domingo, agosto 30, 2009

Los 1,001 años de Alatorre



Si su colofón no miente, mañana 31 de agosto cumplirá veinte años de vida la primera edición comercial de Los 1,001 años de la lengua española, de Antonio Alatorre. Veinte, pues, como libro accesible en el mercado, y treinta justos porque una década antes, en 1979, había salido en edición no venal (fuera de comercio) auspiciada por Bancomer. La historia de mi relación con este libro data de 1985 y está ceñidamente vinculada a mi amistad con Gilberto Prado Galán. Recuerdo que en nuestras frecuentes y largas sesiones de café o de cerveza no faltaba el comento literario. No exagero cuando afirmo que Gilberto es uno de mis maestros: aunque somos contemporáneos (me lleva cuatro años, nació en 1960), su voracidad de lector y, sobre todo, su memoria de mina y teodolito permitían que enseñara literatura, filosofía y psicología sin proponérselo. Con solo platicar, siempre entre bromas, Prado Galán dejaba aquí y allá, en cualquier charla, referencias bibliográficas de elevado calibre.
Fue así, precisamente, mientras le tupíamos duro al café o a la cerveza, cuando un diálogo nos llevó a pensar en la historia de nuestra lengua. Yo tenía poco más de veinte años y apenas estaba saliendo del cascarón literario, así que me declaré incompetente para opinar sobre el asunto. Sabía, eso sí, como todos, que el español era hijo del latín (lengua hablada en la región de Lacio, en el centro de la actual Italia; de allí latín, de Latium, Lacio) y hermano de las llamadas lenguas romance (romance porque son herederas del imperio romano), o sea, del francés, del portugués, del catalán, del italiano, del rumano y de otras menos conocidas. Hasta allí mi información, lo poco que uno podía pepenar en la preparatoriana clase de etimologías. Gilberto se arrancó entonces con un comentario que traía fresco: me dijo que los primeros vestigios del español habían sido encontrados en las glosas silenses y emilianenses (de los monasterios de Silos y San Millán), hojas manuscritas en latín que al calce, en los márgenes, tenían anotadas algunas “glosas” en español, como si fueran subtítulos de película. Como las mencionadas primeras y más antiguas palabras escritas en español tienen, según los expertos que las hallaron, como mil años, y como se supone que antes de haber sido escritas ya andaban en boca de la gente, el español tiene entonces aproximadamente mil y pico de años.
Gilberto me explicó algo de lo que tenía a la mano, algo de lo mucho que guardaba en su oceánica memoria. Luego me dio el dato principal: que para conocer la historia de nuestra lengua había leído un libro de Antonio Alatorre cuyo título era Los 1,001 años de la lengua española y que fue publicado en una inencontrable edición de lujo patrocinada por Bancomer. Desde entonces, como el perro de Pavlov, salivé ansioso por obtener aunque fuera una modesta xerográfica de ese libro. Una vez lo pude hojear, y era tan voluminoso que reculé a la posibilidad de fotocopiarlo.
Cinco o seis años pasaron y en varias ocasiones recordé el pendiente de conseguir el libro de Alatorre. Aunque lo busqué más atento que un suricato parado, no pude localizarlo, pues la edición de Bancomer, como ya dije, estaba agotada. Ese problema dejó de serlo en 1989, cuando el Fondo de Cultura Económica tuvo la idea de hacer una reedición corregida y aumentada. Aunque la presentó en pasta dura, no es una edición de lujo, sino un producto accesible para los grandes públicos, de ahí el tiraje de cuatro mil ejemplares, uno de los cuales compré en Torreón y leí casi sin detenerme, azorado ante la amable belleza de la exposición y el cúmulo de datos organizado por el maestro Alatorre. A cerca de veinte años de haberlo leído, sigo emocionado por esta obra que recorrí como si se tratara de una novela en la que el protagonista no es un ser de carne y hueso, sino una lengua, el instrumento mediante el cual ahora nos comunicamos más de 400 millones de personas. El portento de historiar claramente el portento que es el español me enamoró en definitiva de mi idioma. A tal grado quedé agradecido con Antonio Alatorre (don Antonio Alatorre, debo decir) que desde entonces, cuando me preguntan algo relacionado con la biografía del español, sin dudarlo mando a los interesados hacia Los 1,001 años de la lengua española. Les digo que está en el FCE, aunque ignoro en qué edición va y si el autor la ha seguido corrigiendo y aumentando. Yo tengo la de 1989, ésa que mañana cumple veinte años, y me parece perfecta.
A los curiosos les comento, de paso, que la historia de Alatorre ha sido escrita para ellos, sólo para ellos. Es decir, no es un libro para especialistas, para filólogos o seres semejantes, sino para la raza de a pie que alguna vez se ha hecho esta pregunta o alguna parecida: ¿de dónde viene el español? Con ese mínimo interés es suficiente para que la lectura de este libro salga adelante. No hay términos técnicos, no hay notas al pie, no hay nada que ahuyente a los lectores de las páginas, y, sin embargo, es un libro culto, lleno de sabrosa información y, no está de más señalarlo, perfectamente escrito, ameno como pocos de su índole.
Alatorre invita con tranquilidad a los lectores; no hay, desde el saludo inicial, aspavientos ni presunciones inútiles: “Pueden creerme si les digo que no va a costarles trabajo la lectura. No voy a ponerme pesado ni a portarme exigente con ellos. Lo único que les pido, lo único que presupongo, es un poco de interés por eso que a mí, según he confesado, me interesa mucho: la historia de la lengua española, la historia de ‘nuestra lengua’, como la llamo a menudo en el curso del libro. Pues, en efecto, además de concebir lectores interesados en el tema, les he atribuido como razón central de su interés la más simple de todas, la más límpida, la menos tortuosa: he imaginado que el español es su lengua materna. Aparte de tales o cuales razones complementarias, la razón de mi propio interés es ésa. El español es la lengua en que fui criado, la de mi familia y mi pueblo, la de los muchos libros y revistas que leí en mi infancia (yo me hice lector a los cuatro años). El español es una lengua que me gusta (…) Escribo para la gente. El lector que ha estado en mi imaginación es el ‘lector general’, el no especializado”.
La claridad de la invitación es importante, pues no es infrecuente que los lectores asocien la gramática y la historia de la lengua con el mundo del aburrimiento y la oscuridad. Tras leer las primeras páginas de Las 1,001 años de la lengua española estoy seguro que se vendrán a pique los miedos y se apoderará de los lectores el gusto de ir sabiendo más sobre algo que convive con nosotros hasta en sueños y que sin embargo conocemos tan poco: nuestra lengua, la misma con la que hoy declaro, sin reparar en gasto de letras, mi admiración y mi agradecimiento al maestro Alatorre, donde esté.

sábado, agosto 29, 2009

Otra contra niños



Otra historia sobre niños —o sobre adolescentes, que casi es lo mismo— afectados por la imprudencia de los adultos. El caso muestra cuan indiferente suele ser el adulto a las necesidades y la seguridad de los pequeños. La historia involucra a 160 músicos de corta edad y a un director de orquesta que en este caso sólo vio por su lucimiento y no por la salud de los ejecutantes. Entre los afectados está una artista lagunera, la adolescente Hadasa Tagle Mesta, quien es estudiante de secundaria y toca la flauta transversal. Ella es integrante, en Torreón, de la Banda Juvenil Salvador Jalife Cervantes que dirige el maestro Joel de Santiago Arenas. Entre los datos más destacados de su currículum figura la obtención de la beca Financiarte para estudiar un año con la maestra Katherine Calvey, integrante de la Camerata de Coahuila. Dada su precoz capacidad, Hadasa Tagle audicionó y logró entrar a la Orquesta Sinfónica Infantil y Juvenil de México (OSIM) dirigida por Enrique Barrios, quien es también director del Sistema Nacional de Fomento Musical.
Esta es la historia. El sábado primero de agosto los 160 integrantes de la OSIM fueron llevados a las instalaciones de la SEP en la Ciudad de México. Fuera de programación, el director decidió ofrecer un concierto exprés ante Alonso Lujambio, titular de Educación Pública. Los jovencitos fueron llevados desde las nueve de la mañana, y a medida que ensayaban el sol se tornó cada vez más agresivo. Así hasta llegar al mediodía, hora en la que comenzaron su presentación. Aunado al sol y al calor intensos, una serie de potentes reflectores fue instalada cerca de la orquesta, lo que sumó más torridez al severo ambiente en el que los chicos fueron obligados a tocar.
Según nota de La Jornada firmada por Karina Avilés, el repertorio no fue corto. Tocaron, entre otras piezas, el Himno, el Huapango de Moncayo y el primer movimiento de la Quinta de Beethoven. En el lapso transcurrido hubo tiempo para que se manifestaran ciertas molestias en los niños, pero ninguno chistó dado lo solemne de la actividad. Terminaron con la sensación de que fueron expuestos a una dinámica inusual, tan inusual que luego los trasladaron a la sala Blas Galindo para dar otro concierto y allí estalló la bomba: insolados, con quemaduras en los rostros y en los ojos, cerca de sesenta chicos tuvieron que ser atendidos con urgencia, entre ellos la lagunera Hadasa Tagle.
La crónica es elocuente: “Diana Badillo Sánchez, de 14 años, quien mostraba fuertes quemaduras en el rostro y tenía los ojos parchados, expresó que la luz artifical se reflejaba en las partituras, además de que en el concierto me tocó el sol. El secretario agradeció al final y yo me salí porque ya no soportaba; mi compañero de al lado se desmayó, luego se me nubló la vista, la piel se me quemó”. Más adelante, detalla: “Otros de los menores de plano se encontraban en las habitaciones, con los ojos cerrados o parchados, con dolores intensos, la piel quemada, sin poder soportar ningún tipo de luz, tendidos en las camas. A Luis Arturo Cornejo, de 16 años, le dijeron en el hospital que tenía quemadura en los ojos, que poco a poco iba a volver a ver; en tres o cuatro días. Los menores refieren que las partituras blancas actuaron como reflejantes de la luz, por lo que al ver directamente las hojas sufrieron el daño, además de que los reflectores artificiales, en la opinión de la mayoría, causó otros estragos”.
Se suponía que el concierto iba a servir para convencer a las autoridades de sumar a la Orquesta Sinfónica Infantil y Juvenil de México en los festejos del bicentenario, pero resultó un disparate inclemente con los jóvenes artistas. Los niños se van recuperando, es cierto, ¿pero qué necesidad había de exponerlos y lastimarlos así? Ningún secretario, ningún festejo justifica la insensatez del director Barrios ni da nadie. Igual, ningún niño, artista o no, merece un trato indiferente a su seguridad.

