lunes, abril 12, 2010

Adiós, mi chatarrita



Jamás he ocultado, sin vergüenza y sinvergüenza, mi gusto por la comida chatarra. Soy su cliente cautivo y me jacto de haberle entrado a casi todo. Como grifo que le ha puesto a innumerables sustancias, he consumido, consumo y consumiré escoria con celofán hasta que mi salud pida piedad, lo que por cierto está a punto de ocurrir. Son los saldos de la vagancia y el fanatismo infantil por las “misceláneas” hoy casi desplazadas por las llamadas tiendas “de conveniencia”. Tal vez hiperbolizo, pero puedo afirmar sinceramente que no le he dicho no a unas papitas, a un refresco, a un chocolate, incluso a chamoyes letales para estómagos no muy avezados en el difícil arte de digerir veneno suculento.
Mi vocación chatarrista no es obstáculo, empero, para aplaudir la medida que prohibirá la venta de mugres comestibles en las escuelas. Es, por supuesto, una iniciativa desesperada ante los índices de obesidad detectados en la niñez mexicana, en promedio una de las más gordas del planeta. El problema podría parecer menor si no fuera por los estragos que provoca la enfermedad: diabetes, colesterol e hipertensión arterial, males que antes eran propiedad casi exclusiva de adultos y hoy se presentan en miles de pequeños abandonados a su suerte frente a los exhibidores con dulcitos y frituras. El gobierno ha visto, pues, que la obesidad es un problema de salud pública que escalará si de raíz no es atacado uno de sus factores detonantes: el consumo de comestibles densos en grasas y azúcares que se adhieren al cuerpo con todas sus malditas uñas, como político al erario.
Por muchas razones no es fácil instalar nuevas costumbres en la población, más si se refieren a lo básico: la papa. Durante décadas, los mexicanos sumamos a nuestra dieta estándar, no precisamente frugal, un montón de chuchulucos que ahora parecen imprescindibles. Somos adictos al celofán, aunque también le entramos a productos que carecen de envoltorio y nos venden en la calle miles de ambulantes. Entre comidas, y aún durante ellas, le entramos con fe ciega a todo lo que los nutriólogos nos recomiendan eludir. Así somos, así comemos.
Uno de los daños colaterales de nuestra vecindad con los Estados Unidos es, sospecho, la ingesta bárbara de chatarra. Ellos son los amos de ese negocio, como son los amos de muchos otros business relacionados con el consumo a lo bestia. En mis incursiones casi indocumentadas al imperio, he visto los cerros de comida rápida que tragan, el espectáculo inaudito que es entrar, por ejemplo, a un Golden Corral (Golden Trochil) donde por pocos dólares cualquiera puede zamparse una cantidad marrana de calorías. Por eso están como están, y de paso por eso estamos como estamos. No es gratuito que la cultura del adelgazamiento (Fataché, Siluet 40 o máquinas caseras de ejercitamiento y tonificación exprés) sea un éxito en la culpígena sociedad gringa que por un lado traga a reventar y, por otro, quiere lucir apariencias de top model que “bajó” de peso con el solo uso de un jabón milagroso o de una artefacto vibratorio en el cual nomás hay que trepar y ya. Esa cultura del infomercial antisobrepeso es la mejor evidencia de que, como los gringos, hace muchos años dejamos de alimentarnos sanamente y comenzamos a esculpir nuestros cuerpos con basura.
Las consecuencias están más que a la vista: niños carnosos, lentos, inactivos y, según los esquemas de belleza dominantes, feos, lo que de paso les acarrea trastornos psicológicos por la unánime carrilla con la que son torturados. El desafío es, por ello, inmenso; una buena medida es evitar la venta de chatarra en las escuelas, pero, como siempre, si los padres no intervenimos, si en los hogares no se da un acuerdo básico de colaboración, el Estado sumará leyes mientras la sociedad camina hacia otro lado. Con esto quiero decir que las escuelas prohibirán la chatarra en la mañana, y en la tarde, sin empacho, los niños devorarán tres horas de tele con su cocota y sus papitas. Así ni para qué.