domingo, octubre 17, 2010

Variada Acequias 53



Un menú muy interesante de colaboraciones reúne la edición 53 de Acequias, revista de la UIA Laguna. Sergio Antonio Corona, Mauricio Beuchot, Saúl Rosales, Raúl Olvera, Gabriel Trujillo, Laura Orellana, Magda Madero, Salvador Hernández Vélez, Eve Gil, Víctor Manuel Pérez, Édgar Salinas y Leonor Domínguez, entre otros, suman sus ideas en un ejemplar al que no se le puede pedir más. Como sabemos, su circulación es gratuita. Acequias puede ser solicitada en la Ibero. Otra opción para leerla es la web: http://issuu.com/iberotorreon/docs/acequias_53
Yo colaboré con este ensayito:

El verbo madrugar en La sombra del Caudillo

Jaime Muñoz Vargas

En el Libro V Capítulo I de La sombra del Caudillo, el general Protasio Leyva charla con los diputados hilaristas que le informan sobre la necesidad de frenar a quienes impulsan la candidatura del general Ignacio Aguirre. Le comentan que es una labor en apariencia sencilla, pero complicada en el fondo. Leyva, pragmático como nadie, responde: “Eso quiere decir que sólo necesitamos valernos de los grandes procedimientos”. Los “grandes procedimientos” son, si aclaramos la ironía que aquí carece de contexto, aniquilar a los rivales, fulminarlos a punta de pistola, madrugarlos antes de que estén mejor acomodados en el tablero político. En esencia, La sombra…, novela publicada en 1929 por Martín Luis Guzmán, relata eso: el ascenso de los enemigos del caudillo/presidente y el modo brutal con el que fueron marginados, mediante un despiadado madruguete, de toda aspiración. Se trata, pues, de un testimonio literario sobre los modales nada exquisitos de nuestra política, un fresco en el que quedó retratado el maquiavelismo a la mexicana que alcanzó su punto de esplendor en la década de los veinte.
“La mejor novela política que registran nuestras letras”, escribió hace varias décadas Carlos González Peña, coetáneo de Guzmán. A la fecha, si no la mejor, La sombra… sí es una de las más logradas y una de las primeras en registrar los alcances inaugurales de la Revolución, cuando ésta recién “degeneró en gobierno”, como gustaba afirmar Ranato Leduc. Se trata sin duda de una sinfonía narrativa, de una pieza literaria cuya prosa exacta y poética la convirtió de inmediato en referente no sólo de nuestras letras, sino también de nuestra forma de relacionarnos con el poder y de aspirar a él, es decir, La sombra… es asimismo un documento con flecos sociológicos. Por ello, la afirmación de González Peña sigue vigente: son muchos y variados los aciertos de Guzmán al adentrarse en las tripas de una realidad que, de tan enmarañada, hubiera sido un jeroglífico para escritores menos solventes.
La sombra… evidencia lo que sabemos sobre la vida de su autor. Tenía formación de periodista, de escritor y de funcionario público, oficios que desempeñó desde muy joven. Nacido en Chihuahua en 1887, sumaba apenas 23 años cuando estalló la Revolución. Para entonces, pues, su experiencia ya se había nutrido de un precoz quehacer periodístico que quizá fue la actividad donde tuvo mayores logros, además de un contacto estrecho con los agitados mentideros políticos de aquellos años y, fundamental en su formación, de un dialogo estrecho con los ateneístas Caso, Herníquez Ureña, Reyes, Vasconcelos, Torri, entre otros, lo que afinó sobre todo las armas de su estilo literario y la hondura de sus observaciones sobre la realidad mexicana.
Mucho se ha escrito sobre el valor de La sombra… Cierto que algunos críticos han destacado sus defectos (que los tiene), pero es unánime el dictamen que tras resaltar sus méritos concluye en calificarla como notable. A mi juicio, lo que vale más en La sombra… no son tanto su trama, ni sus peripecias, ni la pintura del ambiente ni la de los personajes; es algo más profundo: la capacidad para “leer” la atmósfera turbia, difusa, de la política mexicana en un momento en el que llegaba al colmo el uso de la fuerza para conquistar el poder. Desde lejos, en el exilio madrileño, Guzmán supo interpretar las noticias que le llegaban sobre México y ensamblarlas con su propia vivencia para desembocar en una verdad atroz: nuestro país ya presumía de estabilidad y democracia, pero lo cierto era que todo estaba patinado por la sombra de un caudillo que no iba a escatimar violencias para conservar sus fueros; entre otros, y acaso el más importante, el de elegir a sus sucesor.
En su Historia de la literatura hispanoamericana, el argentino Enrique Anderson Imbert observa que

