domingo, noviembre 29, 2009

El gozoso dolor de la arena



Los elementos externos al corazón de un libro pueden ser, en el caso de los escritores sin malicia, meros rasgos ornamentales, ítems que se llenan nomás porque deben ser llenados. Entiendo por “elementos externos” el título, la imagen de la portada si la hay, los epígrafes, los nombres de los capítulos y las viñetas en el caso de que lleve. Para un escritor minucioso, todo comunica y emite pistas sobre el sentido de la obra, lo que resulta particularmente útil al lector cuando se trata de un libro con cierto carácter ambiguo, enigmático o simbólico. Son, pues, claves para ingresar a él, y aquí bien vale recordar que clave significa llave, la llave que nos abre las puertas del misterio.
Húmedo desierto es, como casi todo libro de poesía, un racimo de poemas cuajados con imágenes que no se dejan desnudar a la primera lectura. Para ir develando sus secretos es pertinente conocer algunas claves que, siento, están sobre el mismísimo tapete de entrada a este recinto, es decir, en el título, en la imagen de la portada y en el epígrafe principal. Voy a tratar de argumentar por qué. Primero, creo que éste, el tercer poemario individual de Graciela Guzmán, ha sido vertebrado con una imagen paradójica: el amor es una pasión que mitiga la desolación, pero no la disuelve totalmente.
Antes, porque casi recién ha escogido a La Laguna para radicar, quiero informar que Graciela Guzmán (León, Guanajuato, 1957) se ha especializado durante muchos años en la corrección de estilo, trabajo que sobre todo desempeñó en el diario AM de la ciudad de León, Guanajuato. En esa misma ciudad participó en talleres literarios y poco a poco fue consiguiendo una voz poética que maduró hasta cristalizar en sus primeras publicaciones: La vida no vale nada y La desnudez a solas. Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés y publicados en revistas de Estados Unidos. Ha sido becaria en la categoría creadores con trayectoria por el Instituto de Cultura del Estado de Guanajuato. Además de la literatura, practica la fotografía, actividad en la que ha obtenido, entre otros, el premio estatal de fotografía 1997 en su entidad natal.
Descrita esa trayectoria en la que destaco la labor de corrección, oficio que también he practicado y califico de extremadamente delicado, vuelvo al libro que nos reúne: a nadie se le escapa que su título encierra una paradoja: son dos términos contrastantes, oximorónicos: si el desierto se caracteriza por la sequedad, ¿por qué aparece aquí cómo húmedo? Sospecho que allí está la primera clave, pues lo que dijo David Lagmanovich para el microrrelato es también válido para otros géneros, en este caso la poesía: el título “cumple una indudable función de focalización y, al hacerlo, completa el significado —o, si así se prefiere, devela la intención autoral— a que aspira la composición en su totalidad”. La segunda clave es más visible todavía, aunque ignoro qué tanto influyó la autora en esto: la imagen que ilustra la portada muestra un desierto en color ocre, unas onduladas dunas que tienen algo de cuerpo; sobreimpuesto a esa imagen, un reloj de arena cuya cintura estrecha no necesito describir; el conjunto da la idea de dos cuerpos juntos: el del reloj ayuntado con las dunas; esta es la segunda clave. La última es el epígrafe: “El amor es el silencio más fino, / el más tembloroso, el más insoportable”, dos versos de Jaime Sabines arrancados de ya sabemos qué poema.
No sé si me excedo en el afán de interpretar los elementos que llamo externos, ajenos a la textualidad del libro en sí. Si exagero, nada se pierde. Si atino, algo habremos conseguido en el afán de leer con esta brújula. Las tres claves que destaco como llaves para ingresar a Húmedo desierto nos llevan a pensar que el amor no anula el yermo que es el cuerpo sin la irrigación de los afectos, pero esa pasión allí, sobre el desierto de la vida, es mejor que nada, grata a pesar de la sequedad esencial del ser que es conciente de su finitud. Por eso está allí Sabines, un poeta que es símbolo de enamorado triste, de amoroso melancólico, de húmedo desierto al fin. Por eso la imagen del páramo que es cuerpo hecho de sensuales dunas sobre las que cae el cuerpo de un reloj de arena que marca el ritmo de la felicidad carnal, es verdad, pero también la terminación ineludible del placer. Insisto: tal vez este conato de aproximación proporcione una idea general sobre el tema que deambula los poemas de Graciela Guzmán. Puede que sí, puede que no, pero al entrar en sus versos intuyo que es posible hallar una confirmación, al menos cierta coincidencia, entre lo que observo fuera del libro y lo que hay dentro. En los versos hay goce, hay alegría, hay humedad, pero también un persistente desamparo, una especie de aura que ensombrece con una capa de aridez el rito jadeante de los cuerpos.
Por ejemplo, en el “Poema desde el baldío que preparó tu calle sexta” Guzmán sugiere: “Hablo del amor que prepara exequias / porque no tiene suficiente vida para dos”. Igual, con un amor incompleto, como mutilado de antemano, el poema “Preparativos para volver a la realidad: “Las experiencias no son vanas / Lo son estos labios de río estéril / esta lengua habitante de páramos / estos brazos rodeando vacuidades / este corazón que late a ciclos / esta piel de cortesana furtiva / Lo es este amor que no me sirve / para eclipsar fantasmas”. Estos y muchos versos más, por no decir todos los de Húmedo desierto, remiten al título del libro, a la imagen de portada, al agridulce poeta chiapaneco: son una constancia de la desolación apenas tocada por fugaces dichas, por cuerpos que se irrigan pero no acaban por hacer que nazcan verdores en la arena.
Con poemas como estos, sinceros, ajenos al chantaje, Graciela Guzmán se presenta ante una comarca que esperamos no le sea desértica y sí pródiga. Ojalá. Pase lo que pase, bienvenida a La Laguna (texto leído en la presentación de Húmedo desierto celebrada en el Icocult Laguna el 27 de noviembre. Participamos Angélica López Gándara, Daniel Maldonado, la autora y yo).

sábado, noviembre 28, 2009

Capital de Heriberto



A Heriberto Ramos Hernández lo conozco de hace poco, tal vez tres o cuatro años. Pese a ello, ya sea por carta o por conversaciones directas le he cobrado franca admiración apoyado en dos razones: su trato siempre cordial y, sobre todo, sus muy bien estructuradas opiniones. No podría ser de otra manera, pues es un excelente lector y un bien dotado articulista. Maestro y conferencista frecuente en varias ciudades del país, Heriberto tiene, entre otros méritos, el de ser colaborador de CNNExpansión, medio en el que son frecuentemente acogidas sus opiniones sobre economía y administración pública, temas en los cuales tiene amplia experiencia teórica y práctica. No por nada Édgar Salinas lo llama “gurú”.
Creo que alguna vez, cuando ofrecí una charla sobre periodismo en los tiempos de internet, a Heriberto le agradó una frase con la que me referí a quienes con disciplina y rigor escriben y publican en sus blogs: “periodistas sin periódico”. Él es uno de ellos, e ignoro por qué los medios locales no se disputan sus agudos comentarios. Pese a eso, Heriberto no deja de colocar sus opiniones en un blog que comparte por mail a su lista de contactos. Le he preguntado algo sobre este tema, y creo que sus respuestas nos invitan a visitar Capital hoy, comentarios sobre negocios, finanzas, libros, economía y gestión. Dice al respecto: “Hay millones de blogs abiertos, pero más del 87% no pasan de ser una ocurrencia donde el bloguero publica dos o tres textos del tipo ‘mi querido diario’, o del tipo ‘quiero gritar mi verdad al mundo’; lo cierto es que la blogósfera es un páramo de soledades mediáticas. Los blogs que se conservan son aquellos donde el bloguero tiene algo cotidiano que decir: opiniones temáticas, chismes sabrosones, etcétera”.
Heriberto mantiene en pie su blog por varias razones: “Me permite ir rescatando poco a poco los más de 350 artículos que tengo publicados en medios impresos, como CNNExpansión, Vanguardia de Saltillo, las revistas de Negocios del ITAM y del IPADE, revistas de la Ibero como Acequias y Vínculos, papers académicos que he escrito y han sido arbitrados por los sellos de la European Management Asociation y la Oxford University Press, y otras colaboraciones en revistas locales. Me permite además, cuando alguno de mis alumnos de posgrado me pregunta sobre algún tema, direccionarlo a mi blog si tengo ya algo comentado sobre ese punto en particular, lo que me ahorra tiempo en las clases. El blog me permite escribir cuando, donde y como quiero, sin fechas de entrega u horarios, sin formatos previos”.
Sobre sus temáticas más visibles, apunta: “No escribo sobre temas de mi vida privada, tampoco pontifico o utilizo ese espacio como vehículo catártico o para atacar a alguien. Escribo sobre mi quehacer profesional en temas de negocios, finanzas, economía, administración, pero sobre todo de libros; me gusta mucho leer, unos dos libros por semana sí leo, y pues me gusta poner ahí opiniones, reseñas, puntos de vista. El blog sí tiene lectores, no sé cuántos asiduos, pero recibo con relativa frecuencia correos de personas que lo leen y tienen opiniones y cuestionamientos sobre lo que escribo; también hacen comentarios dentro del blog. No creo que deba orientar a nadie, eso se me hace algo con un cierto tufo jerárquico. No me siento obligado a nada, la verdad leo mucho más de lo que escribo. El blog para mí es como un avión que abordo a placer y que me lleva y me trae a donde sea y donde luego me encuentro a otros pasajeros que andan por ahí, en las mismas rutas o destinos o con similares intereses. No estoy tan seguro si me interesa publicar más en medios impresos; durante el periodo de 2006 a 2008 tenía varias columnas, algunas pagadas, otras solo por hobbie; me gusta, pues, escribir, pero no me gustan los plazos fatales o tener que entregar una columna cuando no tengo ganas o algo que decir, así que hoy con el blog únicamente escribo cuando quiero hacerlo. Como viajo mucho por motivos de trabajo, me siento más libre, además de que estoy ya en la fase final con mi editor (y amigo) para la publicación de un primer libro, y eso me está demandando mucha atención”. Heriberto Ramos Hernández y su blog son otra de las muchas puertas abiertas por un lagunero al mundo de la crítica; este “periodista sin periódico” opina siempre con originalidad, tino y no pocas veces irónica malicia, todo lo cual suma su mejor capital. Lo recomiendo sin reservas.

