia juguetona, un amigo que hace fiesta en cada misiva, un modelo de corresponsal que invita a imitarlo aunque ya no escribamos cartas cartas, sino desprolijos mails.
A un siglo de su nacimiento, y desde la trinchera incómoda del Vips que hoy me sirve de oficina, esto puedo decir, modesto pero sincero, para no olvidar el centenario de un escritor que, nos guste o no, está en la selección ideal de América Latina: el barroco de barrocos José Lezama Lima.
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Nota del editor: el 21 de diciembre de 2010 recibí una carta del fotógrafo Iván Cañas en la que me comenta ser el autor de la imagen que encabeza este post. La sesión fotográfica se dio una tarde habanera de 1969. En aquella ocasión, Cañas tomó dos rollos (qué raro suena ahora eso de los "rollos") del autor de Paradiso en su vida cotidiana: Lezama en su biblioteca, Lezama junto a su esposa María Luisa, Lezama en un parque, Lezama en un balcón, Lezama con el puro a todo humo... Agradezco a Iván Cañas el permiso para usar la foto del famoso escritor con el habanazo en primer plano.
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Mañana, presentación de La luz y la guerra
Mañana lunes 20 de diciembre será presentado La luz y la sombra: el cine de la Revolución mexicana, publicado por el Conaculta en su colección Arte e imagen. Esta presentación se celebrará en la librería Gandhi (bulevar Independencia 3775 oriente, Torreón) a las 19:30 horas. Los escritores y académicos torreonenses Fernando Fabio Sánchez y Gerardo García Muñoz idearon y coordinaron este trabajo colectivo que sin duda hace un aporte fundamental a la investigación académica sobre el cine con temática de la Revolución mexicana. Acompañaremos con comentarios el maestro Fernando del Moral y yo.
Entre la acabada introducción y las secciones apendiculares, La luz y la guerra contiene los siguientes ensayos “Vistas de modernidad y guerra: el documental mexicano antes y después de la Revolución”, de Fernando Fabio Sánchez; “Eisenstein y la Revolución mexicana”, de Aurelio de los Reyes; “La Revolución mexicana en celuloide: la trilogía de Fernando Fuentes como otra construcción de la historia”, de Julia Tuñón; “Evocaciones de la Revolución en las adaptaciones cinematográficas de Los de abajo”, de Matthew Bush; “Más antiguo que su patria: Pancho Villa, el (anti)héroe revolucionario de la cinematografía nacional”, de Fernando Fabio Sánchez y Gerardo García Muñoz; “La Revolución domesticada: Flor Silvestre y Enamorada de Emilio El Indio Fernández”, de Jean Franco; “La escondida de Roberto Gavaldón: el espectáculo, María Félix y el glamour de la Revolución mexicana”, de Zuzana M. Pick; “Adelitas y coronelas: un panorama de las representaciones clásicas de la soldadera en el cine de la Revolución mexicana”, de Stephany Slaughter; “Once upon a time in the… West: el cine norteamericano de la Revolución mexicana”, de Adela Pineda Franco; “Remitidos al silencio: los filmes censurados de la Revolución y La sombra del caudillo de Julio Bracho”, de Héctor Domínguez Ruvalcaba; “La Revolución del echeverrismo”, de Gerardo García Muñoz; “Emiliano Zapata y el fluctuante archivo de la imagen: del héroe trágico a la nostalgia neoliberal”, de Ignacio Corona.
Como lo comenté en una entrevista a Ángel Reyna, este libro de 688 páginas es un paquete de dinamita, sin duda el trabajo de su tipo y temática más ambicioso que hasta el momento hayan orquestado académicos laguneros. Los interesados en la Revolución, en el cine y en la literatura deben tenerlo en sus bibliotecas.
La invitación a la presentación es libre. Habrá brindis. Organizan el Icocult Laguna y la librería Gandhi.

sábado, diciembre 18, 2010

La RAE dice:



Ahora que los medios de comunicación ponen todas las noticias en todos lados y en un abrir y cerrar de tuiter, muchos comentarios me llegaron acerca de los cambios propuestos hace algunas semanas por la Real Academia Española. Quienes me acercaban su opinión mostraban, creo, una mezcla de curiosidad y desconcierto, como si no entendieran bien de qué se trata ese rollo, por qué una institución que suena a autoridad (Real-A-ca-de-mia-Es-pa-ño-la) se fijaba en aparentes minucias.
Mi respuesta en todos los casos fue amable, como distante de la nota que a tantos alarmaba-intrigaba. Forzada mi opinión, confesé que debemos estar atentos a las observaciones de la RAE, pero sin considerar que sus disposiciones son como la nueva ley de tránsito, que entra en funciones tal día y quien no la acate se gana una multa o algo parecido.
De hecho, las propuestas me parecían necias en dos o tres casos, pues iban en contra de costumbres ya plenamente socializadas. En otras palabras, contradecían el espíritu del uso y forzaban empleos artificiosos. Entre otros, veamos qué cambios dijeron que iban introducir hace poco más de un mes:
1) La “i griega” se llamaría “ye”, la “b” se denominará “be” simplemente y no “be alta” o “be larga”, “u ve” para la “v” y ya no “ve baja”. Mientras que la “w” se llamará “doble uve”.
2) La RAE en sus últimas ediciones “formalmente” reducirá el número de las letras del alfabeto, ahora serán 27, porque eliminó la “ch” y la “ll”, a pesar que estas en 1999 fueron consideradas dígrafos (signos ortográficos de dos letras).
3) La nueva Ortografía de la RAE dispuso también que palabras como “guión”, “huí”, “Sión”, “truhán”, “fié” son “monosílabas a efectos ortográficos” por lo cual se tendrá que escribir: guion, Sion, truhan, fie, hui.
4) Antes la conjunción “ó” (con tilde entre números) se utilizaba para diferenciarla del cero y evitar una confusión; ahora la RAE consideró que “con las nuevas tecnologías y el uso de la computadora es poco probable que ocurra una confusión de este tipo” y por tanto propone eliminar la tilde.
En qué quedó esto:
1) Sobre los nuevos nombres de ciertas letras señala que esto “no implica interferencia en la libertad que tiene cada hablante o cada país de seguir aplicando a las letras los términos que venía usando, algunos de ellos (como la “i griega”) con larga tradición de siglos”.
2) Se suprimen la “ch” y “ll” como letras del alfabeto. Otras nuevas reglas, empero, sí se deberán aplicar a partir de ahora, como escribir sin tilde “guion” y “truhan”, ya que en el caso de las palabras con diptongo cuya pronunciación también pueda ser la de un hiato, la nueva ortografía establece que prevalece la primera y, por lo tanto, no se acentúa.
3) Adiós pues a la tilde en la “ó” cuando va entre números.
4) Los hispanoparlantes ya no deberán escribir con mayúscula inicial las fórmulas de tratamiento y los sustantivos que designan títulos y cargos, y poner sencillamente “majestad”, “el rey” o “el papa”. La ortografía de personajes de ficción como “Caperucita Roja” o “la Ratita Presumida”, sin embargo, seguirá siendo la misma.
5) Por otra parte, el adverbio “solo” podrá ser escrito a partir de ahora con o sin acento gráfico, al igual que los pronombres demostrativos (este, ese y aquel).
Ya así no queda tan mal, creo. Cambiar el nombre de las letras era contradecir el uso arraigadísimo: yo digo “u ve” a la “v” y “be” a la “b”; “i griega” a la “y” y “elle” a la “ll”. Me parece debatible omitir como letras los dígrafos “ch” y “ll”, pero bueno. Está bien quitar la tilde a los monosílabos inconfundibles (que no requieran diacrítico) guion, truhan, Sion y demás. Ah caray: ¿la tilde de la conjunción “ó” entre números no estaba eliminada desde hace mucho? Excelente que los títulos (rey, papa, majestad, presidente y otros) llevan minúscula (ojo a quienes les encanta elevarse la estatura con el uso de Ingeniero, Licenciado, etcétera, en vez de ingeniero, licenciado…). Si me dan a escoger, sólo usaré “sólo” con tilde cuando sea adverbio equivalente a “solamente”, como toda la vida, y a mis pronombres demostrativos que nadie me los toque; los usaré entonces igual, también como siempre.