'La sombra del Caudillo' aventaja a este libro ['El águila y la serpiente'] por lo pronto en su mayor ambición literaria, en su organización como obra de arte. Puesto que es una novela y no un ensamble de crónicas —como 'El águila y la serpiente'— uno exige más. A causa de esa exigencia artística —exigencia que suele quedar insatisfecha—, por momentos el gusto del lector vacila y no sabe cuál de los dos libros mide mejor el real talento del autor. Comienza 'La sombra del Caudillo' con frases artísticas, ricas en cromatismos impresionistas. El torbellino de la acción arrebata la prosa y acaba por hundirla en una crónica de infamias, traiciones, ignominias, crímenes, abusos, vicios que transcurren en la época de las intrigas políticas de Obregón y Calles, a fines de 1927, en la ciudad de México y sus alrededores. La Revolución Mexicana aparece en plena farsa electoral. No hay una sola figura noble: ni siquiera Axkaná convence, pues si bien con más escrúpulos, también está complicado en las turbias intrigas de los demás. Da horror la fría precisión con que Guzmán describe el pistolerismo de la política mexicana. No ha creado ningún carácter memorable porque su interés fue más bien sociológico. La novela carece de unidad. Los primeros capítulos insinúan una situación (Rosario-Aguirre) que luego ni se desenvuelve ni cobra importancia. Tampoco tiene unidad estilística: preciosismo impresionista en los primeros capítulos, prosa objetiva después. Lo más interesante, con tono de novela, es la intriga, la conspiración y la violencia al final. Buena novela, con todo.

La larga cita, que es lo que dice sumariamente este crítico sobre La sombra…, sirve para mostrar el doble sentimiento que ha producido la novela en muchos receptores: algo tiene de desigual, de incompleta, de informe, pero al final convence, gana al lector, lo mueve a pensar que el escenario donde se desarrollan las acciones ha sido bien decorado y que Guzmán, avezado actor e intérprete de la acción política nacional, ha sabido procesar y condensar en unas páginas el aroma violento que irradia una sombra, la sombra del Caudillo.
Otro lector fuereño, John Broshwood, ha destacado en México en su novela la peculiar viscosidad que se siente al atravesar los capítulos de La sombra

La novela constituye probablemente un cuadro preciso de la política personalista. Es repugnante la falta de sentido del deber social de los dirigentes. Y las personas son muy reales, a pesar de alguna torpeza que podemos descubrir en la descripción de las relaciones sociales. Como Guzmán relataba la crónica de una trama política, atendió a la narración en su conjunto más que a escenas aisladas (…) El libro es casi una gran novela, pero no lo es del todo precisamente porque el autor, excelente periodista, careció de la imaginación del novelista. Su capacidad de recrear no estuvo a la altura de su habilidad para describir lo observado. Las fallas de 'La sombra del caudillo' no le impidieron ser una novela muy buena; pero carece de los alcances de 'El señor presidente', de Miguel Ángel Asturias, novela guatemalteca sobre un tema semejante.
El valor principal de 'La sombra del caudillo' estriba en las implicaciones de la palabra sombra. El poder del caudillo gravita pesadamente sobre todos, aun cuando no se encuentre presente. Es la fuente de la decisión final. Su autoridad existe de modo que trasciende nuestra idea normal de la influencia o de la capacidad de persuasión de una persona. Y aunque la novela, evidentemente, constituye un ataque contra el régimen de Calles, resulta más que eso, pues la sombra, más que el hombre, es lo importante. La sombra existe en una suerte de poder sobrenatural, como si estuviese inevitablemente presente. Los subordinados se pliegan ante el poder. El agente material del poder puede ser atacado y aún sustituido, pero la voluntad de aceptar el dominio de la sombra es constante. La sombra y su aceptación son el obstáculo principal que se levanta en el cambio de la democracia en México y el resto de América española.


