jueves, abril 30, 2009

El camino de la peste



El tema de la influenza me llevó de la mano al tema de la peste en la literatura. De botepronto hallé dos referencias que se me quedaron enganchadas en la memoria: “El camino de Santiago”, largo cuento de Alejo Carpentier, e inevitablemente La peste, novela de Albert Camus. Invito pues a su lectura; ambos son de fácil consecución, pues hay diferentes ediciones. El cuento de Carpentier aparece en el libro Guerra del tiempo o también en Cuentos completos. Debo decir que es, que ha sido siempre uno de mis favoritos. La vida de ese personaje llamado Juan de Amberes, descrita con el barroquismo carpenteriano, es un banquete literario. Al inicio del tranco dos, dice el narrador cubano: “Creyóse, en un comienzo, que el mal era de bubas, lo cual no era raro en gente venida de Italia. Pero, cuando aparecieron fiebres que no eran tercianas, y cinco soldados de la compañía se fueron en vómitos de sangre, Juan empezó a tener miedo”. Todo el cuento es una pieza maestra de perfección prosística, un dechado de belleza literaria. Así comienza (aparece completo en este blog), y mañana le sigo con la novela de Camus:

El camino de Santiago
Alejo Carpentier

I
Con dos tambores andaba Juan a lo largo del Escalda —el suyo, terciado en la cadera izquierda; al hombro el ganado a las cartas—, cuando le llamó la atención una nave, recién arrimada a la orilla, que acababa de atar gúmenas a las bitas. Como la llovizna de aquel atardecer le repicaba quedo en el parche mal abrigado por el ala del sombrero, todo había de parecerle un tanto aneblado —aneblado como lo estaba ya por el aguardiente y la cerveza del vivandero amigo, cuyo carro humeaba por todos los hornillos, un poco más abajo, cerca de la iglesia luterana que habían transformado en caballerizas. Sin embargo, aquel barco traía una tal tristeza entre las bordas, que la bruma de los canales parecía salirle de adentro, como un aliento de mala suerte. Las velas le estaban remendadas con lonas viejas, de colores mohosos; tenía pelos en los cordajes, musgos en las vergas, y de los flancos sin carenar le colgaban andrajos de algas muertas. Un caracol, aquí, allá, pintaba una estrella, una rosa gris, una moneda de yeso, en aquella vegetación de otros mares, que acababa de podrirse, en pardo y verdinegro, al conocer la frialdad de aguas dormidas entre paredes obscuras. Los marinos parecían extenuados, de pómulos hundidos, ojerosos, desdentados, como gente que hubiera sufrido el mal de escorbuto. Acababan de soltar los cabos de una faluca que les había arrastrado hasta el muelle, con gestos que no expresaban, siquiera, el contento de ver encenderse las luces de las tabernas. La nave y los hombres parecían envueltos en un mismo remordimiento, como si hubiesen blasfemado el Santo Nombre en alguna tempestad, y los que ahora estaban enrollando cuerdas y plegando el trapío, lo hacían con el desgano de condenados a no poner más el pie en tierra. Pero, de pronto, abrióse una escotilla, y fue como si el sol iluminara el crepúsculo de Amberes. Sacados de las penumbras de un sollado, aparecieron naranjos enanos, todos encendidos de frutas, plantados en medios toneles que empezaron a formar una olorosa avenida en la cubierta. Ante la salida de aquellos árboles vestidos de suntuosas cáscaras quedó la tarde transfigurada y un olor a zumos, a pimienta, a canela, hizo que Juan, atónito, pusiera en el suelo el tambor cargado en el hombro, para sentarse a horcajadas sobre él. Era cierto, pues, lo de los amores del Duque con lo que decían de los suntuarios caprichos de su dueña, ganosa siempre de los presentes que sólo un Alba, por mero antojo, podía hacer traer de las Islas de las Especias, de los Reinos de Indias o del Sultanato de Ormuz. Aquellos naranjos, tan pequeños y cargados, habían sido criados, sin duda, en alguna huerta de moros bautizados —que nadie los aventajaba en eso de hacer portentos con las matas—, antes de desafiar tormentas y bajeles enemigos, para venir a adornar alguna galería de espejos, en el palacio de la que arrebolaba su cutis de flamenca con los más finos polvos de coral del Levante. Y es que cuando ciertas mujeres se daban a pedir, en aquellos días de tantas navegaciones y novedades, no les bastaban ya los afeites que durante siglos se tuvieran por buenos, sino que pedían invenciones de Dinamarca, bálsamos de Moscovia y esencia de flores nuevas; si se trataba de aves, querían el papagayo indiano que dice insolencias, y en cuanto a perros, no se contentaban ya con el gozque cariñoso, sino que reclamaban falderos con traza de grifos, o animales con bastante lana para trasquilarlos de modo que tuvieran una melena berberisca donde prender lazos de color. Así, cuando el aguardiente del vivandero zamorano se subía a la cabeza de los soldados, había siempre quien se soltara la lengua, afirmando que si el Duque permanecía tanto tiempo en Amberes, con unos cuarteles de invierno que ya pasaban de cuarteles de primavera, era porque no acababa de resolverse a dejar de escuchar una voz que sonaba, sobre el mástil del laúd, como sonarían las voces de las sirenas, mentadas por los antiguos. "¿Sirenas?"—había gritado poco antes la moza fregona, gran trasegadora de aguardiente, que venía zapateando desde Nápoles, tras de la tropa. "¿Sirenas? ¡Digan mejor que más tiran dos tetas que dos carretas!" Juan no había oído el resto, en el revuelo de soldados que se apartaban del carro del vivandero sin pagar lo comido ni bebido, por temor a que algún criado del Duque anduviese por allí y denunciara la ocurrencia. Pero ahora, ante esos naranjos que eran llevados a tierra, bajo la custodia de un alferez recién llegado, le volvían las palabras de la moza, subrayadas por un espeso trazo de evidencia. Ya venían a cargar los árboles enanos unos carros entoldados que eran de la intendencia. Ahuecado el estómago por el repentino deseo de comer una olleta de panzas o roer una uña de vaca, Juan volvió a montarse en el hombro el tambor ganado a los naipes. En aquel momento observó que por el puente de una gúmena bajaba a tierra una enorme rata, de rabo pelado, como achichonada y cubierta de pústulas. El soldado agarró una piedra con la mano que le quedaba libre, meciéndola para hallar el tino. La rata se había detenido al llegar al muelle, como forastero que al desembarcar en una ciudad desconocida se pregunta dónde están las casas. Al sentir el rebote de un guijarro que ahora le pasaba sobre el lomo para irse al agua del canal, la rata echó a correr hacia la casa de los predicadores quemados, donde se tenía el almacén del forraje. Sin pensar más en esto, Juan regresó hacia el carro del vivandero zamorano. Allí, por amoscar a la fregona, los soldados de la compañía coreaban unas coplas que ponían a las de su pueblo de virgos cosidos, pegadoras de cuernos y alcahuetas. Pero, en eso pasaron los carros cargados de naranjos enanos, y hubo un repentino silencio, roto tan sólo por un gruñido de la moza, y el relincho de un garañón que sonó en la nave de los luteranos como la misma risa de Belcebú.
