martes, agosto 18, 2009

Fábulas a contracorriente



No la tengo a la vista, pero sé, porque ya la vi, que la más fresca edición de Nomádica trae, como es su costumbre, colaboraciones muy interesantes. Hay dos sobre animales: el murciélago (cuya etimología, por cierto, siempre me ha impresionado: significa, en latín, “ratón ciego”) y el oso coahuilense, una de las joyas más preciadas de la fauna norteña. Yo apoquiné un texto sobre Monterroso y sus fábulas recién cuarentonas; es éste:
La oveja negra y demás fábulas vio su primera luz editorial en 1969. Eran tiempos de boom, de novelas río, de experimentación a lo grande. Cómo no, si estaba cerrando la década de La muerte de Artemio Cruz, de La ciudad y los perros, de Rayuela y de Cien años de soledad. La novela total era entonces el único camino, la contraseña exclusivísima para acceder al cielo de los monstruos. Sin regateos, las novelas mencionadas y otras tantas son, dígase lo que se diga, cúspides de la literatura latinoamericana de los sesenta y de hoy, pero no es lo único valioso que produjo ese momento de cambios, de experimentación, de revuelta con el arma de la palabra. La poesía, opacada coyunturalmente por los novelistas, siguió su nerudiana marcha sin inmutarse; el ensayo comenzó a mostrar un músculo más vigoroso, un músculo acaso entrenado en la interpretación del aire fresco que soplaba a nuestras letras. En medio de la gritería, junto a la fama alcanzada por un boom que ya era platillo fuerte en los estudios de la academia norteamericana y europea, una voz pequeña pronunció, tal vez con imprudencia, cierta palabra arcaica y casi obsoleta: fábula. La dijo sin aspavientos, como quien dice “salud” después de oír un estornudo. Esa voz y esa palabra habrían de ser, sin embargo, un llamado de atención a la tendencia verborrágica que se estaba apoderando de muchas expresiones literarias.
Efectivamente, Augusto Monterroso dio a la estampa La oveja negra y demás fábulas y con ella abrió una brecha aledaña a la supercarretera construida por el boom. No sólo eran textos brevísimos, ultracondensados, sino ofrecidos al público adulto con el disfraz de fábulas, es decir, como historias con los personajes y el tono de aquellos que alguna vez leímos a los niños para tonificar su moral, su conciencia de lo bueno y de lo malo. Ese fue el primer desafío: encarar un universo literario de novelas escritas con recursos formales vanguardistas y revolucionarios, y hacerlo con un moldecito otrora socorrido y aparentemente caduco, la fábula. El otro desafío, también evidente, fue caminar por un atajo estrecho y modesto, el del microrrelato que junto a las novelotas de 500 páginas o más era algo así como una hormiga junto a Goliat. Un tercer desafío, menos tangible pero acaso más visionario, fue el de cambiar la fórmula del fabulismo; en otras palabras, refrescar, rehidratar, reciclar un género en apariencia extinto. Si la fábula ha sido dirigida a niños y ha tenido un propósito solemnemente edificante, en el caso de La oveja negra… fue dirigida a adultos y observa un propósito irónico, socarrón, tal vez también moralista, pero de un modo anómalo, un modo que colinda con las filosofías del escepticismo. Asimismo, si las fábulas al uso nos enseñaban a tomar en serio la vida, las de Monterroso nos enseñan a tomarla (a tomarnos) menos en serio, a ver en los animales no lecciones de mejor vida para los hombres, sino lecciones de vida a secas, malas o buenas, según sea el caso.
Pasados cuarenta años, La oveja negra… conserva su frescura y al parecer se impuso al reto de sobrevivir en un mundo que de entrada le era hostil o, cuando menos, indiferente. Poco después vendría mucha escritura fragmentaria, microficciones, microtextos, cuentos súbitos, prosa poética y demás brevedades con esos y otros nombres. Pero los pasos más difíciles fueron dados, sin duda, por ese Monterroso fabuloso (fabuloso, aquí, en sentido estricto) que diez años antes había anunciado en Obras completas y otros cuentos (UNAM, 1959) que “El dinosaurio” era la viva imagen del minimalismo descreedor del prestigio obtenido, per se, por todo lo que de entrada exhibía un tamaño aparatoso.
Un ejemplo, tal vez no el más afortunado, de las corrosivas fábulas es “Sansón y los filisteos”; al leerlo da la impresión de que muchos mexicanos abrevaron en él y aprendieron al dedillo su mensaje: “Hubo una vez un animal que quiso discutir con Sanzón a las patadas. No se imaginan cómo le fue. Pero ya ven cómo le fue después a Sanzón con Dalila aliada a los filisteos. Si quieres triunfar contra Sanzón, únete a los filisteos. Si quieres triunfar sobre Dalila, únete a los filisteos. Únete siempre a los filisteos”. Moraleja: hay que leer La oveja negra y demás fábulas, un libro que nos muestra que somos, dicho esto nietzscheanamente, animales, demasiado animales.