viernes, diciembre 17, 2010

Mapeo de Sáizar



Leo con frecuencia las notas de Jesús Alejo en La Opinión; las escribe en la capital y llegan como parte del material que luego se integra a los periódicos de Milenio en todo el país. Ayer, con la cabeza “48% de la población, ‘poco o nada’ interesado en cultura”, Alejo compartió la información presentada por Consuelo Sáizar, presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, sobre la Encuesta Nacional de Hábitos, Prácticas y Consumo Culturales 2010.
Entre otros resultados, el trabajo de Alejo destaca lo que arrojó la encuesta a la pregunta ¿Qué tan interesado está por lo que pasa en la cultura o en las actividades culturales? “48 por ciento de los encuestados respondió que ‘Poco o Nada’, mientras 47 por ciento dijo estar ‘muy o algo interesado’”.
Vale detenerse en esos porcentajes y pensar un poco en lo que pueden significar. De entrada, es inevitable pensar que se trata de una respuesta demasiado plana. Presuponemos que la “cultura” a la que se refiere la pregunta es la que en general promueve el Conaculta y todos los demás cientos de instancias dedicados a lo mismo en el país. ¿Lo entendían así los encuestados? ¿Sabían que les estaban preguntando por conciertos de jazz o clásica, por exposiciones de pintura, por conferencias, por obras de teatro, por cineclubes y todo eso, o también asociaron la pregunta a cualquier concierto de palenque o exhibición fílmica de estreno en la sala vip? Lo pregunto porque el porcentaje de interesados (“muy o algo interesado”) me parece demasiado alto para lo que en la práctica he podido apreciar no sólo en La Laguna, sino en otras partes del país a donde he concurrido como participante en el área de literatura. En general veo interés en las ferias o en los festivales, pero es obvio que no se trata del 47% de la población. En otros términos, en una encuesta declaran que están “muy” o “algo” interesados, pero en la práctica no asisten a las actividades que ofrecen las instancias culturales de cada región. En este sentido, es más que evidente una realidad: el disfrute de las actividades artísticas en este país es asunto de una inmensa minoría, así que las cuentas alegres de cualquier funcionario o de cualquier encuesta dejan de serlo cuando las contrastamos con la realidad. Por las razones que sean, México sigue siendo un país dominado por el desinterés cultural aunque la mitad de nuestros paisanos declare (sólo declare) “interés” en esto.
El estudio, puntualiza Alejo, “se desarrolló en las 32 entidades del país, con más de 32 mil entrevistas realizadas cara a cara entre el 24 de julio y el 5 de agosto, basado en una encuesta similar efectuada en 2003”. Allí se detectó además que “las nuevas tecnologías empiezan a transformar los hábitos de prácticas y consumos culturales de los mexicanos, según quedó demostrado. La aparición de nuevos formatos, desde el iPhone, los iPad o los lectores digitales, además de la posibilidad de bajar películas y música con mayor facilidad que en el pasado, tiene una gran influencia en los resultados de la encuesta”. Suena lógico aquí sí, aunque también debemos añadir que las afluencias de público se han visto mermadas, y todavía se ven, por el clima de inseguridad que en general nos ha golpeado.
El mismo espacio que sirvió para la presentación de esos resultados fue usado para que Consuelo Sáizar hablara sobre el Atlas de Infraestructura Cultural de México y el Libro de las Instituciones Culturales. “Entre la encuesta de cómo estamos en 2010 y la infraestructura que nos proporciona el Atlas, podremos hacer análisis para saber en qué estados se requiere abrir más librerías, más bibliotecas, cómo están los museos. Vamos a poder empatar todos los datos con los requerimientos de la sociedad”, expuso la presidenta del Conaculta. Pues bien, esto nos permite abrigar esperanzas de que allí esté incluida, visible, la pobreza casi de lágrima que padecen Lerdo y Gómez Palacio en relación a la infraestructura cultural. ¿En algún punto del Atlas se podrá apreciar que esos municipios de Durango tienen más de tres décadas sin crecimiento en su infraestructura de museos, teatros, auditorios y espacios para la formación artística? Si sí, ¿habrá en consecuencia algún proyecto federal, estatal o municipal que por fin subsane esa indigencia? Ojalá que sí, porque entonces se podría empatar el mapeo proporcionado por el Atlas con la necesidad ya imperativa, impostergable, de añadir a Gómez y a Lerdo un poco más de ladrillos para el trabajo cultural. Torreón ha crecido mucho en este aspecto. Sus hermanos de la zona “metropolitana” lagunera no pueden esperar más. Espero que el Atlas les haya noticiado el terrible faltante.