II
Creyóse, en un comienzo, que el mal era de bubas, lo cual no era raro en gente venida de Italia. Pero, cuando aparecieron fiebres que no eran tercianas, y cinco soldados de la compañía se fueron en vómitos de sangre, Juan empezó a tener miedo. A todas horas se palpaba los ganglios donde suele hincharse el humor del mal francés, esperando encontrárselos como rosario de nueces. Y a pesar de que el cirujano se mostraba dudoso en cuanto a pronunciar el nombre de una enfermedad que no se veía en Flandes desde hacía mucho tiempo a causa de la humedad del aire, sus andanzas por el reino de Nápoles le hacían columbrar que aquello era peste, y de las peores. Pronto supo que todos los marineros del barco de los naranjos enanos yacían en sus camastros, maldiciendo la hora en que hubieran respirado los aires de Las Palmas, donde el mal, traído por cautivos rescatados de Argel, derribaba las gentes en las calles, como fulminadas por el rayo. Y como si el temor al azote fuese poco, la parte de la ciudad donde se alojaba la compañía se había llenado de ratas. Juan recordaba, como alimaña de mal agüero, aquella rata hedionda y rabipelada, a la que había fallado por un palmo, en la pedrada, y que debía ser algo así como el abanderado, el pastor hereje, de la horda que corría por los patios, se colaba en los almacenes, y acababa con todos los quesos de aquella orilla. El aposentador del soldado, pescadero con trazas de luterano, se desesperaba, cada mañana, al encontrar sus arenques medio comidos, alguna raya con la cola de menos y la lamprea en el hueso, cuando un bicho inmundo no estaba ahogado, de panza arriba, en el vivero de las anguilas. Había que ser cangrejo o almeja, para resistir al hambre asiática de aquellas ratas llagadas y purulentas, venidas de sabe Dios qué Isla de las Especias, que roían hasta el correaje de las corazas y el cuero de las monturas, y hasta profanaban las hostias sin consagrar del capellán de la compañía. Cuando un aire frío, bajado de los pastos anegados, hacía tiritar el soldado en el desván bajo pizarra que tenía por alojamiento, se dejaba caer en su catre, gimoteando que ya se le abrasaba el pecho y le dolían las bubas, y que la muerte sería buen castigo por haber dejado la enseñanza de los cantos que se destinan a la gloria de Nuestro Señor, para meterse a tambor de tropa, que eso no era arte de cantar motetes, ni ciencia del Cuadrivio, sino música de zambombas, pandorgas y castrapuercos, como la tocaban, en cualquier alegría de Corpus, los mozos de su pueblo. Pero, con un parche y un par de vaquetas se podía correr el mundo, del Reino de Nápoles al de Flandes, marcando el compás de la marcha, junto al trompeta y al pífano de boj. Y como Juan no se sentía con alma de clérigo ni de chantre, había trocado el probable honor de llegar a ingresar, algún día, en la clase del maestro Ciruelo, en Alcalá, por seguir al primer capitán de leva que le pusiera tres reales de a ocho en la mano, prometiéndole gran regocijo de mujeres, vinos y naipes, en la profesión militar. Ahora que había visto mundo, comprendía la vanidad de las apetencias que tantas lágrimas costaran a su santa madre. De nada le había servido repicar la carga en el fuego de tres batallas, desafiando el trueno de las lombardas, si la muerte estaba aquí, en este desván cuyos ventanales de cristales verdes se teñían tan tristemente con los fulgores de las antorchas de la ronda, al son de aquel tambor velado, tan mal tocado por esos flamencos de sangre de lúpulo que nunca daban cabalmente con el compás. La verdad era que Juan había gimoteado todo aquello del pecho abrasado y de las bubas hinchadas, para que Dios, compadecido de quien se creía enfermo, no le mandara cabalmente la enfermedad. Pero, de súbito, un horrible frío se le metía en el cuerpo. Sin quitarse las botas, se acostó en el catre, echándose una manta encima, y encima de la manta un edredón. Pero no era una manta, ni un edredón, sino todas las mantas de la compañía, todos los edredones de Amberes, los que le hubiesen sido necesarios, en aquel momento, para que su cuerpo destemplado hallara el calor que el Rey Salomón viejo tratara de encontrar en el cuerpo de una doncella. Al verlo temblar de tal suerte, el pescadero, llamado por los gemidos, había retrocedido con espanto, bajando las escaleras llenas de ratas, a los gritos de que el mal estaba en la casa, y que esto era castigo de católicos por tanta simonia y negocios de bulas. Entre humos vio Juán el rostro del cirujano que le tentaba las ingles, por debaio del cinturón desceñido, y luego fue, de repente, en un extraño redoble de cajas—muy picado, y sin embargo tenido en sordina—la llegada portentosa del Duque de Alba.
Venía solo, sin séquito, vestido de negro, con la gola tan apretada al cuello, adelantándole la barba entrecana, que su cabeza hubiera podido ser tomada por cabeza de degollado, llevada de presente en fuente de mármol blanco. Juan hizo un tremendo esfuerzo por levantarse de la cama, parándose como correspondía a un soldado, pero el visitante saltó por sobre el edredón que lo cubría, yendo a sentarse del otro lado, sobre un taburete de esparto, donde había varios frascos de barro. Los frascos no cayeron ni se rompieron, aunque un olor a ginebra se esparciera por el cuarto, como un sahumerio de sinagoga. Afuera sonaban confusas trompetas, revueltas en gran desconcierto, desafinadas, como tiritándoles las notas, en el mismo frío que tenía tableteando los dientes del enfermo. El Duque de Alba, sin desarrugar un ceño de quemar luteranos, sacó tres naranjas que le abultaban bajo el entallado del jubón, y empezó a jugar con ellas, a la manera de los titiriteros, pasándoselas de mano a mano, por encima del peinado a la romana, con sorprendente presteza. Juan quiso hacer algún elogio de su pericia en artes que se le desconocían, llamándolo, de paso, León de España, Hércules de Italia y Azote de Francia, pero no le salían las palabras de la boca. De pronto, una violenta lluvia atamborileó en las pizarras del techo. La ventana que daba a la calle se abrió al empuje de una ráfaga, apagándose el candil. Y Juan vio salir al Duque de Alba en el viento, tan espigado de cuerpo que se le culebreó como cinta de raso al orillar el dintel, seguido de las naranjas que ahora tenían embudos por sombreros, y se sacaban unas patas de ranas de los pellejos, riendo por las arrugas de sus cáscaras. Por el desván pasaba volando, de patio a calle, montada en el mástil de un laúd, una señora de pechos sacados del escote, con la basquiña levantada y las nalgas desnudas bajo los alambres del guardainfantes. Una ráfaga que hizo temblar la casa acabó de llevarse a la horrosa gente, y Juan, medio desmayado de terror buscando aire puro en la ventana, advirtió que el cielo estaba despejado y sereno. La Vía Láctea, por vez primera desde el pasado estío, blanqueaba el firmamento.
