domingo, junio 27, 2010

En espera del milagro



Abordar en primera persona del singular el tema de las frustraciones con la selección es casi lo mismo que hacerlo en plural, pues lo que he sentido creo que lo comparten millones de enviciados mexicanos a esta maldita droga llamada futbol. Pues sí, llevo 32 años atento a los mundiales, las copas América, las copas de Oro y las eliminatorias oficiales y por supuesto el saldo está más nutrido de infiernos que de glorias. Es extraño: casi no tolero los juegos amistosos, pero donde hay algo en disputa, lo que sea, soy un masiosare más, no apasionado ni bravucón ni fácilmente patriotero, pero sí un mexicano deseoso de que los verdes ganen y convenzan.
Cualquier intento por explicar el fanatismo o la simple afición futbolera se topa, se ha topado ya, pues decenas de estudiosos han querido hacerlo, con un impasse: llega un momento en el que no hay explicación posible, en el que todo parece basado en la irracionalidad. Traigo un simple ejemplo de tres amigos argentinos: Carlos Dariel, poeta, es hincha de Boca; Martín Gardella, narrador, ama a Gimnasia y Esgrima; y Quique Ruslender, psicólogo, da la vida por Chacarita. He charlado con los tres y puedo asegurar que en nada han influido los triunfos en sus respectivas elecciones. Lo de Dariel parece fácil: claro, dirán los cómodos, irle a Boca no tiene chiste, pues se trata de un club triunfador. Lamentablemente no es así: el fervor por un equipo es algo misterioso, y no me queda duda de que Dariel seguiría siendo xeneize aunque el equipo descienda a novena división.
Esto lo platiqué tendido, en una cena, con Gardella y Ruslender: ¿cómo, uno le va Gimnasia y otro a Chacarita?, les pregunté impresionado porque bien sé que tales equipos han vivido circunstancias, lo digo con suavidad, desastrosas. Pese a eso, tienen su afición bien asentada y pasa que han aprendido a convivir dignamente con la derrota, casi como pobres que cuando ganan unos pesos (un partido en este caso) se sienten millonarios.
Grandes o chicos, los equipos tienen sus seguidores, seres que por razones tangibles o recónditas son fieles a una camiseta como es fiel un novio horrible a la chica más hermosa de la cuadra. Y si eso pasa con los clubes, ni siquiera es necesario explicar lo que ocurre con las selecciones. Querer a la selección no se funda sólo en lo que bombardean los medios, ese obsceno diluvio de comerciales en el que deben actuar como juegan (es decir, con las patas) los futbolistas nada dotados para enunciar persuasivamente ni la complicada frase “haz sándwich”. Ayudada por el saludo a la bandera en las escuelas, por el himno entonado en ceremonias cívicas, por historias de bronce donde los héroes que nos dieron patria son convertidos en santos laicos, la selección salta a las canchas con un inagotable voto de confianza. Nada ni nadie podrá robarnos el sueño de lograr, ahora sí, pase lo que pase, cueste lo que cueste, nos toque quien nos toque, sea donde sea, estemos como estemos, suframos lo que suframos, piensen lo que piensen, repitan lo que repitan, reiteren lo que reiteren, redunden lo que redunden, el famoso quinto partido que jamás hemos podido jugar fuera de casa.
Es verdad que los medios hacen una labor intensa de manipulación y logran que “se pongan la verde” hasta los villamelones que no distinguen entre un saque de banda y un penal. Eso sirve para justificar campañas y números publicitarios, pero si el bombardeo comercial no existiera creo que de todos modos quedaría una suma suficiente de aficionados que estaría con la selección en la malas y en las malas, pues buenas no hemos tenido por lo menos en mundiales. Con o sin sándwiches de por medio, la selección jala y nunca serán suficientes sus fracasos para agotar nuestras reservas de esperanza, más grandes por cierto que las petroleras.
Y ya que he llegado al tema del fracaso, no conozco otra conclusión para México en los mundiales que conservo en la memoria. Hablo sólo de los mundiales que he sufrido en vivo y con México en la cancha; los anteriores no los vi porque daba la casualidad de que yo no existía o era muy pequeño. El primero que me tocó íntegro fue el de 1978, donde aquella selección de José Antonio Roca, la de Hugo Sánchez, Flores, Rangel, el Gonini Vázquez Ayala, Cuéllar, Mendizábal, Lugo, Reyes y hasta el lagunero Rodríguez, terminó vapuleada en la ronda de grupos por Túnez, Alemania y Polonia. En ese mundial ni siquiera tuvimos tiempo de soñar más allá del primer juego, pues si los tunecinos habían despedazado nuestra defensa, los teutones y los polacos se encargaron de despacharnos con dos sobredosis de pepinos.
Luego vino el mundial de España 82 al que no asistimos porque no logramos atravesar la fase de Concacaf. Recuerdo como si fuera hace ratito la manera desgarradora en la que Honduras y El Salvador no echaron de una eliminatoria que tuvo mucho de caníbal. En el 86 fuimos anfitriones y no hubo eliminatoria; llegamos al quinto juego, sí, pero en Monterrey nos quedamos en el camino contra Alemania en esa maldición de los penales que justamente ha sido denominada “la maldición de los penales”. Fue la selección de Bora, la de Boy, Negrete, Quirarte, Hugo y Aguirre. Recuerdo que creímos en llegar más lejos, pero el destino jugó con nosotros y nos quedamos como el otro chinito: nomás llolando.
Al mundial de Italia no fuimos debido a la transa de los cachirules, una prueba irrefutable de que en México apenas estábamos aprendido a hacer negocios. Luego vino el 94 y no nos fue mal en Estados Unidos. Mejía Barón era el DT y creo que hizo buen papel durante un 99% del tiempo que estuvo en el mando. El 1% restante fue la estupidez de guardar cambios y tras esa decisión no aniquilar a Bulgaria antes de llegar a los penales donde huelga recordar que nos pasó. Fue aquella la selección de Luis García, Marcelino Bernal, Jorge Campos, Claudio Suárez y Hugo Sánchez en su último mundial. También allí soñamos, jugábamos como locales en todos los estadios pero una vez más encallamos en la derrota luego del penal anotado por un búlgaro pelón e inolvidable.
De Francia 98 conservo un grato recuerdo. Era la selección de Manuel Lapuente, la que empató heroicamente contra Holanda con aquel gol climático de Luis Hernández, la del gol del Cuau con una media chilenita invertida a Bélgica tras bella acción tejida entre el Cabrito Arellano y Ramón Ramírez, la del casi segundo gol para matar a Alemania que luego, tras quedar viva también, nos echó con un sencillo cabezazo de Bierhoff.
Fue en Corea-Japón 2002 donde el golpe de la frustración fue criminal. Luego de hacer una primera ronda muy alentadora, creímos que comeríamos pichón cuando nos tocó EUA en octavos. Lo que tuvimos fue un terremoto de congoja, eso cuando los gringos nos echaron 2-0 con goles de McBride y (¿quién más podía ser?) Donovan. Hasta donde recuerdo, ése es nuestro maracanazo. La selección estaba a cargo de Aguirre y tenía a Márquez, Blanco y Borgetti como notables.
El antecedente inmediato a Sudáfrica fue Alemania 2006 con la selección de Lavolpe. El gol de Maxi Rodríguez, quien nunca más anotó ni anotará otro parecido, nos dejó fuera y todos lo tenemos fresco.
No es un historial de lujo, pero de todos modos la esperanza está en pie. No creo en los milagros, salvo en los que pueden ocurrir dentro del futbol. Ya veremos si hoy a mediodía juega con y por nosotros la divina providencia. Amén.