viernes, agosto 28, 2009

Letras esteparias en Veracruz



Creo que es el poeta Julio César Félix quien ha trabado relaciones con una revista llamada Cultura de Veracruz. Lo infiero porque hace como un año fui invitado por él a colaborar con un cuento y cuando al fin tuve en mis manos la publicación vi que se trataba de un número, el 32, dedicado en exclusiva a la literatura lagunera. Aparecemos allí, con relatos y poemas, Vicente Alfonso, Saúl Rosales, Fernando Martínez, Angélica López Gándara, Salvador Sáenz, Édgar Salinas, Carlos Reyes, Daniel Maldonado y el mismo JC Félix Lerma; entre todos aparece también Enriqueta Ochoa, lo que es casi un recordatorio de su origen lagunero. Supongo que no hay ejemplares disponibles en La Laguna, pero un buen comentario sobre esos materiales lo hizo Gerardo Monroy en otro número de Cultura de Veracruz, el 33. En él, Monroy destaca algunos rasgos de la literatura de cocción reciente en La Laguna. El ensayo está a la mano en internet, y tiene como título “Una laguna vertida en un Golfo: letras de esta comarca en la revista Cultura de Veracruz”.
Gerardo Monroy nació en Monterrey, pero la mayor parte de su vida ha radicado en las estepas del Nazas. Lo bueno de su opinión es que conoce lo que de literario hacemos por aquí y al mismo tiempo mantiene una distancia que le permite observar mejor. He aquí un fragmento de su comentario: “Esa marea bonancible que dice el director de la revista, favorece a esta Laguna que los escritores nombramos. El número 32, el más reciente de Cultura de Veracruz, fue dedicado en su totalidad a la literatura creada por los autores que viven hoy o ayer nacieron en alguno de los 16 municipios de Coahuila y Durango que definen el disforme y movedizo espacio que en los días llamamos ‘Comarca Lagunera’.
Los azares geográficos, el desplazamiento de la mano de obra y la colocación preferida por la inversión de capitales determinaron que nuestros municipios quedasen vinculados; no sólo ya en lo económico sino, fatalmente, en lo anímico. Contemplamos a nuestra región, y de tal modo se la contempla también desde fuera, como si fuera casi un estado más de la república, con una identidad cultural distintiva; la cual, probablemente, no existe —pero creemos en ella. Las expresiones artísticas tradicionales, tales como la canción cardenche, que en el pasado brindaron su coloración folclórica a la zona, están a punto de desaparecer. Si alguien pudiera aislar los elementos que integran la vida psíquica de la Laguna que está desarrollándose frente a nosotros (y debido a nosotros), esos ingredientes no podrían ser muy distintos de aquellos que espesan el ajetreo de Guadalajara, el Distrito Federal o casi cualquier otra ciudad mexicana más o menos grande y más o menos moderna (…)
El viaje por las páginas de la revista se vuelve más amable gracias a la inclusión de la obra gráfica del lerdense Alonso Licerio, ex-director del Museo de Arte Moderno de la Casa de la Cultura de Gómez Palacio. La blanquirroja y lúcida portada es como un agua que refleja, transformándolo, el sol de esta pequeña patria.
Hay buenas razones para que veracruzanos, duranguenses, coahuilenses y gente de todo el país adquiramos este número de Cultura de Veracruz. Espero haber dado cuenta de ellas. Una selección más amplia de autores habría sido imposible, por la estructura propia de cualquier revista; un lector de la localidad podría recordar a tres, o cinco o diez nombres más cuya inclusión hubiera sido justa, pero este primer acercamiento de Cultura de Veracruz a la Comarca es suficientemente amplio y diverso para interesar a los lectores del Golfo en nuestra Laguna. Les agradezco a Raúl Hernández Viveros, a Julio César Félix y a todos los que hayan participado en la edición de este número de Cultura de Veracruz, por habernos mirado de tan cerca”.

jueves, agosto 27, 2009

Juanito de los Palotes



Uno de los gestos más recurrentes de la Polaca Nostra es el pintoresquismo. En términos reales no sirve para nada, pero le da sabor al pozole informativo y por eso todos los días, en todos los medios, no falta la nota que nos mueve a la pachanga, que nos recuerda lo risueños y a todísima madre que somos los mexicanos, seres cuasiextraterrestres que ante los cataclismos siempre buscamos la cara amable, el chacoteo, el humor así sea negro.
Uno de los hombres-noticia de las semanas recientes es Rafael Acosta, mejor conocido en los albañales de la grilla chilanga como Juanito. Tocado siempre con una banda tricolor que le copió a JC Chávez antes de subir al ring para las peleas de campeonato —de hecho, Juanito casi le copió también la cara al gran ex campeón que ahora es comentarista deportivo pese a que no puede hilvanar cinco palabras seguidas—, el tremendo Juanito es un sujeto que parece especialmente diseñado por la naturaleza para sacar de onda a la perrada. De estilo discursivo atropellado, similar al del comediante involuntario Samy, Juanito responde a todas las preguntas sin titubeos, más seguro de sí mismo que un magnate naviero. En realidad responde tarugadas, pues puras deliberadas tarugadas le preguntan, ya que en su caso la forma es el fondo: lo divertido no es entender lo que dice, sino escuchar con babeante asombro el farfulleo de metralleta que el líder de Iztapalapa dispara como si en realidad fuera importante lo que enuncia. Otra de sus peculiaridades es hablar de sí mismo en tercera persona, rasgo oratorio que seguramente les copió a Yuri —“La Güera es bien reventada”, dice ella misma de sí misma— y a Hugo Sánchez —“Hugo llegó a España con sed de triunfo”, dice él mismo de sí mismo—; en su caso, Juanito ha declarado: “Juanito ganó sin ayuda en Iztapalapa”. Mezclados todos sus rasgos, Juanito es un personaje hoy archifamoso de la politiquería bizarra que en nuestro país es más común que la política, digamos, seria.
Hasta allí todo normal dentro de su anormalidad; no hay pedigrí. Pero el alucine llega a extremos de verdadera pendejez cuando Juanito echa a volar su imaginación de película de luchadores. De pronto, luego de haber sido minuciosa y mañosamente encumbrado por los medios interesados en mostrar su caso como una más de las anomalías padecidas por “la izquierda”, Juanito se la ha creído y ya se está destapando para La Grande. Tan altas son sus aspiraciones que incluso ahora maneja un icono semejante al que fue muy popular en la campaña de Obama, esa imagen en alto contraste y retocada con filos rojos y azules. Una chulada del pirataje.
Detrás de la fama de Juanito hay, obviamente, una campaña (otra) de tiroteo contra López Obrador. Finalmente, mientras más sea exhibido el tal Juanito, más quedará en evidencia aquel extraño pacto “formalizado” en una asamblea callejera en la que el ahora popular iztapalapense se comprometió a ceder su triunfo, por el PT, a Clara Brugada luego de que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación canceló las aspiraciones de la perredista identificada con el movimiento de López Obrador. Si aquel improvisado juramento fue difundido como lo que fue, una ceremonia rayana en lo grotesco, ahora la saña contra el Peje es mayor, aunque lateral, pues basta con darle mucha pantalla a Juanito para que la mierda caiga y escurra por su propio peso. El enredo cómico va en no sé qué, pues nunca se sabe bien a bien qué pasa por la cabecita alborotada del petista ganador en Iztapalapa. Lo que sí sé es que ya ha pasado demasiado tiempo sin que López Obrador, Clara Brugada y sus adictos pinten su raya y reconozcan que Juanito no fue un buen negocio político, que lejos de acarrearles simpatías está dando pasto a los medios para que con todo gusto tomen a burla un proyecto firme y los esfuerzos serios que por otro lado siguen avanzando. El mafufo Plan Juanito chupó faros. Más vale abandonarlo por completo.