viernes, noviembre 27, 2009

Fiscal en la comida



No recuerdo en qué texto afirmé esto que quiere parecer agudo pero en realidad es obvio y seguramente ya lo han dicho mil personas: la historia de la humanidad es la historia de su alimentación. Pues sí, el sólo hecho de que podamos afirmar lo que sea, cualquier frase, es prueba de que nos hemos alimentado. Ahora bien, si nos hemos alimentado, lo hemos hecho acompañados de personas, de olores, de sonidos, de colores, de vivencias que hacen de la comida algo que está más allá, mucho más allá, de su sentido primario, el de administrarnos energía. En otras palabras, la comida no es sólo la química que nos mantiene en pie, sino todo un tramado de experiencias que define gran parte de las culturas nacionales, regionales e incluso familiares.
Sólo por esa razón es un tema inagotable: la comida es, así de simple, el hombre, y el hombre es lo que come, lo que ha comido. Los abordajes al mundo de la alimentación, por ello, son tan variados y abundantes que no hay estudioso capaz de conocerlos todos. Imaginemos una biblioteca con esa aspiración totalizante: estarían allí, por supuesto, los innumerables recetarios, las historias de algún producto (el café, el cacao, el vino, el arroz, la papa…), los diccionarios con términos culinarios, los manuales de nutriología, los acercamientos de carácter económico (la industria azucarera brasileña, por ejemplo) y en fin, todo lo que frontal o lateralmente muestre, describa o examine algo, lo que sea, sobre el alimento.
En esa biblioteca descomunal no pueden faltar, ahora, las aproximaciones al comer mediante la literatura o, para ser más precisos, mediante la mirada poética de los escritores que por lo general han tratado el tema en clave de memoria. Es el caso de Memorias de cocina y bodega, de Alfonso Reyes, o de Grano de sal, de Adolfo Castañón. A diferencia de los recetarios, manuales e historias, los libros de escritores tienen un regusto amigable, pues aproximan su palabra a los platillos casi con el ánimo de que, con exquisitas descripciones, se nos hagan agua la boca y el corazón. Son libros necesariamente cálidos, pues pocos escritores habrá que no sientan una deuda con el sabor, el olor y la apariencia de la comida, contimás (cuánto y más) si tuvieron una madre que se esmeró por preparar delicias. Los escritores que escriben sobre comida, pues, preparan libros casi literalmente sabrosos, atojables, auténticas evocaciones con aroma y sabor gratos.
María Rosa Fiscal nos ha invitado a su mesa de palabras en un par de ocasiones. Primero, en 2005, con el libro El aroma de la nostalgia: sabores de Durango, y ahora con la obra que presentamos esta tarde, el volumen dos del mismo título. En ambos convites, sus comensales hemos sido agasajados con una lista de platillos firmemente arraigados en el ámbito familiar de la ciudad de Durango, pero más profundamente retenidos por el espíritu de María Rosa, escritora a la que admiro, respeto y quiero mucho, pues para mí es un ejemplo de lucidez y generosidad. Para los que no lo saben, María Rosa nació en Durango y estudió letras en la UNAM, además de una maestría en la misma disciplina. Durante casi veinte años formó parte del personal académico de la UNAM, y además impartió cursos de literatura y español en el Centro de Enseñanza para Extranjeros en el DF y en San Antonio, Texas. Ha publicado, entre otros, La imagen de la mujer en la narrativa de Rosario Castellanos (UNAM, 1981), Durango, una literatura del desarraigo (Conaculta, 1991) y Perfiles al viento (IMAC-Juan Pablos, 2000). Además, son incontables los artículos y reseñas que ha publicado en periódicos y revistas del país, entre los que se cuenta la revista Proceso.
Un poco al sesgo de su producción ensayística, María Rosa Fiscal nos ha regalado en los años recientes con dos libros que a mi ver son dechados de buena prosa memorística: se trata de libros que contienen recetas de platillos familiares a los que su autora ha añadido el aderezo de su recordación y su apetito de excelente lectora, es decir, todo aquello que surge en su mente al enunciar “caldo de pescado” o “galletas de miel para la navidad”. Sucede así, y María Rosa lo ha percibido muy bien, porque la palabra que designa cada plato del menú casero no es sólo un nombre, sino un detonador de recuerdos, de sabores y de olores principalmente, pero también de otras palabras, de gestos, de toda la circunstancia que rodeó el acto de comer en el espacio familiar. En otras palabras, las palabras de la comida, de los platillos, no caminan solas en la mente, sino que siempre van tomadas de la mano de otros recuerdos, de otras palabras. Cuando los laguneros decimos, por ejemplo, “carretera”, la imagen que aparece es la de una carretera, la de cualquier carretera, casi la misma carretera que pueden imaginar un acapulqueño, un bogotano o un serbio; cuando decimos “gordita”, en cambio, no sólo acude al cerebro la imagen de una rueda plana hecha de masa tatemada y con comida dentro; de hecho, pensándolo bien, eso no acude a la mente. Lo que llega es un olor, una textura, un sabor, un ambiente de mañana, un mundo de sensaciones que a los laguneros nos alela. Por eso creo que la comida es casi intraductible: un árabe o un filipino podrán leer, en sus lenguas nativas, la palabra “gordita” y quizá su descripción, pero no lograrán saber qué es a menos que convivan durante años con nuestra cultura, la cultura de la gorda. Igual nos pasaría a nosotros con los platillos de culturas ajenas.
Así pues, el esfuerzo de María Rosa es un esfuerzo por traducir, por traducirnos lo que hay en torno a “los sabores de la infancia” (como alguna vez me dijo el poeta y diplomático lagunero Jorge Valdés Díaz-Vélez). No desfilan aquí las consabidas recetas mecánicas, tan frías como el instructivo para armar un motor. María Rosa procede con palabra sazonada por el cariño, la nostalgia y la inteligencia. En cada una de sus estampas brilla entonces el relato detallado de todo lo que a ella le evoca un platillo salado, una golosina, una bebida. El libro es, por ello, un catálogo de finas prosas que toman como pretexto determinados alimentos para contarnos ora una anécdota, ora la vida de un personaje popular, ora la crónica de algún instante en el que dicho bocado fue especialmente significativo. Así en “Atole de pinole”, donde cuenta un paseo a la sierra de Durango con una amiga del DF, Adriana, que en aquel periplo probó el maravilloso ensalmo de maíz azucarado: “El retorno se convirtió en una pesadilla que Adriana soportó con más estoicismo que yo. Llegamos a Durango a las 8:00 p.m. En verdad, mi amiga había vivido una aventura muy diferente a la imaginada. Adriana no expresó ninguna queja y sólo comentó: ¡Qué rico estaba el atole de pinole!” Luego, cuando la narración ha terminado, María Rosa nos acerca la receta del producto que protagoniza su relato: “Se disuelve el pinole en un poco de agua. Luego, se vacía en una olla con agua y se pone a hervir con unas rajas de canela y un piloncillo o panela sin dejar de mover con una cuchara de palo. Se debe calcular bien para que no quede ni muy espeso ni muy aguado, lo mismo con el piloncillo para que no resulte demasiado dulce. Cuando haya hervido un rato, se ve la consistencia del atole, se retira de la lumbre y ya está listo para saborearlo”.
El procedimiento es similar en la configuración de todas las piezas: la autora introduce a la receta con la reconstrucción de la atmósfera en la que tales o cuales platos eran consumidos. No repara en gastos de erudición histórica ni buena memoria. La estrategia es similar, en suma, a la seguida en su libro anterior, como ella misma lo comenta en su prólogo-entremés: “La estrategia literaria es similar a la del libro anterior: La receta sirve de pretexto para narrar una historia. La voz narrativa sigue siendo la primera persona aunque he intentado, en algunas narraciones, que el punto de vista se dirija más hacia el exterior con el fin de proporcionar al lector un atisbo de la sociedad durangueña, sus gustos, su evolución y algunos pensamientos sobre la historia de su gastronomía”.
Lo que logra María Rosa al acometer así cada receta es un libro, otro libro, ameno, cordial y muy informado. Juzgo que no son pocos los méritos de esta obra y juzgo que debemos felicitar y agradecer a su querida autora como lo hago enfáticamente en este preciso momento: gracias, María Rosa.

