viernes, abril 30, 2010

Frino en el metro



He recibido no saben con qué gusto un libro más de un lagunero en el “exilio”. Se trata de Décimas, sonetos, octavas y liras para niños, obra de nuestro querido amigo Frino, camarada cuyo seudónimo oficial es Jesús Antonio Rodríguez. Lo publicó el Sistema de Transporte Colectivo Metro de la Ciudad de México con un tiraje de 2650 ejemplares. La edición es, cual debe, colorida, vistosa, y su contenido no le va a la zaga: los versos de Frino tienen todo lo que se requiere para satisfacer al más exigente catador de poesía tradicional, de verso medido y rimado. Algunos creen que eso ya caducó, o que es fácil, y que cualquiera las puede. Me atrevo a señalar que, en efecto, esos moldes ya caducaron si de lo que se trata es de repetir fórmulas y no añadirles malicia, porque cuando un poeta como el lagunero Frino trabaja en ellos, se da una especie de resurrección: boquiabiertos, ante nuestros ojos vemos cómo se levanta el muerto, como respira, cómo empieza a bailar, como canta.
Pues sí, Frino es acaso uno de los últimos versotradicionalistas que se han tomado el serio el asunto. Tan en serio lo ha hecho que en sus manos el metro y la rima adquieren una luz especial, la luz de la creatividad. Por eso dije hace unos renglones que este tipo de poesía sin malicia, sin picardía, suena bofo, arcaico, pasado de moda. Lo contrario, cuando detrás de los versos está un tipo conciente, hábil y sobre todo bien dotado como restaurador de músicas, el poema se levanta como sonido de campana.
Tiene la poesía con metro, insisto que cuando alguien trabaja como Frino, la virtud de embrujar. El retintín, lo que muchos malos poetas no dominan porque la oreja se les oxidó junto con la maña, en los versos de esta índole sabe a música, es música. Además, un poeta que se precie no sólo trabaja con la sonoridad. Tan importante es el ritmo, el metro, la rima, como el sentido, la idea que fluye por los versos. Frino es experto en eso: sabe que son formas cerradas, sabe que en un palmo de cuartilla deben aparecer, como magia, un principio, un medio y un fin atados con acerada lógica. En términos de contenido, el poema tradicional suele ser más objetivo que el libre: aquí se nota el tratamiento de un asunto, el bordado de un pequeño argumento. La poesía libre suele ser, en muchos casos, más evocativa y su sentido se puede disparar hacia cualquier lado, de ahí que muchas veces sea inasible.
Y si la música verbal suele encantar, los niños con un poco de curiosidad literaria quedan encandilados del oído con versos como los de Frino. No puedo asegurarlo, pero sospecho que si un poesía sirve para llegar a los niños, es precisamente aquella dotada de efectos sonoros más o menos reiterativos, rímicos (rímicos y rítmicos). Fue, entonces, muy buena la idea de acercar un libro de poesía finamente rimada a los pasajeros infantiles del metro, aunque no excluyo el goce que de seguro hallarán los adultos como yo, que no uso el metro como transporte pero sí gusto de la buena poesía “con metro”.
El libro contiene, como propone el título, poemas en cuatro moldes. Trae además un pórtico y un ingenioso zaguán hecho de versos. Luego, en fila, cada página ofrece un poema encabezado con el nombre de una estación del metro y su logo, esa señalética que ya es parte casi íntima de la cultura chilanga. Por ejemplo, el poema dedicado a la estación Hidalgo es una décima que sin duda alegrará la oreja de cualquiera: “Todavía no salía el sol / cuando tocó la campana / aquel señor de sotana / librándonos del control / del europeo, el español. / Terminó la pesadilla / cuando desde su capilla / llamó al pueblo de Dolores / y trajo tiempos mejores / Miguel Hidalgo y Costilla”.
Por sus puras virtudes como escritor podemos alegrarnos con lo que hace Frino. Yo me alegro por eso, sí, y también porque un lagunero (como Rockdrigo, otro norteño) va al DF y se apropia de lo que parece tema exclusivo de chilangos, dicho esto con todo respeto.

jueves, abril 29, 2010

El Chanate reloaded



Durante poco más de tres años he tenido la suerte de convivir lateralmente con algunos artistas cercanos al taller de grabado El Chanate que dirige el maestro Miguel Canseco. A varios, por supuesto, los conocía y los admiraba antes de ver en corto su manera de trabajar, el empeño, la pericia y la absoluta libertad que experimentan al momento de cuajar una idea en el inmortal formato del grabado. Gracias a ese contacto he aprendido más sobre estampa e incluso he tenido el atrevimiento villamelón de hacer algún trabajo con carácter de mera tentativa. En esto he contado con la cordial asesoría de Canseco, quien me ha animado a explorar el flanco oculto de mi frustración como dibujante y a tratar un poco más de cerca al colectivo vinculado a El Chanate.
Durante siete años, como sabemos, la sede chanatil estuvo en un ángulo de la casona centenaria ubicada en Juárez y Colón. A raíz de la restauración que experimentará el inmueble (lo que sin duda es un acierto que saludamos con beneplácito, dado el valor histórico que tiene el edificio y el propósito de dejarlo en condiciones inmejorables), El Chanate aprovechó la coyuntura y planteó avanzar un paso más en su desarrollo como espacio para el fomento de las artes. Trabajará desde hoy, oficialmente, en colaboración con el Icocult Laguna y ya bajo el esquema de asociación civil.
Según la carta de presentación que ha preparado Canseco (quien por cierto tiene muy buena pluma, además de sus conocidas virtudes como maestro y artista del grabado), los miembros de El Chanate “dan forma a un proyecto colectivo orientado a la enseñanza y difusión de las artes a través de diplomados en grabado, dibujo y pintura. Estos proyectos de difusión y enseñanza ofrecerán un esquema dinámico donde el alumno pueda transformar su visión de la realidad a través del contacto con las artes”. Cabe decir que allí mismo estará el taller de joyería de la maestra Rowena Morales y habrá margen, incluso, para colar algo de literatura con mi colaboración.
El texto añade que el trabajo de diseño curricular para el taller “El Chanate fue elaborado por Patricia Hernández y observa lo siguiente: ‘La actividad artística implica todo un estilo de vida y de pensamiento que debe permear todas las esferas de acción de la persona, sentando las bases de un espíritu crítico y participativo, consciente de su poder transformador de la realidad. Es compromiso del artista interpretar dicha realidad y los sucesos que en ella ocurren, pero también enriquecerla con su experiencia de vida’. Así pues, la nueva sede de El Chanate será un punto de encuentro para artistas de diversas disciplinas, un espacio para la paz, el desarrollo personal y la expresión individual en el marco de una enseñanza profesional y comprometida”.
En una región como la nuestra, con un movimiento cultural todavía en cierne, hay que aplaudir, creo, todo nuevo emprendimiento artístico, y es lo que aquí hago para celebrar que hoy a las ocho de la noche, en Matamoros 539 oriente (a cuadra y media de la alameda) será la fiesta de inauguración de El Chanate reloaded. La entrada es absolutamente libre. No me queda sino desear que Miguel Canseco, Rowena Morales, Rosy Gordillo, Marcela López, Patricia Hernández, Tere Hernández, Alonso de Alba, Pepe Valdez, Gerardo Beuchot, Román Eguía, Guayo Valenzuela, Jesús Soto y todos los que allí han trabajado y trabajarán, tengan éxito en esta nueva y prometedora etapa.

Dos malas
Triste por dos malas noticias. Murió José Luis Hurtado, quien fuera durante muchos años un querido maestro del Iscytac, la UIA y la UAL; era una presencia mítica en mi familia, pues cuando fue adolescente, como vecino, sé que quiso mucho a mis padres, y ellos a él; descanse en paz. También, de sorpresa para mí, murió Cuitláhuac Córdova Otero, a quien traté poco, pero siempre muy bien; fue un joven entregado a su trabajo en el ámbito de la radiodifusión lagunera; lo recuerdo siempre en la búsqueda de las revistas y los periódicos que le servían para ser lo que era: un hombre excelentemente informado, un comunicador ejemplar. Mi respeto a su memoria.

miércoles, abril 28, 2010

Futuro hecho papilla



El 30 de abril es buen motivo para escribir sobre niños. Lo haré, pues, hoy y el viernes siguiente para luego abrir cancha al tema de mi nueva visita a Buenos Aires, donde participaré en la Feria del Libro. Comienzo, entonces. Hace un par de días fui a Saltillo y me topé con el Semanario, quizá el suplemento principal de Vanguardia. De regreso, en el (como de costumbre) horrendo bus le eché un vistazo a los contenidos de la publicación. La parte central fue dedicada a la niñez juarense, una niñez cuyos hábitos, ya podemos imaginarlo, se han visto salvajemente alterados por la dinámica de la violencia sin control que ha convertido a Juárez en una franquicia del infierno.
Padres de familia, maestros, trabajadoras sociales y más adultos que a diario deben lidiar con niños, han visto cómo se trastorna la percepción de los pequeños. La mayoría siente miedo, como los adultos. Es un miedo crudo, sin filtros, tal y como lo captan en la conversación y la mirada de los adultos. Muchos, lo que es peor, han estado cerca de balaceras o de plano han visto ejecutados, lo que agudiza el sentimiento de pavor que los invade. Es, digamos, el menor de los males, pues hay una reacción diferente y preocupante: la identificación con los villanos de la película.
En efecto, muchos niños de espacios marginales están abriendo los ojos a la vida y los primero que ven es el espectáculo de la barbarie. Ni tiempo les dan para elegir. Sí o sí, desde que nacen esos niños aprenden la admiración por el poder, por el arrojo irracional, por la fuerza. Oyen en todos lados sobre hechos que en nada parecen apropiados para los oídos de un menor de edad: la construcción de sus personalidades recibe pues información que en poco ayuda a imaginar un futuro mejor, como si de antemano, con sobrada anticipación, estuviera garantizada la reserva de los elementos que requiere el crimen organizado para mantenerse en forma.
Otro detalle digno de alarma es la brevedad del despertar al mundo del peligro. Si antes el fenómeno sólo dejaba apreciar la participación de adultos de entre 25 a 40 años, en tiempos recientes se ha dado un cambio del patrón que acorta casi a la mitad la edad de ingreso a las actividades delictuosas más pesadas. Hoy, los jefes tienen la edad que sea, pero pueden comandar efectivos de trece o catorce años, casi de niños. Esto significa que hoy hay niños de diez u once años que al final del presente sexenio ya estarán incorporados a una actividad ilícita más ruda que el robo de bicicletas o transeúntes, lo que torna muy preocupante el fenómeno de, por así llamarlo, delincuencia precoz.
Para agravar lo que ya de por sí es penoso, los centros de readaptación para jóvenes padecen casi las mismas aberraciones que los dedicados a la reclusión y el mejoramiento de los adultos. Son limitados en todo: tamaño, personal, presupuesto y demás, lo que permite con facilidad que dichos centros sólo sirvan (igual que los grandes) para afinar las capacidades delictivas de quienes allí tienen la múltiple desgracia de caer.
Y no paran las calamidades, pues así de numerosas son las secuelas de una realidad irrigada con violencia: miles de familias ingresan a diario en los rangos de la disfuncionalidad. Si la pobreza y sus taras desmuelen las posibilidades de la armonía familiar, el ingrediente activo de la violencia apuntala la atipicidad del entorno íntimo, de suerte que muchos miles de niños, además de alcohol, droga, golpes, hambre, ignorancia, promiscuidad, insalubridad, suman a su anómala formación una cultura tangible de sangre omnipresente, de muertos que sin esforzarse hallan entre hermanos y amigos.
En Juárez y en muchas partes de México la niñez sufre el azote de una plaga que esperamos no se enquiste, si es que decir esto ahora no es ingenuo. Si va a ser así, ya podemos irnos despidiendo de la frase que por estos días llena la boca a políticos y comunicadores muy poco creativos e infinitamente menos realistas: los niños son el futuro de México.