miércoles, agosto 26, 2009

Surrealismo caciquil



Hay postales que quedan para siempre. Una de ellas la vimos el lunes durante la ceremonia en la que Calderón, Lujambio y Elba Esther dan el banderazo a cuadros al nuevo ciclo escolar en el que participan chorrocientos mil estudiantes mexicanos. En su turno al micrófono, ya lo sabemos, la cacica del SNTE se aventó unas perlas que amenazan con destronar a Fox del banquillo de los polacos con orejas de burro. La referida a la “influencia AHLNL” opacó, de hecho, a otra también genial, ésa en la que la peculiar Doña señaló que no debemos caer en la “autoplacencia”. En la misma ceremonia, el titular de la SEP, Alonso Lujambio, tuvo la osadía de preguntar al público acarreado, en este caso estudiantes de nivel medio, si estaba listo para regresar a clases. La respuesta de los jóvenes fue unánime y mostró el grado de compromiso que los estudiantes tienen hoy con la educación y la patria: “¡Noooooooo!”, gritaron los chavos. Y tienen razón, pues cómo desear el regreso a clases si la principal cabeza de los maestros, una persona a la que debemos suponer educada y sensible, no puede leer unos párrafos sin incurrir en dislates dignos del Chavo del Ocho frente al profesor Jirafales. Calderón, por su parte, nos regaló con unos sentidos elogios a la erradicación de las corruptelas en el sistema de asignación de plazas magisteriales. En fin, fue un rollo delirante, sólo ubicable en la estética jodorowskiana.
Pero la postal, como digo, que me queda para siempre es la de Calderón obligado a aplaudir el discurso de la maistra Gordillo. En esos pequeños gestos se ve el tamaño de las complicidades, como cuando el michoacano ha tenido que codearse y salir en fotos con Mario Marín, el héroe de la película, papá, según la definición de Kamel Nacif, el rey de la mezclilla que regala bellísimas botellas de coñac. A Calderón no le ha quedado otra que apechugar con esos personajes que lejos de traer algún mínimo prestigio, acaban por confirmar nefastas alianzas entre los poderes torcidos de México.
Cuando, pues, los jóvenes respondieron con un largo nooooo a Lujambio hicieron ver, tan espontánea como irreflexivamente, el tamaño de su escepticismo frente a la educación. ¿Para qué volver a las aulas si las vacaciones están bien chidas? ¿Para qué hacerlo, además, si los liderazgos (así dicen ahora, “los liderazgos”, algo que antes se decía sencillamente “los líderes”) no dan trazas de haber estudiado y sin embargo allí están, en la cúspide del poder, leyendo tarjetas a pujidos, plagando de errores la comunicación de datos e ideas que cualquiera que vea la tele sabría pronunciar con precisión. Los yerros de la profesora Gordillo son entonces más que pequeños tropiezos, pues apuntan a describir en qué manos se encuentra la educación nacional. No es poco grave, una mera anécdota, que la jefa de jefas de un gremio esencial para el desarrollo del país tenga tan poca competencia en algo que es, digamos, los suyo. En vez de dictar cátedra, en lugar de leer con toda la mano y liderar con el ejemplo, exhibe ante todo México sus infinitas limitaciones profesionales. Lo hace con estrépito y en todos los medios reproducen sus sandeces (salvo López Dóriga, así que debemos esperar si lo hace en “Las mangas del chaleco”), pero la señora sigue allí, atornillada a una comisión sindical en la que se ha dedicado a la política de cañería, no a ver por la infinitamente cacareada calidad de la educación.
Por ello, cuando el muy retórico Calderón nos arrojó su pieza oratoria del lunes, aquella en la que observó que ahora los puestos de maestro ni se compran, ni se regalan, ni se transan ni se etcétera, muchos pensamos que era suficiente echar una mirada al fresidium: allí estaba la maestra Gordillo, escuchándolo, demostrando con su pura presencia que ni un pelo se le ha tocado a la gangsteridad del sindicato. Y todavía quieren que los estudiantes digan sííííííí. No están locos.

domingo, agosto 23, 2009

Élmer Mendoza y sus Balas de plata



“¿Qué país es éste, Agripina?”, pregunta el profesor de “Luvina” en el cuento de ya sabemos quién. Y eso mismo les pregunto yo: ¿qué país es éste, Agripinos que esta noche vienen a celebrar el gusto de tener a Élmer Mendoza, acaso el mejor narrador de la viscosa realidad que hoy padecemos? Porque, pese a la mala prensa que históricamente ha recibido la literatura policial, detectivesca y de suspense, el género goza de cabal salud no tanto gracias a los escritores o a los lectores, sino a la realidad, que es a fin de cuentas la mayor proveedora de historias, personajes y atmósferas que a la corta o a la larga alimentan toda literatura. ¿Cómo contar, sin embargo, el desastre que en avalancha se nos vino encima y no parece tener coto? Si la academia y el periodismo tienen sus técnicas, la literatura, creo, no se queda atrás. La literatura contaba ya con el género policial, que ciertamente parecía agotado, o al menos algo reseco, antes de que el fenómeno de la narquiza se entronizara en el lugar que hoy ocupa. La ficción, pese a sus limitaciones, tenía que trabajar con esa arcilla, pues no de otra manera se entiende mejor, sobre todo para los fuereños, un asunto tan peliagudo como el de la delincuencia en los grados superlativos de barbarie que ahora salpica de rojo el mapa de la república. Dada su naturaleza, la ficción literaria, pues, aunque se quede corta o no dé exacto en el blanco, es la herramienta ideal para bucear en el océano de mierda que es la violencia. El periodismo, por sus implicaciones, corre el riesgo de caer victimado por los plomazos, como de hecho ocurre con lamentable frecuencia. Al contrario, salvo Roberto Saviano el de Gomorra, hasta el momento, por suerte, no hay escritor de tales temas que haya sido acosado por los malos de la película, y eso se debe, insisto, a que la ficción es eso, una mentira, una creatura de la imaginación que sin embargo, para decirlo con Vargas Llosa, devela o al menos deja entrever las verdades profundas, los cogollos de la podredumbre criminal en este caso.
Casualmente, hace unos días, mientras le daba trámite veloz a Balas de plata, vagué por mis bookmarks de internet y caí en Babelia, el suplemento de El País. Eso me dio pauta para escribir una columna titulada “Narcoletras mexicanas en España”. Creo que Élmer Mendoza ha descrito bien, en El País, a los dueños de la calle. El aperitivo tienta a los españoles para que vayan suponiendo qué hallarán si comienzan a interesarse en el fenómeno del narco mexicano y llegan a novelas como Balas de plata, verdadero muestrario de todos los rasgos culturales que ha generado, principalmente en el noroeste del México, la delincuencia organizada. Y no se piense que encontrarán allí violencia y muerte hollywoodenses, puro entretenimiento, lo que en un momento dado de la historia del policial fue pasto para sus detractores. Si en Inglaterra se picaban con misterios perfectamente bien imbricados, desafíos intelectuales para el lector, o si en EUA había sangre a raudales en el eterno juego de policías y ladrones, en América Latina la cosa caminó por otros derroteros: la literatura policial, nacida divertimento, sirvió para que los narradores hicieran, casual o deliberadamente, política en el sentido más amplio de esta palabra. El caso más visible es, quizá, el del argentino Rodolfo Walsh, quien supo combinar perfectamente el relato literario con el señalamiento de los lastres judiciales y políticos de su país.
El caso de un narrador como Élmer Mendoza es ejemplo de lo que estoy afirmando. En la superficie de Balas de plata está la anécdota, esa larga e intrincada pesquisa del agente Édgar Mendieta (cuyo nombre, por cierto, es silábica y tónicamente simétrico al del autor) y su ayudante Gris Toledo para solucionar el enigma multicéfalo de unos asesinatos perpetrados con balas de plata. Hasta allí, todo en orden, Balas de plata es o parece una novela de intriga más, de léase y deséchese. Pero no. Lo fundamental, lo genuinamente rico, la almendra del quehacer mendocino, está debajo de la anécdota: el barroquismo de la investigación, por caso, es ya un dato importante para quienes quieran saber (en España, por ejemplo) cómo son indagados los delitos por acá, casi sin pistas, con un montón de sobornos y amenazas en el camino, con el eterno peligro de la insigne institución mexicana llamada carpetazo. Debajo de la anécdota palpita pues una antropología: la del lujo, la de la valentía gratuita, la del permanente arreglo entre las cúpulas políticas con las cúpulas matonas, la de Malverde y la música con tuba, la del gusto por las mujeres bien chulas y las armas bañadas en oro, la de los feroces sicarios y los escasos, poquísimos, casi inexistentes policías como Mendieta, que en medio del caos, ilusamente, quiere dar con el paradero de la verdad. Eso es, siento, el mayor logro de Mendoza: no la anécdota (que de todos modos importa porque sin ella no habría nada qué contar), sino el minucioso dibujo del fresco social que nos permite ver y fijar los rasgos de un fenómeno de suyo movedizo.
Aunado a eso, Balas de plata, como es ya habitual en el narrador de Culiacán, acusa otras virtudes. Para evitar el carpetazo, Mendieta investiga a todo trapo, sin detenerse un segundo a morder una rosquilla como lo haría un investigador de EUA, lugar donde la cultura del carpetazo no es tan común y pueden proceder con morosidad. Como en su casi tocaya Plata quemada de Ricardo Piglia, la investigación del Zurdo en Balas de plata avanza deprisa, y todo es contado a un ritmo cinematográfico, en capítulos cortos y con una sintaxis que con inusitada frecuencia se disloca por la ausencia de verbos y de bisagras preposicionales o conjuncionales. Esta forma de escritura (no lo menos valioso de la obra, por cierto) me recuerda al “Acto preparatorio” de Agustín Yáñez en Al filo del agua, pero mientras al jalisciense ese estilo le sirve para describir y crear la enrarecida atmósfera poética que requiere su asunto, Mendoza lo aprovecha para narrar incesantemente, sin pausa siquiera para abrir diálogos a la manera tradicional, con el frenesí que requiere toda investigación que anhela evitar el susodicho carpetazo. Sé que algún día alguien estudiará con minucia el estilo de Mendoza, un bufet para los interesados en lingüística.
Balas de plata, no me alargo más, no es en suma una novela sobre el narco, sino sobre algo mucho más pesado: sobre la cultura que soporta la terrible realidad de un país que tal vez ya sea una ruina sin que nos hayamos dado cuenta.