Nota del editor: Texto leído ayer 26 de noviembre en la presentación del libro celebrada en la Casa de la Cultura de Gómez Palacio. Participamos Yolanda Natera, María Rosa Fiscal y yo.

jueves, noviembre 26, 2009

Natalia y Uliana en concierto



Traigo dos acepciones de las diez que da la RAE sobre el verbo “concertar”; la primera, “Componer, ordenar, arreglar las partes de una cosa, o varias cosas”; la quinta: “Acordar entre sí voces o instrumentos musicales”. Por eso, precisamente por eso se llaman “conciertos” los conciertos, pues suponen la conjugación perfecta de objetos distintos. En el caso de los objetos distintos que usan Natalia Riazanova y Uliana Akatova —el violín y el piano, respectivamente, o los sonidos por ellos producidos— su concierto llega a empatar tan bien que le hacen honor al verbo concertar; en efecto, las dos artistas rusas que han elegido a La Laguna como su lugar de radicación llevan al extremo la concordancia de sus talentos. Una con el arco y las cuerdas, la otra con las teclas, ambas llegan con sus interpretaciones a pisar zonas del arte musical por fortuna cada vez más visitadas en el contexto del la comarca lagunera.
Escribí en una columna no tan lejana que debemos sentirnos orgullosos de lo que ocurre en la actualidad con la alta música ejecutada en nuestra región. Si hace poco más de diez años teníamos un esporádico concierto, ahora podemos acceder a ellos con saludable regularidad. Junto con las presentaciones en los foros de la región (sobre todo en los teatros Martínez y Nazas), una ola de quehaceres aledaños han ido afinando el gusto por esta música entre los laguneros: es el caso la docencia en espacios de enseñanza musical y, por qué no mencionarlo, de la presencia de música de calidad en ceremonias privadas, familiares. La suma de todo esto (presentaciones formales, enseñanza y presentaciones sociales, a lo que quizá debemos añadir la grabación de algunos discos y la edición de la revista especializada Intermezzo) da como resultado un extraordinario momento para la música culta no sólo de La Laguna, sino de Coahuila y acaso del norte del país.
En el enriquecimiento de ese fenómeno cultural han colaborado, y colaboran todos los días, sin duda, Natalia y Uliana. En ambos casos se trata de artistas que hacen presentaciones formales, es verdad, pero que también dedican parte de sus horas a la enseñanza. De allí pues que su radicación en la comarca sea valiosa y ese valor se manifieste muy seguido. Hoy, por ejemplo, las dos artistas ofrecerán un concierto en el Teatro Isauro Martínez. La entrada es libre, así que todo es que la gente vaya al TIM para que disfrute de un placer artístico definitivamente superior.
Natalia y Uliana han preparado un programa harto interesante, pues combina géneros que por lo común no conviven en un mismo menú. Son la Sonata No. 3 Op. 108 en re menor de Johannes Brahms, cuatro temas de Astor Piazzola y lo que aprecio como más importante no tanto por la fama de los compositores, sino por el proyecto que palpita detrás de estas interpretaciones: piezas (valses, un pasodoble y un tango-canción) de Jesús Martínez Larrañaga y Jonás Yeverino Cárdenas. ¿Quiénes son ellos? Pues ni más ni menos que antiguos compositores coahuilenses que Natalia y Uliana están rescatando como parte de un plan dirigido a recuperar la música compuesta en nuestros ámbitos. Habida cuenta de que para muchos la historia es sólo el listado de los acontecimientos políticos y militares, NyU están haciendo lo que algunos estudiosos de la historia: acercarse al pasado por otras puertas, en este caso, por la de una actividad artística que también nos puede decir algo sobre los hombres que habitaron estas tierras. La labor de rescate no implica sólo la acumulación y el desempolvamiento de partituras, sino, como en la pintura, el de la restauración y la exposición al público. En el caso de las obras de Martínez Larrañaga y Yeverino Cárdenas, Natalia y Uliana han procedido a restaurar, a retocar, a llenar las lagunas sonoras en una labor de (si es posible llamarlo así) repartituración que bien mirado también tiene algo de arqueológico. El resultado es asombroso —como lo constatarán quienes asistan hoy a las ocho de la noche, gratis, al Teatro Martínez—: un concierto que amalgama la belleza de la música alta con la recuperación/restauración/exposición, benemérita en la historia de nuestro arte, de valioso patrimonio cultural. Los melómanos y los no melómanos laguneros no se lo pueden perder. Allí nos vemos.

miércoles, noviembre 25, 2009

Con dinero baila todo



Imbuido por el espíritu del gran sabio Perogrullo, cavilo: ¿alguno de ustedes se ha tomado la molestia de reflexionar sobre su actitud en el mismísimo momento en el que le cae una buena lana? Esto de “una buena lana” es relativo, por supuesto, ya que una buena lana para un millonario de Torreón puede ser una miseria para Steve Jobs, así como una buena lana para un obrero es una bicoca para el socio mayoritario de la empresa. Pero pensemos en nuestro concepto de “una buena lana”. Cuando nos cae, y más si andamos charros, la actitud ante la vida cambia de golpe. Como que el mundo se abre, como que las flores del hermoso campo miran hacia nosotros y silbamos o cantamos o sonreímos bien acodados en el barandal de la seguridad. Decimos: “Me cayó una buena lana”, y somos felices al menos por un rato.
El efecto plata es uno de los más canijos que conozco. En él veo, según lo ha planteado, insisto, el genial Perogrullo, la base de todo lo que se mueve en la actualidad. Hay tantas tentaciones y hay tan poco dinero para uno. Casi todo lo tienen, ya sabemos, unas pocas manos en el mundo, así que debemos resignarnos a vivir permanentemente colgados del anhelo. Hoy anhelamos esto, mañana aquello. Siempre anhelamos todo, y si dejamos de anhelarlo la publicidad se encarga de que no dejemos de anhelarlo. Con dinero, por eso, se mitigan los apetitos, aunque de golpe surgen otros que hacen infinitos los deseos. En otras palabras, el hambre de dinero sólo se sacia con más dinero, lo que nos hace concluir que hay algo que tiende a ser inacabable en este asunto.
Si nos ponemos blandos de corazón y vemos la vida como seguramente la ven Hello Kitty y Rosita Fresita, lo único que no cuesta es un amanecer, o la brisa que viene del mar (no, a los laguneros sí nos cuesta la brisa del mar, por ejemplo), o el hermoso canto de los pajaritos. Todo lo demás tiene precio. Una casa con lo básico cuesta un dineral, mucho más de lo que el salario mínimo es capaz de comprar. Sin duda. Esa casa “de material” (esta expresión es maravillosa, pues insinúa la hermosa idea de que hay casas inmateriales), con las paredes pintadas, sin goteras, con hidroneumático, refrigeración, bóiler, habitaciones aisladas e individuales o cuando mucho dobles y bien iluminadas y bien ventiladas y espaciosas, más sala, comedor, jardín, área de lavandería, cocina con aditamentos, baños sin fugas y algún hall-biblioteca de descanso, cuesta un dineral, mucho más, más que mucho más de lo que puede alcanzar el miserable salario mínimo mexicano, y eso cuando hay miserable salario mínimo mexicano, pues mucha gente ni eso tiene.
La casa también puede tener cochera, digamos, para dos autos. Los autos, cuando uno no desea que se queden muertos en los semáforos o cuando uno quiere que salgan de viaje y se traguen la carretera y lleven buena música y si se puede clima, cuestan un platal. A eso hay que sumar las abusivas tenencias, los puños de gasolina y la cuota regular para meterlos al “servicio”. Si el coche tiene esas o acaso más modestas características pero es de agencia, el seguro que exigen las financiadoras también es gasto.
Las tentaciones, pues, cunden como chancros en burdel. Por ejemplo, la ropa, para ser ropa, ya no debe ser ropa a secas, sino ropa “de marca”. El reloj, para ser reloj, también debe verse fino, de algún fabricante que nos deje bien parados cuando nos piden la hora. El celular igual: que no sea de plastiquito Nokia o Motorola porque da vergüenza contestar en público. Todo eso sirve para ir al mall, para que nos vean en el club o en los restaurantes donde uno no arriesgue el pellejo con la insalubridad de la comida. Y no sumemos aquello que parece más suntuario, como una laptop e internet inalámbrico en casa o módem que viaja a todos lados y tele por cable o por satélite y, y, y, y…
Los que tienen eso o los que tenemos una parte de eso, aunque sea pequeña, quizá no imaginamos la tortura que perforaría el alma si no tuviéramos ni tantito de lo que se necesita ahora para instalarnos en la zona del confort y del estatus. Por eso, cuando nos cae una lana, nos ponemos contentos, muy contentos, tanto como pueden ponerse quienes nunca tuvieron nada y alguna actividad ilícita les abre la posibilidad. En el mundo actual, con tantos y tantos que no pueden comprar nada, es relativamente fácil cruzar la línea y buscar el carajo dinero como sea, al precio que sea. Si bien el dinero es propiedad de unos pocos, el gusto por el dinero, dicho esto sin rodeos, es patrimonio de todos independientemente de cómo sea ganado o no ganado.