La preocupación de Guzmán estaba enderezada entonces no tanto, como en otras novelas más ortodoxas, hacia la anécdota; las peripecias importan menos que el objetivo final: sentar un testimonio literario, con referentes históricos harto reconocibles, sobre la podredumbre de nuestro hacer político cuando ya presuponíamos no sólo el triunfo, sino el asentamiento y los beneficios sociales de la Revolución; La sombra… es una cruda negación de ese supuesto estatus: México todavía arrulla con balazos su naciente vida institucional, y en 1929 lejos estamos todavía de anular tal atavismo.
Más que novelar, Guzmán reporteó y examinó. De ahí que su imaginación no haya operado como lo hace en otros escritores; el chihuahuense observaba y concluía, y esa capacidad radiográfica es de hecho lo más visible en sus primeros libros. En La querella de México (1915), por ejemplo, apunta que como país “Nacimos prematuramente, y de ello es consecuencia la pobreza espiritual que debilita nuestros mejores esfuerzos, siempre titubeantes y desorientados”. O en una entrevista con Eduardo Blanquel: “Sigo creyendo que uno de los graves males de México, de los peores, es su falta de virtud y, por lo tanto, su inmoralidad. La inmoralidad, no sólo en cuestiones económicas, no sólo en cuestiones pecuniarias, sino en todos los órdenes”.
Los análisis de Guzmán sobre nuestra política lo obligan a pensar con pesimismo, pero, como Axkaná González (personaje que ha sido considerado el alter ego del autor en La sombra…), su idealismo no le permite darse por aniquilado. Maltrecho y todo, defectuoso de origen y lo que sea, el trabajo político debe ser desarrollado y acabar con la empistolada barbarie para que el lugar sea ocupado aunque sea por alguna pálida forma de democracia. Sobre esto no se hace muchas ilusiones y el asunto de su relato deriva en una matanza que es calca de otra real, pero el hecho de que Axkaná termine como termina en la novela da la impresión de que el autor cree en el futuro, en la salvación del ideal redentor que seguirá luchando.
Ahora bien, el fleco sociológico, antropológico incluso, de La sombra… fue magistralmente mitigado por la belleza envolvente de la prosa. La adjetivación, el ritmo, el logro de imágenes perfectas para describir hasta los detalles más pequeños —un gesto, un diálogo, un paisaje— hacen de esta novela un dechado de composición literaria desde el punto de vista estilístico. Emmanuel Carballo, en una acotación al margen de la famosa entrevista publicada en sus Protagonistas de la literatura mexicana, dijo: “Su estilo es el desquite de la inteligencia en un país en el que triunfan los sentimientos”. En efecto, si algo sugiere la prosa guzmaneana es que procede con una especie de cálida frialdad, si se permite el oxímoron: cálida por los hechos que narra, ardorosos y agitados; y gélidos porque el narrador parece observarlos como un científico social que antes de tomar partido está forzado a consignar lo que ve. En este sentido, no es irrelevante el “tratado” sobre política mexicana (política a la mexicana, vale aclarar) subyacente en La sombra… Con esa prosa maestra, fina, serenamente armada aunque sepamos que fue escrita con cierto arrebato, Guzmán filtra, mediante su narrador o sus personajes, otra querella de México donde podemos aquilatar la moral que mueve a nuestros gobernantes y sus rémoras; dice Emilio Olivier Fernández: “En política nada se agradece, puesto que nada se da”; “En política no hay más guía que el instinto, y yo, por instinto, sé que Aguirre no es sincero cuando rechaza su candidatura”. O un lambiscón cualquiera ante el general que ya huele a candidato: “—Ya sabe usted, compañero —le declaraban a Aguirre, o ‘ya sabe usted, mi general’—; usted cuenta conmigo para todito lo que se le ofrezca, de veras, sin recámaras. Soy de los que lo apoyamos con el corazón en la mano, no de los falsos y traidores. Y si alguien le viene