sábado, octubre 02, 2010

Boceto de la intuición



Ya no tuve tiempo de escribir nada salvo este maltrecho parrafito introductorio. No escribí ayer viernes porque al mediodía llegué y estaba hecha pedazos, por tercera vez en dos meses, la tubería del medidor del agua. En mi hora de escribir la columna estuve pues metido en la búsqueda de plomero y esos malestares de la vida doméstica en esta ciudad insegura, así que no quedó más remedio que refritearme un viejo textito, inédito en La Opinión, donde noto con algo de sonrojo mi estilacho de hace poco más de quince años. Su título es “Boceto de la intuición”; lo publiqué originalmente en la revista Ensayo del DF y tal vez en otra más que no recuerdo:
Más de una vez, en algún juicio dicho como de pasada, he oído hablar de que tal o cual artista tiene de su lado la intuición. También he visto escrito ese dictamen pero nunca, y no sé si por carencia de libros adecuados, he leído alguna especulación a propósito del fenómeno intuitivo que vive agazapado detrás del vigilante entendimiento. Algo similar, aunque no tan infrecuente, noto con relación al genio, ese codiciado ingrediente de la creatividad.
No quiero confundirme. La intuición no es el genio. El genio, sospecho, es prenda tan escasa y alta y distante de mis palmas que apenas me atrevo a mencionar su nombre. La intuición, me parece, es parienta lejana de la genialidad, lleva algunos glóbulos de esa preciada sangre; de hecho, la oscura intuición es una tendencia sorda, tímida, hacia las cúspides dominadas por el escurridizo genio. Para ver esto más claro, voy a ponerme un ejemplo: escribiera lo que escribiera, pronunciara lo que pronunciara, Borges, sin dificultad, casi como respirando, irradiaba genio, era un talento innato para producir asombros verbales de inequívoca factura; un escalón más abajo, Arreola —ese gran maestro— es una luminaria de la intuición que apunta al genio. En él —y esto no pretende infringir mi obligado respeto al zapotlanense— hay un esfuerzo, una disciplina que, auxiliada por el delicado olfato mejor conocido como intuición, pega en el blanco de la genialidad, aunque algunos le regateen el centro y le den la segunda o la tercera argollas. En ambos casos —Borges y Arreola— presiento el sutil velo que separa dos dimensiones que una cierta ligereza tendería a mezclar.
Sobre todo en las minuciosas biografías alrededor de los hombres que rebasan las estaturas comunes, el genio ha sido retratado y parece no dejar dudas a ese respecto. Fueron genios Colón, según Madariaga; Balzac, según Zweig; Velázquez, según Ortega y Gasset. Sus obras son ruptura y punto de recomienzo, parteaguas irrefutables; un hachazo creativo de esos figurones, un golpe de inspiración, y la obra les nació para subyugar a los demás durante su hora y durante la posteridad. Pese a eso, como en toda creación humana, la duda aparece; alguien sostendrá por ahí que Víctor Hugo no fue lo que fue: un genio. Aunque lo contrario sea un veredicto consensuado, se permiten las disidencias y se respetan como es menester.
En el caso, más gaseoso, de la intuición, sólo se sugiere, se esboza con lejanía en apreciaciones disímbolas. Sería bueno que alguien emprendiera un examen de la intuición artística. Quizá la propuesta tenga inmediatos opositores. Si lo volátil del tema es el argumento que sirve para desanimar a los que pretendan el estudio de la intuición, es prudente enfatizarlo: todos la sospechamos, todos sentimos el pálpito que guía, todos intuimos que existe un no sé qué —para decirlo con Feijoo—, y a eso que intuimos le llamamos intuición artística, aunque también la hay científica y de otras índoles. Si está allí, silenciosa y operante, hay que escudriñar alguna vez sus mágicos engranes Es posible (mejor, es seguro) que en ella se esconda el secreto de una considerable porción del arte.
Yo, por lo pronto, presiento la intuición. Sé que anda por aquí, en estas venas, pero no sé si algún día podré gozar de su munificente cobijo a plenitud. Espero que sí.

2 de octubre
Como siempre: no se olvida.