—¡El Camino de Santiago!—gimió el soldado, cayendo de rodillas ante su espada, clavada en el tablado del piso, cuya empuñadura dibujaba el signo de la cruz.
III
Por caminos de Francia va el romero, con las manos flacas asidas del bordón, luciendo la esclavina santificada por hermosas conchas cosidas al cuero, y la calabaza que sólo carga agua de arroyos. Empieza a colgarle la barba entre las alas caídas del sombrero peregrino, y ya se le desfleca la estameña del hábito sobre la piadosa miseria de sandalias que pisaron el suelo de París sin hollar baldosas de taberna, ni apartarse de la recta vía de Santiago, como no fuera para admirar de lejos la santa casa de los monjes clunicenses. Duerme Juan donde le sorprende la noche, convidado a más de una casa por la devoción de las buenas gentes, aunque cuando sabe de un convento cercano, apura un poco el paso, para llegar al toque del Angelus, y pedir albergue al lego que asoma la cara al rastrillo. Luego de dar a besar la venera, se acoge al amparo de los arcos de la hospedería, donde sus huesos, atribulados por la enfermedad y las lluvias tempranas que le azotaron el lomo desde Flandes hasta el Sena, sólo hallan el descanso de duros bancos de piedra. Al día siguiente parte con el alba, impaciente por llegar, al menos, al Paso de Roncesvalles, desde donde le parece que el cuerpo le estará menos quebrantado, por hallarse en tierra de gente de su misma lana. En Tours se le juntan dos romeros de Alemania, con los que habla por señas. En el Hospital de San Hilario de Poitiers se encuentra con veinte romeros más, y es ya una partida la que prosigue la marcha hacia las Landas, dejando atrás el rastrojo del trigo, para encontrar la madurez de las vides. Aquí todavía es verano, aunque se cumplen faenas de otoño. El sol demora sobre las copas de los pinos, que se van apretando cada vez más, y entre alguna uva agarrada al paso, y los descansos de mediodía que se hacen cada vez más largos, por lo oloroso de las hierbas y el frescor de las sombras, los romeros se dan a cantar. Los franceses, en sus coplas, hablan de las buenas cosas a que renunciaron por cumplir sus votos a Saint Jacques; los alemanes garraspean unos latines tudescos, que apenas si dejan en claro el Herru Sanctiagu! Got Sanctiagu! En cuanto a los de Flandes, más concertados, entonan un himno que ya Juan adorna de contracantos de su invención: "¡Soldado de Cristo, con santas plegarias, a todos deñendes, de suertes contrarias!"
Y así, caminando despacio, llevando fila de más de ochenta peregrinos, se llega a Bayona, donde hay buen hospital para espulgarse, poner correas nuevas a las sandalias, sacarse los piojos entre hermanos, y solicitar algún remedio para los ojos que muchos, a causa del polvo del camino, traen legañosos y dañados. Los patios del edificio son hervideros de miserias, con gente que se rasca las sarnas, muestra los muñones, y se limpia las llagas con el agua del aljibe. Hay quien carga lamparones que no sanaron ni con el tocamiento del Rey de Francia, y otro que jinetea un banco para descansar del estorbo de partes tan hinchadas, que parecen las verijas del gigante Adamastor. Juan el Romero es de los pocos que no solicitan remedios. El sudor que tanto le ha pringado el sayal cuando se andaba al sol entre viñas, le alivió el cuerpo de malos humores. Luego, agradecieron sus pulmones el bálsamo de los pinos, y ciertas brisas que, a veces, traían el olor del mar. Y cuando se da el primer baño, con baldes sacados del pozo santificado por la sed de tantos peregrinos, se siente tan entonado y alegre, que va a despacharse un jarro de vino a orillas del Adur, confiando en que hay dispensa para quien corre el peligro de resfriarse luego de haberse mojado la cabeza y los brazos por primera vez en varias semanas. Cuando regresa al hospital no es agua clara lo que carga su calabaza, sino tintazo del fuerte, y para beberlo despacio se adosa a un pilar del atrio. En el cielo se pinta siempre el Camino de Santiago. Pero Juan, con el vino aligerándole el alma, no ve ya el Campo Estrellado como la noche en que la peste se le acercara con un tremebundo aviso de castigo por sus muchos pecados. A tiempo había hecho la promesa de ir a besar la cadena con que el Apostol Mayor fuese aprisionado en Jerusalem. Pero ahora, descansado, algo bañado, con piojos de menos y copas de más, empieza a pensar si aquella fiebre padecida sería cosa de la peste, y si aquella visión diabólica no sería obra de la fiebre. El gemido de un anciano con media cara comida por un tumor, que yace a su lado, le recuerda al punto que los votos son votos, y metiendo la cabeza en el rebozo de la esclavina, se regocija pensando que llegará con el cuerpo sano, donde otros otros prosternarán sus llagas y costras, luego de pasarlas, inseguros aún del divino remiendo, bajo el arco de la Puerta Francina. La salud recobrada le hace recordar, gratamente, aquellas mozas de Amberes, de carnes abundosas, que gustaban de los flacos españoles, peludos como chivos, y se los sentaban en el ancho regazo, antes del trato, para zafarles las corazas con brazos tan blancos que parecían de pasta de almendras. Ahora sólo vino llevará el romero en la calabaza que cuelga de los clavos de su bordón.
