sábado, marzo 13, 2010

Tres talentos



No lo tengo, en nada, pero cuando lo veo trato de reconocerlo porque sé que eso mi dignifica. Me refiero al talento, a esa capacidad que tienen algunos individuos para hacer algo, lo que sea, muy bien. Generalmente lo asociamos a actividades “positivas”: tener talento para hablar, para bailar, para correr, para construir, para curar, para cocinar, para investigar, para criticar, para pintar, para actuar, pero la definición del DRAE (“capacidad para el desempeño o ejercicio de una ocupación”) no parece restringir el talento sólo a lo bueno; así pues, se puede ser talentoso para insultar, para herir, para mentir, o, en una palabra, para joder. Aunque insisto: generalmente asociamos el talento a lo sancionado como “bueno” por la sociedad.
Por desgracia, no todos los talentos reciben la misma recompensa. Basta saber cuánto ganan un buen actor, un buen deportista o un buen cantante para advertir que la distancia entre sus talentos y los de otros (cocineros, médicos, plomeros, contadores, pintores) es a veces disparatada. La fama asociada a esos talentos es, creo, un factor determinante del pago y el reconocimiento. No han sido pocos, por ello, los inútiles reclamos para equilibrar un poco la situación. No será posible, por supuesto, pero nunca está de sobra recordar que todo talento merece, al menos, respeto y, si se puede, estímulos para desarrollarse hasta alcanzar el tope de su potencial.
Pasa con los científicos. Podrán ser geniecillos, lumbreras, unos verdaderos clavados en lo suyo, pero de todos modos son vistos apenas de reojo, si bien les va. La poca atención que se les presta suele agudizarse en países como el nuestro: dependientes de la ciencia y la tecnología que otros han desarrollado. De hecho, se sabe que llevamos casi dos sexenios a la baja, en caída libre, en materia de apoyo a la ciencia, lo que nos garantiza un futuro atado al consumo de lo que otros inventan o perfeccionan.
La competencia de nuestros científicos es indiscutible, como lo es la modestia de los apoyos que reciben. De hecho, no hay una cultura científica que empiece desde los primeros estudios, de suerte que los jóvenes lleguen a la universidad, al menos, con una idea clara de lo que es la ciencia y que todos aquellos que deseen abrazarla puedan hacerlo. No es el caso de México, y quien lo dude que explore en nuestros universitarios: sus inquietudes científicas se reducen a cero no porque la odien, sino porque nadie desde el kínder a la universidad les hizo ver la importancia de la investigación científica. Los casos que salen a la luz pública de científicos mexicanos notables son aislados, movidos por voluntad individual o buenas carambolas familiares.
Como los artistas y deportistas de alta capacidad mal o nulamente explotada, así hay posibles científicos, jóvenes que destacan en sus estudios y nadie les señala nunca que pueden ser investigadores. No fue el caso, al parecer, de Jesús Pérez, Luis de Jesús Martínez y Gilberto Gómez Correa (estudiantes de la UNAM y del IPN), quienes con asombrosa precocidad se han puesto a las patadas científicas contra universitarios de grandes ligas. ¿Y qué pasó? Pues casi nada: “Compitieron contra más de 110 equipos para obtener el primer lugar en la categoría de Investigación Básica en Biología Sintética de la competencia International Genetically Engineered Machines, organizada por el Instituto Tecnológico de Massachusetts”. Tal vez eso no exprese el tamaño de la proeza, así que es necesario decir que lo lograron contra jóvenes de las universidades de Harvard, Cambridge, Tokio y MIT, entre otras. ¿Y qué pasará? Pues lo de siempre: algún día esos muchachos se fugarán, con todo y sus cerebros, a otros países. Ese es el destino de la ciencia mexicana: la exportación forzada de investigadores, el bracerismo de talentos.