jueves, diciembre 16, 2010

Charla en el Museo Arocena


De la abundancia lagunera



No son numerosos, pero sí suficientes mis incursiones a restaurantes fuereños, no laguneros. En casi todos lados —Saltillo, Durango, San Luis Potosí, Guadalajara, Tuxtla, México, El Paso, Laredo, Phoenix y no se diga Buenos Aires, Madrid y Londres— he percibido cortedad en ciertos detalles que aquí, creo, nos caracterizan. Mientras en La Laguna lo habitual es el exceso, en otras partes, sobre todo en Europa, es la falta. Por eso me ha asombrado comprobar en meses recientes que algunos restaurantes laguneros se están poniendo cicateros con los detalles que antes eran literalmente pan de cada día en todos los espacios, populares o pirruris, donde le ponemos duro a la tragazón.
Doy algunos ejemplos. Ningún restaurantero en su sano juicio repara en cobrar los totopos de la entradita. Como bien sabemos, son muchos los establecimientos (donde venden cortes de carne, por ejemplo) en los que apenas nos sentamos y lo primero que nos ponen, antes de que gustemos “ordenar”, es una canasta hasta el full de totopos y por lo menos dos salsas. Si el hambre es mucha y los cortes demoran en salir de la parrilla, podemos con toda impunidad pedir más totopos, lo que en ningún restaurante de la comarca lagunera nos van a cobrar. En esta materia debo confesar que uno de los momentos más placenteros de la ingesta es esa llegada de los totopos, una especie de aperitivo seboso que con una buena salsa nos prepara para hincar el colmillo con toda ferocidad a lo que viene.
Que yo sepa, no hay menudería en la que los dueños regateen el pan francés si el cliente demanda otra ración. Mal haría un menudero bien nacido en decir a sus comensales que si quieren más pan, lo tienen que pagar, pues nuestra tradición implica que el pan francés es un complemento cuyo refill alcanza al menos para dos o tres rondas.
En ciertas taquerías no hay servicio de “orden”, sino de plato. Quiero decir que pedimos, por ejemplo, uno de bistec y nos traen un plato con la carne picadita; aparte, el negocio nos pone las salsas (a veces hasta cuatro), los limones y obviamente las tortillas. Si uno decide hacer sus propios tacos sin redilas, es probable que requiera más tortillas; tan fácil como pedirlas para que el mesero traiga otro bonche espectacular y calientito. El precio del platillo seguirá siendo el mismo aunque al final hayamos liquidado dos kilos de masa.
Hablé de los limones y las salsas. Lo normal —tan normal que no pensamos en eso— es que nadie repare en un costo adicional por esos condimentos, así que cuando compramos comida para llevar es de cajón que nos den un suministro generoso de tales aderezos.
Lo mismo pasa en muchos restaurantes con el café o los complementos del desayuno como la miel, la mermelada o la mantequilla. En La Laguna es una ley que paguemos un café y podamos tomarnos 23 tazas si queremos y podemos asimilar tal sobredosis. Lo mismo cuando deseamos un poco más de miel: si queremos, podemos despachar la que se comería un oso sin que se moleste el mesero o el dueño del negocio. Por eso me asombra que algunos restaurantes den la espalda a la prodigalidad lagunera y comiencen a pichicatear los añadidos. Sé de un restaurante que en algunos platillos sólo incluye dos tortillas (¡dos tortillas!) y de otros que cobran aparte los limones o los pequeños contenedores de miel. No podía creerlo y fui a comprobarlo. Pedí un platillo y al recibirlo vi que lo acompañaba un modesto par de tortillas. Pedí más y al final su precio venía agregado en la cuenta, lo que me obliga ahora a no volver jamás a un negocio que atenta contra un gesto lagunero de los buenos: no reparar en la satisfacción de los clientes glotones como el servidor que aquí se queja.
De seguir así, llegaremos a lo que me pasó en un restaurante de la Plaza Mayor, en Madrid. Pedí una paella que venía acompañada por un bolillito miserable que cabía en el cuenco de una mano. Sin saber lo que pasaría, pedí un poco más de pan y el mesero trajo otra pieza igual de mezquina. Ni modo. Lo que me asombró fue que al aterrizar la cuenta el panecito extra costaba dos euros, es decir, cuarenta pesos al cambio de ese día. Es el pan más caro que engulliré en mi vida. Lo lamenté y por eso escribo esto: no quiero que en La Laguna lleguemos a tan lamentable miserabilidad.