domingo, abril 25, 2010

Reyes frente a la tragedia















Deambula ya, gratis como siempre, el más reciente ejemplar de Acequias, el 51. Es la revista de la UIA Laguna, y en ese número su parte central aborda el tema de la revolución. Contiene muchos materiales más, por supuesto. Felicidades a Édgar Salinas y a Julio César Félix; aquí están sus mails por si algún lector de Ruta Norte se interesa en saber cómo llegar a Acequias: letrasalaire@hotmail.com y acequias@lag.uia.mx. Publico aquí, íntegra, mi colaboración; su título completo es “Reyes frente a la tragedia: del dolor a la creación”:

Jamás he ocultado, ni ocultaré, mi simpatía por la obra de Alfonso Reyes. No soy, como pocos en este país, especialista alfonsino, pero a lo largo de veinte años he vuelto una y otra vez, sin sistema, por el solo imán del afecto, a sus demasiados libros, a esas incontables páginas donde siempre he hallado al erudito amable, al escritor sin lunares estilísticos, al “caballero de la voz errante”, como lo llama Adolfo Castañón, él sí un alfonsinista consumado. He complementado el afecto por la trayectoria de Reyes con mi fetichismo bibliográfico, que es el único fetichismo que me permito ejercer. Tengo tres tomos con su firma en el colofón, y entre otras tengo las primeras ediciones de Cuestiones gongorinas (Espasa-Calpe, 1927), La antigua retórica (1942), que por cierto cuidó directamente Daniel Cosío Villegas, y poco a poco, sin buscarla, he conseguido buena parte de su correspondencia con escritores y diplomáticos, además de varios ensayos sobre su obra.
Por supuesto, en ese océano de papeles hay cardúmenes de palabras a los que regreso cada que ando con la cabeza como desatada por el estrés de los problemas que siempre picotean el alma. Reyes tiene la virtud de aplacarme con su discreción (en el sentido arcaico de la palabra) y su saber. Tras leer a Reyes siempre obtengo lo que quiero: paz, calma y la extraña y saludable sensación de que aprendí algo sin forzaduras ni regaños. Más que un erudito, Reyes era (es) un sabio, el maestro que enseña con gesto bondadoso y no cree que la letra con sangre deba entrar.
Uno de los textos que más le aprecio y he releído cada vez que puedo es “Oración del 9 de febrero”. Se trata, como sabemos, de una memoria sobre su relación con el general Bernardo Reyes, su padre, quien murió el 9 de febrero de 1913, frente a palacio nacional, en la refriega que dio arranque a la Decena Trágica que luego de otras muertes y traiciones derivó en la presidencia abyecta de Victoriano Huerta y el asesinato de Madero. Reyes fechó su escritura en Buenos Aires, del 9 de febrero de 1930 al 20 de agosto de ese mismo año, o sea, terminó su escritura “el día que [su padre] había de cumplir sus 80 años”. Pasados 17 años, ya con muchos cargos diplomáticos, kilómetros y libros de por medio, el polígrafo vuelve a encarar, ahora por escrito, el más amargo recuerdo de su vida: la muerte violenta, en una acción absurda, de su padre, lo que necesariamente lo lleva a reflexionar sobre su condición de escritor en aquellas agitadas aguas, sobre su elección del trabajo creador frente a las posibilidades de la venganza, por legítimas o ilegítimas que fueran. “Oración…” es, por ello, un documento fundamental para entender el pensamiento alfonsino ulterior a 1913, la clave mediante la cual, a mi parecer, accedemos al propósito más activo en el espíritu del regiomontano.
Entre otros, Emmanuel Carballo y Adolfo Castañón han destacado la importancia de la muerte de Bernardo Reyes en la obra de su hijo. “El 9 de febrero de 1913 dejó en la vida y en la obra de Alfonso Reyes una huella que no borrarían sus dilatados años”, dice Carballo. La crónica de esos días terribles para la patria colocó al escritor en un lío mucho antes de la Decena Trágica: ¿cómo conciliar sus necesidades de sosiego para el estudio con la agitación violenta, tan cercana a su apellido, que se vivía en el país? Si consideramos los hechos que se mueven alrededor de Reyes en aquel momento, creo advertir, más que desaprobación a las inevitables luchas armadas, inteligencia para evaluar lo que ocurre en su entorno inmediato. Era imposible que no viera en su padre el mejor modelo y siempre le es leal, pero sin que lo exprese abiertamente, ya iniciada la revolución, advierte que las posibilidades políticas del militar están menguadas y cualquier lucha puede ser funesta no sólo para el general caído en desgracia, sino para todos los Reyes Ochoa. En su casa de México, con su familia pertrechada y en espera de la hora definitiva en la que una muchedumbre los aniquile, Reyes se acoge a la resignación y coloca una muralla a las acechanzas del odio; en su diario escribe el 3 de septiembre de 1911, luego de muchos días de zozobra: “Mi padre ha llegado al fin. Como está ileso, ya no oigo nada. También he alzado otra fortaleza en mi alma: una fortaleza contra el rencor. Me lo han devuelto. Lo demás no me importa”. Los azares permiten que el general Reyes sobreviva hasta el 9 de febrero de 1913, día en el que por la fuerza es liberado de la cárcel de Santiago Tlatelolco gracias a Rodolfo Reyes —su segundo hijo, el más impetuoso y visceral—, Félix Díaz y Manuel Mondragón, quienes emprenden el derrocamiento de Madero. Se sabe que el primero en caer ametrallado fue Bernardo Reyes, a lo que siguió una etapa teñida de sangre y una de las traiciones emblemáticas de la historia mexicana: la de Huerta al político parrense.
Alfonso Reyes no podía expresarlo: turbado, resiente el lance final de su padre. Sabe que Rodolfo, su hermano, también está detrás de eso, así que todo en él es dolor moral, incertidumbre. Reyes pensó siempre que su padre estaba destinado a grandes logros patrióticos, pero fue rebasado por una oscura trama de malentendidos e infortunios. “¿Por qué quiso morir como un sublevado y sedicioso cuando toda su vida había sido un liberal convicto de sus convicciones, un hombre de armas que sabía hacerse amar incluso por sus enemigos? ¿Qué enrevesado código de honor le bullía en la sangre?”, pregunta muchos años después León Reyes, hijo homónimo de un hijo natural del general Reyes (lo cita Adolfo Castañón).
El escenario, pues, no podía ser peor en aquel momento para Alfonso Reyes. Ha perdido absurdamente a su paradigma de hombre, y, para los instantáneos e innumerables enemigos de usurpador Huerta, él es, en automático, un apestado: “El 9 de febrero convierte al joven de 24 años, hasta ese día visto como un ser privilegiado por los círculos sociales y políticos, en el hijo-del-traidor, en un contrarrevolucionario”, señala Carballo. El barullo, la confusión, los puyazos de la historia lo cercan; es salpicado por la ignominia del momento. Tenía, según puedo ver, dos caminos: 1) sumarse sin ambages, como su hermano Rodolfo, al gobierno de Huerta y enfangarse en el odio estéril contra quienes mataron a su padre., o 2) amputar toda pasión destructiva y hacer el voto inverso: crear, pensar, homenajear la memoria de su padre con un proyecto que no por intelectual dejaba de ser político. Lo que el general Reyes no pudo hacer porque la historia lo envolvió en una telaraña de ambiciones y de intrigas, lo hará su hijo con los libros, con las armas de la inteligencia. Emprendió, para decirlo con palabras que le pertenecen, una “venganza creadora”.
En el soneto “9 de febrero de 1913”, expresa: “Desde entonces mi noche tiene voces, / huésped mi soledad, gusto mi llanto. / Y si seguí viviendo desde entonces / es porque en mí te llevo, en mí te salvo”. Su obra aspirará entonces a salvar al padre, a dejar el apellido Reyes en condiciones que a su juicio hubieran satisfecho al ex gobernador de Nuevo León. Si su padre (admirador de Espronceda) y su hermano y casi todos viven atados a un sentimiento romántico que muchas veces conduce a la desmesura y a la muerte, él hace exactamente lo contrario: con serenidad neoclásica, examina el rostro de la coyuntura y sabe que para su proyecto de salvación física y espiritual es necesario tomar distancia; ya en 1911, en un nicho cercado de violencia, mira la habitación que ocupa en su casa de la ciudad de México: “Pero sé que mi estancia aquí ha de ser transitoria, y la casa misma me es ajena”.
Lo que, pese a su obsesiva ecuanimidad de siempre, todavía era confusión luego de la Decena Trágica, fue destilado hasta la transparencia en 1930. La “Oración…” le sirvió a Reyes para poner en papel lo que casi intuitivamente decidió cuando todavía estaba fresca la sangre de su padre. Luego de describir el peso que tuvo el general Reyes como presencia más espiritual que física en su vida (el escritor recuerda que lo veía poco, dado que él estudiaba en México mientras su padre gobernaba Nuevo León), apunta:

De repente sobrevino la tremenda sacudida nerviosa, tanto mayor cuanto que la muerte de mi padre fue un accidente, un choque contra un obstáculo físico, una violenta intromisión de la metralla en la vida y no el término previsible y paulatinamente aceptado de un acabamiento biológico. Esto dio a su muerte no sé qué aire de grosería cosmogónica, de afrenta material contras las intenciones de la creación. Mi natural dolor se hizo todavía más horrible por haber sobrevenido aquella muerte en medio de circunstancias singularmente patéticas y sangrientas, que no sólo interesaban a una familia, sino a todo un pueblo. Su muerte era la culminación del cuadro de horror que ofrecía entonces toda la ciudad. Con la desaparición de mi padre, muchos, entre amigos y adversarios, sintieron que desaparecía una de las pocas voluntades capaces, en aquel instante, de conjurar los destinos. Por las heridas de su cuerpo, parece que empezó a desangrarse para muchos años, toda la patria. Después me fui rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos pobres perros de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como aprenden a trinchar con una sola mano los mancos; como aprenden los monjes a vivir sin el mundo, a comer sin sal los enfermos. Y entonces, de mi mutilación saqué fuerzas.