El sábado 15 de agosto leí en Saltillo este comentario sobre Balas de plata, novela con la que el sinaloense Élmer Mendoza ganó el premio Tusquets 2007.

sábado, agosto 22, 2009

Declaración. Artistas por la paz



Texto completo de la declaración del encuentro Artistas por la paz. La imagen corresponde a la portada del cuadernillo que fue repartido en el Teatro Nazas el 18 de julio de 2009.

Artistas por la paz

México atraviesa por uno de sus momentos más difíciles. Sumada a la crisis económica y al déficit de credibilidad en las instituciones políticas, económicas y sociales, la violencia ha venido a perturbar un bien que los mexicanos sentíamos definitivamente conquistado: la tranquilidad. Hoy, lejos de vivir en paz, casi todo el territorio del país ha sido secuestrado por una guerra cuya funesta hostilidad no discrimina a nadie. Aunque las razones estructurales de la violencia se incubaron lentamente, de unos años a la fecha se han disparado todos los indicadores de la inseguridad. Estamos viviendo, por ello, una época de horror, el México desconocido en el que nadie está seguro.
Ante tamaño problema es necesario insistir que la violencia es efecto de una crisis generalizada en casi todos los renglones del accionar nacional. En el rubro económico, la contumaz aplicación de un modelo generador de riqueza, pero, al mismo tiempo, depredador del medio ambiente e inequitativo en el reparto de los bienes, ha provocado durante más de dos décadas el deterioro sostenido de nuestros ecosistemas y un incremento geométrico de pobreza en estado terminal. Nunca como ahora son más los desposeídos de bienes y servicios, los desocupados, los olvidados por la mano del progreso, los adultos en edad productiva que por millones engrosan las filas del sub y el desempleo, los ancianos sometidos a la zozobra diaria de su incierta manutención, los jóvenes errantes entre las calles y los vicios, los niños abandonados a su suerte en el mar de la desdicha que sólo les depara un futuro clausurado, los miles de campesinos arrancados de sus raíces por el entorno expulsivo en el que sobreviven. A los errores internos en materia económica, la virulencia de la crisis mundial ha venido a profundizar el abismo que media entre los privilegiados y los menesterosos, entre los ciudadanos con esperanza de bienestar y los ciudadanos condenados al cotidiano sufrimiento.
Aunado al factor económico en quiebra, hay bancarrotas igualmente visibles en otras áreas. La educación, por ejemplo, atraviesa su peor momento, enquistados como están el añejo corporativismo y el uso del magisterio como instrumento lucrativo en términos político-electorales. En una coyuntura como la que vivimos es imperativo el mejoramiento de la educación, pues ella es base firme para la edificación de una sociedad más justa y civilizada; al contrario, parece intencional el proyecto de pulverizar el sistema educativo y vedar el progreso de nuestras capacidades técnicas y nuestro desarrollo académico, lo que a su vez provoca una mayor dependencia del exterior en materia de innovación científica y tecnológica.
Es evidente, por otro lado, que la impartición de justicia en México no es lo que idealmente postula la Constitución. Por desarreglos atávicos, la justicia es administrada de acuerdo a lo que ofrecen los afectados en cualquier querella, de suerte que todo pasa por la compra-venta de favores que imposibilitan el ejercicio del derecho y lubrican la maquinaria de la ilegalidad. Las cárceles son un buen ejemplo de ese reparto desigual de la justicia: llenas de pobres, atiborradas de seres humanos que no alcanzan a pagar el precio de su libertad, en ellas no están todos los que son ni son todos los que están. La imponidad, por tanto, se enseñorea en todo el país.
En este México de desigualdades y desequilibrios es notable el caso de quienes ejercen el poder político, se ubiquen en el puesto que sea. Casi sin excepción, las nóminas de gobiernos municipales, estatales y federales lucen infladas, desproporcionadas, rayanas en la más insultante fantasía. Como en pocos países del mundo, en México se da el caso de alcaldes o legisladores que ganan más que primeros ministros de otras naciones, lo que sangra con escándalo el erario y limita el crecimiento de la obra pública. Los altos sueldos de la clase política han impuesto a sus actores una imagen que la ciudadanía juzga perniciosa. Los partidos, tomados por asalto para distribuir prerrogativas oficiales entre muy pocos miembros, no son ya confiables para los mexicanos, lo que ha tornado cada vez más jugoso el negocio de esas franquicias políticas convertidas en auténticas agencias de colocaciones que piensan en todo, menos en la salud de la República. A los políticos debemos sumar la voracidad de las grandes corporaciones, poderes que hacen valer sus granjerías a costa de lo que sea.
Al caos descrito se sumó, como su más negativo engendro, la violencia de los grupos criminales. Las cifras de muertos, contabilizadas ya por miles, son elocuentes. México es un país con ciudades prácticamente sitiadas por el miedo, aterrorizadas por la sensación de que cada vez es más estrecha la frontera entre la vida y la muerte. Ante los embates del crimen organizado, la respuesta del gobierno, cualquiera que sea el signo o el color de quienes lo encabecen, es más violencia, y hay pocos indicios de que se estén abriendo alternativas viables, de plazo amplio, que den oportunidades de trabajo, educación y esparcimiento a los mexicanos desheredados. Esto garantiza, por un lado, que el ejército nacional de reserva esté asegurado para la delincuencia, y, por otro, que la cuantiosa inversión en seguridad pública se diluya sin dejar resultados sólidos y visibles.
La sociedad, mientras tanto, se debate entre los vaivenes de la economía y el pavor a las calles. En esta circunstancia, lo más común es la impotencia o la parálisis, el freno a la exigencia que la sociedad puede hacer para demandar una mejoría fehaciente en todos los órdenes de la vida comunitaria. Esa parálisis ciudadana, de hecho, es también parte del problema, pues resulta obvio que el empeoramiento o la solución de los conflictos sociales pasan, respectivamente, por la inactividad o la participación del ciudadano. Varios artistas laguneros, deseosos de romper las inercias del quietismo o el silencio, hemos decidido proponer y encabezar un encuentro que aglutine a la ciudadanía en torno al arte como manifestación de lo mejor que puede producir el espíritu humano. Se trata de un encuentro político, en efecto, pero absolutamente ciudadano, es decir, sin identificación ni subsidio de instituciones públicas o privadas, laico, ajeno a iglesias, partidos e ideologías acaso legítimos, pero no pertinentes en este caso, pues con el objeto de alcanzar una total pluralidad, plantea la necesidad de que el individuo se manifieste en cuanto tal, como individuo, como ciudadano que antepone a sus valores personales un ideal superior: que todos alcancemos la paz necesaria para desarrollar nuestras actividades sin el riesgo de caer victimados en la escalada de violencia.
La paz, creemos, no será alcanzada entonces con medidas de choque. En el escenario violento que vivimos es fundamental pensar en políticas de largo aliento, pues resulta inadmisible imaginar que debamos acostumbrarnos al miedo y a la superabundante presencia de las fuerzas de seguridad municipales, estatales y federales. Lo deseable es, por supuesto, alcanzar los estadios de paz a los que estábamos relativamente habituados, pero tan importante como eso es pensar que dicha paz no excluye el imperativo de alcanzar justicia social, oportunidades de trabajo, educación y, en general, una vida digna para todos los mexicanos. El uso de la fuerza debe ser por ello, apenas, un dique coyuntural y focalizado en puntos en donde el desbordamiento de la violencia alcance cotas que atenten contra la vida del ciudadano inerme, pero de ninguna manera podemos considerar que tal uso de la fuerza pública deba ser el eje dominante de las políticas gubernamentales para establecer la paz.
Los artistas proponemos y queremos materializar lo contrario: una sociedad en la que cunda el gusto por la cultura, donde las expresiones del espíritu abunden como patrimonio principal de las comunidades, donde los niños y los adultos, donde las mujeres y los hombres, todos juntos, conformemos un espacio digno y respetuoso de las diferencias, plural, abierto a la armonía social que genera la convivencia con el bienestar material y la práctica del arte. El encuentro Artistas por la paz y la no violencia convoca a varios artistas, es verdad, pero lo más importante es que procura ser un llamamiento al ciudadano, al hombre común de todos los días cuya libertad ha sido conculcada por el miedo y que por medio del arte puede participar en la construcción de ciudadanía. Tal es un primer paso; la aspiración que guarda esta propuesta es la de repetir actividades públicas, gratuitas y voluntarias en las que gracias al arte musical, teatral, visual y literario sean expresadas las inquietudes de una sociedad que necesita conductos de expresión.
En suma, Artistas por la paz y la no violencia es un encuentro pacífico que sirve para comunicar una legítima exigencia: que nadie tiene derecho a confiscar la tranquilidad social, y que el Estado en todos sus niveles debe garantizar no sólo la paz, sino el pleno desarrollo de las potencialidades humanas en el trabajo, en la educación y en la justicia.
Paz con justicia social: he allí, pues, la divisa motriz de este primer acercamiento de los artistas y la ciudadanía.
Comarca Lagunera, julio 18 de 2009