domingo, noviembre 22, 2009

Ese es mi amigo el Sandro



Jamás imaginé que iba a escribir sobre Sandro. Él es parte de un fenómeno que opera en mí desde hace algunos años, un fenómeno que me permite apreciar cuán rucos van poniéndose el pellejo y el espíritu. Sé que esto no es privativo de un servidor, sino dolencia de casi todo ser humano: lo que amamos en la infancia cobra pleno valor en la vida adulta, y lo que odiamos puede llegar a convertirse en querido referente de nuestra niñez. En el segundo caso está Sandro. Este cantante argentino nacido en Buenos Aires hacia 1945 fue un tipo detestado por muchos de mi generación. Recuerdo que no soportábamos nada de lo que hacía: su voz temblorosa y agitada, sus acelerados quiebres de cadera, su desaforado correteo en los escenarios, su sudor infatigable, sus patillazas, sus pantalones con campana catedralicia, sus camisas abiertas hasta medio pecho peludote. Los niños, los adolescentes de los setenta no lo “superábamos”, como dicen hoy, con impreciso verbo, las chicas.
Las razones de aquella malquerencia pueden ser, entre otras, éstas: que Sandro enfatizaba una mezcla de amariconamiento con una supuesta masculinidad de perdonavidas, que en México lo difundía el odioso Raúl Velasco y, sobre todo, que volvía locas a las mujeres, y ya se sabe que todo sujeto que vuelve o volvía locas a las mujeres suele ser odiado por los hombres. Hago memoria y creo ver en la pantalla de mi mente la aparición de Sandro en algún televisor; es domingo y mi querida tía Carmen está de visita en nuestra casa. Cuando aparece el cantante, ella no esconde sus impulsos y grita como gritan todas las mujeres que ven a Sandro en vivo. El galanazo, mientras tanto, se menea como energúmeno en el escenario mientras canta con un estilo desgarrado alguna de sus piezas más llegadoras, como la de su amigo el puma. Pero todas, todas las canciones interpretadas por Sandro (ninguna desafiante desde el punto de vista literario, todas arregladas con trompetas estilo OTI) eran llegadoras para las mujeres que se desgreñaban a moco y lágrima tendidos cuando veían al ídolo en escena. En la televisión, mientras mi tía lanza alaridos, el argentino sigue adelante con su tanda de éxitos. Desfilan en su boca “Rosa, Rosa” (donde ejecutaba magistralmente el pasito “la batidora”), “Quiero llenarme de ti”, “Yo te amo”, “Tengo” , “Penas” , "Se te nota" y “Mi amigo el puma”, “Trigal”, canciones que literalmente sacaban chispas en su estrepitoso público. Mientras eso ocurría, los niños y los jóvenes y acaso los adultos de los setenta rumiábamos insultos entre dientes, envidiosos del jalón que tenía Sandro con las codiciadas rorras.
En mi recuerdo, borroso ya, sobrenada una visita de Sandro a Torreón, creo que al Teatro Alvarado. Por mi tía supe que aquello estalló de laguneras frenéticas, ansiosas de ver en corto los contoneos pélvicos, casi fornicatorios, del Gitano que las tenía en un puño, que las dominaba con un mínimo jadeo lleno de traspiración en el rostro, como amante que las mira con las manos en la masa.
Eso hacía el cabrón de Sandro, un show odioso porque ninguna le decía que no, como si fuera un príncipe. Pero pasó el tiempo y al menos en México se diluyó su poderío. Si en los setenta se apersonaba varias veces por acá, en la década siguiente sus visitas se hicieron cada vez más esporádicas y en los noventa ya no volvió. Años después supe que siguió presentándose en escenarios argentinos y que su fama seguía intacta por allá. Como los futbolistas veteranos, había perdido movilidad, pero el colmillo de cantante seductor lucía más largo y retorcido que nunca. Con un gemidito, con un gesto, arrastrando más las notas y cantando en otro tempo, el morocho seguía en pie. Eso no duró mucho, sin embargo. En 1998 fue evidente que su adicción al humo había hecho estragos en sus pulmones, que el enfisema había pegado exactamente en su principal herramienta de trabajo. Tan grave estaba que debió alejarse de los escenarios, aunque en 2001 volvió a ponerse frente al público auxiliado con un tanque de oxígeno.
Los primeros años del nuevo milenio le demostraron que la salud no es algo eterno, y que si uno no ayuda empeora peor, si se me permite la expresión. Tras una larga espera, Sandro fue intervenido el 20 de noviembre en un quirófano de Mendoza, Argentina, para oficiar en su cuerpo un transplante de corazón y de pulmones cuyo pronóstico aún es reservado. Roberto Sánchez, nombre real del cantante, se debate pues, en este momento, entre la posibilidad de una vida con mucho olor a estreno y la firme posibilidad de que los trasplantes no den el ancho.
Pase lo que pase, Sandro me ganó treinta años después. Como otros referentes setenteros otrora aborrecidos, cuando tengo contacto con ellos se me deja venir todo el pasado y lo que antes fue molesto ahora es grato, como si con ello fuera arrastrado a la nostalgia de un pretérito feliz. Tendemos a idealizar la niñez, y no soy ajeno a eso. La verdad es que fue difícil sobrevivir en el ambiente de amigos rudos y carrillentos, que en muchos casos la convivencia entre la raza fue amarga, pero algo me dice que no fue así, que aquellas vagancias en Gómez Palacio, que aquellas picas de fut callejero con la palomilla, que aquella escuela atiborrada de carajos ocuparon una etapa espléndida de mi vida. En aquella atmósfera, Sandro ocupó un espacio lateral de mi vida. Pensé que lo detestaba, pero al pasar los años advertí que no, que su voz me remitía a los tiempos heroicos y felices de la adolescencia, casi de la niñez. He conversado sobre esto con dos sandrólogos empedernidos: Raymundo Tuda y Juan Pablo Neyret. Con ellos he coincidido en una afirmación luminosa: Sandro era Sandro, un sujeto inigualable, el galanazo chingón que uno quiso ser y nunca fue.
Un cuento de mi libro Leyenda Morgan le rinde breve tributo. Es aquel relato en el que mi protagonista accede a un table dance y ve bailar a las entubadas chicas al ritmo de Sandro. Pues bien, este columna es otro pequeño homenaje, un tragarme viejas palabras y un vindicar yo mismo contra mí mismo el talento de Sandro y su estrujante pop. Que viva Sandro, pues.

sábado, noviembre 21, 2009

De Nigris y la mafia



No era un superestrella, pero es indudable que sabía cazar balones y embutirlos un poco a la manera de Jared, si me permiten la comparación. Jovencito, apenas de 31 años, Antonio de Nigris nos tomó a todos por sorpresa. Si bien ya le habíamos perdido la pisada, de vez en vez sabíamos que andaba, tal vez sin mucho éxito, en algún equipo del mundo, jugando no sabemos si bien o mal, pero allá, contratado por temporadas cortas. Estuvo incluso en el Santos de Brasil, el equipo que recién nos visitó para inaugurar ya sabemos qué. Así pues, desde muy lejos, la figura del llamado Tano llegaba a México por la vía de vagas y pequeñas notas informativas. En mi fuero íntimo nunca dejé de admirarle ese trotamundismo; será porque soy un insalvable sedentario, el caso es que De Nigris demostró tener una asombrosa resistencia a la lejanía.
En México, creo, no le hubieran faltado equipos y bien se sabe que los sueldos en nuestro balompié no son nada despreciables. Lo que gana un jugador en un mes puede equivaler al sueldo de decenas o cientos de trabajadores, así que el Tano bien pudo quedarse. Pero no, prefirió trashumar por canchas remotas y desconocidas para la afición local.
Como todos, lo recuerdo con la casaca del Monterrey, de los Pumas, del América y del Puebla. También, un breve momento, con la verde de la selección, donde por cierto anotó un gol de esos que en lo personal siempre quise hacer, pues seguramente la pierna siente el orgásmico placer de haber golpeado con saña una pelota que viene de aire, centrada con algo de fuerza; en ese tanto memorable contra Brasil en 2001, De Nigris vio venir el pase largo, se colocó detrás de los defensas y como venía, de aire, le soltó toda la pata y salió un latigazo bestial que por poco destruye la portería (de hecho, en el video se nota que por el balazo sale volando un objeto colocado detrás de la red). No olvido que cuando cayó ese gol el narrador era mi amigo Raúl Orvañanos, quien con voz ronca y rendido énfasis gritó: “De Nigris… ¡uy, qué gol, qué gol, golazo de De Nigris, qué bárbaro, me voy a poner de pie!”. Y sí, ése y otro de aire que le hizo al América estaban para ponerse de pie, pues el joven regio tenía la habilidad de los rematadores natos: estar siempre allí, acechando, y soltar sin pensarla dos veces el disparo a una portería que está más en su mente que en la realidad, pues este tipo de jugadores es capaz de rematar de espalda (como Borgetti frente a Italia o como De Nigris en varias ocasiones). Insisto: no era un superdotado, pero tenía lo suyo y en México se ganó el respeto de los aficionados que sí le saben a esto.
Tras su muerte, la información en México fluctuó entre el desconcierto y los homenajes al vapor. Nos enteramos de golpe que jugaba para un equipo griego, que padecía un problema cardiaco y que todo ocurrió repentinamente. Las jugadas de De Nigris desfilaron en las pantallas de la televisión durante la semana que termina. El tema llegó también a las secciones de espectáculos, pues Poncho, el hermano de De Nigris, se mueve en ese ambiente. Poncho viajó a Grecia para tramitar el traslado del cuerpo hacia México, y desde allá ha venido haciendo la declaración más importante de su vida: que los altos directivos del futbol mexicano son unos “mafiosos”.
Sus opiniones pueden ser tenidas como expresadas por un sujeto alterado con el pesar que provoca la muerte cercana, en este caso la de su hermano. Pero encierran verdad, pues es muy extraño que una institución que maneja millones de pesos no sea capaz, aunque sea por imagen, de ponerse al servicio de una familia fuertemente vinculada al futbol. La situación estaba puesta de pechito para que las autoridades del futbol mexicano se lucieran, para que a la voz de ya colocaran un avión en Grecia y representantes que ayudaran a los familiares de De Nigris a desahogar cualquier trámite molesto. Pero salió a relucir otra vez lo mismo: la solidaridad no es un hábito frecuente en el futbol mexicano, menos entre sus máximos rectores.
Por ello, propongo que en los partidos de la liguilla que hoy empieza sea ofrecido un minuto de silencio a la memoria de Antonio de Nigris y luego un minuto de abucheos para los directivos, por mezquinos.