La muerte de su padre fue, para Reyes, una “grosería cosmogónica”, una “afrenta material contra las intenciones de la creación”. Según su hijo, muy otro era el destino para el general, entonces, y otras las intenciones de la creación. Fuera cierto o falso, de ello estaba convencido, por lo que él reemprende con creciente fervor el recorrido trunco, la vida segada abrupta y absurdamente por el plomo (“es porque en mí te llevo, en mí te salvo”, recordemos).
Para lograr su cometido, Reyes debe exorcizar un demonio que quizá a otros los hubiera devorado, el del odio que conduce al anhelo de desquite:

También supe y quise cerrar los ojos ante la forma yacente de mi padre, para sólo conservar de él la mejor imagen. También supe y quise elegir el camino de mi libertad, descuajando de mi corazón cualquier impulso de rencor o venganza, por legítimo que pareciera, antes de consentir en esclavizarme a la baja vendetta. Lo ignoré todo, huí de los que se decían testigos presenciales, e impuse silencio a los que querían pronunciar delante de mí el nombre del que hizo fuego, De paso, sé que me he cercenado voluntariamente una parte de mí mismo; sé que he perdido para siempre los resortes de la agresión y de la ambición. Pero hice como el que, picado de víbora, se corta el dedo de un machetazo. Los que sepan de estos dolores me entenderán muy bien.

Pasados los años, Reyes logró imponerse. Ni la esterilidad, ni el odio, ni la “baja vendetta”, nada de eso lo dominó, sino el trabajo articulador de una obra que sumó miles de páginas escritas con la mejor prosa castellana, un desempeño diplomático de excelencia y la forja de instituciones como El Colegio de México o el Instituto Francés de América Latina. Sé que su figura sigue despertando hoy indiferencias y recelos. Sin embargo, goza mayormente de reconocimiento y en muchas evidencias se puede notar que el episodio fatal de la Decena Trágica a él lo movió en un sentido irregateablemente útil para el país, lo que a fin de cuentas avanza en el sentido de todo proyecto revolucionario.
Entre otros testimonios de respeto, cuando en 1968 Ediciones ERA —sello identificado siempre con la izquierda, donde había salido ya, por cierto, la “Oración…”, esto en 1967— publicó un Anecdotario de Reyes, quedó de manifiesto que su obra ya no era evaluada con los juicios y prejuicios de la historia oficial, sino por su valor intrínseco y su permanente y orientadora luminosidad, su revolucionario y humanista empaque.

Comarca Lagunera, 11, marzo y 2010

sábado, abril 24, 2010

Ecos de Dolores Díaz Rivera



No voy a ser yo quien exalte con fortuna las virtudes humanas y literarias de nuestra querida amiga Dolores Díaz Rivera. Eso ya lo han hecho varios escritores laguneros que además de quererla como amiga la respetan como compañera del benemérito taller literario que durante ya muchos años coordina Saúl Rosales en el Teatro Isauro Martínez. Dolores se ha ganado, como contados escritores en nuestra región, el aprecio de muchos que ven en ella un ejemplo claro de constancia imaginativa y ejercicio torrencial de la escritura. Mi comentario podría terminar aquí, remitir a los curiosos al apéndice de Ecos del tiempo y señalar que Dolores es, insisto, uno de los ejemplos más salientes de constancia imaginativa y ejercicio torrencial de la escritura en La Laguna. Pero no. Me extiendo un poco para decir, así sea apresuradamente, lo que pienso sobre su personalidad en general y, en particular, sobre su libro Ecos del tiempo.
Conozco a Dolores desde hace, creo, diez años. Supe de ella por Estepa del Nazas, revista donde le leí un cuento que luego, como todos los suyos, halló estacionamiento definitivo en alguno de sus libros; luego, por supuesto, he leído otros tantos en las páginas de esa misma revista. Desde el primer contacto noté que su narrativa tiene algo que a falta de mejor palabra definiré como “chispa”. Otros dirán encanto, atractivo, gracejo, como sea. Yo prefiero decir “chispa”, una pátina de gracia que los hace sabrosos al paladar de espíritu. Me gusta sobre todo el desenfado de su impulso narrativo: sus cuentos caminan con naturalidad, sin forzaduras, como si no atendieran ningún precepto, como pedazos de vida ajenos al mecanismo cuentístico que aquí no se nota o se nota poco.
Como ocurre siempre en los libros de cuentos, unos destacan más que otros. Tal vez una lectura menos apresurada me mueva a pensar en lo contrario, que otros parezcan mejores que unos. Para el caso es lo mismo, pues de lo que se trata en un libro de esta índole es que el conjunto deje un sabor, una especie de sensación en el lector. A mí me ha dejado, como digo, la tenue alegría de quien confirma que el arte puede pasar su vista por los pequeños conflictos del ser humano y salir airoso, con un puñado de destinos interesantes, de personajes que no por su pequeñez real o aparente dejan de tener densidad y una carga de conflicto capaz de convertirse en combustible de literatura.
Me contenta hallar en los cuentos de Dolores el caos de muchos destinos familiares. Late en muchas de sus historias, por no decir que en todas, un asunto que de lejos o de cerca, a veces visceralmente de cerca, atañe al borrascoso mundo familiar. Es una veta que nuestra escritora ha explorado bien, la de hurgadora de los vínculos, por lo general truncos, entre padres e hijos, entre hermanos, entre esposos, incluso entre amigos. El gran conflicto de nuestras sociedades, su competencia, su envilecimiento, su individualismo, su mezquindad, puede ser leído en microescala en los cuentos de Dolores, esta inquieta voyeurista del barullo familiar, de las guerras intestinas a las que, empero, ella se obstina en torcerles el rumbo con alguno que otro final feliz.
Antonio Rodríguez, mejor conocido en los bajos fondos como Frino, ha destacado otra marca recurrente en su, en nuestra querida Dolores: “Estoy seguro de que si sus recorridos no la proveyeran de anécdotas, Dolores no volvería a hacer una maleta. Porque no escribe de las ciudades que visita, sino de los destinos que encuentra y eso es algo que ella siempre ignora cuando sube a un avión”. Viajera entonces, Dolores emprende sus periplos para conocer no los lugares, que eso ahora es relativamente fácil de obtener con una suscripción de Prodigy, sino la complejidad el alma humana encarnada en decenas, en cientos de hombres y mujeres que en el azar de los viajes topan con esta señora amable y parlanchina que los hace soltar la sopa sin que nadie note siquiera que le sonsacan una historia. Por eso le digo reportera, una reportera secreta que usa el disfraz de viajera frecuente para comprobar además que en todo el mundo, que en todas las clases sociales, que en todas las culturas el hombre es un animal hecho de problemas. Frino ha percibido bien, por ello, el incansable safari literario de Dolores, su ansia de meter la cuchara literaria en cualquier confesión aparentemente circunstancial.
Ecos del tiempo —lindo título, acaso más adecuado para un poemario que para un libro de cuentos— contiene quince cuentos de extensión similar, fluctuante entre las cinco y siete páginas. Añade un apéndice que a no ser por lo que sé parece muy extraño; se trata de comentarios sobre Dolores y Ecos del tiempo expresados por su principal maestro de literatura y de algunos de sus compañeros, todos hombres, en el taller del Teatro Martínez. Digo que parecería extraño pero no lo es en función de un detalle: la mayoría quienes allí escriben son todavía sus compañeros de taller y han oído de primera mano muchas de las historias que componen el libro. Sólo dos de ellos ya andan navegando en otras aguas, pero de Dolores, por lo que se lee, guardan un recuerdo fresco y entrañable.
Dije hace unos renglones que el conjunto de Ecos del tiempo, como todo apilamiento de cuentos en el recipiente de un libro, es parejo, pero destacan historias que al menos a mí me parecen harto estimables. Esto pasa, lo sé, por la caprichosa subjetividad de quien lee, por lo que al no considerar algunos cuentos como parte de “los mejores” no quiera decir que valen menos. Simplemente no alcanzan, a juicio del receptor, el rango que si tocan otros. En los casos de los cuentos que más me gustaron están, en orden de aparición, “Chiapas”, “La ley del cártel”, “El hijo del policía”, “El secreto de Gertrudis”, “Las bellezas también sufrimos”, “El suicidio fallido” y “Una sombra sin rostro”.
Todos los relatos, en descargo de esta selección, deparan una sorpresa al lector, o más bien dos: la sorpresa de confirmar que el ser humano y sus conflictos inmediatos son la materia prima indispensable de la literatura y, segunda, que la vocación narrativa de Dolores Díaz Rivera es una fiesta y un ejemplo que los laguneros no debemos dejar de celebrar. Los celebro, entonces, y me sumo así, con uno que otro matiz, al apendicular contingente de sus admiradores.

jueves, abril 15, 2010

Otro encuentro en Buenos Aires



OBB: 2º ENCUENTRO DE MICROFICCIÓN
La OBB (Orden de la Brillante Brevedad) continúa su ciclo itinerante de prédica de la Microficción. Participan en éste, el segundo encuentro, Alejandro Bentivoglio, Mario Goloboff, Diego Golombek, Jaime Muñoz Vargas y Roberto Perinelli. Habrá lectura de microficciones, carrusel y una breve charla sobre un microtópico literario. Coordinan Sandra Bianchi y Fabián Vique.
Fecha: Martes 4 de mayo de 2010
Hora: 19.00
Lugar: Centro Cultural de la Cooperación; Corrientes 1543, Sala Laks. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Ver Mapa.

