domingo, julio 25, 2010

Imágenes del calorón



Está en órbita otro imperdible número de Nomádica, el 49. Lo recomiendo y comparto mi colaboración como entrada a los platos fueres:
Tengo la ligera sospecha de que el enruquecimiento (neologismo que significa “hacernos rucos”) trae aparejado una percepción distinta de los climas. Quizá generalizo una captación personal, pero he notado que los mayores, y por mayores entiendo a los adultos de treinta años en adelante, son los únicos que nos quejamos sistemáticamente de la temperatura. Si es temporada de frío, del frío; si es de calor, del calor. En La Laguna no hay más sopas: frío, unos tres meses, y calor, los restantes. Nuestro frío es, hablemos con sinceridad, un hazmerreír; el calor no, éste sí es bestial, uno de los más feroces que se conozcan en el universo mundo.
En los años recientes no sé qué pensar sobre nuestro calor: ¿aumentó por el famoso cambio climático o yo lo capto de una manera distinta? Tal vez sea más lo primero que lo segundo, pues en muy pocos lustros, se sabe, el planeta ha experimentado un deterioro macroambiental de dimensiones apocalípticas. Quien lo dude, que le pregunte a Al Gore. Lo importante en este caso es lo que haremos cuando el infierno nos alcance. Dicen los especialistas que todavía estamos a tiempo de evitar el colapso climático, pero al ver el gasto de energía, la polución, el consumo desmedido y el uso de agentes tóxicos de toda índole, lo dudo. No nací para profeta, pero algo me late que cada vez estamos peor.
Cuando siento calor, como ahora, lo que disminuye a cero mis ganas de escribir, me vienen a la cabeza imágenes inevitables. Cuento algunas.

Nuestros aparatos de paja
Hace algunos años presentamos en Torreón un libro de Guillermo Fadanelli; recuerdo que al final lo agasajamos (en el buen sentido del término) en “La terraza del Marqués”, es decir, en una especie de patio ubicado en el segundo piso de una casa propiedad de Enrique Sada, mi ex alumno mejor conocido en los guetos aristocráticos como “El Marqués”. En la terracita estaba arrinconado y descompuesto un aparato de aire lavado, nuestro emblemático salvavidas ante el calor. En una oportunidad, Fadanelli, chilango puro, me preguntó: “¿Qué es eso?”. Se lo expliqué grosso modo. Ahí cobré conciencia del valor real y simbólico de la refrigeración de paja mojada que en el centro del país no necesitan y en los lugares húmedos no sirve. Sólo los que vivimos en estas securas sabemos lo que significa el rudito de nuestra refrigeración, el valor de sus mangueritas y la paja (en realidad viruta de madera) nueva y húmeda.

Lumbalgia y CFE
En 2008 padecí una lumbalgia miserable. Cuando el traumatólogo me preguntó si tenía alguna sospecha sobre lo que había ocasionado la dolencia, le dije que sí, que yo culpaba a la Comisión Federal de Electricidad. Tras su sorpresa, le expliqué: por saturación (eso dijeron los técnicos) tronó el transformador que alimenta la cuadra donde se ubica mi casa, esto durante dos noches seguidas de la temporada de calor. Lo arreglaban en la mañana y se descomponía a las 10 u 11 de la noche. Sudando y todo, mis hijas y mi esposa pudieron dormir. Yo no. Lo que hice fue recostarme en el cofre del coche, en la calle. Cuando los moyotes se ensañaron, entre a casa, abrí una ventana y me tiré al suelo así, directo, para sentir el frío del piso. Eso fue suficiente para que mi ya dañada espalda se torciera y mi obligara a un tratamiento. Ahora me pregunto qué haría en caso similar. Lo mismo: dormir en la calle, luego en el piso. Si me dan a escoger, escojo la lumbalgia, no el calor.

Treinta grados de risa
Qué risa nos provocan a los laguneros los locutores del DF cuando narran un partido desde el Azteca, desde CU, desde el estadio Azul o desde la Bombonera. Dicen: “Hace un inmisericorde calor de 30 grados” (risas). ¿30? En la reciente final Toluca-Santos (que los laguneros perdieron ganando, por cierto), hacían 29 grados y los comentaristas hablaban del factor calor-altitud. A los laguneros, en todo caso, sólo les afectó la altitud toluqueña, pues 30 grados de calor no son los 42-45 con los que se juega en Torreón durante la temporada de primavera-verano, al menos cuando existía el estadio Corona. El calor es el arma secreta de los laguneros: no hay jugador en el mundo que resista eso si antes no se aclimata unos seis meses. Cuando Santos cedió a jugar de noche, perdió un arma. La directiva debería volver a los juegos de las cuatro de la tarde. En ese horario no nos ganan ni los camellos.

Manga de taxista
Una prueba de que el calor es más crudo creo verla en un invento reciente: la manga de taxista. Tal vez la temperatura sea la misma de otros años, pero sospecho que el calor quema de manera más enfática. Bajo una sombra, nuestro calor es digerible. Al sol directo, no lo aguanta ni el demonio, sobre todo porque pica, porque taladra la piel. De ahí la necesidad de usar esa manguita en el antebrazo izquierdo, para poder recargarlo en la ventanilla del coche sin que el sol lo pinche y lo incinere.

A mitad del río
Entre los 14 y los 17 años, pocos más, pocos menos, tuve la extraña manía de ser un buen deportista. Me tomé en serio la condición física y abracé un régimen de preparación muy exigente e inventado por mí, aunque alejado por completo de un porqué. Jugaba futbol, nadaba, caminaba mucho. Entre todas mis imágenes de deportista, sin embargo, sobrevive una que sólo yo sé que es cierta: como vivía a una cuadra del lecho seco del río Nazas, salía todas las tardes, o muchas tardes, a correr en medio del “río”. Era (es) una zona irregular, terreno escabroso, lleno de ascensos y descensos, de sinuosidades, matorrales, pozos y arena suelta. Me gustaba el desafío del campo traviesa y la brutalidad del sol. De hecho, mi recorrido iniciaba a la altura del antiguo Canal 9; desde allí avanzaba hasta el actual libramiento, todo por el centro del lecho seco (todavía no contábamos con los puentes de la Salvador Creel, del libramiento ni del mismo Canal 9). Me emocionaba tumbarme la camisa, recibir el sol mientras corría, avanzar en contra del caldoso viento. Creo que nunca sentí mayor libertad que en tales trotes de prófugo sin perseguidor. Hoy no podría correr ni cien metros de esa forma. El calor y la panza ya no lo permitirían. Ni yo.