miércoles, diciembre 15, 2010

Invitación: La luz y la guerra




Presentación de La luz y la guerra



El próximo lunes 20 de diciembre será presentado el libro La luz y la guerra, compilación de ensayos sobre el cine con temática de la Revolución mexicana escrito y coordinado por los académicos torreonenses Fernando Fabio Sánchez y Gerardo García Muñoz. La sede será la librería Gandhi de Torreón (bulevar Independencia 3775 oriente) a las 7:30 de la tarde; los autores serán acompañados por Fernando del Moral, investigador especializado en cine histórico, y Jaime Muñoz Vargas, escritor. Esta actividad es organizada por el Icocult Laguna y la librería Gandhi.
La Revolución mexicana fue el primer conflicto bélico cuya grandilocuente e incómoda belleza fue exhibida comercialmente en cines de todo México y, después, del mundo entero. En los albores de la industria cinematográfica mundial, la Revolución mexicana se entrecruzó con géneros vinculados con el filme de aventuras y la comedia campirana. Más tarde, los artistas e intelectuales alineados con los preceptos del muralismo y la Novela de la Revolución, tuvieron un rol fundamental en la arquitectura del relato visual de la guerra. Aún así, el cine puso de manifiesto que la idea de la Revolución nunca fue una sola: estuvo formada por una acumulación de fragmentos, dicotomías y afirmaciones contradictorias que no se narraron de manera estable, ni se interpretaron del mismo modo en todos los espacios geográficos, posiciones sociales, genéricas y raciales.
La luz y la guerra: el cine de la Revolución mexicana no intenta enjuiciar ni salvar películas, ya sea por adhesión o resistencia a la cultura oficial, ni tampoco por su calidad técnica o estética. Se interesa en las cintas porque son el sueño de luz y pasado en que vivió una nación; un sueño actualizado constantemente en la oscuridad y el instante: la guerra que continuó en la pantalla pese al hecho de que ya había dejado de existir.
En cuanto a los autores, Fernando Fabio Sánchez (Torreón, Coahuila, 1973) ha publicado el libro de cuentos Los arcanos de la sangre (1997), el de poesía Posesión de naves (1999), y dos libros de ensayo: Muerte, sucesión y sueño (2000) y Clásicos en el destierro (2000). Sus textos ensayísticos han formado parte de revistas y libros en México, Estados Unidos e Inglaterra. En 1998 ganó el premio nacional de ensayo Abigael Bohórquez. Es doctor en letras latinoamericanas por the University of Colorado at Boulder. Actualmente es profesor de literatura y cine latinoamericanos en The Portland State University, Oregon, Estados Unidos. Su más reciente libro apareció originalmente en inglés y es el ensayo Artful Assassins: Murder as Art in Modern Mexico, Vanderbilt University Press. En este momento prepara varios libros, académicos y de ficción, cuyo tema principal es la violencia y el crimen.
Gerardo García Muñoz nació en Torreón en 1959. Doctor en letras latinoamericanas por Arizona State University, actualmente es catedrático en Prairie View A&M University. Ha publicado los libros El sueño creador: el ABC de la invención (1994) sobre la novela La invención de Morel del escritor argentino Adolfo Bioy Casares; La vigilia del Almirante (1997); Julio Ramón Ribeyro: cinco claves de su cuentística (2003), y la monografía Las paráfrasis plásticas de Alberto Gironella (1997). Sus artículos sobre literatura mexicana han aparecido en las revistas Semiosis, Texto crítico, Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, Studies in Latin American Popular Culture, Chasqui, Hispania y Revista de la Universidad de México. Su libro más reciente es El enigma y la conspiración: del cuarto cerrado al laberinto neopoliciaco. Sus áreas de interés son la literatura policiaca, el cuento posmoderno, la novela de la Revolución y la narrativa penitenciaria.
Fernando del Moral González (Torreón, Coahuila, 1950). Ensayista e investigador de cine, fotografía e historia. Autor de la presentación de Hojas de cine. Testimonios y documentos del nuevo cine latinoamericano. Volumen II, coedición de la SEP, UAM y Fundación Mexicana de Cineastas, 1988; y los prólogos de Miradas a la realidad Volumen II. Entrevistas a documentalistas mexicanos de José Rovirosa, CUEC-UNAM, 1992; y Coahuila y sus protagonistas en el cine de Alfredo Galindo, Gobierno de Coahuila, 2006, segunda edición. Coautor de los libros Carranza, vigencia de una obra; Madero, iniciador de la revolución; Ramos Arizpe, padre del federalismo y Zaragoza, héroe del 5 de mayo, publicados por el Gobierno de Coahuila de 2001 a 2004; de 160 años de fotografía en México (coedición de Conaculta, Editorial Océano y Fundación Cultural Televisa, 2004); y de CREFAL: Instantes de su historia. Memoria gráfica 1951-2008, Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y el Caribe, 2009. Por su trabajo como autor ha sido incluido en la antología de Ensayistas de Tierra Adentro de José María Espinasa, Fondo Editorial Tierra Adentro, Conaculta, 1994.
Por último, Jaime Muñoz Vargas (Gómez Palacio, Durango, 1964) es escritor, maestro, periodista y editor. Radica en la ciudad de Torreón, al norte de México. Entre otros libros, ha publicado las novelas El principio del terror, Juegos de amor y malquerencia y Parábola del moribundo, además de los libros de cuentos El augurio de la lumbre, Las manos del tahúr, Ojos en la sombra, Monterrosaurio y Leyenda Morgan (cinco casos de sensacional policiaco); algunos de sus microrrelatos fueron incluidos en la antología La otra mirada (2005) publicada en Palencia, España. Ha ganado los premios nacionales de Narrativa Joven (1989), de novela Jorge Ibargüengoitia (2001), de cuento de San Luis Potosí (2005), de narrativa Gerardo Cornejo (2005) y de novela Rafael Ramírez Heredia (2009). Escribe la columna “Ruta Norte” para el periódico La Opinión Milenio. Artículos, reseñas y cuentos suyos han aparecido en revistas y periódicos de México, Argentina y España.

Vestigios del inicio



Textos leídos en la mesa de reconocimiento a Saúl Rosales en sus 70 años de vida; esta actividad formó parte del Primer Festival del Libro y la Lectura. Galería de Arte Contemporáneo del Teatro Isauro Martínez en la ciudad de Torreón, Coahuila, el 9 de diciembre de 2010.