con el chisme de que yo ando o yo hablo con el general Jiménez, no cavile por eso; tómelo a broma; que, de hacerlo, es tan sólo para no dar a los otros pie por donde puedan sospechar. Ya usted sabe cómo hay que irse bandeando en estos negocios”. También, esta declaración de Axkaná, premonitoria del destino que esperaba al ministro general Aguirre: “En el campo de las relaciones políticas la amistad no figura, no subsiste, Puede haber, de abajo arriba, conveniencia, adhesión, fidelidad; y de arriba abajo, protección afectuosa o estimación utilitaria. Pero amistad simple, sentimiento afectivo que una de igual a igual, imposible. Esto sólo entre los humildes, entre la tropa política sin nombre. Jefes y guiadores, si ningún interés común los acerca, son siempre émulos envidiosos, rivales, enemigos en potencia o en acto. Por eso ocurre que al otro día de abrazarse y acariciarse, los políticos más cercanos se destrozan y se matan. De los amigos más íntimos nacen a menudo, en política, los enemigos acérrimos, los más crueles”. Y otra de Axkaná: “Porque en México (…) no hay peor casta de criminales natos que aquella de donde los gobiernos sacan sus esbirros”. Remigio Tarabana, claridoso achichincle de Aguirre, también tiene sabiduría política: “¿Y qué pasa aquí, en cambio, con el funcionario falso, prevaricador y ladrón, me refiero a aquel a quien se calificaría de tal en las naciones donde imperan los valores éticos comunes y corrientes? Que recibe entre nosotros honra y poder, y, si a mano viene, aun puede proclamársele, al otro día de muerto, benemérito de la patria. Creen muchos que en México los jueces no hacen justicia por falta de honradez. Tonterías. Lo que ocurre es que la protección a la vida y a los bienes la imparten aquí los más violentos, los más inmorales, y eso convierte en una especie de instinto de conservación la inclinación de casi todos a aliarse con la inmoralidad y la violencia (…) Total: que hacer justicia, eso que en otras partes no supone sino virtudes modestas y consuetudinarias, exige en México vocación de héroe o de mártir”. Los enemigos de Aguirre también sabe opinar: “Cada dos años, cada tres, cada cuatro, se impone el sacrificio de descabezar a dos o tres docenas de traidores para que la continuidad revolucionaria no se interrumpa”. Y otra vez Olivier, animal político si los hay en La sombra…, quien aquí expone dos variaciones sobre un mismo tema, quizá el vertebral en la novela: “El que primero dispara, primero mata. Pues bien, la política en México, política de pistola, sólo conjuga un verbo: madrugar”; “La regla, la daré desde luego, es una sola: en México, si no le madruga usted a su contrario, su contrario le madruga a usted”.
En verdad, la sentenciosa enciclopedia política a la mexicana de Olivier y sus correlatos Axkaná, Tarabana y compañía, es el sustrato, lo que bajo la anécdota quería expresar Martín Luis Guzmán. Entre todo lo dicho, entre el ir y venir conspirativo de los personajes, una verdad se impone: la de madrugar, la de anticiparse al movimiento del enemigo y lanzar a tiempo el zarpazo. Al desoír el consejo, al tardarse un segundo más de lo recomendable en tomar providencias, el general Aguirre y los suyos probaron el plomo suministrado de “los grandes procedimientos”, esos que en México han sido usados para compensar, siempre madrugadora y violentamente, nuestro déficit democrático. Martín Luis Guzmán (“el más grande escritor que produjo la Revolución: un prosista diáfano, un ingenio travieso y penetrante, un observador y un investigador sagaz”, a juicio de González Peña) tomó como empréstito algunos hechos fabricados por la realidad, imaginó algunos otros, desplegó peripecias no desdeñables, pero eso le importó menos, tal vez mucho menos, que deslizar una turbadora axiología en las páginas de su relato.
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Comarca Lagunera, 16, septiembre y 2010