IV
El camino de Francia arroja al romero, de pronto, en el alboroto de una feria que le sale al paso, entrando en Burgos. El ánimo de ir rectamente a la catedral se le ablanda al sentir el humo de las frutas de sartén, el olor de las carnes en parrilla, los mondongos con perejil, el ajimójele, que le invita a probar, dadivosa, una anciana desdentada, cuyo tenducho se arrima a una puerta monumental, flanqueada por torres macizas. Luego del guiso, hay el vino de los odres cargados en borricos, más barato que el de las tabernas. Y luego es el dejarse arrastrar por el remolino de los que miran, yendo del gigante al volatinero, del que vende aleluyas en pliego suelto, al que muestra, en cuadros de muchos colores, el suceso tremendo de la mujer preñada del Diablo, que parió una manada de lechones en Alhucemas. Allí promete uno sacar las muelas sin dolor, dando un paño encarnado al paciente para que no se le vea correr la sangre, con ayudante que golpea la tambora con mazo, para que no se le oigan los gritos; allá se ofrecen jabones de Bolonia, unto para los sabañones, raíces de buen alivio, sangre de dragón. Y es el estrépito de siempre, con la fritura de los buñuelos, y el desafinado de las chirimlas, con algún perro de jubón y gorro, que viene a pedir limosna para el pobre tullido caminando en las patas traseras, como cristiano. Cansado de verse zarandeado, Juan el Romero se detiene, ahora, ante unos ciegos parados en un banco, que terminan de cantar la portentosa historia de la Arpía Americana, terror del cocodrilo y el león, que tenía su hediondo asiento en anchas cordilleras e intrincados desiertos:
—Por una cuantiosa suma
La ha comprado un europeo,
Y con ella se vino a Europa;
En Malta desembarcóla,
Desde allí fue al país griego,
Y luego a Constantinopla,
Toda la Tracia siguiendo.
Allí empezó a no querer Admitir los alimentos,
Tanto que a las pocas semanas
Murió rabiando y rugiendo.
CORO: Este fin tuvo la Arpía
Monstruo de natura horrendo,
Ojalá todos los monstruos
Se murieran en naciendo.

Por no dar limosna, los que escuchaban en segunda fila se escurren prestamente, riendo de los ciegos que descargan su enojo en la prosapia de los tacaños; pero otros ciegos les cierran el paso un poco más lejos, cerca de donde se representa, en retablo de títeres, el sucedido de los moros que entraron en Cuenca disfrazados de carneros. Escapando de la Arpía Americana, Juan se ve llevado a la Isla de Jauja, de la que se tenían noticias, desde que Pizarro hubiera conquistado el Reino del Perú. Aquí los cantores tienen la voz menos rajada, y mientras uno ofrece oraciones para las mujeres que no paren, el jefe de los otros, ciego de grande estatura, tocado por un sombrero negro, bordonea con larguísimas uñas en su vihuela, dando fin al romance:
—Hay en cada casa un huerto
De oro y plata fabricado
Que es prodigio lo que abunda
De riquezas y regalos.
A las cuatro esquinas de él
Hay cuatro cipreses altos:
El primero de perdices,
El segundo gallipavos,
El tercero cría conejos
Y capones cría el cuarto.
Al pie de cada ciprés
Hay un estanque cuajado
Cual de doblones de a ocho,
Cual de doblones de a cuatro.

Y ahora, dejando la tonada de la copla para tomar empaque de pregonero de levas, concluye el ciego con voz que alcanza los cuatro puntos de la feria, alzando la vihuela como estandarte:
—¡Ánimo, pues, caballeros,
Ánimo, pobres hidalgos,
Miserables buenas nuevas,
albricias, todo cuitado!
¡Que el que quiere partirse
A ver este nuevo pasmo
Diez navíos salen juntos
De Sevilla este año...!

Vuelven a escurrirse los oyentes, otra vez injuriados por los cantores, y se ve Juan empujado al cabo de un callejón donde un indiano embustero ofrece, con grandes aspavientos, como traídos del Cuzco, dos caimanes rellenos de paja. Lleva un mono en el hombro y un papagayo posado en la mano izquierda. Sopla en un gran caracol rosado, y de una caja encarnada sale un esclavo negro, como Lucifer de auto sacramental, ofreciendo collares de perlas melladas, piedras para quitar el dolor de cabeza, fajas de lana de vicuña, zarcillos de oropel, y otras buhonerías del Potosí. Al reír muestra el negro los dientes extrañamente tallados en punta y las mejillas marcadas a cuchillo, y agarrando unas sonajas se entrega al baile más extravagante, moviendo la cintura como si se le hubiera desgajado, con tal descaro de ademanes, que hasta la vieja de las panzas se aparta de sus ollas para venir a mirarlo. Pero en eso empieza a llover, corre cada cual a resguardarse bajo los aleros —el titiritero con los títeres bajo la capa, los ciegos agarrados de sus palos, mojada en su aleluya la mujer que parió lechones—, y Juan se encuentra en la sala de un mesón, donde se juega a los naipes y se bebe recio. El negro seca al mono con un pañuelo, mientras el papagayo se dispone a echar un sueño, posado en el aro de un tonel. Pide vino el indiano, y empieza a contar embustes al romero. Pero Juan prevenido como cualquiera contra embuste de indianos, piensa ahora que ciertos embustes pasaron a ser verdades. La Arpía Americana, monstruo pavoroso, murió en Constantinopla, rabiando y rugiendo. La tierra de Jauja había sido cabalmente descubierta, con sus estanques de doblones, por un afortunado capitán llamado Longores de Sentlam y de Gorgas. Ni el oro del Perú, ni la plata del Potosí eran embustes de indianos. Tampoco las herraduras de oro, clavadas por Gonzalo Pizarro en los cascos de sus caballos. Bastante que lo sabían los contadores de las Flotas del Rey, cuando los galeones regresaban a Sevilla, hinchados de tesoros. El indiano, achispado por el vino, habla luego de portentos menos pregonados: de una fuente de aguas milagrosas, donde los ancianos más encorvados y tullidos no hacían sino entrar, y al salirles la cabeza del agua, se les veía cubierta de pelos lustrosos, las arrugas borradas, con la salud devuelta, los huesos desentumecidos, y unos arrestos como para empreñar una armada de Amazonas. Hablaba del ámbar de la Florida, de las estatuas de gigantes vistas por el otro Pizarro en Puerto Viejo, y de las calaveras halladas en Indias, con dientes de tres dedos de gordo, que tenían una oreja sola, y ésa, en medio del colodrillo. Había, además, una ciudad, hermana de la de Jauja, donde todo era de oro, hasta las bacías de los barberos, las cazuelas y peroles, el calce de las carrozas, los candiles. "¡Ni que fueran alquimistas sus moradores!", exclama el romero atónito. Pero el indiano pide más vino y explica que el oro de Indias ha dado término a las lucubraciones de los perseguidores de la Gran Obra. El mercurio hermético, el elixir divino, la lunaria mayor, la calamina y el azófar, son abandonados ya por todos los estudiosos de Morieno, Raimundo y Avicena, ante la llegada de tantas y tantas naves cargadas de oro en barras, en vasos, en polvo, en piedras, en estatuas, en joyas. La transmutación no tiene objeto donde no hay operación que cumplir en hornacha para tener oro del mejor, hasta donde alcanza la mano de un buen extremeño, parado en una estancia de regular tamaño.