Vestigios del inicio: el primer libro de Saúl Rosales

Jaime Muñoz Vargas

Como lo escribí ese día, el jueves pasado ofrecimos un reconocimiento a Saúl Rosales en el primer Festival del libro y la lectura; fue para celebrar su onomástico setenta. Aunque sencillo, creo que salió bien. Las palabras de Angélica López Gándara y Daniel Maldonado —más un “palomazo” textual y dantesco del propio Saúl, unas palabras de Claudia Máynez y lo que yo llevé de mi cosecha— fueron bien recibidas por el público que afortunadamente pobló todas las sillas disponibles. Además de las palabras equivalentes al brindis, leí el comentario que aquí calco; se refiere a Vestigios de Eros, el primer libro de Saúl. Un lector de esta columna me dijo que no pudo asistir a lo del jueves; a él y a los que estén en esa misma sintonía, les comparto pues un fragmento de aquel texto:
Vestigios de Eros, primer libro de Saúl Rosales, fue publicado en 1984 por el ayuntamiento de Torreón. En sentido estricto no es un libro, sino una plaquette de apenas 22 páginas formateadas en media carta. Fue impresa con modestia de recursos, pero el objeto resulta grato a la vista quizá por su minimalismo. La portada parece de cartulina Passport y lleva un bello dibujo a pura línea, el rostro de una mujer, firmado por Yolanda Valenciano. Los interiores son de papel cultural (el famoso Bond ahuesado) impresos en sepia. Por una extraña razón no tiene portadilla, así que los poemas comienzan en la página tres sin mayor advertencia editorial. Para la anécdota diré que este libro me lo regaló, recién salido de la imprenta, el autor. Un día del 84 me abordó en el pequeño estacionamiento del Instituto Superior de Ciencia y Tecnología A.C. (Iscytac), de Gómez Palacio, cuando estaba ubicado en la colonia Bellavista, y me dijo: “Ten, un librito”. Saúl tenía 44 años; yo veinte. Por entonces era mi maestro de literatura.
Como otros primeros libros de amigos muy queridos, conservo Vestigios de Eros como una joya. Para mí es imposible olvidar el halago que sentí al recibir de Saúl, mi profe Saúl, un libro en aquel tiempo para mí todavía desértico de logros, por mínimos que fueran. Era un triunfo pues, y lo sigo considerando así, que una persona admirada me hubiera tomado en cuenta como lector. Tanto me emocionó el regalo, y tan poca práctica tenía entonces como destinatario de estos obsequios, que olvidé exigirle de inmediato una dedicatoria. Esto se lo pedí veinte años después, en 2004, cuando le acerqué a Saúl aquel Vestigios de Eros para que me lo dedicara, y esto escribió: “Para Jaime Muñoz, como me lo hizo notar, veinte años después, pero con el inefable afecto de siempre”.
Saúl cometió el acierto de publicar su primer libro cuando ya era un escritor maduro. No procedió como muchos jóvenes impetuosos que, movidos por el legítimo deseo de ver su nombre en la fachada de un libro y compartir sus obras, buscan a cualquier precio publicar lo primero que les brota del espíritu. En aquel momento Saúl ya cargaba el bagaje de una convivencia estrecha con libros, ya veía lo que comienza a verse con claridad luego de los cuarenta: el abismo, cierta sombra que, como pátina, se adhiere a la conciencia y confiere densidad a las creaturas verbales.
Se dice con frecuencia que en los primeros libros está contenida toda la obra venidera del escritor. No estoy de acuerdo con esa afirmación, pues, como sabemos, decenas de jóvenes hay que con innecesaria premura publican un libro inaugural del cual luego se arrepienten al grado de escribir después en otras tesituras. Por eso la recomendación que hago a los jóvenes acelerados que me visitan o consultan vía mail porque ya se les hace tarde para ver sus palabras en un libro. Trato de convencerlos —sin regaño, claro está—, de que nadie los está esperando, de que tal vez lo más recomendable sea aguardar un poco y no pensar con terquedad que a los 17 años ya cuajó una obra maestra.
Por la razón que haya sido, Saúl Rosales publicó su primer libro en un momento que hoy sería considerado tardío, es verdad, pero lo bueno allí es que no hay lugar para el sonrojo. Se trata de un puñado de poemas que enseñan las virtudes ya asentadas de su autor, su buen ojo y un control de la palabra que definitivamente devela competencias afinadas. Son nueve poemas de aliento medio y verso largo, con temple metafórico y organizados con malicia en un conjunto armónico. Todos se refieren al amor, a la fiesta de la carnalidad y al desgarramiento de la pérdida.
Es visible una arquitectura bipartita: los cuatro primeros poemas deambulan el fulgor de los acoplamientos, la enorme y por ello casi indescriptible dicha que trae consigo el juego erótico. El poeta es atravesado por una exaltación que casi lo enceguece, que desborda el continente de su corporalidad y se derrama en versos exultantes. Por fin, luego de habitar las sombras del vacío, encuentra un sentido concreto a la existencia y literalmente se realiza, es decir, adquiere o readquiere visibilidad (“Puedo releerme”):

Ahora puedo releerme,
encontrar tras el rastro de tus labios
la existencia de cada uno de mis poros.
Todos los inundas con significados.
Restituyes mi valor de signo.


El poeta no vacila en agradecer a la amada el estallido de felicidad que detona en su interior. No se atribuye en este caso ningún mérito, salvo el de tener la capacidad para captar el ramalazo de dicha que adviene tras los encuentros (“Razón de alegría”):

Tu vocación es de luz y de palabra
llenas cada rincón con reverberaciones de mediodía.
Pueblas el aire de la noche con tañidos
que saturan con anunciaciones el médano silente.
(…)
Y en el desasosiego obraste el prodigio.
Fuiste palpable en tu estatura niña.
Tu voz destruyó el silencio de mi entorno.
Como en las canciones populares
en tus ojos pude verme.
Compartiste conmigo las fragancias y los husmos.
Me enseñaste la alegría.


En el poema “Palomas en los sentidos” no se oculta que la dicha de la carnalidad es una etapa superior de la dicha, su principal resorte en el momento más propicio de los cuerpos. Así, hay una fiesta de palabras para celebrar lo que comunican dos cuerpos frente a frente:

Pero me transformas.
Mis manos huérfanas y dóciles
las conviertes en los cuencos adecuados
para alojar allí palomas espasmódicas,
de pico alertado por el anhelo de la espera.
(…)
Mi pecho se embelesa agradecidamente lastimado
al hospedar tus mil palomas
igual que tu fragilidad se arroba
con mi gravedad humana.


El autor se entrega a esos hallazgos con fruición. Lo que sucede después marca la pauta a la segunda parte de Vestigios de Eros y, de hecho, justifica el título: el segundo tramo de la plaquette cuenta lo que queda del amor, la desolación que se materializa y asfixia con su pesada mano al poeta abandonado a su destino (“Ya sólo eres recuerdo”):

Ya no estás aquí, en la casa
cuya decrepitud se suspendía
con la alegría de tu desnudez luminosa
y el encanto de tu desenfado infantil.
Las paredes ya no son fertilizadas por tu voz
ni tus gemidos.
ahora sólo son paredes,
mudas y estériles paredes.
(…)
Ahora ya sólo eres recuerdo.
la tristeza y el insomnio amargos
ocupan de nuevo su lugar.
Son guerreros prepotentes
que han recuperado su plaza
e instalaron sus acerbos campamentos.

Al poeta le queda sólo la esperanza de la imagen, el recuerdo de la presencia que lo desbordaba. Es un pobre consuelo si pensamos que poco antes era colmado por la luz. En las paredes de la habitación, en la vida toda sólo quedan míseros Vestigios de Eros y con ellos, con esos modestos fantasmas y quizá con unas cuantas palabras de mero alivio, aprende a sobrevivir.

Comarca Lagunera, 9, diciembre y 2010

Saúl Rosales y sus primeros 70 años

Angélica López Gándara

Si pones el oído en la tierra más inhóspita
En el plúmbeo hedor de las ciudades
En la ardiente garganta de los montes
En la irritación salobre de los mares
Y en cualquiera de los muchos elementos
Vas a escuchar que los débiles
También tienen voz y tienen cantos.