lunes, abril 12, 2010

Coche y libertad



El lunes 19 de abril comprobé no en carne, pero sí en carro propio lo que siempre he pensado: que jamás aceptaré someterme a la servidumbre de un coche. La experiencia fue traumática, cierto, pero me dejó la certeza de que en materia de automóvil he procedido correctamente y de acuerdo a mis intereses. Narro. Eran las 6:40 de la tarde y me dirigía al TSM para ver el juego del Santos contra San Luis. Desde el rumbo de los yonkes cercanos al ejido La Unión vi que se aproximaba una tolvanera de las nuestras, de esas que parecen gigantesca cortina color crema. La carretera estaba congestionada, así que no pude hacer nada más que avanzar. En un instante la tolvanera lo cubrió todo, cerró la visibilidad y comenzaron a caer gordas gotas de lluvia sobre mi parabrisas. Unos segundos después oí el primer impacto, como un balazo: una bola de granizo pegó en mi coche y de inmediato comenzaron a caer tantas que como pude me orillé “a la orilla” para esperar, sin protección, lo que la naturaleza había preparado. Una ráfaga de granizo me azotó de frente. Vi que en los vidrios del coche se estrellaban unas pelotas de golf que producían ruido de metralla. Lo único que pude hacer fue encomendarme a San Ernesto de la Higuera y cruzar los brazos como defensa de fut en la barrera antes de un tiro libre, pues supuse que en cualquier momento los granizos acabarían con el cristal y me golpearían directamente en esa especie de fin del mundo en miniatura.
Cinco o diez minutos después, apendejado por el imprevisto, hice lo que puede para acomodarme a la situación. Vi que el parabrisas sufrió una rajadura como de río en mapa, y luego de un par de llamadas para confirmar que mis mujeres estaban a salvo, continué el camino hacia el futbol. Al estacionarme y bajar, noté que además del cristalazo la carrocería sufrió lesiones múltiples: los golpes de hielo dejaron la impresión de que mi coche había sobrevivido a la viruela. Ni modo.
Confieso que esa noche dormí mal. Sentí pesadumbre al saber que mi carrito, un Neón más austero que los presupuestos para la cultura, perdió al menos un 30 o 40 por ciento de su valor. La tristeza no duró, pues a la mañana siguiente pensé en lo que siempre pienso en estos casos: son bienes materiales relativamente económicos, y no pasa tanto que no pueda arreglarse con un poco de resignación.
Pensé también en mi relación con el coche. Siempre he creído que el mejor carro es el que no se tiene (porque contamina y nunca deja de ser un “arma” peligrosa), por lo que durante algunos años hice honor a esa política y carecí de él. Caminé, usé taxis, camiones, aventones, pero cuando vi que era imposible movilizar a mis hijas con el puro vehículo conyugal, compré uno usado, de bajo precio, con menos lujos que un Cereso. Pude, como tantos en México, endrogarme con un crédito y tener un coche, digamos, no muy caro, pero sí nuevo. Me lo negué por las razones que siempre me he dado al respecto: un coche, para mí, es una herramienta útil para la libertad. De un coche nuevo y quizá lujoso sería, sin remedio, esclavo. No hay tiempo para eso. No hay tiempo para pagar mensualidades altas (lo que implica más chamba distractiva), no hay tiempo para pagar seguros caros, no hay tiempo para tenencias leoninas, no hay tiempo para cuidarlo en todos lados como si fuera un nene, no hay tiempo para traerlo como porcelana en esta comarca cochina de polvo y tapizada de baches, no hay tiempo para añadir la zozobra de un posible robo con violencia. Si hubiera tiempo y viviera en Malibú, con gusto me esforzaría para algo más, incluso para que la sensación de estatus se viera satisfecha. Pero no. Prefiero sentir que uso un coche que me sirve exclusivamente para andar en la ciudad, en trayectos cortos, invisible de tan modesto, ajeno a la tentación de nadie. Así —aunque algunos, por estatus, no estén de acuerdo— el coche no se suma a las mil miserias que nos amarran a la supervivencia cotidiana. Hay mucho que hacer, son muchas las ataduras como para añadir tan lamentable servidumbre: la de ser guarura de un coche. Por eso la granizada a la carrocería fue para mí un daño menor, un perjuicio ínfimo en el contexto de los estropicios que solemos padecer en este país.

Mi Súper Diario



Nunca como hoy había visto a Ivana tan contenta con alguna de mis publicaciones. Recibió en su escuela, como ocurre muy seguido, un ejemplar de Mi Súper Diario (número 133, abril, 2010), periódico para niños que circula en La Laguna, y cuando vio mi foto creo que presumió entre sus compañeros de segundo año de primaria. Luego se voló más cuando la mestra le dijo: "Tu papá es famoso". No importa que eso no sea verdad; lo que importa es que mi hija estaba feliz luego de verme en esa foto, la única que tengo con una sonrisa que al parecer sí era de alegría. Desde aquí, mi agradecimiento a Miriam González, quien me invitó a escribir ese parrafito y me pidió la foto. De paso, un saludo a mis amigos Carlos Reyes y Vicente Alfonso, quienes, como yo, nomás fueron bonitos cuando eran chilpayates.

Titipuchal de libros para niños



Quienes peinamos algunas o muchas canas (lo cual es casi una metáfora para quienes ya sólo peinamos escaso pelo) sabemos que los libros infantiles de nuestra niñez eran en realidad libros para adolescentes, casi para adultos jóvenes. Los libros que tal vez sí eran infantiles infantiles infantiles son los que servían para “iluminar”, esos cuadernotes impresos en papel revolución, con monos hechos en pura línea y una frase al pie de imagen. Fuera de eso, todo lo que las editoriales publicaban “para niños” eran clásicos que los niños difícilmente podían leer en el hipotético y esporádico caso de que algún niño quisiera leer.
Digo “niño” y pienso en lo que hoy entendemos por tal: una persona de, digamos, uno a doce años. Por ellos, si recordamos bien, no se preocupó mucho la industria editorial, ya que el formato de los libros excedía en general las competencias de un niño promedio, y más en un país como México, con una larga tradición de no lectores e innumerables intentos gubernamentales que han terminado en el fracaso y la frustración.
Frente al despegue de los medios de comunicación, frente al carácter invasivo de la imagen que hoy es la base del cine, de la televisión, del Internet y de otros sistemas aledaños como el teléfono celular y el Nintendo, el libro con puras letras estaba condenado a muerte entre los niños. Se requerían, entonces, pequeños verdaderamente heroicos para encarar la lectura de un libro que desde su facha se mostraba austero, cada vez más ajeno al mundo de las imágenes en movimiento, sobre todo de las televisivas y, en segundo lugar, de las cinematográficas.
No sé si me equivoco, pero fue hace dos décadas, poco más o menos, que el libro infantil dio un salto descomunal y ahora sí le hizo honor al adjetivo; los libros para niños abandonaron la aridez de la grafía pelona y sumaron todo lo que la imaginación le puede añadir a un objeto para hacerlo atractivo frente a la niñez. El cambio fue tan drástico que el mercado de los libros para niños pasó de golpe a mostrar una segmentación por edades muy bien delimitada, acorde a las diferentes edades que suelen tener los niños.
De esa forma, en un par de décadas el libro infantil es una miscelánea de productos, un abarrote de títulos cuyos formatos pasan por todos los tamaños, materiales, temas y destinatarios. Ya no es el libro gordo y atiborrado de tipografía, o el libro con tipografía grandota y algunos dibujos salteados entre texto y texto, o la historia de princesas y castillos encantados, sino un anaquel con todo lo que podamos imaginar, y más que eso.
Sé de este tema por dos razones simples: porque en general estoy atento al mundo editorial y porque tengo tres hijas a las que he tratado de llenar de libros. En el fondo de mi corazón, al comprar esas obras lo he hecho para darme gusto, pues me impresiona la creatividad puesta detrás de cada título con características nunca vistas cuando me tocó ser niño allá por los sesenta-setenta.
¿Y qué libros he visto en mi ya larga experiencia de trece años como padre gambusino de libros infantiles? Creo que bastantes, muchos de ellos espléndidos. Libros para niños de meses, de un año o poco más, chicos, de “hojas” tan gruesas que cada libro tiene apenas ocho o diez páginas con un dibujo y una palabra en cada una. Libros de plástico para meter a la alberca o la regadera/bañera. Libros de tela. Libros con textura diferente en cada página. Libros con olor de estilo “rascahuele”. Libros sonoros, con botones para emisión de sonidos o frases que complementan la lectura. Libros con hojas de donde se depliegan figuras tridimensionales. Libros con CD integrado para hacer una especie de trabajo interactivo niño-libro-computadora. Libros con accesorios para hacer manualidades. Libros que enseñan a perderle miedo a ciertos temas (El gran viaje del señor Caca) y en fin, libros y más libros que hoy son, quizá, el último intento por ganar lectores antes de que los medios electrónicos terminan por cooptarlos de una buena vez y para siempre. (Hoy, en Matamoros 539 oriente, charla sobre libros infantiles. Yo conduzco).

El Aleph en Tepito



Borges es personaje de su cuento más famoso, “El Aleph”. Para abreviarlo, recuerdo que el escritor visita la casa de un amigo medio loco que en su sótano ha descubierto un objeto extraño. Luego de cierto tiempo, el dueño de la casa lo invita a verlo y, así nomás, Borges admira el Aleph, el punto luminoso en el que convergen todos los tiempos y todos los espacios. Los lectores, fascinados por ese relato, han asociado desde entonces el nombre del escritor argentino al de aquel objeto divino/monstruoso. Con el surgimiento de Internet, lo más cómodo fue pensar que la “supercarretera de la información” (así le decían a la red en una época que ya nos parece el medievo) era, en verdad, el Aleph. No es para tanto, pero asombra todo lo que puede hacerse con las herramientas de la digitalidad.
Una de ellas, no la menos socorrida, es la piratería. Es infinito lo que puede hacerse con las computadoras de hoy, con los programas de hoy, con las malicias de hoy. Falsificar, por ejemplo. Si uno quiere un título universitario, no es necesario estudiar. Lo único que se requiere es un poco de dinero y escoger alguna universidad. ¿Harvard? ¿Yale? ¿La UNAM? Todo es fácil, nomás es necesario contar con un modelo original de título o una imagen clara, para copiarla idéntica y ponerle nuestra foto de ovalito, nuestro nombre y la profesión que estudiamos sin haber aprobado una sola materia. Bien se sabe que muchos profesionistas ya operan así, con títulos expedidos por la Universidad Tecnológica de Photoshop.
El pirataje ha llegado a lo deslumbrante. Como si fuera película de James Bond pero sin película y sin James Bond, los piratas del Caribe instalados en Tepito, verdaderos potentados en ese próspero ramo de la economía, ofrecen ahora padrones enteritos de lo que sea, bases de datos nacionales con nombres, direcciones, teléfonos, curps, erreefecés, marca de calzones y demás a precios de ganga.
Por eso Jacqueline Peschard, comisionada presidenta del Instituto Federal de Acceso a la Información, solicitó a la Secretaría de la Función Pública investigar la existencia de una presunta red de servidores públicos que trafican información. Paschard “consideró ‘escandalosa y preocupante’ la venta de bases de datos de millones de mexicanos en Tepito, por lo que demandó al gobierno federal indagar a funcionarios”, pues es muy probable que exista una “red de servidores públicos que trafican información”.
La preocupación —una preocupación que puede ser compartida por cualquier ciudadano conciente del valor de la privacidad— surgió luego de que fuera revelado que “en el mercado negro del barrio capitalino se pueden adquirir, en 12 mil dólares, archivos que contienen el padrón electoral, el registro vehicular y de licencias, entre otros”.
O sea, adiós a la privacidad o a la “secrecía”, como dicen los elegantes, pues en México rola en el mercado negro, como cháchara, toda la información que nosotros suponíamos estaba más bien guardada que la virginidad de Hermelinda Linda. Ya sabemos que no, y que por unos cuantos pesos un comerciante, un político o un extorsionador, que para el caso son lo mismo, pueden tener a su disposición los “generales” de un país.
Hace poco, con el registro de celulares, sus detractores arguyeron uno y mil motivos para echar por tierra su pertinencia. Luego del Día D en el que supuestamente iban a morir millones de teléfonos y no pasó nada, como si eso fuera un juego en el que se vale anunciar “oficialmente” algo y al día siguiente hacer como si lo “oficial” no fuera “oficial”, sino una especie de manita de puerco necesaria sólo para asustar a los remisos, ya sabemos a dónde irán a parar nuestros datos. Muy probablemente, cualquier día de estos, como si comprara un disco pirata de Los Yonic’s o una película de Pixar, cualquier delincuente compre el registro de celulares y nos tenga en un solo paquete, como un Aleph en su puño siniestro, como un bufet a merced de su patanería.