Firmantes:
1. Armando Cuty Martínez, músico
2. Jaime Muñoz Vargas, escritor
3. Adolfo Nalda, promotor cultural
3. Eduardo Guayo Valenzuela, dibujante
4. Armando Monsi Monsiváis, cartonista
5. Alonso Licerio, grabador
6. Adela Murillo, fotógrafa
7. Prometeo Murillo, comunicador
8. Miguel Espino, fotógrafo
9. Francisco Aguirre, fotógrafo
10. Édgar Salinas, escritor
11. Martha Chávez, actriz
12. Édgar Badillo, actor
13. Erasmo Bernadac, dibujante y músico
14. Freddy Peniche, pintor
15. Guillermo Colmenero, escultor
16. Fernando Todd Rodríguez, abogado
17. Juan Carlos Esparza, músico
18. Carlos Reyes, escritor
19. Julio César Félix, escritor
20. Isidro Pérez, poeta
21. Miguel Valdés Villarreal, ciudadano
22. Guillermo Chávez, músico
23. Rafael Nájera, comunicador
24. Jaime Sifuentes, dibujante
25. Gustavo Montes, pintor
26. Fernando Lozano, fotógrafo
27. Raúl Jáquez, músico
28. Adriana Vargas, comunicóloga
29. Oswaldo Luévano, pintor y músico
30. Ana Villar, pintora
31. Daniel Maldonado, escritor
32. Alam Sarmiento, actor
33. Juan Antonio Martínez, músico
34. Pablo Ulloa, actor
35. Miguel Canseco, grabador
36. Vanessa García B., comunicadora
37. Irma Martínez M., ciudadana
38. Erón Vargas, mimo
39. Héctor Moreno, fotógrafo
40. Adolfo Perales, músico
41. Karla Bórquez, ciudadana
42. Alejandro Montes, músico
43. Francisco Zamora, músico
44. Manuel Martínez M., físico-matemático
45. Ivonne G. Ledezma, escritora
46. Paulo Gaytán, escritor
47. Cecilia Rojas Orozco, fotógrafa
48. Francisco Vanegas, músico
49. Rodolfo Rivera, músico
50. Carlos Velázquez, mscritor
51. José Valdez Perezgasga, dibujante
52. Miguel A. Valenzuela, mimo
53. Guadalupe Lozano, ciudadana
54. Arón González, actor
55. Evert Olague, músico
56. Héctor Cota, músico
57. Daniel Román, músico
58. Daniel Castillo, músico
59. Olaf Lozoya, músico
60. Renata Chapa, comunicadora
61. Claudia Galván, músico
62. Ricardo Kikín Placencia, músico
63. Daniel Villavivencio, músico
64. Eduardo Soto, músico
65. Iván Alicona, músico
66. Gilberto Herrera, músico
67. Gilberto Mendoza, actor
68. Héctor Iván González, actor
69. Cony Múzquiz, actriz
70. Antonio Valles, cardenchero
71. Fidel Elizalde, cardenchero
72. Genaro Chavarría, cardenchero
73. Guadalupe Salazar, cardenchero
74. Mirna Valdés, pintora y poeta
75. Sergio Pérez Corella, pintor
76. Jaqueline Mota, músico
77. Aldo Hermosillo, músico
78. Cristina Pérez, músico
79. Manuel Gallegos, músico
80. Luis Montañez, músico
81. Daniel Raddi, comunicador
82. Arturo Valenzuela, fotógrafo

Etapa sádica



La situación económica se ensaña contra la mayoría. Pocos, muy pocos, se salvan. En todos lados, en cualquier profesión, oficio o área de trabajo oímos de recortes, de contracción, de medidas extremas, de cierres. La cosa está de pánico y abarca tanto que prácticamente no hay, como digo, quien se salve del horror. ¿No tiene usted un primo, un cuñado, un hermano, un hijo, una novia, un amigo, un compadre que no esté en este preciso momento en la lona por culpa de todo lo que está pasando? ¿No es usted mismo una de las víctimas? Sé que sí, que pregunto de oquis, pues si usted está leyendo estos renglones quiere decir que está todavía vivo y como tal, como ser humano vivo, se roza a diario con las evidencias de la catástrofe económica. Sin exagerar, dicho esto con la mayor ecuanimidad posible, la situación está de la rechingada.
Como a todos, a mí me pasa cerca el desfile de desesperados. Yo mismo voy en él. Pero es precisamente lo que deseo reflexionar, ahora que he pasado bien a bien los cuarenta y ya, por así decirlo, tengo algo de trabajo (más o menos) seguro en las manos. Cuento. Salí de la carrera en una de las peores coyunturas económicas del país: el cierre del sexenio delamadridista. He dicho en otras ocasiones que estudié mi profesión, la de comunicólogo, con una mano adelante y otra atrás, pues en aquel periodo todos los días escuché hablar de la crisis, una crisis que se veía claramente reflejada en aumentos diarios a todos los productos, en una inflación que iba sobre Ferrari, a toda velocidad. Al egresar, de 22 años apenas, no tenía experiencia y me las vi feas para que la gente creyera en mis capacidades. Recuerdo pues que tuve trabajos muy rabones, y si comparo los últimos con los primeros, pues resulta que ahora caen con un poco mayor de facilidad y son también un poco mejor pagados. Tengo más experiencia y capital curricular, pero me siento igual que cuando tenía 25 años. Eso pienso yo, pero la verdad es que en aquella lejana época nadie, absolutamente nadie creía en mi trabajo, pues la costumbre es no aceptar que un joven de 25 o 30 años sea capaz de encarar con responsabilidad y solvencia una determinada chamba. Fue menester entonces que pasara el tiempo, que se afinaran mis objetivos y mis capacidades, y, sobre todo, que se fuera tejiendo sin querer una pequeña red de relaciones que bien o mal sirve para que hoy caiga una chambita por aquí y otro día por allá. Es simplemente la lenta conquista del crédito, la habilidad que cada uno va puliendo para que el otro le crea, y eso opera tanto para el plomero como para el médico, tanto para el carpintero como para la contadora pública, tanto para la secre como para el escritor.
Al tratar hoy, por mi trabajo, a muchos jóvenes de entre 22 y treinta y tantos años, no dejo de alarmarme por la enorme carga de frustración que el mercado laboral les está infligiendo en este momento. Es una crueldad. Varios tienen la ventaja de no estar casados ni tener hijos, de vivir con sus padres y no padecer “compromisos fuertes”. Pese a ello, ya no son considerados muchachos dignos de manutención, pero tampoco adultos en pleno dominio de sus habilidades. No tienen relaciones firmes que los puedan ayudar, pues sus coetáneos andan en las mismas. Son los recién egresados o los que apenas cuentan con unos pocos años de experiencia en trabajos menores, los habitantes de esa etapa sádica en la que no son jóvenes ni son adultos plenos. A ellos, que son legión, la crisis actual los tiene contra la espada y el precipicio, como si este país se especializara en fomentar no las capacidades y el talento, sino la parálisis y la desdicha que a la postre cuajan en resentimiento.
A ellos, a esos millones de jóvenes que andan por allí nomás, a veces ya ni luchando, con la guardia baja, tristones y sin un clavo en el bolsillo y derrotados a diario por la minusvaloración de sus capacidades, ¿qué puede decirles el presidente del empleo? Ya sé, un embuste: que hay (léase esto con un obvio jajá) signos alentadores y nos vamos recuperando.

viernes, agosto 21, 2009

Galería santista 1 (fotos de Óscar Wong)





















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In articulo mortis



¿Qué mal, qué catástrofe, qué ruina, qué debacle, qué cataclismo, qué demonios, en fin, hace falta que le pase a México para que comprobemos que sus gobiernos ya no pueden maniobrar y sólo tensan más y más el hilo de la simulación? Porque nunca como ahora un ocupante de la presidencia, haiga llegado como haiga llegado a ese pedestal, tuvo que hablar con tanta falsedad como a diario lo hace Calderón. Sus discursos, multiplicados campanudamente por la tele, son sartas ora de regaños, ora de triunfalismos sin cafeína, ora de resignaciones, ora de lo que sea, menos de aceptación contundente e inequívoca del desastre al que nos arrojó no tanto la crisis del exterior, sino los sucesivos gobiernos que hemos padecido, mafias que combinan lo político y lo empresarial para hacer negocios con la cosa pública.
Soy de los que creen que el antiguo régimen, el llamado priato o familia revolucionaria, tronó en el sexenio de De la Madrid. A partir de allí, con el salinismo como embrague, comenzó la Tremenda Rapiña que quintaesenció los peores hábitos de la corrupción mexicana. El tráfico de influencias agarró vuelo, los partidos se convirtieron en negocios y los bienes de la nación comenzaron a ser saqueados y/o vendidos, que para el caso es lo mismo. Hubo en el foxato un remedo de esperanza, un sainete dizque transicional encabezado por un orate que en el cortísimo plazo fue castigado con el descrédito y una votación en contra revertida sólo con chanchullos que permitieron la instalación de la camorra hoy gobernante. Mientras eso ocurría, la cuerda de la simulación se tensaba y se tensaba hasta llegar casi a su límite de resistencia. En estos días, la economía que es espejo de desastre no deja de emitir signos desalentadores. A diario vemos que los despidos, que los precios, que la inversión y sus adláteres nublan más el firmamento para los mexicanos, sobre todo para aquellos que atávicamente han vivido en la miseria y, ahora, para muchos que de golpe pierden sus empleos y quedan a merced de la penuria.
Los datos que dio ayer el Inegi no acarician ni mínimamente los corazones más optimistas. Si alguien creía en la recuperación, la mala, la pésima noticia es que dicho oxígeno no está a la vista. Al contrario, el segundo tercio del año registró una contracción del 10.3 por ciento, lo que traducido al español callejero significa que ya superamos para abajo la crisis del 95, cuando en el segundo tercio de ese año la economía se contrajo un 9.2 por ciento.
Sé que no hay recetas, que los especialistas opinan esto o lo otro y polemizan, se contradicen, debaten apoyados en la escuela económica de sus simpatías. Un primer paso, sin embargo, para comenzar la etapa de la recuperación (con lo que hago evidente mi cuota ya residual de optimismo) es asimilar la parte de culpa que nos corresponde como ciudadanos. Allá, en Gran Allá, no van a cambiar, así que tal vez a ras de tierra es quizá donde está el utópico remedio. Y digo utópico porque toda forma de cambio profundo a la estructura dominante no se dará con la buena intención del ciudadano afectado ya sádicamente por los gobiernos. No basta pues que la buena intención sea mayoritaria si se dispersa y tira para cualquier rumbo. El asunto de la participación es complejo, lo sé, pero un primer asomo de orientación política es no volver jamás a creer en los que históricamente hemos creído. No es por allí. Y no estoy seguro de que sea por otro rumbo, pero al menos por el de los dos regímenes que ya nos han gobernado es claro que no tenemos escapatoria.
De acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de Política Social (Coneval), la población en estado de shock por pobreza es del 47.4 por ciento, es decir, 50.6 millones (¡millones!) de mexicanos. Ante eso no queda más remedio: hay que descreer urgentemente, ya.