Noche es ya cuando el indiano se va al aposento, trabada la lengua por tanto vino bebido, y el negro sube, con el mono y el papagayo, al pajar de la cuadra. El romero, también metido en humos yéndose a un lado y otro del bordón—y, a veces girando en derredor—, acaba por salirse a un callejón de las afueras, donde una moza le acoge en su cama hasta mañana, a cambio del permiso de besar las santas veneras que comienzan a descoserse de su esclavina. Las muchas nubes que se ciernen sobre la ciudad ocultan, esta noche, el Camino de Santiago.
V
Dice ahora, a quien quiere oírle, que regresa donde nunca estuvo. Allá quedó Santiago el Mayor y la cadena que le aprisionó y el hacha que lo decapitó. Por aprovechar las hospederías de los conventos y su caldo de berzas con pantortas de centeno; por gozar de las ventajas de las licencias, sigue llevando Juan el hábito, la esclavina y la calabaza, aunque ésta, en verdad, sólo carga ya aguardiente. Bien atrás quedó el Camino Francés, beneficio de otro que, al pasar por Ciudad Real, lo tuvo tres días pegado a los odres del más famoso vino de todo el Reino. De allí en adelante nota algo cambiado en las gentes. Poco hablan de lo que ocurre en Flandes, viviendo con los oídos atentos a Sevilla, por donde llegan noticias del hijo ausente, del tío que mudó la herrería a Cartagena, del otro que perdió su plata, por no tenerla registrada. Hay pueblos de donde han marchado familias enteras; canteros con sus oficiales, hidalgos pobres, con caballo y los criados. Ahora tocan cajas en todas las plazas, levando gente para conquistar y poblar nuevas provincias de la Tierra Firme. Los mesones, los albergues, están llenos de viajeros. Así, habiendo trocado la venera por la Rosa de los Vientos, llega Juan el Romero a la Casa de la Contratación, tan olvidado de haber sido peregrino, que más parece un actor de compañía desbandada, de los que a falta de dinero, echan mano a las arcas del vestuario, acabando por ponerse la casaca del bobo de entremés, las bragas del vizcaino, la cota de Pilato y el sombrero que llevaba Arcadio, el pastor enamorado de la comedia al estilo italiano, que no gustó. Poco a poco, haciéndose de unas calzas acá allá de una capa, cambiando la esclavina por zapatos, regateando al ropavejero, Juan lucía un atuendo que si en nada recordaba al romero, tampoco evocaba al soldado de los Tercios de Italia. Además, no era propósito suyo acudir a la llamada de las levas, pues bien le había advertido el Indiano que las conquistas a lo Cortés, yéndose en armada, no era ya lo que mejor aprovechaba. Lo que ahora pagaba en Indias era el olfato aguzado, la brújula del entendimiento, el arte de saltar por sobre los demás, sin reparar mucho en ordenanzas de Reales Cédulas, reconvenciones de bachilleres, ni griterías de Obispos, allí donde la misma Inquisición tenía la mano blanda, por tener muy poco que hacer con tantos negros e indios, escasamente preparados en materia de fe, sabiéndose, además, que si hubiese empeño en repartir sambenitos, los más se irían en vestir capellanes culpables del delito de solicitación en el confesionario; y como la atenuante del impulso repentino era tanto más válida en tierras calientes, el Santo Oficio americano había optado, desde el comienzo, por calentar jícaras de chocolate en sus braseros, sin afanarse en establecer distingos de herejía pertinaz, negativa, diminuta, impenitente, perjura o alumbrada. Además, donde no había iglesias luteranas ni sinagogas, la Inquisición se echaba a dormir la siesta. Podían los negros, a veces, tocar el tambor ante figuras de madera que olían a pezuña del diablo. Pero mientras con su pan se lo comieran, los frailes se encogían de hombros. Lo que molestaba eran las herejías que venían acompañadas de papeles, de escritos, de libros. Así, después de agacharse bajo el agua bendita, los negros e indios volvían muchas veces a sus idolatrías, pero hacían demasiada falta en las minas, en los repartimientos, para que se les viera, al tenor del Cuarto Evangelio, como el sarmiento seco que se amontona y arroja al fuego. De este modo, favoreciéndolo con la merced de su larga experiencia, el Indiano , lo había recomendado a un cordelero sevillano, cuya atarazana, repleta de catres y jergones, era posada donde otros aguardaban, como él, permiso para embarcar en la Flota de la Nueva España, que en mayo saldría de Sanlúcar con mucha gente divertida a bordo de las naves. Con el nombre de Juan de Amberes quedaba Juan asentado en los libros de la Casa de la Contratación —pues no debía olvidarse que se le esparaba en Flandes, luego de la promesa cumplida—, entre un Jorge, negro esclavo del Obispo de Tarragona, y uno que demasiado insistía en no ser hijo de reconciliado, ni nieto de quemado por herejía. En el mismo folio de asientos desfilaban, a continuación, un pellejero de la Emperatriz, un mercader genovés llamado Jácome de Castellón, varios chantres, dos polvoristas, el Deán de Santa María del Darién con su paje Francisquillo, un algebrista maestro en pegar huesos rotos, clérigos, bachilleres, tres cristianos nuevos, y una Lucía, de color de pera cocha. En eso del color, mejor hubiera sido no entrar en distingos, buscándose matices de era cocida o no, porque Juan, en sus andanzas por el laberinto bético, se asombraba ante el gran portento de los humanos colores. Y no eran tan sólos negros horros que esperaban el día de salir en las flotas, loros como brea o con el pellejo de berenjena; no eran tan sólo las morenas del para cumbé, guineas alcojoladas, mulatas de Zofalá, sino que se veían, en estas vísperas de salida, muchog indios que aguardaban el regreso a sus patrias en el séquito de prelados o capitanes, venidos a tratar negocios en la Corte. El solo Chantre Mayor de Guatemala, que embarcaría en la Flota, se traía tres criados, de color aceitunado, con las frentes ceñidas por tiras bordadas, y una manta de lana espesa, con los colores del arco iris, metida por la cabeza a modo de capisayo. Los tres llevaban cruces al cuello, pero sabe Dios de qué paganismo hablarían, en su idioma de respirar para dentro, que más soñaba protesta de sordomudo que a lengua de cristiano había indios de la Española, yucatecos que llevaban calzones blancos, y otros, de cabeza redonda, bocas belfudas, y pelo espeso, cortado como a medida de cuenco, que eran de la Tierra Firme, y hasta aparecían en misa, algunas veces, los ocho mexicanos de la casa de Medina Sidonia, que habían tocado chirimías —y muy diestramente, por cierto —en las fiestas dadas para celebrar el encuentro de Doña María con el Príncipe Felipe, en Salamanca. Todo aquel mundo alborotoso y raro, tornasolado de telas gritonas, de abalorios y de plumas, donde no faltaban eunucos de Argel, y esclavas moras con las caras marcadas al hierro, ponían un estupendo olor de aventuras en las narices de Juan de Amberes. Y luego, era la salmuera de los matalotajes, la brea de los calafates, las sardinas salpresadas de las tabernas de vino blanco, el dado echado a todas horas, y la endemoniada zarabanda que ya se bailaba en las casas del trato, donde los marineros habían traído la costumbre de mascar una yerba parda, que les teñía la saliva de amarillo, y ponía en sus barbas un fuerte olor a regaliz, a vinagre, a especias, y a muchas cosas más que no acababan de oler bien.