Ciego célebre



Siempre me ha gustado el lenguaje de los viejos, principalmente el de las señoras que algo guardan de experiencia rural, como mi madre. Una de las palabras que le he oído y me encanta es “célebre” (“fulano es célebre”). La celebridad, en este caso, no es sinónimo de popularidad o fama, sino de buen humor, simpatía, gracia, capacidad para tener “ocurrencias”. Entendido así, Borges, además de ser Borges, fue un cieguito “célebre”, un viejo con un humor endiablado. Tanto lo fue que tengo la impresión de que muchos periodistas nomás lo buscaban para eso, para ver qué tantas “ocurrencias” le sacaban, y Borges, a quien le encantaban el escarnio y el autoescarnio, los complacía. Las que vienen son algunas ocurrencias de Borges; me llegaron en una cadena de mail enviada por el señor Iván Berrón; son pinchazos maestros:

Durante la dictadura militar alguien le comenta a Borges que el general Galtieri, presidente de la República en ese momento, ha confesado que una de sus mayores ambiciones es seguir el camino de Perón y parecerse a él.
—¡Caramba! —interrumpe Borges—, es imposible imaginarse una aspiración más modesta.

Borges firma ejemplares en una librería del Centro. Un joven se acerca con Ficciones y le dice:
—Maestro, usted es inmortal.
Borges le contesta:
—Vamos, hombre. No hay por qué ser tan pesimista.

En una entrevista, en Roma, un periodista trataba de poner en aprietos a Jorge Luis Borges.
Como no lo lograba, finalmente probó con algo que le pareció más provocativo:
—¿En su país todavía hay caníbales?
—Ya no —contestó aquél—, nos los comimos a todos.

En una reunión sobre la situación de la literatura argentina, Córdoba Iturburu, que la presidía, inquirió a los gritos:
—¿Y qué vamos a hacer por nuestros jóvenes poetas?
Desde el fondo llegó otro grito, éste de Borges:
—¡Disuadirlos!

En Maipú y Tucumán, un grupo de adictos a Isabel Perón descubre a Borges y lo sigue unos metros, insultándolo.
Al ingresar en su casa, un periodista le pregunta cómo se siente.
—Medio desorientado —manifiesta.
Se me acercó una mujer vociferando: “¡Inculto! ¡Ignorante!”

Un joven poeta se acerca a Borges en la calle. Deja en manos del escritor su primer libro.
Borges agradece y le pregunta cuál es el título.
Con la patria adentro —responde el joven.
—Pero qué incomodidad, amigo, qué incomodidad.

El escritor argentino Héctor Bianciotti recuerda una de las tantas salidas elegantes de Borges, cuando le incomodaban los halagos de la gente. Ocurre en París, en un estudio de televisión.
—¿Usted se da cuenta de que es uno de los grandes escritores del siglo? —lo interrogan.
—Es que este, evalúa Borges, ha sido un siglo muy mediocre.

Una revista de actualidad reúne a Borges con el director técnico César Luis Menotti.
—Qué raro, ¿no? Un hombre inteligente y se empeña en hablar de fútbol todo el tiempo —comenta Borges más tarde.

En 1975, a los 99 años, muere Leonor Acevedo de Borges, madre del escritor.
En el velorio, una mujer da el pésame a Borges y le comenta:
—Peeero... pobre Leonorcita, morirse tan poquito antes de cumplir los 100 años. Si hubiera esperado un poquito más...
Borges le dice:
—Veo, señora, que es usted devota del sistema decimal.

Borges y un escritor joven debaten sobre literatura y otros temas. El escritor joven le dice:
—Y bueno, en política no vamos a estar de acuerdo, maestro, porque yo soy peronista.
Borges contestó:
—¿Cómo que no?... Yo también soy ciego.

Lucha de la ANTICamil



Raymundo Tuda y este servidor somos presidente y tesorero, respectivamente, de la Asociación Nacional de Tipos Indignados por Camil (la ANTICamil A.C.). Hasta ahora sólo tenemos dos adherentes, él y yo, y de hecho no nos interesa afiliar a nadie más. El propósito de la ANTICamil es, como su sigla lo insinúa, denunciar la campaña de difamación que el “actor” Jaime Camil ha emprendido, desde que comenzó su carrera, para deturpar en el mundo la imagen de los actores mexicanos. Creemos que nuestra aspiración es justa, pues no puede ser posible que México tenga actores de calidad indiscutible, verdaderos maestros como Ignacio López Tarso, Aarón Hernán, Blanca Guerra, Diana Bracho, Germán Robles y muchos otros, y ese histrión de novena sea visto por millones sin que nadie diga nada.
La idea de crear la Asociación nació de una charla en la que, azorados, caímos en la cuenta de que ambos lo detestábamos con detestación jarocha. Alelados, incrédulos, comenzamos a imitar sus “graciosos” parlamentos, su gestualidad inverosímil, su férrea incapacidad para decir una sola frase persuasiva; para derivar en esa conclusión nos bastaban, por cierto, fragmentos inconexos de sus telenovelas, los que se pueden ver mientras López Dóriga entra en escena. Por eso mismo, reflexionamos, sus papeles siempre se relacionan con el galán simpaticón, porque nadie en el universo le creería una frase en registro serio o trágico. Lo malo, nos dijimos Tuda y yo, es que ni en clave cómica o semicómica o fársica o como se diga el tal Camil le saca brillo actoral a nada. Junto a él, Andrés García y Ari Telch son Marlon Brando y Marcello Mastroianni, así que ya podemos imaginar la tortura que es ver, o saber, que Camil está poniendo impunemente en bajo (no en alto) el buen nombre del gremio actoral mexicano. Eso nos avergüenza.
Dije que lo imitamos, pero exagero, pues sólo Tuda es quien lo emula con notable habilidad. Su parodia es tan buena que hasta Camil llegaría a reír si la oye. Estoy seguro que reconocería en el calco sus muy hechos y huecos modos, su voz de actor ayuno de pericia para ser engullido por el personaje. Cómo estará la cosa que hasta Tuda, quien jamás ha pisado un escenario, hace mil veces mejor el papel de Camil que el mismísimo Camil.
Ahora bien, y en descargo del “actor”, no toda la culpa es de él, sino de quienes lo hacen compadre. Sabemos que tiene una posición bien ganada como millonario, como triunfador, como playboy azteca, como amigo de Luis Miguel (caray, otro agradable), como rompecorazones, como latin lover que emprende aventuras superpicudisísimas en moto y todo eso; está bien, no le regateamos tales maravillosos méritos, pero de ahí a considerarlo actor, de ahí a enjaretarlo como protagonista de telenovelas, hay una distancia como la que media de Velardeña a Liverpool.
Camil es tan malo que ni siquiera en producciones chafas es capaz de dar el ancho. La historia en la que participa en estos días, por ejemplo, es un dechado de estulticia. En ella se narran “conflictos” de una televisora y aparecen, entre otros, Rogelio Guerra, Verónica Castro y Ludwika Paleta. Son notables, también por degradantes y fallidas, las participaciones de unos gays que jotean todo el tiempo, sin tragedia ninguna, locas bobas como las que siempre ha explotado el consorcio cuando aborda el espinoso tema de La Homosexualidad. Pues bien, en esa guacareada de relato, en esa trama miserable se ve mal (¡se ve mal!) la actuación de Camil, como si su competencia profesional no sirviera para sacar adelante ni un papelito chusco. ¿Quién es el culpable? No sé: el productor, el director, tal vez el público que ya aceptó, vencido, que le sirvan acuosos platos de lentejas en la tele. Lo único grato de todo esto es que Tuda y yo estallamos de risa, muertos de rabia, en las reuniones bimestrales de la ANTICamil.