viernes, noviembre 20, 2009

Ismael y Gómez Palacio



La infraestructura cultural de Gómez Palacio no ha crecido un centímetro cuadrado durante la administración de Ismael Hernández Deras. El problema es profundamente penoso, tanto que los oriundos de esta ciudad sentimos una mezcla de rabia y tristeza ante tal vacío. Hoy, sin embargo, habrá una sentida ceremonia para declarar a Gómez Palacio “Cuna de la Revolución Mexicana en Durango”. Vendrá el gobernador y estarán aquí todos los diputados locales de la entidad, además de las autoridades del gobierno gomezpalatino.
Es fácil celebrar en abstracto y emitir sentidos loores en los que sólo va de por medio, cuando mucho, la emoción. Muy distinto es hacer, construir, levantar piedra sobre piedra las edificaciones que sirvan duraderamente a la comunidad y ayuden a paliar los graves males que la aquejan. Gómez Palacio, lo sabemos todos, ha crecido hacia el norte, de suerte que el grueso de su demografía está allá. En la zona sur de la ciudad se encuentran, empero, sus escasos espacios culturales: la Casa de la Cultura, el Teatro Alberto M. Alvarado y el auditorio Francisco Zarco. Al margen de que esas instituciones requieren obras de mantenimiento y mejoría permanentes, lo importante ahora es pensar también en otros rumbos de la ciudad que en materia cultural han sido cabalmente olvidados aunque allí se concentre un amplio núcleo poblacional. Son colonias populares en las que los problemas no escasean y no tienen oportunidades cercanas de practicar, en este caso, las actividades culturales que (como bien lo demostró Sergio Fajardo, ex alcalde de Medellín, Colombia) ayudan a mitigar y hasta a desaparecer la aguda conflictividad de esas zonas. El deporte y la cultura, nadie lo ignora, son excelentes vacunas preventivas, así que administradas a tiempo logran desactivar los impulsos delincuenciales, pues, entre otros muchos beneficios, infunden autoestima a la persona. Algo de esto saben en Torreón, donde su infraestructura sí ha crecido y ha sido puesta al servicio de todos los laguneros, incluidos los de Gómez.
En diciembre de 2005 el gobernador Hernández Deras prometió un nuevo museo para Gómez Palacio; nada hay todavía. Como éste, sigue pendiente el pago de otras deudas en las que empeñó su palabra, como es el caso de los terrenos de La Jabonera y la liquidación de su parte, o como en la todavía ausente inversión para rehabilitar la ex Hacienda de La Loma. A eso podemos sumar, hoy, cuando todavía su gobierno está a tiempo de sentar las bases de un proyecto muy benéfico para el norte de Gómez Palacio, la construcción de un complejo cultural en el Mercado de Chapala. Es propiedad del gobierno federal, y ha permanecido en el abandono prácticamente desde su apertura. En vez de que sea una cueva para el vicio o un nido de alimañas, este espacio de aproximadamente dos y media hectáreas puede servir para que los habitantes de aquel Gómez Palacio abandonado y colindante con Ciudad Lerdo tengan un lugar en el cual desarrollar las aptitudes artísticas que de seguro tienen en abundancia, aunque hoy sin la posibilidad de ejercitarlas.
Las autoridades suelen preguntarse cómo frenar los enormes problemas generados por la pobreza y su consecuente lastre de desesperanza y resentimiento. La violencia que hoy vemos diseminada aquí y allá podría disminuir si los niños y los jóvenes tienen espacios para el fortalecimiento de sus capacidades. En el Mercado de Chapala, hoy un cascarón abandonado, puede haber un gran recinto cultural hecho con toda la mano, algo que enorgullezca a los pobladores del norte gomezpalatino y, de paso, sirva también a Lerdo. No es disparatado pensar en un sitio con videsalas, museo, galerías, aulas para talleres de danza, música, pintura y literatura, biblioteca y área con computadoras conectadas a internet, teatro y acaso una sección para el trabajo artesanal. Mucho puede caber en ese espacio, así que el arranque de la obra dejaría al gobernador Hernández Deras con una estupenda imagen ante los gomezpalatinos.
En resumen, el norte de mi ciudad, Gómez Palacio, requiere infraestructura cultural, gestos de verdadera solidaridad sobre todo con los niños y los jóvenes de aquel lugar. El arte los haría crecer, como bien lo sabemos quienes hemos conversado sobre esta iniciativa: Adolfo Nalda, Gustavo Montes, Sergio Pérez Corella y yo. Nosotros, y seguramente miles de gomezpalatinos, tenemos esta convicción: invertir en cultura es mejorar el porvenir.

jueves, noviembre 19, 2009

Precipicio de la apatía



Dos notas que circularon ayer trazan la figura de un monstruo bicéfalo que deambula cual despiadado chupacabras por el territorio nacional. Por un lado, la corrupción; por otro, la apatía. Son dos cabezas de un mismo vestiglo, pues a mi ver se complementan y tienen en la lona a la mayoría de los mexicanos. Transa y desinterés, en feliz enlace, son pues las dos manos que mueven la palanca del sostenido derrumbe que presencia el país desde hace décadas. Por usar la experiencia que tengo más a la mano, la mía, debo decir que he visto sólo tres periodos de cierto entusiasmo cívico en lo que tengo de vida: 1988, 2000 y 2006. En el primero hubo un fraude brutal y nada pasó; en el segundo hubo un fraude disfrazado y nada pasó; en el segundo hubo un fraude sutil y nada pasó. Al final, la gente fue contenida con una estrategia de comunicación no ajena a la difusión del miedo; el caso es que pronto volvió a reinar la apatía que hoy está en la cúspide, pues coincidimos en que todos los gobiernos, los partidos y sus actores “son iguales”. Al enojo de antes lo ha sucedido la indiferencia, una especie de rebeldía domesticada, de ira puesta en estado vegetativo por los medios. Finalmente, el mexicano sabe que todo funciona mal, que en todos lados nos saquean y nos engañan, que la política a la usanza nacional es un chiste macabro, pero es mejor eso que movilizarse hacia cualquier lucha. Quien pelea desde cualquier trinchera por la crítica y el cambio, quien se involucra en serio, es inmediata víctima de la ridiculización o de la indiferencia, si bien le va.
Subirats y muchos analistas del presente señalan que ahora ya no es necesario llegar a la represión usual de las antiguas dictaduras. Los métodos de Trujillo o Somoza, por citar sólo a dos gorilas ilustres, han pasado a mejor vida y hoy duermen en el cuarto de los cachivaches históricos. Reprimir en las sombras o en las plazas públicas ya no es lo habitual, se ha tornado innecesario. Junto con la neutralización ideológica inducida por la cultura del hedonismo y la frivolidad, los noticieros operan de acuerdo a las necesidades del poder en turno, del cual ellos suelen formar parte. Así entonces, cuando se requiere fomentar el miedo a las calles, se difunden acontecimientos de sangre; cuando es necesario distraer, se construye una nota sensacionalista que sirva como cortina de humo; cuando es urgente achicar la imagen de un enemigo, se le ridiculiza, se le magnifican los errores y se le administra la cobertura con ediciones especiales. El juego es, por supuesto, más complejo, pero con esos ejemplitos nos podemos dar una idea del estado de coma cívico al que ha llegado el ciudadano: vive solitariamente indignado con su suerte, con sus problemas, con el empeoramiento de su calidad de vida y al mismo tiempo no mueve un dedo para revertir esa dinámica tan ajena a su bienestar.
Sobre la corrupción hay toneladas de opiniones, muchas de ellas académicas y autorizadas, con datos estadísticos y toda la cosa. Sobre la apatía, no tanto, o realmente poco, pues es en fechas recientes que ha cobrado visibilidad la tristeza de los mexicanos, ese sentimiento de desesperanza que lejos de moverlo hacia la acción lo lleva hacia el consuelo de los paraísos artificiales: las drogas, el alcohol, la abnegación religiosa, el esoterismo, el fervor deportivo en la pasividad del mero espectador, los divertimentos como el antro o las novedades fílmicas despolitizadas, la tecnofilia insulsa y demás.
Javier Oliva Posada, académico de la UNAM, observa sobre esto que la quiebra institucional se debe a “la incapacidad de los gobiernos para cumplir con los compromisos que asumen ante la sociedad, a la aparición de patologías sociales tendientes a la destrucción y deterioro del tejido social y en general, añade, a la ausencia de un proyecto de nación y de un pacto que sobrepase la agenda electoral y el análisis de la coyuntura”.
En resumen, peor que la partidocracia, peor que la delincuencia organizada, peor que las crisis económicas es la apatía, motor a su vez de nuevos cánceres, de más apatía, esa especie de todopoderosa güeva existencial que hoy vemos manifestarse en muchos lados, como cuando alguien afirma: “Todos son iguales, ya ni para qué hacer la lucha”. Lo terrible es que parece cierto, demasiado cierto.

