sábado, agosto 22, 2009

Etapa sádica



La situación económica se ensaña contra la mayoría. Pocos, muy pocos, se salvan. En todos lados, en cualquier profesión, oficio o área de trabajo oímos de recortes, de contracción, de medidas extremas, de cierres. La cosa está de pánico y abarca tanto que prácticamente no hay, como digo, quien se salve del horror. ¿No tiene usted un primo, un cuñado, un hermano, un hijo, una novia, un amigo, un compadre que no esté en este preciso momento en la lona por culpa de todo lo que está pasando? ¿No es usted mismo una de las víctimas? Sé que sí, que pregunto de oquis, pues si usted está leyendo estos renglones quiere decir que está todavía vivo y como tal, como ser humano vivo, se roza a diario con las evidencias de la catástrofe económica. Sin exagerar, dicho esto con la mayor ecuanimidad posible, la situación está de la rechingada.
Como a todos, a mí me pasa cerca el desfile de desesperados. Yo mismo voy en él. Pero es precisamente lo que deseo reflexionar, ahora que he pasado bien a bien los cuarenta y ya, por así decirlo, tengo algo de trabajo (más o menos) seguro en las manos. Cuento. Salí de la carrera en una de las peores coyunturas económicas del país: el cierre del sexenio delamadridista. He dicho en otras ocasiones que estudié mi profesión, la de comunicólogo, con una mano adelante y otra atrás, pues en aquel periodo todos los días escuché hablar de la crisis, una crisis que se veía claramente reflejada en aumentos diarios a todos los productos, en una inflación que iba sobre Ferrari, a toda velocidad. Al egresar, de 22 años apenas, no tenía experiencia y me las vi feas para que la gente creyera en mis capacidades. Recuerdo pues que tuve trabajos muy rabones, y si comparo los últimos con los primeros, pues resulta que ahora caen con un poco mayor de facilidad y son también un poco mejor pagados. Tengo más experiencia y capital curricular, pero me siento igual que cuando tenía 25 años. Eso pienso yo, pero la verdad es que en aquella lejana época nadie, absolutamente nadie creía en mi trabajo, pues la costumbre es no aceptar que un joven de 25 o 30 años sea capaz de encarar con responsabilidad y solvencia una determinada chamba. Fue menester entonces que pasara el tiempo, que se afinaran mis objetivos y mis capacidades, y, sobre todo, que se fuera tejiendo sin querer una pequeña red de relaciones que bien o mal sirve para que hoy caiga una chambita por aquí y otro día por allá. Es simplemente la lenta conquista del crédito, la habilidad que cada uno va puliendo para que el otro le crea, y eso opera tanto para el plomero como para el médico, tanto para el carpintero como para la contadora pública, tanto para la secre como para el escritor.
Al tratar hoy, por mi trabajo, a muchos jóvenes de entre 22 y treinta y tantos años, no dejo de alarmarme por la enorme carga de frustración que el mercado laboral les está infligiendo en este momento. Es una crueldad. Varios tienen la ventaja de no estar casados ni tener hijos, de vivir con sus padres y no padecer “compromisos fuertes”. Pese a ello, ya no son considerados muchachos dignos de manutención, pero tampoco adultos en pleno dominio de sus habilidades. No tienen relaciones firmes que los puedan ayudar, pues sus coetáneos andan en las mismas. Son los recién egresados o los que apenas cuentan con unos pocos años de experiencia en trabajos menores, los habitantes de esa etapa sádica en la que no son jóvenes ni son adultos plenos. A ellos, que son legión, la crisis actual los tiene contra la espada y el precipicio, como si este país se especializara en fomentar no las capacidades y el talento, sino la parálisis y la desdicha que a la postre cuajan en resentimiento.
A ellos, a esos millones de jóvenes que andan por allí nomás, a veces ya ni luchando, con la guardia baja, tristones y sin un clavo en el bolsillo y derrotados a diario por la minusvaloración de sus capacidades, ¿qué puede decirles el presidente del empleo? Ya sé, un embuste: que hay (léase esto con un obvio jajá) signos alentadores y nos vamos recuperando.