El otro Rimbaud





“Encuentran foto inédita de Rimbaud”, dice una cabeza de El Mundo, periódico español. La nota, firmada por Ramón Amón, anota: “La escasez de elementos iconográficos sobre Arthur Rimbaud (1854-1891) explica el revuelo y la expectación que suscitan el hallazgo de una imagen del poeta en edad adulta.
Corresponde a un viaje en Abisinia y fue captada en el pórtico del hotel de L’Universe en Aden cuando tenía 26 años. No ha sido fácil reconocer al autor de 'Las iluminaciones' detrás de su incipiente bigote, pero ha confirmado la identidad Jean-Jacques Lefère, biógrafo de Rimbaud y responsable de la pericia que ha dado lugar al acontecimiento.
Es el premio que se ha llevado la curiosidad o la intuición de dos anticuarios franceses. Les llegó a ambos un lote exótico de fotografías y de papeles, aunque fue la referencia del hotel Aden la que les puso sobre la pista de Rimbaud. La imagen se exhibirá en la exposición del Gran Palacio a partir de hoy”.
El hallazgo de esa imagen es inquietante porque añade un rostro más a un nombre conocido. El niño terrible de la literatura francesa que siempre eludió nuestra mirada con su cara angelical, desdeñosa y adusta, con su rubio pelo mal peinado y las pupilas como inexistentes de tan claras (“ojos borraos”, diríamos en el norte de México), ahora es también un adulto algo caballuno, seco, respetuosamente peinado y una sombra de bigote que acentúa su aire tristón. Parecen dos hombres distintos, uno el querubín algo malévolo y con aura de genio; otro el sujeto de mirada triste y más bien feo, poco interesante para rendirle culto.
Me asombra lo que puede provocar esa foto. En mí, tres breves reflexiones que podrían ser extendidas a casos similares:
1) Rimbaud murió en 1891. Sabemos que de él se conocen poquísimas imágenes; la técnica de la fotografía estaba en pañales y no hay razón para esperar que alguien en aquella época, quien fuera, tuviera un álbum del recuerdo. De las fotos de Rimbaud, la mejor es la que lo muestra con la carita seráfica que ya traté de describir, esa faz inmortal que combina la ternura y la malicia, en ese caso literaria. Las otras fotos no tienen ni la definición ni la pose, le restan personalidad, y eso ha provocado que todos digamos “Rimbaud” y pensemos siempre en el angelito de nariz perfecta. Durante décadas, la foto del personaje efébico se ha asentado en el imaginario mundial y está ya estrechamente vinculada con el apellido Rimbaud. ¿La foto recién descubierta podrá desplazar, o al menos empatar en celebridad, a la famosa ahora que será difundida en todo el mundo y moverá la curiosidad de quienes admiran al poeta? Lo que hizo el tiempo y miles de reproducciones en papel, tal vez ahora lo pueda batir la red en unas cuantas horas. No sabemos.
2) Durante las décadas que he mencionado (más de un siglo en realidad), los lectores tendieron/tendimos a asociar la obra genial (Una temporada en el infierno, Las iluminaciones, etcétera) al niño bonito de la foto. Era grato rendir culto al mocoso precoz que fue capaz, antes de los veinte años, de armar una poesía plena de sugerencias. El rostro ahora cercano, algo equino como ya dije, del Rimbaud recién descubierto le estorba al mito perfecto, y realmente no sé si vaya a ser aceptado por quienes creen más interesante al ángel genial que al genio entrado en años y no apuesto.
3) Han caído en mis manos muchos libros, sobre todo de edición algo rupestre, en los que el autor o la autora eligen para solapa o contratapa una foto que los favorezca, sobre todo de cuando eran jóvenes. Pocos aceptan su imagen ya de viejos, lo que hace algo trágico el encuentro del libro y del autor en vivo, como el caso de aquella poeta de más de sesenta años que para la solapa usó una foto de cuando tenía veinte. Es entendible; quizá hasta Rimbaud, si hubiera conocido la foto de cuando tenía 26 años, hubiera preferido para su posteridad el retrato donde parece angelito del Renacimiento.

Adiós, mi chatarrita



Jamás he ocultado, sin vergüenza y sinvergüenza, mi gusto por la comida chatarra. Soy su cliente cautivo y me jacto de haberle entrado a casi todo. Como grifo que le ha puesto a innumerables sustancias, he consumido, consumo y consumiré escoria con celofán hasta que mi salud pida piedad, lo que por cierto está a punto de ocurrir. Son los saldos de la vagancia y el fanatismo infantil por las “misceláneas” hoy casi desplazadas por las llamadas tiendas “de conveniencia”. Tal vez hiperbolizo, pero puedo afirmar sinceramente que no le he dicho no a unas papitas, a un refresco, a un chocolate, incluso a chamoyes letales para estómagos no muy avezados en el difícil arte de digerir veneno suculento.
Mi vocación chatarrista no es obstáculo, empero, para aplaudir la medida que prohibirá la venta de mugres comestibles en las escuelas. Es, por supuesto, una iniciativa desesperada ante los índices de obesidad detectados en la niñez mexicana, en promedio una de las más gordas del planeta. El problema podría parecer menor si no fuera por los estragos que provoca la enfermedad: diabetes, colesterol e hipertensión arterial, males que antes eran propiedad casi exclusiva de adultos y hoy se presentan en miles de pequeños abandonados a su suerte frente a los exhibidores con dulcitos y frituras. El gobierno ha visto, pues, que la obesidad es un problema de salud pública que escalará si de raíz no es atacado uno de sus factores detonantes: el consumo de comestibles densos en grasas y azúcares que se adhieren al cuerpo con todas sus malditas uñas, como político al erario.
Por muchas razones no es fácil instalar nuevas costumbres en la población, más si se refieren a lo básico: la papa. Durante décadas, los mexicanos sumamos a nuestra dieta estándar, no precisamente frugal, un montón de chuchulucos que ahora parecen imprescindibles. Somos adictos al celofán, aunque también le entramos a productos que carecen de envoltorio y nos venden en la calle miles de ambulantes. Entre comidas, y aún durante ellas, le entramos con fe ciega a todo lo que los nutriólogos nos recomiendan eludir. Así somos, así comemos.
Uno de los daños colaterales de nuestra vecindad con los Estados Unidos es, sospecho, la ingesta bárbara de chatarra. Ellos son los amos de ese negocio, como son los amos de muchos otros business relacionados con el consumo a lo bestia. En mis incursiones casi indocumentadas al imperio, he visto los cerros de comida rápida que tragan, el espectáculo inaudito que es entrar, por ejemplo, a un Golden Corral (Golden Trochil) donde por pocos dólares cualquiera puede zamparse una cantidad marrana de calorías. Por eso están como están, y de paso por eso estamos como estamos. No es gratuito que la cultura del adelgazamiento (Fataché, Siluet 40 o máquinas caseras de ejercitamiento y tonificación exprés) sea un éxito en la culpígena sociedad gringa que por un lado traga a reventar y, por otro, quiere lucir apariencias de top model que “bajó” de peso con el solo uso de un jabón milagroso o de una artefacto vibratorio en el cual nomás hay que trepar y ya. Esa cultura del infomercial antisobrepeso es la mejor evidencia de que, como los gringos, hace muchos años dejamos de alimentarnos sanamente y comenzamos a esculpir nuestros cuerpos con basura.
Las consecuencias están más que a la vista: niños carnosos, lentos, inactivos y, según los esquemas de belleza dominantes, feos, lo que de paso les acarrea trastornos psicológicos por la unánime carrilla con la que son torturados. El desafío es, por ello, inmenso; una buena medida es evitar la venta de chatarra en las escuelas, pero, como siempre, si los padres no intervenimos, si en los hogares no se da un acuerdo básico de colaboración, el Estado sumará leyes mientras la sociedad camina hacia otro lado. Con esto quiero decir que las escuelas prohibirán la chatarra en la mañana, y en la tarde, sin empacho, los niños devorarán tres horas de tele con su cocota y sus papitas. Así ni para qué.

Maltrecho Gómez Palacio



Me da gusto ver que dos laguneros a los que conozco y respeto competirán por la alcaldía de Gómez Palacio. De antemano, ojalá su lucha sea leal y como dicen los cronistas con creatividad ya erosionada: que gane el mejor. En términos personales, ambos tienen trayectorias que los acreditan suficientemente para aspirar a la presidencia municipal y sospecho que arrancan muy parejos. Me estoy refiriendo, por supuesto, a Rocío Rebollo y a Augusto Ávalos, los nuevos nombres en los que será depositada la esperanza de ver, por fin, un Gómez Palacio más o menos colocado en las vías del progreso.
Digo que arrancan parejos por una razón clara: Rebollo cuenta con la maquinaria y los recursos; Augusto, con la alianza que probablemente le sumará más fuerza a su proyecto. Los momios, como se dice en el argot de los apostadores, están nivelados, y todo dependerá pues del trabajo en las campañas, de su penetración en el electorado gomezpalatino.
Los activos de ambos candidatos son también muy visibles: los dos son jóvenes y reflejan entusiasmo, se expresan con propiedad y conocen de frente los problemas del municipio. En el caso de Rocío, su condición de mujer dedicada a la política es un rasgo muy apreciado en el presente. Por su lado, Augusto tiene imagen de (y de hecho es) empresario exitoso. Por eso, insisto, la que viene es una parejera electoral.
Los pasivos también cuentan, por supuesto. Pese al optimismo que la Coalición ha despertado, su buen funcionamiento es un enigma. En el camino se podrá apreciar mejor qué tanto avanza o qué tanto se detiene, una disyuntiva que sólo se verá clara a medida que camine la campaña y llegue el momento de la elección. Augusto carga además el lastre de una derrota, aunque es cierto que se dio en condiciones muy desventajosas.
Rocío debe capear un temporal más duro. Su pasivo no es propiamente suyo, sino de las administraciones recién pasadas que en los hechos no hicieron gran cosa por Gómez Palacio. Ni Octaviano Rendón, ni Ricardo Rebollo, ni Mario Alberto Calderón lograron asentar un proyecto que le diera al municipio aires de bienestar. Lejos de eso, Gómez acusa carencias lamentabilísimas en todos los renglones, lo que llegó al colmo cuando Ricardo Rebollo abandonó su responsabilidad para atender un proyecto personal que todavía hace algunos meses mantuvo viva la llama de su aspiración a la gubernatura. Rocío, por tanto, deberá remar en el río de errores y de escepticismo generado sobre todo por su apellido y, hay que agregarlo, por los pobres resultados del actual gobernador que también colaboró denodadamente para que Gómez casi colapsara.
¿Y qué falta en Gómez Palacio? Pecaríamos de exagerados si dijéramos que todo, que falta todo, pero casi. Para empezar, una labor de remozamiento urbano, para que Gómez Palacio deje de parecer una caótica ranchería y empiece a ser, ahora sí, una ciudad sujeta al orden. En materia de seguridad, ni qué decir. En cultura, y aunque fue destacada la labor de Patricia Hernández, falta mucha más infraestructura, principalmente en la inmensa zona del norte, donde por cierto jamás se ha puesto un ladrillo para fomentar la actividad artística.
Ofrecer no empobrece, ya sabemos. Los candidatos lo harán, y aunque es precaria la confianza que en general despiertan en los ciudadanos, Augusto y Rocío merecen la oportunidad de ser escuchados. Ellos, por su parte, deben ser creativos y, fundamentalmente, dirigirse al electorado con la verdad por delante, sin promesas disparatadas y con la firme idea de concluir, si ganan, la administración, pues ya es un hábito ruin que los ganadores dejen tareas inacabadas conforme engordan sus aspiraciones.

domingo, abril 11, 2010

Archivo Gregorio Selser en la web



Una nota de mi amiga Irene Selser. Por su padre, por su madre y por ella, me enorgullece difundirla. Ya en 2006 escribí una columna sobre el maestro Selser, así que es una presencia grata y recurrente en Ruta Norte:

En la web, el Archivo Gregorio Selser

A Marta Ventura, mamá excepcional, y a Juan Gelman, de inconmensurable prosa y humanidad, como obsequio de pre-cumpleaños.