miércoles, noviembre 18, 2009

Camino a La Laguna



Hay, como sabemos, muchas vías de acceso a La Laguna. Podemos llegar por la carretera a Saltillo, a México o a Ciudad Juárez, entre las más importantes. También es posible hacerlo por la carretera a Cuatrociénegas, aunque es mucho menos transitada que las otras. Por aire hay dos caminos: el aeropuerto Francisco Sarabia de Torreón o el J. Agustín Castro de Ciudad Lerdo. En cuanto al tren, ignoro si todavía hay corridas de pasajeros. También podemos llegar por mar, dado que, como bien sabemos, Mazatlán es la playa de la Comarca Lagunera. Esos son, mencionados en tres patadas, los caminos físicos. Pero hay otros menos tangibles y, creo, igualmente importantes. Uno de ellos es el de la comida: podemos saber algo de La Laguna si nos echamos un lonche misto (misto con “s”, no con “x”, como lo he repetido hasta el hartazgo), si devoramos unas gorditas o si liquidamos un duro preparado con redundantes cueritos y una combinación bomba de verduras con crema, salsa y redilas para que no se caiga todo ese contenido. También podemos, desde hace poco más de 25 años, husmear lo que es esta región si de lejos vemos los partidos de futbol, ahora jugados en un nuevo escenario más lujoso, pero igualmente aterrado.
Esos caminos, que juzgo importantes, nos acercan a una región con características peculiares. Chambeadora, un tanto bárbara, tragona, bebedora, alegre, abierta, manirrota, bravera cuando se requiere, laxa en el manejo de las normas. Así, al menos, la percibo yo, que tengo viviendo una buena cantidad de años por estos andurriales, nada más 45. Pero, ¿cómo la perciben los demás? ¿Qué opina de sí mismo el lagunero? Estas preguntas generalmente no salen a relucir. Uno vive en la cultura, su cultura, como un pez en el agua, de suerte que eso que nos envuelve (la cultura que en el pez es el agua) nos parece tan natural que jamás reparamos en sus características, en sus rasgos más salientes.
Eso es, precisamente, lo que como fuereño ya bien aclimatado hace José Édgar Salinas Uribe en su más reciente libro: explorar el ser lagunero diseminado en textos narrativos escritos sobre todo por laguneros, indagar qué es el homo lagunensis y qué es para tal bicho el susodicho entorno, este pedazo de mundo donde el polvo nunca cesa y donde el sol no tiene casi nube para detener su candela.
Con una década entre nosotros, Salinas Uribe ha sido un meticuloso espectador de lo que somos. Ha podido serlo porque es observador, analítico y forastero, como se les decía en el lejano oeste a los recién llegados. Cuidadoso lector de los hábitos colectivos, lo es también de los libros, recipientes inmejorables de la personalidad comunitaria, de sus costumbres, de sus filias y sus fobias. Si el doctor Sergio Antonio Corona Páez indagó en fuentes documentales primarias para aclarar el origen histórico de esta región en La Comarca Lagunera. Constructo Cultural, Salinas Uribe ha hundido su mirada en relatos ficcionales, en las novelas y en los cuentos, más algunos otros trabajos de otros géneros, para trazar otro perfil de la laguneridad desde el flanco de la imaginación.
Desfilan, pues, por las páginas de Arqueología de un imaginario: La Laguna, los autores que de alguna u otra forma han navegado las aguas de nuestra idiosincrasia. En ellos, Salinas Uribe ha resaltado los tópicos comunes, ha rastrado las señas identitarias que pueden darle al no lagunero una idea de las preocupaciones configuradoras de “la fantasía que existe en los orígenes de la región”, como apunta Mauricio Beuchot en la bella cuarta que convida a la visita de esta obra.
Publicado con los sellos de Juan Pablos y del Ayuntamiento de Torreón, Arqueología de un imaginario: La Laguna, es un paso importante en la develación de una comarca ante los ojos locales y foráneos, además de permitirnos apreciar, por si hiciera falta, el valor de la literatura como vaso en el que confluyen las apetencias íntimas de toda comunidad. Bienvenido entonces este nuevo camino a La Laguna: la ruta que hoy nos traza José Édgar Salinas Uribe.

domingo, noviembre 15, 2009

Cien ideas de Bunge



Todo mundo sabe (cuando digo “todo mundo” todo mundo debe entender que me refiero a mi escaso lote de lectores) que en 2007 tuvimos en Torreón la visita de Mario Bunge. Creo que al respecto escribí un par de comentarios; en ambos lamenté, por decirlo de una manera amable, la indiferencia de nuestra ciudad ante el intelectual de más calibre que al menos una vez haya estado en Torreón durante sus primeros cien años de vida como ciudad. Alguien dirá, con legítimo escepticismo, que exagero, pero si se asoma a la ficha más accesible que todos tenemos a la vista, la de Wikipedia, advertirá que hasta me quedo corto, que Bunge es un intelectual de dimensiones extremas. El argentino es un científico sensible a los problemas de nuestro tiempo y un hombre cuya sed de conocimiento no lo ha alejado de las preocupaciones cotidianas. Así, armado con una biblioteca en su mente, Bunge lo explora todo, lo que a la postre da la idea de que su cabeza es un amplio centro de análisis en el que cabe lo denso y lo ligero, lo profundo y lo superficial, siempre examinado con un rigor que no admite opiniones epidérmicas.
Hace unos días, al vagabundear por los anaqueles de la Gandhi, me topé con uno más de los libros de Bunge. Su título es 100 ideas. El libro para pensar y discutir en el café. Desde allí podemos notar que en el corpus bibliográfico del argentino se trata de un libro en tono menor, periodístico más que académico. Y sí, eso es: una colección de cien artículos de diferente extensión, todos numerados y encabezados con sencillez. La malicia está en el contenido de cada pieza, que así esté vestido de prosa amena, casi coloquial, nunca abandona la profundidad, el enfoque novedoso, la mirada crítica de un hombre que ni desenfadado deja de ser poderosamente agudo.
Y hay más: 100 ideas… nos muestra que la erudición no está reñida con el humor, pues Bunge desliza en todo momento frases que no mueven a risa, sino a hilaridad. Lejos de la solemnidad, pues, el científico argentino radicado en Canadá va pasando los temas relajadamente, salpicando aquí y allá ironías de estirpe inglesa.
No resisto la tentación de copiar una parte de la ficha que sirve como zaguán del libro: “Mario Bunge, nacido en Buenos Aires en 1919, se doctoró en ciencias fisicomatemáticas, obtuvo quince doctorados honoris causa y pertenece a cuatro academias. Fundó la Universidad Obrera Argentina, la revista Minerva, la Society for Exact Philosophy y la Asociación Mexicana de Epistemología. Fue profesor titular de las universidades de Buenos Aires, La Plata y Nacional Autónoma de México, así como profesor visitante en cuatro universidades norteamericanas y cinco europeas. Es autor de más de quinientos artículos y más de cincuenta libros sobre ciencias y filosofía (…) Algunas de sus obras han sido traducidas a doce lenguas”.
Pese a tal capital curricular, Bunge se presenta en 100 ideas…, como digo, muy cercano al lector de a pie, al hombre no especializado pero con actitud abierta a la reflexión sobre los temas que aletean en cualquier sobremesa. Un listado a saltos del índice permite que nos hagamos de una visión panorámica del libro (nótese el orden alfabético): “Azar”, “Barbarie técnica”, “Cultura y gobierno”, “Deporte”, “Estudiantes”, “Fútbol e intelecto”, “Gobernar sin conocer”, “Incertidumbre”, “Libertad”, “Neofobia” y “excelsofobia”, “Precio de los hijos”, “Quema de libros”, “Sexo industrial”, “Terrorismos”, “Universidad moderna”, “Violencia”. Mostrado así, a brincos, parece el libro de un moderno Montaigne, y si me fuerzan a aceptar que eso es, lo acepto: este de Bunge es un muestrario de ensayitos personalísimos, a la manera de los que dejó para la historia el señor de la montaña al que con justicia le atribuimos la paternidad del género.
Voy a traer un ejemplo sencillo del enfoque que hace Bunge a un tema de todos los días: el futbol, asunto que, por cierto, ha estado muy presente entre nosotros por estos días: “El título de esta nota parecerá absurdo a quienes crean saber en qué se diferencian los futbolistas de los intelectuales. Dirán que es sabido que mientras los primeros patean, los segundos piensan. Pero quien haya jugado alguna vez al futbol sabe que, para patear bien y para meter o atajar goles de cabeza, se necesita una buena cabeza. Y quienes se hayan topado con autores posmodernos saben que hay quienes fingen pensar, cuando de hecho no hacen sino patear palabras, formando oraciones que carecen de sentido, así como hay compositores que simulan hacer música enhebrando notas al azar o repitiendo hasta el hartazgo estrofas primitivas.
Ésta sí que es una diferencia importante entre los dos tipos de personas: hay pseudointelectuales, pero no hay pseudofutbolistas. Se puede fingir pensar, pero no se puede fingir pasar la pelota, defender el arco ni meter goles. Se puede pertenecer al comité olímpico sin practicar deportes, pero no se puede participar en una olimpíada sin ser un deportista excelso. (…)
Lo que motiva a los futbolistas, al igual que a los científicos (y a los artistas y filósofos), es el juego mismo y el deseo de ser apreciado, y acaso admirado, por los conocedores. La diferencia reside en que el público del científico, artista o filósofo es minoritario, en tanto que el juego del futbolista de un equipo mundialmente famoso puede llegar a ser admirado por cien millones de personas.
Pero la fama del deportista suele ser efímera, en tanto que la del científico puede ser duradera, sobre todo cuando lo que ha descubierto o inventado lleva su nombre. Ejemplos: el principio de Arquímides, las leyes de Newton, las ecuaciones de Maxwell, el pascal, el watt, el voltio, el faraday, el amperio, el curie, el bacilo de Koch, la pasteurización. En cambio, no hay tal cosa con la corrida de Joe di Maggio, el raquetazo de André Agassi, el taquito de Pelé o el cabezazo de Maradona. Estas acciones fueron vistas y son recordadas por muchos, pero es todo.
¿A qué se debe esta diferencia? A que la jugada brillante provoca admiración, pero no entra en nuestras vidas como entran las ideas profundas que ayudan a comprender el mundo y a cambiarlo, ni la novela, sonata o pintura que sigue conmoviendo a través de los siglos.
¿Quién se acuerda de los atletas que participaron en las olimpiadas griegas? ¿Y qué recordamos de los Juegos Olímpicos de Munich, aparte del sangriento atentado terrorista? En cambio, seguimos estudiando mecánica cuántica, leyendo a Cervantes, escuchando a Beethoven y admirando a Van Gogh. Estos grandes triunfos de la actividad desinteresada han hecho más que entretenernos un rato: han enriquecido nuestras vidas, y con ello nos han mejorado…”.
Espero que mis lectores vayan a este libro. No tiene página baldía.