Estas líneas pertenecen al poema “Trinchera de la debilidad” del maestro Saúl Rosales y son sólo una muestra de la solidaridad que él tiene con los débiles, con los que el poder es sólo el fantasma que los aplasta. Ésa, es la misma defensa que Miguel de Cervantes plasma en su obra. De allí el amor que él profesa por los libros del manco de Lepanto. Así, en la literatura de quien homenajeamos hoy también encontramos que expone un derecho pocas veces exigido. Éste es, el derecho al desencanto, él que la era mediática ha tratado de quitarnos. Aunque sepamos que, en ocasiones, en nuestro país y en nuestras circunstancias de vida, optar por el optimismo puede ser una expresión de poca inteligencia. Por ello no deberíamos de sentir culpa si por momentos nos desesperanzamos. La desesperanza es una forma de resignación y la resignación es un recurso para la serenidad. Y así es como vemos al maestro Saúl Rosales, como un hombre sereno y generoso que entrega a sus alumnos cuanto conocimiento le llega: regala libros, música, consejos y todo el tiempo que le es posible.
Conocí al maestro Saúl Rosales aproximadamente hace diez años, una mañana cuando asistí por primera vez al café literario de los martes en el Teatro Isauro Martínez. Fue un anuncio de El Siglo el que me trajo. Allí hablaban del escritor y de su taller literario. Me presenté con él y le dije que estaba interesada en escribir. Entonces me regaló su libro de cuentos Memoria del plomo y me invitó a visitar el taller. Recuerdo que llegué a casa y hojeé el libro, el título que más me llamó la atención fue “Trópico de cucarachas”, así, inicié la lectura no desde principio del libro sino en la página número veintitrés. El texto me gustó mucho y me dejó la certeza de que debería de aspirar a escribir como él (después de diez años sigo persiguiendo lo mismo). Encontré mucha riqueza en el lenguaje y en las imágenes de “Trópico de cucarachas” igualmente disfruté el sentido del humor como el del párrafo siguiente. “Como en esta ciudad las cucarachas son enormes, tamaño Volkswagen, gigantes casi reses, se podrían industrializar para banquetes. De algunas partes son duras, pero un empresario con iniciativa/deshidratadas/ trituradas/ molidas/ en ciertas salsas. Las otras partes, las linfas, los tejidos linfáticos, una suavidad/ y de sabor/ Omnívoras. Lo engullen todo. Hasta el papel de esmeril. Todo. Eso quiere decir que son antropófagas o cucarachófagas. Lo he visto. En este oficio se ve de todo. Soy periodista ¿o era?”. Además de que capté el perfil del humano cucarachoide, la lectura del cuento me sometió a una extraña sensación que acrecentaba mi horror por las cucarachas. Y vuelvo a decir que me divirtió con eso de: “Prefería llegar a la casa con la noche muy madura, o leer hasta muy tarde, o ver películas o programas de la televisión hasta aburrirme las nalgas, el lomo y las costillas”, en verdad eso de “aburrirme las nalgas” me pareció de lo más ingenioso. El autor pone palabras sorpresa donde la mayoría escribiríamos cansancio.
Somos muchos los que estamos agradecidos con el maestro Rosales, los que lo queremos y respetamos, aunque, por supuesto hay quienes han olvidado decir: gracias. Él lo expone mejor en su libro Un año con el Quijote ”El agradecido salda una deuda, mayor o menor, con el bien, con la bondad. No lo hace el desagradecido. El desagradecido entronizado en su egolatría y en su egoísmo cree que los beneficios que ha recibido son tributo obligado a su valiosa existencia”. Por fortuna, creo que la mayoría de sus estudiantes y amigos reconocemos la gran aportación que él ha hecho para que seamos mejores. Desde luego, otros reniegan de la capacidad intelectual del maestro. No obstante eso, lejos de disminuir su ingenio lo estimula y lo refuerza. De manera que, sin intención, sus detractores le rinden tributo. Pues qué mejor elogio que no tener el aprecio de los indignos; quienes íntimamente reconocen su talento pero ante los demás lo niegan.
Saúl Rosales fue de niño un inhábil jugador de beisbol, trompo, balero y canicas “yo era el que tiraba de uñita, me avergonzaba de ello y no sabía cómo hacerlo de huesito” nos dice. Fue alumno de la primaria Carrillo Puerto. De aquellos tiempos recuerda: “me escogieron para “declamar” los versos del sin par borracho Antón pero al filo del escenario del Teatro Isauro Martínez me sustituyeron y, finalmente, me escogieron también para la escenificación de “El brindis del bohemio” o algo similar y a pesar del glamur precarista de una cosa así me sentí ridículo por el gigantesco moño negro de listón y el saco de supuesto bardo con que me caracterizaron. Ya desde ese tiempo mis miedos (entre ellos el del ridículo) ante todo eran alimentados por mi inseguridad”. Un adolescente trabajador de oficio linotipista, que después apareció en el cuadro de honor de la escuela militar de aviación de Zapopán, Jalisco. En donde se destacó también por ser buen basquetbolista, que trabajó para la Fuerza Aérea Mexicana. Él, ha sido militar, reportero, maestro, periodista, editor, candidato a la presidencia municipal, pero ha sido, ante todo, un defensor del lenguaje. En ocasiones me ha sorprendido que frases de las que casi todos aceptamos como parte de “las cosas que son así” y que no cambiaran, al él le causan cierto grado de molestia, me atrevería a decir que en ocasiones le lastiman. Sin embargo sonríe cuando menciona que en el periódico siguen desgastando, por flojera mental, oraciones como: “amantes de los ajeno”, “el vital líquido”, “la cinta asfáltica” “estamos inmersos en…”. De manera que si alguna vez observamos que esas palabras poco a poco van siendo sustituidas por otras, será porque el escritor sigue haciendo su labor.
Felicidades al maestro Saúl Rosales por sus primeros 70 años de vida literaria. Vendrán muchas veces 70. Muchas gracias por ayudarnos a escribir mejor, por defender el lenguaje, por enriquecerlo al usarlo, pero sobre todo, gracias por regalarnos su obra literaria.