jueves, agosto 20, 2009

El brigadier de los Zarzosa



Por esos vericuetos que tiene la vida cultural, y por el azar que a veces es generoso, supe de Jorge Andrés Zarzosa Garza en abril de este año. Oriundo de Torreón, abogado por la UAdeC, especialista en derecho agrario, Zarzosa Garza se enteró por una cadena de amigos comunes que yo podía ayudarlo con un proyecto histórico-literario que para entonces ya mostraba notable avance. Desde mi primera reunión con él advertí su bonhomía, el desprendido y cordial trato que prodiga a sus amigos. Vi además, como ya dije, que su proyecto de libro acusaba grandes adelantos, pues prácticamente tenía armadas las dos partes que configuran el trabajo y para entonces, asimismo, había digitalizado todas las fojas del documento matriz y motriz del libro que esta noche nos convoca.
Así pues, poco podía ayudar yo en ese ambicioso conjunto de quehaceres intelectuales. A Jorge Zarzosa le apoquiné, eso sí, algunas observaciones, colaboré módicamente en ciertos aspectos de la edición y a fines de junio vi cristalizar el sueño de su autor: que El brigadier estuviera listo para ser presentado en San Luis Potosí, tierra donde nació el personaje protagónico de la obra y en la que al autor deseaba vindicar la memoria no sólo de Pedro Joseph Zarzosa de Oviedo, sino de todos los que con ese primer apellido desparramaron, primero en tierras potosinas, luego en varias partes del país, significativos ejemplos de entusiasmo empresarial, cívico y religioso cuyos ecos llegan hasta nuestros días.
Jorge Andrés Zarzosa logró contagiarme, pues, su inusitado entusiasmo. Digo inusitado porque, como sabemos, la gesta independentista y sus personajes no han sido ni son particularmente socorridos en La Laguna, zona donde el movimiento revolucionario, y en particular la figura de Villa, le ha ganado terreno a cualquier otro hecho histórico de corte militar. El abogado torreonense, sin embargo, me dejó evidente desde el principio su tenaz obsesión por alcanzar tres objetivos: 1) publicar el libro sobre Pedro Zarzosa; 2) hacerlo en el contexto de la celebración por el bicentenario y 3) editarlo en La Laguna sin escatimar la demanda de recursos. Contra el reloj, Zarzosa Garza dedicó meses enteros a su propósito; la causa remota de esa meta podemos localizarla en su niñez, cuando en el ajetreo festivo y vacacional de las reuniones familiares escuchó hablar, no sin veneración, de El Libro (así, con mayúscula). Se trataba, como lo vemos en El brigadier, de un legajo de papeles añosos y celosamente ocultos a las miradas, sacralizado, casi mítico en el ámbito de los Zarzosa. Muy pocos lo habían visto, pero se hablaba de él en reverente secreto, acaso nomás para mantener viva su presencia en el imaginario familiar.
El niño, luego el adolescente y después el joven adulto Jorge Andrés Zarzosa resguardó en su memoria el fantasma de El Libro. Dos, tres décadas pasaron hasta que vio la oportunidad de acceder al legajo; cuando al fin estuvo frente a él, la inquietud comenzó a disolverse y devino asombro. La lectura de las antiguas caligrafías le reveló el perfil de un hombre extraordinario, un personaje central de nuestra independencia y sin embargo marginado del plano estelar que merecía. Daba la casualidad, además, de que aquel personaje era uno de sus decimonónicos parientes. La respuesta ante tal deslumbramiento fue inmediata: estalló en el Zarzosa actual la urgencia de escribir algo, lo que fuera, para sacar de las sombras al brigadier Zarzosa, y la coyuntura del bicentenario se convertía en inmejorable momento para que el novohispano pasara a ocupar su merecido pedestal…
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Nota del editor: El brigadier fue presentado en el auditorio del Museo Arocena. Lo comentamos Lidia Acevedo, Jorge Zarzosa y yo.

miércoles, agosto 19, 2009

Historia de Miel de maple



El pasado que recuerdo sobre Miel de Maple se remonta a la segunda época de Miguel Báez Durán en el taller literario de la UIA Laguna. Para hablar de él, por ello, primero debo comentar algo sobre la presencia de su autor en aquel espacio que durante casi diez años tuve bajo mi responsabilidad en la Ibero. Aquel taller literario surgió a mediados de los noventa. Laura Leal, coordinadora de asuntos culturales, me invitó un día a diseñar una serie de sesiones literarias para los jóvenes que dentro de la universidad tuvieran interés en escribir. Acepté. Para entonces, yo daba clases los martes y los viernes, así que colocamos el taller en el horario más viable dentro de la dinámica de la UIA: los miércoles, el día más despejado de actividades académicas. Batallé mucho al principio para pepenar alumnos: por mucho interés que tuvieran, pocos estaban dispuestos a echar una vuelta extra a la universidad, ya que su carga principal de materias estaba distribuida entre lunes-martes y jueves-viernes. Los miércoles, pues, servían para tareas, para deportes o simplemente para tomar aire a media semana.
Aquel taller logró sobrevivir, sin embargo, a su más difícil época: la primera. No tenía límite de alumnos, pero sólo asistían tres o cuatro; durante algunos meses, por ello, peligró ese pequeño oasis literario. Azucena Cárdenas, Alfredo Máynez, Alberto Rodríguez Román y otros pocos, uno o dos más, asistían con regularidad y le daban oxígeno de supervivencia a nuestro espacio. Fue por 1996, poco más o menos, cuando cayó por allí Miguel Báez Durán. Ya para entonces yo no creía en las vocaciones encendidas que muestran los recién ingresados a un taller, es decir, que ya en aquel momento yo escuchaba con respetuoso escepticismo a los jóvenes que afirmaban, con más seguridad que García Márquez, que lo suyo era este rollo de leer y escribir, que desde chicos habían borroneado miles y miles de cuartillas y que definitivamente, sin duda, sin discusión, duélale a quien le duela, su vocación estaba en la creación literaria. Muchas veces me pasó escuchar a esos jóvenes decididos que muy pronto se desinflaban, aguantaban dos sesiones y luego se largaban a ver si en teatro o en pintura o en taekwondo o en manualidades sí hallaban su vocación.
Por eso fue para mí muy llamativo que cierto día llegara un joven estudiante de derecho que se presentó como Miguel Báez Durán. Cuando le pregunte cuál había sido hasta el momento su experiencia literaria, Miguel dijo, sin aspavientos y con una mesura que después me pareció fina modestia, que le gustaba leer y escribir, y que lo hacía desde niño. Así nomás. No dijo “tengo ya diez novelas inéditas y he leído a todos los clásicos”, como suelen hacerlo muchos jóvenes un tanto desorientados. Dijo simplemente que le gustaba leer y escribir, es decir, lo básico, lo único que se requiere para trabajar en un taller literario.
La etapa inicial de Miguel Báez como tallerista cubrió los años que le faltaban para graduarse como abogado. Me mostró sus primeros cuentos y creo haber sido útil para orientar algunas de sus mejores virtudes. Fue de los pocos, recuerdo, que en verdad quiso tallerear su obra, que a medida que avanzaba la crítica de un cuento lo pulía y lo repulía tantas veces como fuera necesario. Recuerdo que a uno de ellos, un tanto chantajista en lo emotivo, jamás pudimos darle cuadratura y creo que mejor lo dejamos por la paz, que es lo mejor que un escritor puede hacer cuando un texto parece no tener remedio ni con cirugía mayor.
Miguel se tomó muy en serio lo del taller. Creo que se sentía obligado a llevar un cuento por semana, así que me sentí obligado a contenerlo: nadie es capaz de hacer un cuento por semana. Al menos, de cuentos verdaderamente buenos. Pero como vi que tenía mucho impulso para escribir, le propuse una salida. ¿Te gustaría hacer algo de periodismo? Eso sí se puede trabajar más deprisa, más a la primera, de botepronto. Me respondió que sí. Le pregunté luego por sus gustos, por lo que leía. Yo tenía la idea de enrumbarlo por la reseña bibliográfica, por la escritura sobre libros. Miguel me dijo que le gustaba mucho el cine, y fue entonces que tuve la idea de comentarle lo que sigo creyendo: faltan buenos críticos de cine en este seco rincón del mundo. Como yo tenía bajo mi cargo el espacio cultural la tolvanera, ahí le abrí cancha a las reseñas de Miguel en una columna que titulamos “El bueno, el malo y el feo”, donde el autor se refería siempre a tres filmes: uno bueno, uno malo y otro feo. Esa era la idea, y Miguel la despachó con tanta solvencia que sigo creyendo, con pruebas a la mano, que ese momento fue el mejor que ha tenido la crítica de cine en La Laguna no sólo por la forma de la escritura, sino por el informado y agudo fondo de los comentarios.
Miguel egresó a finales de los noventa y se fue a estudiar la maestría en letras a la Universidad de Calgary, en Canadá. Tras dos o tres años, no recuerdo, de estancia en el aquellas heladas tierras, volvió a Torreón y se integró como maestro a la UIA. Para entonces (les hablo de 2000 o 2001, más o menos) yo seguía con el taller literario, pero ahora en su versión sobrepoblada. Por una de esas gratas casualidades que la vida nos pone en el camino, una generación importante de muchachos se acercó al taller y aunque los talentos eran desiguales, ninguno faltaba a las sesiones. Recuerdo que llegamos a tener reuniones con diez o doce comensales entre los que estaban o estuvieron Daniel Herrera, Enrique Sada, Édgar Salinas, René Orozco, Alberto de la Fuente, César Cano, Idoia Leal, Salvador Sáenz, entre los que más recuerdo. A ese grupo se integró Miguel Báez Durán en lo que ahora puedo llamar su segunda etapa como miembro del taller que yo coordinaba. Por supuesto, Miguel había madurado sobremanera. Su prosa era ya muy segura, había visto muchísimo más cine y sus lecturas habían crecido notablemente. Ocupaba un lugar en el taller, pero casi estoy seguro que ya no lo necesitaba, salvo quizá por lo grato de la convivencia.
En alguna de aquellas sesiones llevó un cuento con temática canadiense-mexicana. La anécdota transcurría, digamos, en Calgary, pero el protagonista era mexicano. El cuento era largo y eficaz, y por eso fue bien recibido por los lectores del taller, y me incluyo. Fue por eso que, delante de todos, le dije a Miguel: aquí está una veta, un libro de cuentos con unidad; ¿por qué no escribes una serie de relatos donde explores la relación entre México y Canadá? Traes muchas visiones, muchas anécdotas, y sobre todo traes un montón de referentes culturales, la posibilidad de hacer paralelismos entre los dos países. Miguel, para no variar, lo tomó en serio, demasiado en serio, y cada dos semanas, durante varios meses, nos sorprendió con sus cuentos hechos con águila y serpiente más hoja de arce. Todos eran buenos, y a la larga, en menos de un año debo decir, configuraron el libro que, siete u ocho años después, presentamos una noche: ésta.