sábado, noviembre 14, 2009

Ciudadano ejemplar



No hay día sin malas noticias. De hecho ahora, con internet, no hay minuto sin malas noticias, sin información sobre conflictos, muertes, transas, desastres, agandalles, abusos y todo lo que ya sabemos. México es un excelente muestrario de la desventura noticiosa, así que el periodismo tiene materia prima eterna para mantener sólida nuestra depresión de consumidores informativos. En este escenario, la política y sus protagonistas son pasto habitual del lector, del radioescucha o del televidente. Por eso aquella sabia adivinanza: ¿en qué se parece un político a un plátano? Luego de pensarla y no saber, la respuesta: en que no sale un cabrón derecho. Y por las mismas andan muchos funcionarios públicos, sobre todo los que ocupan un nivel alto en la nómina. Para empezar, sus sueldos suelen alcanzar cotas desmesuradas, rangos de insulto en un país cuyos salarios mínimos no pueden mantener dignamente a una persona, ya no digamos a una familia. Además de eso, cuántas veces no hemos leído que legisladores, asesores, directores y demás fauna salvaje recibe bonos o compensaciones que agravan, si esto es posible, la miseria moral de esos sujetos que sin empacho reciben “prestaciones” muy cercanas al bandidaje.
En todo eso y más pensé cuando, como casi todos los días, vi al compa que se instala en la avenida Bravo y calzada Colón para dirigir el tráfico que allí es comúnmente pesado. Ese amigo padece sin duda (¿sin duda o tal vez?) algún problema mental, pues no parece haber sido convocado por nadie para hacer lo que hace con tanto entusiasmo, como si de veras fuera un agente de tránsito, un Pedro Chávez de ATM interpretado por nuestro querido Pedro Infante. El amigo de la Colón no tiene como única peculiaridad la de agilizar el flujo de vehículos con sus señas y sus gritos. Lo hace además con un toque surrealista, un detalle que seguramente hubiera hincado de asombro al mismísimo Salvado Dalí: nuestro amigo labora como tránsito espontáneo tocado con un sombrero charro. Sí, con un sombrero charro que de inmediato genera la imagen más alucinante que haya visto la calzada Colón en toda su historia. Así pues, mientras uno espera el verde en el semáforo, o mientras uno pasa a todo trapo por allí, el señor tránsito/charro nos orienta con cuidadosos aspavientos de oficial interesado en que sigamos adelante si está en verde o nos detengamos de inmediato se ha llegado la luz roja. El hombre suma (calculo quizá mal, pues la pobreza tiene la maldita costumbre de añadir años a la facha de cualquiera) unos sesenta y tantos, como setenta. Es moreno y su descuidada barba ya pinta algunas canas, como dice en “Mujeres divinas” el liróforo celeste Martín Urieta. Así, con esa traza híbrida de vagabundo-charro-hombre de la tercera edad, el improvisado agente ayuda a descongestionar el área, o al menos eso intenta.
En un mundo donde nadie hace nada por los demás sin pedir algo a cambio, en una realidad en la que los funcionarios de cierto estatus no se sacian con lo que ganan sin hacer más que lo estrictamente necesario (en algunos casos sólo “estar”, sólo “existir”), la actividad desinteresada de un hombre anónimo merece reconocimiento y respeto, más allá de que padezca algún problema de desubicación. En todo caso, él está quizá más ubicado que nosotros, pues se supone que los generosos, los pulcros, los responsables, los manirrotos somos los normales, aunque muy lejos estemos de instalarnos, como el tránsito/charro, en un jale diario sin pedir un solo cinco a cambio.
En ciertos países, un castigo de trabajo comunitario por faltas menores consiste en ayudar a los transeúntes a pasar por zonas de tráfico, como lo hemos visto en programas gringos. Su ganancia, en ese caso, es la conclusión de la pena. Nuestro personaje, en contraste con ese tipo de chamba a favor de la comunidad, no gana nada, ni un peso, y si algún centavo gana es en la subchamba de barrendero de estacionamiento que también le he visto desempeñar. No creo que suene mal, por todo, esta propuesta: que el ayuntamiento le dé un reconocimiento, la medalla al servicio comunitario desinteresado (si puede añadir un billetito, mejor). No es una puntada, sino una forma de revelarnos que todavía existe la gente que da sin pedir nada a cambio, nada.

viernes, noviembre 13, 2009

Galería del 11-11



















Crónica desde primera fila



Mi fila era la primera. No dentro del nuevo estadio, sino fuera, casi al borde de la carretera a San Pedro. Llegué a las 5:30 gracias al aventón que me dio Joel Cobos, viejo amigo mío, periodista y ahora mi vecino. La cola de coches era descomunal, casi chilanga, lo que no estamos acostumbrados a ver en estos terregosos páramos ajenos a la benevolencia del Señor. Lo que es a diario, pues, una ruta más o menos ágil devino lenta caravana de coches con el mismo apetito: llegar a los talqueados estacionamientos del TSM.
Luego de 45 minutos a vuelta de rueda (sin metáfora), alcanzamos el objetivo. Allí me despedí de Joel, pues la zona demarcada por nuestros boletos era muy diferente. A mí me tocó la tribuna denominada Takis, que según sé es la marca de unas frituras caracterizadas por su forma de minitaco. Tomé entonces la primera fila que tuve a la vista, una que llegaba hasta Cuatrociénegas. Allí empecé las morosas estaciones de un viacrucis que me sirvió para ver a media comarca lagunera. Mientras mi avance se daba a diez centímetros por minuto, por allí vi moverse al doctor Jalife, al notario Cárdenas, al empresario mueblero Roberto Rodríguez, el empresario del transporte Miguel Sánchez, al ex jugador Nicolás Ramírez, el ex candidato Chuy de León, a los alcaldes Calderón Cigarroa y Carlos “A poco nos vamos a quedar así” Aguilera, al rector Ochoa Rivera de la UAdeC, todos entre un mar de gente que corría en sentido contrario a la dirección de mi bostezante fila.
Me sentí en “Autopista del sur”, el cuento de Cortázar que narra un embotellamiento que poco tuvo para terminar en el compadrazgo de quienes se hallan varados. Así, atorado en esa fila infinita, tuve tiempo para reflexionar en la inmortalidad no sólo del cangrejo, sino de todas las especies del reino animal. Por otro lado, nadie daba información oficial. En esa parte del recorrido de acceso no se veía personal con gafete o algo parecido, de manera que la masa se convertía un conglomerado de seres extraviados en el desierto, hombres y mujeres cuyo único anhelo era llegar al paraíso terrenal del TSM. Por un extraño imán, mucha gente se aproximaba a mí para peguntar si la fila conducía a tal o cual parte. Traté de ser amable en mi flamante rol de orientador, pero en todo momento me sentí ciego guiando a otros ciegos: “No sé, al parecer es necesario pasar esa reja y allá dentro nos distribuyen a las diferentes tribunas, según se asiente en los boletos”. Repetí esa respuesta como cuarenta veces, siempre a sabiendas de que mi respuesta no era una respuesta, sino una forma más o menos cortés de decir algo, lo que fuera. El tedio, sin embargo, me llevó a contestar de una manera delirante: “No sé a dónde nos lleva esta fila. Yo vengo a un concierto de la Camerata y tal vez algún día pueda llegar a él” o “No sé, es probable que al final de la fila lleguemos al beis o a una función de box”.
La falta de información y la creciente inquietud al poco rato provocaron lazos de camaradería en diferentes sectores de la fila. Yo hice una estrecha amistad con los que iban un poco adelante, al grado de que quedamos en invitarnos a cenar uno de estos días. Como en toda muchedumbre, los rumores empezaron a cundir. Que ya comenzó el espectáculo; no, que no ha comenzado. Que hay otras cinco entradas, tres de las cuales no tienen mucha gente; no, que nomás hay una entrada. Que ya se llenó el estadio; no, que no se ha llenado el estadio. Todo era incertidumbre. Entre muchos, un rumor comenzó a tomar fuerza: “El Estado Mayor Presidencial colocó filtros que han hecho muy lento el acceso”. Y sí, más delante vi que el EMP tenía latosos arcos detectores para proteger (¿de qué?) al inquilino de Los Pinos. Mientras era o no era lo que decían que era, un sujeto con gafete apareció milagrosamente por allí. Muchos le reclamaron, algunos airadamente. Dijo que “los de Takis” debían buscar otro acceso, así que, resignado, abandoné mi ya querida fila. Asombrado, entré sin batallar a la zona Takis, pero ya no busqué mi asiento, pues debido al cansancio decidí permanecer en el estadio, no sin abnegación, durante menos de dos horas. Lo único bueno de mi larga espera en la fila de tres horas fue que tuve la oportunidad de no ver a Ricky Martin y llegué a tiempo para escuchar la opinión que atronó contra Felipe Calderón. Ah, y vi otra vez a Pelé, mi cuate Pelé. Salí del estadio cuando Vuoso marcó el primer pepino.