Y ya está Juan de Amberes en alta mar. No le dejan pasar a México, porque el Consejo quiere gente para poblar comarcas empobrecidas por los saqueos de piratas franceses, la falta de labradores, la mortandad de los indios en las minas. Juan recibió la nueva con pataleos y blasfemias. Pensó luego que era castigo de Dios, por no haber llegado hasta Compostela. Pero a punto apareció el Indiano de la feria de Burgos en el albergue de viajeros, para decirle que una vez cruzado el Mar Océano, podría reírse de los oficiales del Consejo, pasando a donde mejor le viniera en ganas, como hacían los más cazurros. Y así, ya sin enojo, anda Juan redoblando el tambor en la cubierta de su nave, para anunciar la carrera de cerdos que se hará en el sollado, antes de que los animales caigan bajo el cuchillo del cocinero, para ser salados. Queriéndose burlar el tedio de la calma chicha, y olvidar que el agua de los barriles ya sabe a podrido, se corren cochinos, se corren becerros, mientras todavía están en pie, en espera de otras diversiones. Habrá, luego, la batalla de jeringas cargadas de agua de mar; el palo atado a la cola del perro enfurecido, que romperá más de una cabeza de un molinete; la busca, a ojos vendados, del gallo apretado entre dos tablas, para zajarle la cabeza de un sablazo; y cuando todo esto aburre y el dinero de los unos ha pasado a ser de otros, diez veces, al juego de la quínola o el rentoy, se desatan las fiebres, caen los de la insolación, hay quien deja los colmillos en una galleta ya rumiada de ratones, pasa algún difunto por sobre la borda, pare mellizos la negra lora, vomitan estos, se rascan los otros, largan aquellos las entrañas, y cuando ya parece que no se aguanta más, de pulgas de liendres, de mugre y hediondeces, grita el vigía, una mañana, que por fin se divisa el morro del puerto de San Cristóbal de La Habana. Era tiempo de llegar: el ingrato camino para alcanzar la fortuna estaba cansando ya a Juan, a pesar de que peces voladores, vistos algunos días antes, le hubieran parecido un portento anunciador de Arpías Americanas y tierras de Jauja. Contento ahora, al mirar un campanario esbelto sobre el hacinamiento de tejados y chozas de lo que debe ser la ciudad, agarra los palillos y atruena el tambor con el compás de la marcha que llevaba su compañía, cuando entrara en Amberes a tomar cuarteles de invierno, para hacer la guerra a los herejes, enemigos de nuestra santa religión.
VI
Pero allí todo es chisme, insidias, comadreos, cartas que van, cartas que vienen, odios mortales, envidias sin cuento, entre ocho calles hediondas, llenas de fango en todo tiempo, donde unos cerdos negros, sin pelo, se alborozan la trompa en montones de basura. Cada vez que la Flota de la Nueva España viene de regreso, son encargos a los patrones de las naves, encomiendas de escritos, misivas, infundios y calumnias, para entregar, allá, a quien mejor pueda perjudicar al vecino. En el calor que envenena los humores, la humedad que todo lo pudre, los zancudos, las nihuas que ponen huevos bajo las uñas de los pies, el despecho y la codicia de menudos beneficios —que grandes, allí, no los hay— roen las almas. Quien sabe escribir no usa la merced en escribir discursos de provecho, a la manera de los antiguos, alguna pastoral o invención de regocijo para el Corpus, sino que se las pasa mandando quejas al Rey, habladurías al Consejo, con la pluma mojada en tinta de hiel. Mientras el Gobernador trata de desacreditar a los Oficiales Reales en carta de ocho pliegos, el Obispo denuncia al Regidor por amancebado; el Regidor al Obispo, por usurpar cargos de Inquisidor, no conferidos por el Cardenal de Toledo; el Escribano Público acusa al Tesorero, amigo del Alcalde, acusa al Escribano de pícaro y trapacero. Y va la cadena, rompiendo siempre por lo más débil o lo más forastero. A éste se denuncia de haber comprado hierbas de buen querer a un negro brujo, a quien mandarán azotar en Cartagena de Indias; al Pregonero, porque dicen que cometió el nefando pecado; al Encomendero, por haber movido los linderos de un realengo; al Chantre, por lujurioso; al Artillero por borracho, al Pertiguero por bujarrón. El Barbero de la villa —bizco de daña con el solo mirar cruzado— es la espernada de la cadena de infamias, afirmando que Doña Violante, la esposa del antiguo gobernador, es zorra vieja que tiene comercio deshonesto con sus esclavos. Y así se lleva, en este infierno de San Cristóbal, entre indios naboríes que apestan a manteca rancia y negros que huelen a garduña, la vida más perra que arrastrarse pueda en el reino de este mundo. ¡Ah! ¡Las Indias!...Sólo se le alegra el ánimo a Juan de Amberes, cuando llega gente marinera de México o de la Española. Entonces, durante días, recordando que fue soldado, roba a los carniceros un costillar que guisarán entre varios, en salsa de achiote o polvo de chile