miércoles, febrero 10, 2010

Escuincles en el aparador



Freudianamente planteado, hay dos temas en los que me pongo algo ripaldo cuando son vinculados a la niñez: la violencia y el sexo. Creo, en descargo de mi acusación contra mí mismo, que no pienso así por mochilez o conservadurismo, sino por puro instinto de protección a esa parte del grupo humano que por edad no tiene ni medianamente formado su criterio para distinguir entre lo que le conviene y lo que no. Explico.
Si algo me apena de la desigualdad social, es la indefensión de los niños y el futuro que se les abre (o se les cierra, más bien) a los pequeños que nacen en medio de la nada. Es monstruoso. Saber, por ejemplo, que en millones de estómagos y pieles y almas y ojos de millones y millones de niños no hay alimento o vestido o educación o un entorno sano que mirar me provoca rabia, tanta como saber que igual, por millones, se crean y afinan las condiciones de una violencia múltiple y aterradora. El resentimiento, las baterías de odio que se cargan en medio de espacios miserables son ya suficiente problema como para sumar más adeptos a la barbarie mediante el fomento de juegos electrónicos sangrientos o espectáculos como el toreo, donde el asunto eje es la muerte, aunque sus defensores digan que es el “arte”. Nomás por eso me parece que el reclamo para que ya no actúe en las plazas el niño torero Michelito es una cuestión que no debe ser ubicada sólo en el contexto de la tauromaquia, sino en toda aquella actividad que induzca el gusto o la abierta participación de niños en actos violentos. Negarse a que Michelito participe en corridas y sea un botín de su padre es negarse también, radicalmente, a que los niños sean involucrados y armados en guerras que no entienden, en mafias cuyos tuertos fines desconocen y, para acabar pronto, en todo aquello que añada ímpetus de violencia a quienes, se supone, debemos aislar de la bestialidad lo más que se pueda. La delincuencia no pide permiso, lo sé, para reclutar menores, pero podría ser un agravante de culpabilidad el hecho de sumar niños a una causa ilegal. Lo que sí podría ser definitivamente clausurado, por artificial y morboso, es el espacio para los niños en espectáculos como los toros. En términos de ejemplo, ¿qué le añade un niño torero a la visión de respeto por la naturaleza que ahora supuestamente fomentamos en la infancia? ¿Es un bello ejemplo que un niño mate toros? Si es así, ¿por qué no hay también niños canadienses que aniquilen focas o niños japoneses que cacen ballenas?
Eso en cuanto a la promoción de la muerte. Por otro lado, hay cada vez más casos de promoción forzada de la precocidad sexual en todo el mundo. Uno de ellos está sonando mucho en estos días. Julia Lira, de siete años apenas, está a punto de ser declarada reina del carnaval de Brasil. Por razones obvias, en un país con índices alarmantes de agresión sexual a niños no deja de ser lamentable que una niña encabece un desfile en el que, por tradición, han figurado como reinas unas beldades adultas llenas de curvas, provocativas y en más de una ocasión sin tapujos en las tetas. Julia, es verdad, no iría descubierta de esa forma, pero de todos modos el papel simbólico que representaría es de monarca de la sensualidad, lo que en el imaginario de los perversos será como un aval. Cuando tenga 18 años, que Julia decida. Mientras tanto, hay que protegerla, a ella y a todos los niños, de papeles que no le van a su brevísima edad.