Nota del editor: Texto leído en la presentación de Miel de maple celebrada el 17 de agosto de 2009; compartimos la mesa Miguel Báez, Daniel Lomas y yo. El libro está a la venta en las librerías Punto y aparte, del FCE del Teatro Martínez y de la Coordinación de la UAdeC).
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A continuación, la reseña de Daniel Lomas sobre Miel de maple:
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Jarabe de ácido
Daniel Lomas

Allá por finales de los años noventa, supe de oídas que Miguel Báez era un joven “lagunero” que andaba de viaje en Canadá. Que recién había egresado de las filas de la carrera en Derecho. Que escribía cuentos. O que era un escritor en cierne. Que momentáneamente había guardado en el clóset el traje y la corbata bien planchados del abogado litigante y en cambio había entintado su bolígrafo en esta sopa de letras que es la literatura, por cierto, no menos valiosa que la ciencia jurídica aunque tampoco más vital que la oncología, la ingeniería, la carpintería o la profesión que sea. Así pues, a Miguel Báez le había llegado su hora de empacar los sueños y los libros en una sola maleta y emigrar con un boleto de avión hacia a Canadá. La moneda de la suerte estaba en el aire y él apostaba su futuro en tierras extranjeras. Tiempo después lo conocí en persona, cuando él vino a pasar unas vacaciones aquí en Torreón, la capital del polvo. Y en principio de cuentas debo aclarar que aquel Miguel Báez a quien yo traté era alguien más bien callado, inteligente, reservado, que sabía mantenerse al margen observando todo con un ojo agudo, quizá de crítica, quizá de prudencia. Era más bien amigo del silencio, aunque no por eso estaba peleado con la risa ni la desdeñaba. Un Miguel Báez sin otro vicio mejor definido que el de la lectura voraz. Y además de todo, era un verdadero devoto del cine, de verlo en cantidades industriales y comentarlo después, por escrito, claro está. En fin, pido disculpas por este morbo mío de proporcionar la media filiación de las personas antes que comentar sobre el libro Miel de maple, que en realidad es para lo que fui invitado. Pido disculpas, mas sé que siempre es más importante el hombre que la letra.
Y bueno, no quiero soltar todavía este hilo del que vengo tirando. Me acuerdo de unos versos hermosos de Jaime Gil de Biedma que dicen: “eran los bellos tiempos de la juventud, cuando dejar atrás padres y patria es sentirse más libre para siempre”. O quién no recordará esa guitarra ronca de cuerdas lentas que canta: “No soy de aquí ni soy de allá”. Cierto, no somos más que turistas de paso por el mundo, no obstante que a veces es fácil olvidarlo. Cierto, alguna vez también nosotros hemos quemado las naves y zarpado hacia otros puertos. El viaje, en cierta forma, además de ser una fuga para los sentidos, además de virar en ciento ochenta grados nuestra existencia, el viaje nos vuelve poco a poco ciudadanos de ningún lugar, extranjeros de todos los sitios, sin más país que la conciencia encerrada entre las cuatro paredes de una habitación o bien entre las dos páginas del libro que sostenemos en las manos. El viaje es, por otra parte, sinónimo de nuestra fugacidad humana. Estamos de paso por el mundo, y en esta carne de hombre está inscrita una fecha de caducidad, somos perecederos.
No piensen ustedes que estoy hablando a tontas y locas, aunque tampoco estoy hablando de otra manera. En suma, lo que pretendo decir es que éstos y otros elementos se relacionan íntimamente con Miel de maple. Miguel Báez, allá en Calgary, Canadá, realizó una maestría en Letras Españolas y además de ese diploma regresó con un tomito de su autoría bajo el brazo, titulado Un comal lleno de voces, libro ensayístico sobre el gran Rulfo. Ahora bien, puedo afirmar casi categóricamente que Miel de maple es un fruto que maduró a partir de aquellas las primeras andanzas canadienses de Miguel. Nos pudo haber regalado una bitácora de viajero, o crónicas, o estampas del país de la bandera de arce, mas no fue así.
Miel de maple es una colección de doce cuentos. Y a pesar de que el título nos remite a ese jarabe empalagoso que guardamos entre los pomos de la alacena y que bien puede enviar al hospital a más de un paciente acometido por un coma diabético, paradójicamente, en el libro de Miguel nos encontramos con una escritura fuerte en cucharadas de ácido, en cucharadas de mordacidad, de ironía y de risa.
En términos generales, los personajes son tipos muy libres. Digamos que practican la libertad hasta el extremo de la rebeldía y a veces el cinismo. Son ciudadanos a los que no les interese mucho ser modelos ejemplares en conducta, ni sacar una calificación de diez en lecciones de civismo. No transigen con las mentiras de la sociedad, y en ese sentido son unos francotiradores que acechan la farsa, la corruptela íntima de sí mismos y de los otros. Ahora bien, uno de los denominadores comunes más marcados a lo largo del libro es que los personajes son seres que están de paso. Quiero decir, a veces son mexicanos radicados sobre el suelo de hielo de Canadá, o bien son canadienses que pasean por el suelo tricolor de México. O séase, son como plantas en el aire, fulanos cuya raíz se encuentra plantada lejos en otro sitio. Quizá eso mismo los vuelve más libres e intrépidos para no contemporizar con nadie, para no soportan la costra de mentiras que recubre a toda sociedad y a muchos seres humanos.
Por ejemplo, el cuento Tuertas nos cuenta la historia de una anciana viuda, de ochenta y pico de años, que vive en la más absoluta de las soledades. Una persona que ha quedado tan rotundamente sola que poco a poco va supliendo la falta de calor humano con la compañía de animales, pues en este caso, ella vive rodeada por una tropa inaudita de sesenta y siete gatos, en una atmósfera devastada por el caos y la inmundicia que defecan y orinan los pequeños felinos. Luego, la pestilencia que destila la vivienda de la anciana alerta a los vecinos, y la historia de su abandono es transmitida a través de un canal de televisión. Una brigada de samaritanos se ofrece entonces para ayudar a la anciana en las faenas de limpieza. Sin embargo, conforme avanza la trama descubrimos que detrás de ese acto humanitario, detrás de la buena fe aparente subyace una relación de enemistad y odio recrudecidos. Todo eso que en primera instancia parecía un acto de filantropía pura es más bien ganas de joder al prójimo, pues hay un sucio sentimiento entre vecinos mal avenidos con la anciana.
El cuento "Víctor, un Bórquez Trujillo" es la historia de un júnior irreverente, de un joven engreído, petulante, que ha crecido al amparo de los millones de sus padres y por tanto se cree dueño del mundo, con ganas de comérselo como si fuera una tajada de un pastel de fresas. Lo respaldan las malas notas y las quejas en la escuela. Es un adolescente mimado y prepotente. Por otra parte, es un ladrón sexual pues digamos que ya gozó de un devaneo con la muchacha de la limpieza y nada más la embarazó. Así que los padres se ven en el apuro de dar constantemente la cara por su hijo, de ser avales de sus fechorías. A pesar de todo, el padre le obsequia un automóvil de súper lujo, un jaguar, y Víctor Bórquez, al volante, fanfarronea con sus amigos hundiendo a fondo el zapato en el acelerador y el jaguar que ruge como un verdadero jaguar hasta que Víctor se estampa con otro vehículo y en el percance mata a otro joven. Pero él qué diablos le va a importar la muerte del otro, él se lamenta, llora y gimotea por la pérdida de su adorado jaguar. Así pues, como castigo a su pésima conducta, los padres deciden mandarlo lejos, muy lejos, a Canadá, a Vancouver, como quien mejor retira el arroz negro de un plato. Miguel Báez nos muestra aquí su mordacidad como narrador, su astucia para recrear personaje atractivo y odioso.
El cuento titulado "En ningún sitio del planeta" es quizá mi preferido dentro de esta colección. La médula de la historia radica en un hecho de sangre que como todos los hechos de sangre es estúpido y absurdo: un asesinato entre jóvenes al interior de una escuela secundaria. La cámara central con que está filmada y/o narrada la ficción, enfoca en primer plano al progenitor de un estudiante. Un padre que es un empleado canadiense pero de nacionalidad mexicana, y que un mal día, de pronto, inesperadamente, a través de la pantalla de la televisión se viene a enterar de que ha ocurrido un crimen en el plantel donde estudia su hijo, y lo peor de todo, el resultado: hay un chico muerto. Así que el padre, con el corazón desquiciado de angustia, se dirige de inmediato a la escuela del hijo y al mismo tiempo que es invadido por una sospecha: ¿qué tal si su hijo está involucrado en el suceso terrible? Como premonición, como un temor que habrá de resquebrajarlo interiormente, el padre empieza a intuir que sí, que en efecto su hijo está involucrado, pero aún se interroga sobre un detalle que ignora: ¿su hijo será la víctima o el victimario? Lo más grave de todo es que las sospechas del padre serán confirmadas más tarde. Pero en fin, no cuento más. Considero que a veces no es indispensable que el escritor sea un gran inventor historias. Quiero decir, basta con eche un vistazo a la realidad y se percate de que el mundo está plagado de huesos de cuentos, radiografías de cuentos, hilachas de cuentos o cuentos despedazados, y su tarea entonces será reconstruirlos pieza por pieza, transportarlos lo mejor posible al papel. Pensemos en Los cachorros de Vargas Llosa, que surgió de una nota periodística. O bien en la novela A sangre fría de Truman Capote, que de igual forma germina desde la realidad. El talento de Báez, en este último cuento que acabo de comentar, consiste en poseer un ojo sagaz para descubrir el hecho truculento y dramatizarlo, o literaturizarlo, por medio de la tinta impresa. En lo personal, me encantó la angustia que el relato deja caer sobre el personaje central, el padre, y que a la vez no es otra cosa que la angustia que despierta en el lector.
Asimismo, Miguel Báez explora el tema de la vida en pareja, como en los cuentos "La muda mano de Siona" o en "Blanco y rojo", y nos narra como el deterioro llega incluso a astillar el rato de placer. Recordemos que no se ha inventado aún una piedra de afilar capaz de afilar la pasión, y que por el contrario, el rechazo entre las parejas nace de la misma cotidianidad. En fin, estas son algunas muestras radiográficas de los cuentos de Báez.
Miguel Báez, decía y digo, es alguien que ha elegido que su camino sean las letras, esta sopa de letras en la que varios andamos empantanados. Pensemos que uno tiene la obligación ineluctable de inventarse un destino. Sí, el hombre nace con pies y piernas para caminar pero sin un camino trazado de antemano, y acaso por eso Miguel ha escogido este oficio juguetón y egoísta llamado literatura, este gran lujo. Miguel Báez va y viene de México a Canadá como un avión, como un péndulo, no es de aquí ni es de allá, o es de aquí y es de allá. Desertor de la ciudad del polvo, fugitivo, hijo pródigo de su familia y sus amistades. Miguel Báez, bienvenido a casa.