traído de la Veracruz —o ayuda a tumbar las puertas de las pescaderías, para cargar con las cestas de pargos y jicoteas. En esos meses, a falta de manjares más finos, Juan se ha aficionado a las novedad del jitomate, la batata y la tuna. Se llena las narices de tabaco, y en días de penurias —que son los más— moja su cazabe en melado de caña, metiendo luego la cara en la jícara para lamerla mejor cuando la tripulación de las flotas viene a tierra, se da a bailar con las negras horras —de cara de Diablo para hacer tal oficio, donde tanto escasean las hembras—, que tienen un corral de tablaje, con catres chinchosos, junto a la dársena del carenero. Lo poco que gana tocando el atambor cuando hay arco a la vista, encabezando alguna procesión, o tratando de concertar a las zambas que tocan maracas en los Oficios de Calenda, se lo gasta en el bodegón de un allegado del Gobernador, próximo la Casa del Pan, que suele recibir, de tarde en tarde, barricas del peor morapio. Pero aquí no puede hablarse de vino de Ciudad Real, ni de Ribadavia, ni de Cazalla. El que le baja por el gaznate, esmerilándole la lengua, es malo, agrio, y caro por añadidura, como todo lo que de esta isla se trae. Se le pudren las ropas, se le enmohecen las armas, le salen hongos a los documentos, y cuando alguna corroña es tirada en medio de la calle, unos buitres negros, de cráneo pelado, le destrenzan las tripas como cintas de Cruz de Mayo. Quien cae al agua de la bahía es devorado por un pez gigante, ballena de Jonás, con la boca entre el cuello y la panza, que allí llaman tiburón. Hay arañas del tamaño de la rodela de una espada, culebras de ocho palmos, escorpiones, plagas sin cuento. En fin, que cuando tintazo avinagrado se le sube a la cabeza, Juan de Amberes maldice al hideputa de indiano que le hiciera embarcar para esta tierra roñosa, cuyo escaso oro se ha ido, hace años, en las uñas de unos pocos. De tanto lamentar su miseria en un calor le tiene el cuerpo ardido y la piel como espolvoreada de arena roja, se le inflaman los hipocondrios, se le torna pendenciero el ánimo, a semejanza de los vecinos de la villa, cocinados en su maldad, y una noche de tinto mal subido, arremete contra Jácome de Castellón, el genovés, por fullerías de dados, y le larga una cuchillada que lo tumba, bañado en sangre, sobre las ollas de una mondonguera. Creyéndolo muerto, asustado por la gritería de las negras que salen de sus cuartos abrochándose las faldas, toma Juan un caballo que encuentra arrendado a una reja de madera, y sale de la ciudad a todo galope, por el camino del astillero, huyendo hacia donde se divisan, en días claros, las formas azules de lomas cubiertas de palmeras. Más alla debe haber monte cerrado, donde ocultarse de la justicia del Gobernador.
Durante varios días cabalga Juan de Amberes el rocín que pierde las herraduras en tierra cada vez más fragosa. Ahora que se dejaron atrás los últimos campos de caña, una cordillera va creciendo a su derecha, con cerros de lomo redondeado, como grandes perros dormidos bajo su lana de manigua. Siguiendo las orillas de un arroyo que viene bajando a saltos, trayendo semillas y frutas podridas, con altas malangas en los remansos y pececillos de ojos negros que titilan a contracorriente, el fugitivo va subiendo hacia donde los árboles cargan flores moradas, o se enferman, en la horquilla de un tronco, del tumor de una comejenera hirviente de bichos. Hay matas que parecen vestidas de cáscara de cebolla, y otras que cargan los nidos de enormes ratas. Juan deja el caballo en el amarradero de un tronco de ceibo, pues tendrá que trepar ahora por grandes piedras para alcanzar el filo de la cordillera. Y ya baja hacia la otra vertiente, cuando clarea el matorral, y se abre el mar a sus pies: un mar sin espuma, cuyas olas mueren, con sordo embate, en las penumbras de socavones habitados por un trueno de gravas rodadas. Al atardecer está en una playa cubierta de almejas, donde unas vejigas irisadas mueren al sol, entre cáscaras de erizos pomas leonadas y guamos grandes, de los que braman como toros. Juan se hincha los pulmones de aire salobre, de brisa fresca que le llena los ojos de lágrimas, al olerle a Sanlúcar el día de la partida, y también a su desván de Amberes, con la pescadería de abajo, cuando ladra un perro tras de los cocoteros, y ve el fugitivo, al volverse, un hombre barbado que le apunta con un arcabuz:
—¡Soy calvinista! —dice, en tono de reto.
—¡Yo he matado! —responde Juan, para tratar de descender, en lo posible, al nivel de quien acaba de confesar el peor crimen. El barbado afloja el arma, lo contempla durante un rato, y llama por un Golomón —negro de mejillas tasajeadas a cuchillo—, que cae de un árbol, casi encima de Juan, y le baja el sombrero sobre la cara, con tal fuerza que la cabeza se lo raja a media copa. Metido en la noche del fieltro, lo hacen caminar.