Luego de casi mil días de trabajo incansable, un equipo medular de cuatro mujeres ha subido a internet el Archivo Gregorio y Marta Selser, con 2.3 millones de documentos, patrimonio de la UACM pero también, ahora, de todos. El acceso es totalmente gratuito, como deseaba el escritor.A partir de mayo de 2007, prácticamente sin descansos, vacaciones o fines de semana, el equipo a cargo del Centro Académico de la Memoria de Nuestra América-Archivo Gregorio y Marta Selser (Camena), de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), ha puesto a disposición de todos los interesados, en forma totalmente gratuita a través de internet, un total de 2.3 millones de documentos microfilmados, en su gran mayoría recortes de periódicos sobre cuya base el pensador, periodista e historiador argentino Gregorio Selser erigió gran parte de su obra; primero en Buenos Aires y desde mediados de 1976 hasta su muerte el 27 de agosto de 1991, en la Ciudad de México. La labor realizada en este lapso bien puede calificarse de “milagro”. En especial si se considera que desde que este monumental acervo fue adquirido por la UACM —la única, por cierto, que se mostró interesada en su adquisición, tras haber sido ofrecido a otras instituciones educativas en México, EU y Europa—, el equipo a su cargo está integrado por cuatro mujeres. La responsable general del Camena, maestra Beatriz Torres Abelaira; la maestra Ana María Sacristán Fanjul, a cargo del Proyecto Editorial, y la maestra Bettina T. Gómez Oliver, responsable del Proyecto de Clasificación y Ordenamiento del acervo, con el apoyo de María Cristina Jiménez Calero.
Como asesores internos figuran la doctora Pilar Calveiro Garrido (profesora investigadora de la Academia de Ciencias Políticas), la maestra Norma López Suárez (profesora investigadora de la Academia de Derecho) y la licenciada Tania Rodríguez Mora (profesora investigadora de la academia de Ciencias Sociales).
El objetivo y función del comité asesor ha sido facilitar y garantizar la vida académica del archivo, vigilar que éste cuente con las condiciones adecuadas para su conservación y que su contenido sea difundido mediante todos los recursos tecnológicos posibles, como era el deseo del maestro Selser.
Constituido por el rector de la UACM, Manuel Pérez Rocha, el comité cuenta con asesores externos: el doctor Horacio Cerutti Guldberg, investigador titular del Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos (CCDEL) de la UNAM; el doctor Andrés Kozel Trusz, posdoctorante en El Colegio de México y profesor investigador de la UNAM; el doctor Pablo Yankelevich Rosembaum, profesor titular de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, y quien esto escribe, a nombre de la familia Selser Ventura.
Este magnífico equipo, junto con sus asesores internos y externos está cumpliendo otra meta: reeditar la bibliografía de Selser, casi 60 libros sobre América Latina y Estados Unidos, escritos entre 1955 y 1990, incluyendo los títulos póstumos. Para agosto, en el aniversario número 19 de su fallecimiento, está previsto el lanzamiento de los cinco tomos coeditados con la UNAM en papel y CD de las Intervenciones extranjeras en América Latina, 1776 a 1990; su obra póstuma, entre otros proyectos editoriales.
La ruta de acceso al archivo es http://selser.uacm.edu.mx/.En breve también podrán consultarse todos los artículos de Selser 1955-1990 escritos en la prensa de Argentina, México, España y otros países.
Para mayores consultas dirigirse al archivo en su teléfono 5488-6661 ext. 15601, 15602 y 15604, ubicado en el plantel de la UACM, calle San Lorenzo No. 290, México DF, colonia del Valle. Atención al público lunes a viernes 10:00 a 18:00 hrs. en horario corrido.

Foto: En su mesa de trabajo, Gregorio Selser con su inseparable máquina de escribir, en la Ciudad de México. 1991.

Basura por la ventanilla



Mi colaboración más reciente para Nomádica; como siempre, muchos textos nos aguardan en sus muy cuidadas páginas. Su título es el mismo que encabeza esta entrega de Ruta Norte:
En octubre de 2008 vi a Guillermo Arriaga, el guionista de Amores perros, 21 gramos y Babel, quien es mi cuate desde mucho antes de que sobreviniera su fama mundial. Fue en la Ciudad de México, dos días después de la alfombra roja que se aventó en el Festival de Venecia junto a la fea Charlize Theron. El reencuentro fue muy cordial y produjo sus anécdotas. Acordamos la cita por teléfono y de última hora la agenda de Guillermo se vio radicalmente alterada: “Jaime, una revista quiere tomarme fotos y les dije que puede ser en las quesadillas de la Marquesa. ¿Quieres acompañarnos?”. Yo no conocía ese rumbo, así que nada me costó ir a probar las delicias culinarias instaladas a un costado de la carretera a Toluca. Recuerdo que estaba todavía fresca la “matanza de la Marquesa”, así que no nos faltó tema de conversación mientras llegábamos a los parajes donde a la vera de la autopista aparecen aquellos pintorescos (pintorescos en sentido estricto) negocitos dedicados a la preparación de las mejores quesadillas del universo y puntos circunvecinos.
Ya instalados en uno de los restaurantes, pedimos una generosa ronda de exquisiteces. Además de Guillermo, estábamos allí su esposa, su hija, un reportero, una fotógrafa y el arrimado que aquí narra. Aproveché la sesión de fotos para hacer algunas tomas del lugar y de la misma sesión de fotos. Conversamos sobre los primores de la gastronomía mexicana, sobre periodismo y sobre el paisaje hermoso y verde colocado al margen de la carretera. Poco más de una hora duró la fotógrafa haciendo lo suyo y los demás a come y come quesadillas. Al regresar, delante de nuestro coche iba una camionetota del año, una Expedition azul navy impecable. Sin más, en cierto punto del trayecto una mano salió de la poderosa Ford y tiró una botella de Coca Cola, de las que ahora denominamos “de 600”. Habíamos llegado casi a Santa Fe, zona del DF que se distingue por su comercio lujoso y sus espacios residenciales para adinerados. Cuando vio volar la botella, la esposa de Guillermo, extrañada más que molesta, editorializó: “Caray, todavía hay gente que hace eso”.
La frase quedó fija en mi memoria y la pienso cada vez que veo a alguien hacer algo parecido: que saque el brazo por una ventanilla y tranquilamente lance un envase, una bolsa, una cajita de lo que sea. Igual, sigo sin creer que alguien no tenga la elemental conciencia de que la basura, la que generan los productos que ha comprado, es tan suya como el producto en sí. No entiendo que no se dé ni el mínimo gesto de guardarla un rato para, como dicta la lógica, dejarla luego en un depósito de desperdicios o en casa mientras pasa el camión de la basura. Muchos miles, millones de ciudadanos parecen ignorar que la basura y su control es un problema que les atañe en función de la colocación que le dan a cada empaque fuera de servicio. Si no tenemos más remedio que producir basura, la primera idea que debe regir al ciudadano actual es dónde va a dejarla cuando sea necesario deshacerse de ella. Esa pregunta no debe nacer en el momento de tirar el envoltorio o envase inservibles, sino desde el momento mismo en que ejecutamos el acto de comprar. No quiero decir que vivamos con la neurosis de pensar meticulosamente, a cada instante, en qué sitio dejaremos la basura, pero sí tener una política personal que guíe casi automáticamente el acto de colocar (conste que ahora no digo “tirar”) lo que ya no queremos.
Esta idea de “colocar” la basura se la escuché directamente al doctor Mario Bunge. No usó ese verbo, pero señaló (en el breve curso que impartió en Torreón hace poco más de dos años) que algunos teóricos de la basura han observado que el deshecho deja de serlo cuando es colocado en su sitio. Y he allí la noción que soporta el concepto del reciclaje: cuando los metales, los vidrios, los plásticos son colocados en un sitio que permite procesarlos para obtener de ellos un producto nuevo, la basura deja de ser eso para convertirse en materia prima.
Cuando alguien arroja un envase de plástico por la ventanilla (y vaya que todavía existen tales bestias) evidencia su falta de respeto al medio ambiente, pero no por la burda escena en sí misma, sino porque, además de afear el entorno, dificulta la colocación adecuada del objeto en desuso. En vez de que millones de pequeños envases rueden un rato por el mundo hasta que alguien —el servicio público de limpieza, algún pepenador, quien sea— los recoja, el ciudadano puede colocarlo para que no haya recolectores intermedios y el deshecho llegue casi de inmediato al lugar donde pueda ser tratado.
El asunto de la contaminación por envases es complejo, lo sé, pues tiene incluso que ver con el capitalismo mundial y los hábitos de consumo, tan poco preocupados durante años por el problema de la inmundicia que propalan. Pero no habrá iniciativa del gobierno que logre tener limpio el entorno si antes el ciudadano que viaja en una Expedition del año no controla el estúpido impulso de arrojar por la ventanilla su botella de refresco. Allí empieza todo el circo.

sábado, abril 10, 2010

Carambola de tres bandas



Los expertos y los que alguna vez fuimos vagos sabemos qué es la carambola de tres bandas. Se trata de un juego maravilloso, exacto como una esfera. Consiste en jugar sobre una mesa sin buchacas, con tres bolas; el chiste es golpear una, la tiradora, con el taco, y luego de que pegue en la segunda bola, la misma tiradora toque tres bandas (o más) y al final impacte, así sea levísimamente, en la tercera bola. Otro camino es golpear la tiradora, que toque tres bandas (o más) y al final logre golpear las dos bolas restantes. En toda ejecución deben darse, en suma, al menos tres golpes de la tiradora a las bandas y dos golpes de esa misma bola a las otras dos bolas, uno a cada una. Explicarlo no tiene chiste; jugarlo como dios manda es lo difícil. Yo lo jugué un poco en mi adolescencia, en aquellos ratos de mi secundaria en los que todos los hombres de mi grupo abandonábamos, cinismo mediante, las clases en la Flores Magón, de Lerdo, para incursionar en dos billares de Gómez: el Iris era uno, y el otro, porque se trataba de un nido de parásitos sociales, tenía un nombre epifánico: Club Deportivo Bola 15.
Como carambola de tres bandas operan ciertos regímenes autoritarios del mundo. En México no, por supuesto, pues nuestro país es un modelo de democracia, un país donde las leyes son respetadas y para todos brilla el bienestar. En los países a los que me refiero, los autoritarios, el juego del control es muy sencillo, aunque implique una complejidad billarística. Las tres bandas son el poder político, el poder mediático y el poder militar. Los tres funcionan siempre y trabajan como pistones. Las coyunturas marcan el ritmo del pistoneo. Si el poder político basta para controlar, los otros descansan o a lo mucho juegan un rol coprotagónico. Si el poder político cascabelea y da signos de desbielamiento, el poder mediático actúa con cualquiera de sus métodos: mentir, infundir miedo, confundir. Y, al final, si la cosa no se calma con nada, entra al quite el último poder.
Uno de los rasgos característicos de los regímenes autoritarios del pasado era, digámoslo así, su franqueza, su frontalidad: primero el poder de la fuerza, luego el de los medios y al final el de la política. No era juego de tras bandas, sino carambola a lo bestia. En la actualidad, el perfeccionamiento de la acción autoritaria ha llegado al extremo de nunca parecerlo. Ese es el juego de tres bandas, el aterciopelamiento y la finura de la carambola. Si la turbulencia arrecia, entra en juego el poder militar, aunque sin que se desvanezca la acción de los otros poderes precisamente para que se dé la carambola de tres bandas.
Hay países, por ello, que en estos momentos deben ser autoritarios y mostrar su fuerza y al mismo tiempo manter procedimientos políticos y ejercer un control mediático sin descanso. En tales sitios —ajenos a la realidad de México, hay que recalcarlo—, tanto la política como la propaganda agotaron sus capacidades y perdieron en los hechos el poder, de ahí que se vieron obligados al patrullaje. En casos excepcionales de maestría con el taco y dominio de las tres bandas, el control ni siquiera parece eso, sino lucha contra enemigos invisibles y a veces hasta creados ex profeso como “justificadores”.
La perfección autoritaria se logra cuando el tercero de los poderes está en la calle sin que parezca dedicado a lo que en verdad está dedicado. Mientras, por supuesto, los otros poderes deben seguir en escena, actuando el rito de la simulación, celebrando elecciones y ejerciendo una crítica feroz, aunque selectiva, y levantando muy oportunas cortinas de humo, por ejemplo, con muertes siniestras de niños, o algo así, abordadas siempre con amarillismo distractivo. Cuando eso se logra, la carambola de tres bandas es perfecta, una chulada sobre el paño verde de la realidad.