martes, agosto 18, 2009

Fábulas a contracorriente



No la tengo a la vista, pero sé, porque ya la vi, que la más fresca edición de Nomádica trae, como es su costumbre, colaboraciones muy interesantes. Hay dos sobre animales: el murciélago (cuya etimología, por cierto, siempre me ha impresionado: significa, en latín, “ratón ciego”) y el oso coahuilense, una de las joyas más preciadas de la fauna norteña. Yo apoquiné un texto sobre Monterroso y sus fábulas recién cuarentonas; es éste:
La oveja negra y demás fábulas vio su primera luz editorial en 1969. Eran tiempos de boom, de novelas río, de experimentación a lo grande. Cómo no, si estaba cerrando la década de La muerte de Artemio Cruz, de La ciudad y los perros, de Rayuela y de Cien años de soledad. La novela total era entonces el único camino, la contraseña exclusivísima para acceder al cielo de los monstruos. Sin regateos, las novelas mencionadas y otras tantas son, dígase lo que se diga, cúspides de la literatura latinoamericana de los sesenta y de hoy, pero no es lo único valioso que produjo ese momento de cambios, de experimentación, de revuelta con el arma de la palabra. La poesía, opacada coyunturalmente por los novelistas, siguió su nerudiana marcha sin inmutarse; el ensayo comenzó a mostrar un músculo más vigoroso, un músculo acaso entrenado en la interpretación del aire fresco que soplaba a nuestras letras. En medio de la gritería, junto a la fama alcanzada por un boom que ya era platillo fuerte en los estudios de la academia norteamericana y europea, una voz pequeña pronunció, tal vez con imprudencia, cierta palabra arcaica y casi obsoleta: fábula. La dijo sin aspavientos, como quien dice “salud” después de oír un estornudo. Esa voz y esa palabra habrían de ser, sin embargo, un llamado de atención a la tendencia verborrágica que se estaba apoderando de muchas expresiones literarias.
Efectivamente, Augusto Monterroso dio a la estampa La oveja negra y demás fábulas y con ella abrió una brecha aledaña a la supercarretera construida por el boom. No sólo eran textos brevísimos, ultracondensados, sino ofrecidos al público adulto con el disfraz de fábulas, es decir, como historias con los personajes y el tono de aquellos que alguna vez leímos a los niños para tonificar su moral, su conciencia de lo bueno y de lo malo. Ese fue el primer desafío: encarar un universo literario de novelas escritas con recursos formales vanguardistas y revolucionarios, y hacerlo con un moldecito otrora socorrido y aparentemente caduco, la fábula. El otro desafío, también evidente, fue caminar por un atajo estrecho y modesto, el del microrrelato que junto a las novelotas de 500 páginas o más era algo así como una hormiga junto a Goliat. Un tercer desafío, menos tangible pero acaso más visionario, fue el de cambiar la fórmula del fabulismo; en otras palabras, refrescar, rehidratar, reciclar un género en apariencia extinto. Si la fábula ha sido dirigida a niños y ha tenido un propósito solemnemente edificante, en el caso de La oveja negra… fue dirigida a adultos y observa un propósito irónico, socarrón, tal vez también moralista, pero de un modo anómalo, un modo que colinda con las filosofías del escepticismo. Asimismo, si las fábulas al uso nos enseñaban a tomar en serio la vida, las de Monterroso nos enseñan a tomarla (a tomarnos) menos en serio, a ver en los animales no lecciones de mejor vida para los hombres, sino lecciones de vida a secas, malas o buenas, según sea el caso.
Pasados cuarenta años, La oveja negra… conserva su frescura y al parecer se impuso al reto de sobrevivir en un mundo que de entrada le era hostil o, cuando menos, indiferente. Poco después vendría mucha escritura fragmentaria, microficciones, microtextos, cuentos súbitos, prosa poética y demás brevedades con esos y otros nombres. Pero los pasos más difíciles fueron dados, sin duda, por ese Monterroso fabuloso (fabuloso, aquí, en sentido estricto) que diez años antes había anunciado en Obras completas y otros cuentos (UNAM, 1959) que “El dinosaurio” era la viva imagen del minimalismo descreedor del prestigio obtenido, per se, por todo lo que de entrada exhibía un tamaño aparatoso.
Un ejemplo, tal vez no el más afortunado, de las corrosivas fábulas es “Sansón y los filisteos”; al leerlo da la impresión de que muchos mexicanos abrevaron en él y aprendieron al dedillo su mensaje: “Hubo una vez un animal que quiso discutir con Sanzón a las patadas. No se imaginan cómo le fue. Pero ya ven cómo le fue después a Sanzón con Dalila aliada a los filisteos. Si quieres triunfar contra Sanzón, únete a los filisteos. Si quieres triunfar sobre Dalila, únete a los filisteos. Únete siempre a los filisteos”. Moraleja: hay que leer La oveja negra y demás fábulas, un libro que nos muestra que somos, dicho esto nietzscheanamente, animales, demasiado animales.