jueves, noviembre 12, 2009

Charla con Pelé



Ayer a las seis de la mañana me despertó una llamada telefónica. Como debo la mensualidad de una tarjeta, pensé que eran los malnacidos del banco que otra vez, como a millones en México, me iban a urgir el pago que no pude hacer porque me gasté todo en España. En fin, contesté. Mayúscula fue mi sorpresa: no eran los torturadores del banco, esas bestezuelas con alma de extorsionador, sino un hombre que dijo ser el “representante de Pelé”. Seguro de que era una broma, le seguí la corriente, me hice el no sorprendido y le pregunté que qué se le ofrecía. Primero, se disculpó por llamar a esa hora, pero dijo que no había otra opción, pues el señor Arantes do Nascimento no disponía de un minuto libre en su visita a Torreón, salvo una media hora de las 7 a las 7:30 de la mañana de ayer. Debido a mi escepticismo y a mi modorra, no entendí bien su acento brasileño, pero algo me explicó sobre la literatura y la importancia que el señor Pelé le daba a quienes alguna vez han escrito relatos imaginarios sobre futbol. “Nos hemos informado —dijo— que usted es el único en esta región que ha inventado historias de futbol, por eso él quiere platicar con usted”. Por supuesto, cuando el de la voz dijo “él” se refería a “Él”, un dios, nada menos que el Rey Pelé. Convencido, serio ante lo que yo consideraba una broma de pésimo gusto, el asistente del ídolo me convidaba a una charla de media hora con Pelé. “Tiene que ser ahora mismo, a las siete en punto”. Luego me dio la dirección, y colgó. Eran las 6:15 de la mañana del miércoles 11 de noviembre de 2009, un Gran Día para la afición futbolera de la comarca.
Con todas las dudas encima de mí, de todos modos apuré la ducha y el arreglo básico. Salí sin pensarla más, aunque con la pesada sensación de que alguien jugaba a mis costillas y estaba a punto de estallar en una carcajada del tamaño del TSM. Llegué al edificio, donde una persona se adelantó hacia mí. Sin hablar, el sujeto que parecía empleado del hotel me llevó a un elevador, luego a una suite. Dio dos leves toquidos a la puerta. Eran las siete en punto. Abrió la puerta un tipo perfectamente vestido con un traje de dos piezas y una brillosa corbata de chillón color verde-amarillo. Me dijo buenos días y de inmediato reconocí la voz: era el mismo sujeto que me había despertado por teléfono hacía pocos minutos. Me dijo adelante, tanto gusto, y me dio asiento en un sillón lujoso aledaño a un escritorio todavía más lujoso. Un minuto después, de la puertita medio escondida de un vestidor apareció la fantástica figura de Pelé. Por supuesto, en ese instante pensé que en realidad yo no había despertado y que todavía estaba soñando bien acurrucadito junto a mis almohadas. Pero no, pues Pelé se adelantó hacia mí, me puse de pie, me estrechó la mano y me dio un abrazo cordial, como si nos conociéramos de toda la vida. Luego pidió que otra vez tomara asiento. Él usó el sillón alto y finísimo del escritorio, yo el del visitante. Y comenzamos a platicar.
Me dijo que estaba interesado en los escritores que poco a poco se habían ido acercando al futbol, y que secretamente había formado ya una enorme biblioteca de literatura sobre balompié. Comentó que por una carambola, un amigo argentino suyo le había dado mi librito con historias futboleras, así que cuando supo que iba a visitar La Laguna pensó en charlar conmigo. Le agradecí, incrédulo ante mi enorme buena suerte. Le dije que ese librito, una poquedad, lo dediqué a Maradona, pues en la discordia mundial que obligaba a elegir al brasileño o al argentino como el mejor de la historia, yo opté y sigo optando por el Pelusa, pero eso no significa que “usted, amigo Pelé, no sea un monstruo”. Sin titubeos, le dije que más allá de lo deportivo, en el futbol él era lo que al pacifismo Gandhi, o a la lucha guerrillera el Che, o a la filosofía del siglo XX Sartre, o a la pintura Picasso. Querámoslo aceptar o no, usted es como la Mona Lisa del futbol, el icono histórico y mundial del deporte más popular del planeta. “Hasta he llegado a pensar que el nuevo estadio fue construido sólo como pretexto para que usted viniera”. Hablamos un poco más. De todo, menos de futbol. Finalmente, Pelé me preguntó por qué acepté la apresurada invitación a platicar con él. Le respondí la verdad: “No sé, amigo Pelé, siento que esto es un sueño, un verdadero sueño”.

miércoles, noviembre 11, 2009

Reagrupamiento de los trabajadores



La marcha de hoy no es una marcha más. Se trata de la primera gran movilización de trabajadores en un contexto político y económico, el de los sexenios recientes, que lejos de favorecerlo ha dañado sustancialmente su calidad de vida. Despidos, merma salarial y desarticulación de la unidad de los trabajadores son los rasgos más salientes de una escalada de ataques al principal motor de la economía del país: los trabajadores. Por ello, lo que ocurra hoy es fundamental para el destino del país, ya que hará constar qué tanto pueden aglutinarse los trabajadores (no sólo los del SME) en demanda de mejores condiciones de vida para la mayoría de los habitantes de un país que poco a poco ha visto alejarse los beneficios de producir riqueza.
La marcha de hoy ha estado precedida por declaraciones de importantes empresarios en el foro México, Cumbre de Negocios, organizado en Monterrey. En general, los mandones del capital en México, como Slim y González Barrera, coinciden en señalar que el modelo mexicano está agotado y son lamentables sus resultados durante el más reciente cuarto de siglo. Si eso dice el poder económico, que no es precisamente el más estragado de los sectores, ya podemos imaginar qué tan lastimada se encuentra hoy la realidad de los trabajadores que no sólo tienen el derecho de organizarse, sino la obligación.
Sobre esta urgencia, común en todos los países de América Latina que han sido sacudidos por las bestias neoliberales, recién leí un artículo esclarecedor. Su título es “¡Pobrecitos los pobres!”, y lo escribió Alberto Robles. La pertinencia de sus observaciones encaja a la perfección con las razones de la marcha de hoy, más allá de que Robles se refiera a la Argentina y la movilización del SME y sus simpatizantes sea un acto mexicano. El caso es esencialmente el mismo, pues se refiere, primero, al reconocimiento unánime de que existe grave pobreza en nuestros países y, segundo, a la única posibilidad de revertirla: que los trabajadores se reconozcan como tales, se organicen y demanden lo que es suyo. Observa Robles: “Uno de los aspectos más notables del debate político y de la cobertura de los medios de comunicación del último año en Argentina es la condena unánime de la pobreza, calificando su permanencia como un escándalo (…) Este discurso es sorprendente porque hasta no hace mucho, quienes tomaban el partido de los pobres, chocaban una y otra vez contra un argumento incontestable que los enviaba sin más al mundo de los soñadores o de los demagogos: ‘¡eso es imposible, siempre hubo pobres!’”.
Más adelante, apunta Robles: “¿Por qué este cambio? ¿Qué ha pasado?Yo creo que se debe a que hoy ya nadie tiene espacio para negar que la pobreza es realmente un escándalo. Esto es en sí mismo un cambio histórico”. El autor se pregunta si tras la aceptación de que hay pobreza extrema se esconde una inédita conciencia del poder para sacrificar su enorme renta; por supuesto, lo duda. “¿De qué se trata entonces? (…) En realidad, aún las sociedades más injustas y escandalosas, pueden sostenerse mucho tiempo en el tiempo, si quienes deben ser los actores del cambio no están organizados. (…) Hablar de ‘pobres’ y no de ‘trabajadores’ no es inocente porque la clave precisamente se encuentra en esta separación que se hace de ‘pobreza’ y ‘trabajo’. Los pobres no ‘son’ pobres, los pobres ‘son’ trabajadores e hijos de trabajadores. Para ser más preciso, los pobres ‘son’ trabajadores e hijos de trabajadores a los que se les desconocen sus derechos. (…) Definir a una persona por lo que no recibe y no por lo que hace, es el mejor modo de impedir su identidad y su organización. Es victimizarla y relegarla a la pasividad. En realidad este discurso de ‘pobrecitos los pobres’ se orienta a perpetuar la pobreza y el clientelismo”. Volvemos al principio, pues: la marcha de hoy es o puede ser una demostración de que los trabajadores, no los pobres y su pasividad, están entrando en acción frente a un poder que ha vapuleado el valor del trabajo y, por ello, generado cuantiosos pobres.