El síndrome de Dante

Saúl Rosales

Agradezco este homenaje promovido con ahínco por nuestro gran escritor Jaime Muñoz, solidariamente respaldado por todos mis amigos. Me llega cuando estoy, muy contra mi voluntad, en el pórtico del panteón municipal. Digo esto sin temor ni susto no porque prefiera el crematorio sino porque es sólo una introducción retórica para evocar el primer verso de Dante en la Divina Comedia, aquel que advierte: Nel mezzo del cammin di nostra vita. Según este verso dantesco, mi próximo cumpleaños lo celebraremos en el panteón. Si 35 es la mitad, el mezzo; 70, es el doble, por tanto, el final de la vita. Treintaicinco más treintaicinco son setenta.
Antes de ir más adelante debo aclarar que no sé hablar ni leer ni escribir la sonora lengua del dolce stil nuovo pero sí pude encontrar en internet la inmensa obra de Dante en italiano y sacar el primer endecasílabo: Nel mezzo del cammin di nostra vita. Lo busqué porque son clave sus once sílabas para este comentario de agradecimiento. Permiten decir que, como se afanaba en la creación de su Infierno, su Purgatorio y su Paraíso cuando andaba alrededor de los 35 años de edad, tenía la mitad de los que ahora me festejan a mí, por tanto, yo hablo ahora nel fine del cammin della mia vita. Conviene apuntar también antes de avanzar que en la traducción al español del gran poema dantesco, fervorosamente cincelada en endecasílabos por el argentino Bartolomé Mitre, el primer verso canta con suficiente fidelidad: “En medio del camino de la vida”. Retomo el verso en italiano: Nel mezzo del cammin di nostra vita, eso, pues, escribió Dante hacia 1300, año en que terminaba un siglo y comenzaba otro, y ya vimos hace diez años las inquietudes que provoca un año gozne entre centurias. Entonces, decíamos, hacia 1300, el igualmente autor de la Vida nueva, simbólico título renacentista, empezaba a esculpir, limar y lustrar los versos de su mayor obra poética a la vez que fijaba la lengua italiana.
Según el verso italiano que he citado tres veces, el poeta nacido en la Florencia prerrenacentista consideraría que a sus, digamos, 35 años de edad, pasaba por la mitad del lapso que ocuparía su existencia física. A sus, digamos, 35 años de edad, y con una obra previa muy valiosa en la poesía como es Vida nueva (Vita nuova), de 1293, que ya le había dado celebridad, su ciudad no le otorgaba reconocimiento por su literatura ni albergue cívico a causa de su posición política; lo mantenía exiliado por ser acendrado enemigo de quienes usufructuaban el poder de la urbe. Según el verso de Dante, entonces, yo estoy al final de mi vida puesto que acumulé ya el doble de la edad que él tenía cuando dijo: Nell mezzo del cammin di nostra vita. Así que gracias por este homenaje –si la palabra homenaje parece desmesurada yo la considero inversamente proporcionada por ser tan escaso mérito el llegar a los setenta años de edad, a pesar de cuernos de chivo, 9 milímetros y granadas–, homenaje, pues, que me llega cuando me encuentro, desde el cálculo de Dante, en el umbral del cementerio o del crematorio que prefiero. Ojalá no contrarié piadosos deseos pasándome del cálculo dantesco.
He reiterado que la distinción de que soy objeto se debe a que ya llegué al doble de treinta y cinco años de edad. Pero muchos torreonenses cumplen o han cumplido setenta años sin que se les haya premiado con honores públicos. Por ello, con no poco esfuerzo de mi septuagenario cerebro, puedo desenvainar la falacia de que tal honor se debe también a que mucho tiempo de esos abundantes decenios lo he dedicado a la literatura y ésta es un bien social. Dicha suposición me llevó a considerar, en tanto que por fortuna la ciudad ya cuenta con un buen número de escritores con abundantes méritos, que el premio de que soy objeto lo merecían muchos antes que yo. De ellos, como dice don Quijote con sutilísimo filo de variados destellos, “yo, aunque indigno, soy el menor de todos”. De otra manera puede pasar lo que pasó con el ya mencionado Dante, quien, con la conciencia de su alto genio, entre los premios que reparte en su Divina Comedia, se nos expone como candidato a la máxima distinción honorífica que en su sociedad existía para los poetas, la austera y sin embargo luminosa corona de laurel, premio iluminado por el prestigio mitológico de Apolo y el orgullo de la tradición. Y en vida la guirnalda apolínea nunca adornó la testa del florentino. Apenas se supone que se la colocaron ya muerto.
Según la esforzada traducción del argentino Bartolomé Mitre en versos endecasílabos que ya mencioné, versos en que está escrita la monumental Divina comedia, Dante sería víctima de una “sed ardiente” por los lauros, es decir, por la corona apolínea. Confiados en la traducción del poeta paisano de Borges hemos de interpretar la expresión “sed ardiente” como un ansia intensa de obtener la guirnalda que había aureolado a los poetas desde el Imperio Romano, exceptuando el lapso de la Edad Media. El escritor florentino, al referirse a la corona de ramas y hojas del árbol al que no abate el rayo, la menciona como “el laurel que más valoro”. Así lo confiesa en el primer canto del “Paraíso”, en la referida traducción de Mitre. Visto eso, por la sed ardiente de calarse la corona de laurel y por la extrema valoración que le otorgaba me atrevo a llamar “síndrome de Dante” a la apetencia de galardones públicos expresada, sugerida u ocultada por quienes ejercen el oficio de escritor. El síndrome de Dante es el apetito de reconocimiento que muerde con avidez a algunas celebridades urbanas.
Aclaremos que aunque estamos partiendo de un poeta, la sed de homenaje no es propiedad privada, defecto o aspiración nada más de los escritores. Sin duda todos, desde el infante náufrago de la irracionalidad hasta el anciano sabio que se sostiene en la edad de la razón, sentimos la necesidad de recibir gestos laudatorios. Nos halaga el elogio (arteramente construyo esta frase que acabo de subrayar), nos satisface el aplauso y no pocas veces lo buscamos o lo exigimos siguiendo los diversos tonos que van desde lo sutil hasta lo estruendoso.
En la vida de algunos el aplauso honroso es cima modesta y poco luminosa, o escasamente alcanzada a lo largo de sus fatigadas vidas; en cambio en la vida de otros es secuencia relumbrona. Para ejemplo sirven los “artistas” (escribo esta palabra entre comillas imprescindibles) de la televisión que bogan en la espuma de la fama y aun de la fortuna, aunque muchos dicen con destemplado lugar común que ellos sólo necesitan el aplauso, que no aprecian la riqueza crematística.
A sus favoritos, la televisión les acarrea con facilidad la lisonja del pequeño público doméstico, igual que las loas de la considerable masa urbana y los loores de los tumultos nacionales o internacionales, pensemos en la cadera. Perdón, no en la cadera, en el caso, de Shakira, o en el de Luis Miguel. Un tanto menor es la fama con que premian la prensa, el cine y el radio, pero de todos modos es poderoso el influjo de los medios de comunicación masiva en el afán de conseguir lauros, y estos modernos patricios eléctricos y electrónicos los distribuyen sin mucho cuidado, es decir, la gloria que reparten a veces alcanza hasta a quienes se dedican a la literatura.