viernes, abril 09, 2010

En la Feria de Libro de Buenos Aires 2010



Feria del Libro de Buenos Aires 2010
Jornada de microficción
Lunes 3 de mayo, a las 18:30
Sala Julio Cortázar

Se realiza por segunda vez esta actividad que difunde el estado actual de este particular género literario
En las últimas dos décadas se ha producido en Latinoamérica y España un boom de la microficción. Argentina y México lideran, por la magnitud explosiva de la producción, la investigación y el interés de los lectores, este singular fenómeno. Sus causas hay que buscarlas en la aptitud de la ficción brevísima para expresar el espíritu de la época. Son textos ambiguos, irónicos, que exigen tan alta participación del lector que podrían considerarse interactivos. Su concisión y brevedad los acerca al lenguaje de las computadoras, pero el cuidadoso trabajo con las palabras, proporciona la satisfacción estética que ofrece la buena literatura.

Propósito
Esta jornada se propone mostrar el estado actual de la microficción en Argentina: todas las generaciones y todos los tipos de microficción que se están escribiendo hoy en el país. Estarán los autores consagrados y también las nuevas voces del género.
A continuación les ofrecemos un listado de los autores participantes:

David Lagmanovich
Laura Pollastri
Antonio Cruz
Martín Gardella
Jaime Muñoz Vargas
Gloria Pampillo
Leandro Hidalgo
Gabriel Jiménez Emán
Miroslav Scheuba
Ana María Mopty
Pablo De Santis
Orlando van Bredam
Laura Nicastro
Rodolfo Ramos Signes
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Coordinación general: Raúl Brasca

Un cerillo en la tiniebla



“Azotado” es una palabra que usan algunos para definir a quien se toma demasiado en serio. ¿Y qué es tomarse demasiado en serio? ¿Cuándo estamos ubicados en lo justo y cuándo rebasamos los límites que permiten apreciar el “azotamiento”? La medida ha cambiado, es cultural, por supuesto. Lo que antes era percibido como normal, bueno, equilibrado, ahora es “azotado”. En el arte se nota mucho esto, tanto como en ningún otro quehacer. Las obras artísticas que hoy no ofrezcan ironía, humor, malicia lúdica casi ante cualquier tema, pasarán como “azotadas”. Por eso Lipovetsky dedica todo un capítulo al dominio del humor en la comunicación actual, y por eso José Joaquín Blanco, al analizar el estado de la novela mexicana en los años recientes, subraya el triunfo del entretenimiento (o sea, del no azotamiento) sobre cualquier otro propósito que busque abrazar el ejercicio narrativo.
Para evitar el azote, las artes han tendido al relajamiento de la tensión que producen los temas trágicos. Para algunos eso es una forma nada sutil de la frivolización, de la banalización. Los temas son abordados pues con cierto enfoque socarrón, como si los autores se dieran cuenta de que todo espectáculo humano, por doloroso que sea, puede ser trabajado con una especie de pátina risueña. Cuando el tema es festivo, jocoso, alegre, no hay tanto problema: el receptor entiende que la pachanga debe ser abordada con tono pachanguero. El problema aparece cuando el tema es trágico. ¿Es legítimo que un artista añada ingredientes humorísticos a lo que es visceralmente penoso? En cierto momento, alguno temas literarios impregnados per se de horribilidad fueron abordados con tono campechano, como si en sí mismos no fueran asqueantes. Fue el caso de la novela sobre dictadores que en algún momento escribieron Valle-Inclán, Roa Bastos, Asturias, García Márquez, Carpentier y Vargas Llosa, entre los más salientes. Todos sabíamos que los gorilas reales no eran sujetos de risa, sino siniestrísimas alimañas capaces de lo peor. Sin embargo, no falta en los autores mencionados una buena dosis de humor negro en cada una de las novelas que escribieron. Finalmente, el problema de los dictadores estaba relacionado con la niñez de nuestras democracias, y todo fue que maduráramos un poco para que desaparecieran los dictadores en el sentido latinoamericano del término. Lo escritores pudieron, por tanto, abordarlos con humor, como si fueran objetos de risa (vale decir que Monterroso se negó a escribir sobre ese tema; supongo que, como sabía que su obra tendía al humor y los dictadores le parecían monstruosos, no halló forma de justificar ninguna broma en un relato sobre gorilas).
Ahora bien, ¿qué hacer literariamente con el tema del narco? Lo que viene es apenas un pálpito, una vaga idea de lo que percibo en el movedizo ambiente de hoy. Mientras el narco estuvo en lo suyo, mientras las aguas de sus actividades no se desbordaron, los escritores pudieron encarar el tema con algo de sorna. Por citar el caso más notorio, la obra de Élmer Mendoza aborda así el asunto, hay humor negro en sus historias. Podemos ubicarlo pues en una era previa a lo que pasa ahora, esta otra era de decenas de muertos diarios, de crímenes horrendos contra quien sea, de estado salvaje. Si antes a los escritores se les permitía juguetear, fabular, reír, imaginar, ahora parece, o es, una grosería andarse por esas ramas. Además, y como he dicho en otro momento, no creo que haya escritor que al final no deba trabajar más con la imaginación que con otra herramienta para entrar en ese tema, así como no creo que haya narco que termine por escribir extraordinarias novelas sobre el mundo que directamente conoce.
Con el periodismo pasa algo similar. El crimen organizado es tan peligroso y hermético que para tener una mínima expresión real, periodística, sobre él, es necesario ser Scherer, cuyo reciente trabajo ha encendido un cerillo en medio de la tiniebla de la que sólo hemos especulado. Por eso vale, pese a todo.

jueves, abril 08, 2010

Arte poética y Neruda



“Qué es el ars poetica?”, me pregunta un joven escritor. Le respondo con la generalidad del diccionario: es una manera de concebir el ejercicio poético, es el enfoque estético de un escritor y blablablá. Recuerdo en ese momento el ensayo de mi amigo David Lagmanovich: “Las ‘artes poéticas’ de Pablo Neruda”, y se lo recomiendo, pues hay allí una acabada respuesta a lo que pregunta. Así comienza, y está completo en esta página web:
Lo que sigue no pretende ser un ejercicio de erudición. Fácil sería espigar en la inacabable bibliografía nerudiana algo de lo mucho que se ha escrito sobre este enorme poeta: desde los grandes nombres de la crítica, como Amado Alonso o Hernán Loyola, hasta los modestos escribientes que elaboran un reglamentado número de cuartillas para cumplir con la obligación de publicar impuesta por la burocratización de las instituciones del saber. Los primeros unen el amor a la erudición; los segundos, en el mejor de los casos, erudición solamente, o al menos los gestos que la caracterizan.
Nada de eso carece de legitimidad; pero quisiera decir, especialmente a los más jóvenes, que en el mundo de la literatura, y del arte en general, lo que más vale es la aproximación a aquello que de verdad nos gusta o interesa. Lo nuestro no es trabajo de jornaleros, aunque pudiera hacerlo suponer el dolor de las espaldas y el cansancio de las articulaciones al término de una jornada de trabajo. Lo nuestro, en el caso de la plástica, es visión y más visión, hasta captar del cuadro inclusive lo que el pintor puso inconscientemente allí; en el caso de la música, es audición y más audición, hasta lograr parecidos resultados; en el caso de la literatura, es lectura y más lectura, hasta que las palabras del creador resuenen en nuestro interior como nunca han sonado antes. Sobre esta base pueden construirse monumentos críticos; pero no antes de que esta base exista.
Por eso, las líneas que presento implican ante todo una tarea de lectura. La cadena textual que propongo está constituida por un mínimo de cuatro poemas de Pablo Neruda, de diversas épocas, en los que el poeta habla sobre la poesía, y estos están a su vez apoyados en unos pocos poemas más. Estos poemas hablan sobre la poesía. Mejor dicho: en ellos el poeta habla sobre su poesía, o sobre la relación que él mantiene con ella, y al hacerlo va exponiendo ideas e intuiciones sobre lo que toda poesía es o puede llegar a ser. Se trata del tipo de poemas que en la antigüedad se llamaron ars poetica —“arte poética”, y muchas veces simplemente “poética”— y que la modernidad recuperó a partir de la admirable composición “Art Poétique”, de Paul Verlaine, poema compuesto en la década de 1880.
En todas las literaturas importantes hay poemas “arte poética”. Los de otras lenguas han sido repetidamente traducidos al castellano; así ocurrió con el manifiesto poético en verso de Verlaine, ya mencionado. Un ejemplo del siglo XX, también en otra lengua, es el bello “In my craft or sullen art”, “En mi oficio u hosco arte”, de Dylan Thomas. Si vamos a textos escritos originalmente en español, la nómina es muy extensa: Rubén Darío, Antonio Machado, Octavio Paz, Juan Gelman, para citar sólo unos cuantos, escribieron textos que caen dentro del esquema general del poema “arte poética”. Y uno más: Pablo Neruda.
Los poemas escogidos proceden de varios libros de Neruda extendidos a lo largo de muchos años: fundamentalmente, para los poemas que consideramos esenciales, Residencia en la tierra, cuya edición definitiva es de 1935; Canto general, de 1950; Odas elementales, de 1958, y Memorial de Isla Negra, de 1964. Representan, pues, una trayectoria dentro de la vida y de los libros del poeta. Nos interesará ver qué dicen estos poemas sobre la personalidad y la trayectoria poéticas de Neruda: qué clase de poesía dice que quiere escribir, y qué clase escribe en efecto en estos poemas sobre la poesía. Iremos a los textos mismos y conviviremos por unos instantes con ellos.