Ahora reduzcámonos a los escritores de localidades pequeñas que, si bien pueden aspirar a que su nombre trascienda el perímetro suburbano, en corto, gozan la celebridad municipal de manera literalmente palpable en forma de saludos de mano, abrazos, palmaditas y otros mimos de cuerpo a cuerpo. Al parecer la celebridad más próxima es la que proporciona más satisfacción, más gozo. ¿Para el poeta, será más cálido el aplauso de su ciudad que el de lugares distantes? Pareciera, porque fue el que le interesaba a Dante. ¿Es el homenaje de la urbe de nacimiento el que el poeta busca porque le interesa demostrar a sus conciudadanos que él es mejor? Pareciera, porque Dante había sido expulsado de su amada Florencia. El caso es que el inmenso poeta florentino no deseaba otros lauros que no fueran los que ornaran su cabeza en la ciudad que lo vio llegar a este valle de los exilios externos e internos. Nunca alcanzó la guirnalda apetecida. Murió sin ser coronado.
Ni la inmensa obra ni el explícito deseo de ser nimbado en su ciudad consiguieron para Dante la satisfacción de que Florencia testificara la imposición de la aureola del laurel, el árbol más querido por el dios Apolo. Jacob Burkhardt, en su riquísimo libro La cultura del Renacimiento en Italia recuerda que Boccaccio, en su biografía de Dante, dice que el autor de la Divina Comedia hubiera podido recibir el laurel de Apolo donde hubiera querido, pero únicamente anhelaba ostentarlo en su ciudad. “Sopra le fonti di San Giovanni si era disposto di coronari”, cita Burkhardt palabras de Boccaccio en la Vita di Dante. Y por eso el autor de la Divina Comedia, la Vida nueva, el Elogio de la lengua vulgar y otras también valiosas obras murió sin ser nimbado.
La indiferencia de sus conciudadanos le habrá dolido mucho. El propio Dante parece haber concebido la ceremonia de coronación de los poetas con la guirnalda de laurel, cito a Burkhardt, “como una consagración de carácter semirreligioso. Su deseo era imponerse a sí mismo la corona sobre la pila bautismal de San Giovanni, donde había sido bautizado como miles y miles de niños florentinos”. El poeta de la Vida nueva y la Divina Comedia, pues, apetecía el reconocimiento en (y de) su ciudad. De ninguna otra ciudad, nación o territorio le importaba –es de suponerse–, en tanto no lograra el de la urbe de su corazón. Por eso, entre la gran herencia con que acaudaló nuestro mundo, el autor de la Divina Comedia nos dejó también el síndrome de Dante.
Quien sí gozó la gloria de ser coronado con el laurel de Apolo en el lugar que quiso y por quien quiso fue su sucesor Petrarca, poeta muy mencionado como el primero y el mayor de los humanistas por lo prístino y amplio de su contribución intelectual. Cuando ya el Renacimiento había avanzado y adquirido la capacidad de valorar bien a sus creadores y asumía el honor de otorgarles la corona, tal vez acuciado por el cantado y frustrado anhelo de Dante, quiso otorgarle ese homenaje a Petrarca. Así, a mediados del siglo XIV se vive una febril vocación de reconocimiento. Dignatarios, príncipes, reyes, papas, ciudades y universidades aspiraban a tener un poeta a quien ornar con la guirnalda apolínea.
En medio de esa dispendiosa disposición para otorgar el homenaje con el laurel de Apolo, Petrarca fue coronado. Pero antes tuvo oportunidad de exhibir su síndrome de Dante. Ernst Hatch Wilkins escribe que desde que Petrarca tuvo conocimiento de la antigua tradición de tiempos del Imperio Romano de premiar con la corona de laurel, le invadió “el deseo de recibir a su vez aquel honor”. No padeció demasiado el anhelo del honroso tocado. La Universidad de París y el senado romano simultáneamente le ofrecieron a Petrarca la corona que más valoraba Dante, a quien ya dijimos, le despertaba sed ardiente. En su momento, Petrarca escogió que el rey Roberto de Anjou le colocara la corona. Luego dice Ernst Hatch Wilkins: “La coronación, que constituye el episodio más espectacular de la vida de Petrarca, tuvo lugar en Roma, el 8 de abril, en la sala de audiencias del palacio del Senado, en el Capitolio”. Era el año de 1341. A los 37 años de edad, el amante de Laura, con su cabeza adornada, una vez conseguido el lauro habría dejado de sufrir el síndrome de Dante. Pero a pesar de todo, quizás la sed ardiente es imbatible. Más tarde, otro rey, Carlos IV, también coronó a Petrarca en Bohemia, según escriben Rudolf Chadraba y otros autores en su obra colectiva El Renacimiento. Por otra parte, Alfred von Martin, en su libro Sociología del Renacimiento, al hurgar en la posición social de poetas, artistas e intelectuales dice que “el literato no puede renunciar a la celebritas urbis. Necesita de la ciudad, necesita con locura la masa de la gran urbe para su fama literaria […]” Como se ve con tales excelsos ejemplos, es justificable, si no explicable, quiero decir, al revés, explicable, si no justificable, que uno padezca el síndrome de Dante.
Para concluir, recordaré que mi celebritas urbis, me ha colocado la corona de laurel reiterada pero inmerecidamente antes (con lo que mi “sed ardiente” estaba mitigada), cuando el Ayuntamiento de Torreón me otorgó el nombramiento de Ciudadano Distinguido en 1990; cuando la UIA-Laguna creó el “Premio Literario Saúl Rosales”, en el año 2000, obtenido por Norma Garza Saldívar, con su libro Borges: la huella del minotauro; cuando por segunda vez, en 2004, el Ayuntamiento de Torreón me otorgó el lauro de Ciudadano Distinguido; igualmente, cuando otra casa de estudios superiores, la Universidad Autónoma de la Laguna, me concedió en septiembre de 2004 un reconocimiento después de que la Academia Mexicana de la Lengua me recibió como miembro correspondiente. En 2006 hizo lo mismo la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Coahuila en Torreón.
Ahora sí, para terminar, puesto que me considero entre los admiradores de Sor Juana, aunque el menor de todos, quiero recordar cómo al agradecerle al obispo de Puebla Manuel Fernández de Santa Cruz que le hubiera hecho el honor de publicarle la Carta atenagórica, sin que ella lo supiera y menos lo solicitara, nuestra genio pregunta refiriéndose a la honrosa distinción: “¿De dónde a mí tal cosa?” Es decir, por qué a mí tan grande honor. Por qué a mí tanto honor, digo como Sor Juana, en este festival del libro y la lectura cuando en este acto se me reconoce como si fuera una verdadera celebridad municipal. No creo proporcionado que una imaginaria guirnalda de Apolo se me instale en la testa sólo por el módico merecimiento de mi edad. De cualquier modo, lo agradezco, como diría una canción popular, con todo mi ser. Espero tener tiempo, ahora, nel fine del cammin della mia vita, para que me renazca el síndrome de Dante, la sed ardiente por el laurel de Apolo.