VII
Seiscientos fueron los calvinistas degollados por el desmadrado de Menéndez de Avilés en la Florida, cuenta el barbado, enfurecido, golpeando la mesa con anchos puños, mientras Golomón, más lejos, afila el machete en una piedra. De milagro escapó el hugonote, compañero de René de Landonnière, con treinta hombres que luego se dispersaron tratando de alcanzar la Española. Y el hombre, entreverando la doctrina de la predestinación con blasfemias para herir al cristiano, cuenta la degollina con tales detalles de tajos altos y tajos bajos, de sables mellados, que se paraban a medio cuello y terminaban aserrando —de hachazos que venían a caer en lo empinado del espinazo sonando a trinchante de carnicero— que Juan de Amberes agacha la cabeza con una mueca de disgusto, dando a entender que por honrar a Dios y a Jesucristo con menos latines, el castigo le parecía un poco subido, y más aquí donde las víctimas, en verdad, en nada molestaban. A uno, de un mandoblazo, le llevaron el hombro izquierdo con la cabeza. «Otro empezó a gatear, ya sin cabeza, con el pescuezo hecho un cuello de odre», —cuenta el barbado, furibundo, queriendo hallar objeción en el otro, para ordenar a Golomón que le tumbe, de un machetazo, todo lo que se le alza por encima de la nuez. Pero Juan de Amberes no aprueba ya por fingimiento. Él, que ha visto enterrar mujeres vivas y quemar centenares de luteranos en Flandes, y hasta ayudó a arrimar la leña al brasero y empujar las hembras protestantes a la hoya, considera las cosas de distinta manera, en ese atardecer que pudo ser a el último de su vida, luego de haber padecido la miseria de estos mundos donde el arado es invento nuevo, espiga ignorada la del trigo, portento el caballo, novedad la talabartería, joyas la oliva y la uva, y donde el Santo Oficio, por cierto mal se cuida de las idolatrías de negros que no llaman a los Santos por sus nombres verdaderos, del ladino que todavía canta areitos, ni de las mentiras de los frailes que llevan las indias a sus chozas para adoctrinarlas de tal suerte que a los nueve meses devuelven el Páter por la boca del Diablo. Que allá, en el Viejo Mundo, se pelee por teologías, iluminaciones y encarnaciones, le parece muy bien. Que demande el Duque de Alba a quemar al barbado, allá donde el hereje pretende alzar provincias contra el Rey Felipe, Campeón del Catolisismo, Demonio de Mediodía, es acto de buena política. Pero aquí se está entre cimarrones. Es cimarrón él mismo, por la culpa que acarrea. Cimarrón como el calvinista que ha compartido la cimarronada con un cristiano nuevo, tan nuevo que se olvidó del bautismo, luego de haber tenido que escapar de La Habana, al de nunciar que el Obispo vendía por buenas, a la Parroquial Mayor, unas custodias enchapadas, de lo peor, pidiendo su pago en oro del que se muerde. Así, con el calvinista y el marrano, ha encontrado Juan amparo contra la justicia del Gobernador, y calor de hombres. Y calor de mujeres. Porque, en la cimarronada que acaudillara Golomón, al escabar de una plantación de cañas de azúcar, los perros agarraron a muchos esclavos que fueron rematados luego por los ranchadores. Entretanto, las mujeres, que iban delante, alcanzaron el monte. Así, tiene ahora el tambor Juan de Amberes dos negras para servirle y darle deleite, cuando el cuerpo se lo pide. A la grandísima, de senos anchos, con la pasa surcada por ocho rayas, ha llamado Doña Mandinga. A la menuda, cuyas nalgas se sobrealzan como sillar de coro, y apenas si tiene un pelo ralo donde las cristianas lucen tupido vellón, ha llamado Doña Yolofa. Como Doña Mandinga y Doña Yolofa hablan idiomas distintos, no discuten a la hora de ensartar los peces por las agallas en el asador de una rama. Y así se va viviendo, en trabajos de encecinar la carne del jabalí o del venado, guardando bajo techo las mazorcas de los indios, en un tiempo detenido, de mañana igual a ayer, donde los árboles guardan las hojas todo el año, y las horas se miden por el movimiento de las sombras. Al caer de las tardes, una gran tristeza se apodera de los que viven en el palenque. Cada cual parece recordar algo, añorar, echar de menos. Sólo las negras cantan, en el humo de leña que demora sobre la mar tranquila, como una neblina que oliera a cortijo. Juan de Amberes se quita el sombrero, y, de cara a las olas, dice el Padrenuestro y también el Credo, con voz que le retumba a lo hondo del pecho, cuando afirma que cree en el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida perdurable. El calvinista, más lejos, musita algún versículo de la Biblia de Ginebra; el marrano, de espaldas a las carnes desnudas de Doña Yolofa y Doña Mandinga, dice un salmo de David, con inflexiones que parecen de llanto contenido: «Clemente y misericordioso Jehová, lento para la ira y grande para el perdón...» Álzase la luna y los perros del palenque, sentados en la arena, aúllan en coro. El mar rueda sus gravas en los socavones de la costa. Y como el judío, después de los rezos, denuncia una trampa del calvinista en el juego de los naipes, se lían los tres a puñetazos, pegando, cayendo, abrazados en lucha, pidiendo cuchillos y sables que no les traen, para reconciliarse luego, entre risas, sacudiendo la arena que les ha llenado las orejas. Como no tienen dinero, juegan conchas.
VIII
Pero, al cabo de meses que no se cuentan, Juan se enferma de languidez. Pueden abanicarlo con pencas, la Doña Yolofa y la Doña Mandinga, espantando las diminutas moscas que se alzan, en este tiempo, sobre los manglares cercanos; pueden traer buenos peces los indios encandilándolos con teas en las cuevas de la costa. El Tambor de Amberes pasa largas horas sacando humo de tabaco de un hueso que para eso tiene, añorando los tiempos en que entraba en las ciudades, junto al abanderado, el trompeta y el pífano de boj, y a su paso se abrían las ventanas verdes, con adorno de corazones calados en la madera de los postigos, y sobre los alféizares florecidos asomábanse mujeres que parecían ofrecer el pecho sonrosado bajo el encaje de la camisola —que eso sí eran mujeres, las de Italia, de Castilla, de Flandes, y no esos pellejos de odres, con olor a chamusquina, tan duros que no podían pellizcarse, de las negras que aquí había que tomar como hembras. Con esas loras, lorísimas, no podía un antiguo colegial de Alcalá hablar de las mil cosas que había visto y aprendido en sus andanzas por el mundo, pues todo lo que sabían ellas era aporrear sus bárbaros tambores y cantar unas coplas tan extravagantes y repetidas que cuando las empezaban, a manera de un responso, sacudiendo unas sonajas, y coreando lo que Golomón guiaba a la comodidad de la garganta, Juan el Estudiante se iba al monte con los perros, en muestra de su disgusto. Porque estudiante había sido Juan según contaba al barbado y al judío —en la clase donde se enseñaban las artes del Cuadrivio, con el conocimiento de las cifras para tañer la tecla, el harpa y la vihuela, el modo de hacer diferencias, mudanzas y ensaladas, sin olvidar el conocimiento del canto llano y la práctica del órgano. Y como no había tecla ni vihuela en aquella costa, Juan demostraba, de palabras y tarareos, cómo sabía hacer glosas a una pavana o hermoseaba la tonada del Conde Claro o el Mírame cómo lloro, con floreos y adornos a la manera francesa o italiana, como ahora se acostumbraba en la Corte. Con el cuadro de aquellos conocimientos había crecido también la condición del fugitivo, que ahora resultaba ser el hijo de un escudero de los que en aquellos tiempos llevaban su penuria con dignidad, por no deshacerse de una casa solariega, desde cuyo zaguán divisábase —a la distancia de donde queda aquel árbol: y miraban todos para allá —la fachada de la Imperial Universidad de San Ildefonso, cuya vida estudiantil contaba el atambor con detalles, sucedidos y ocurrencias, que cada día tomaban mayores vuelos. Si alguna vez había sido soldado, lo debía al compromiso de servir al Rey, observado por todos sus antepasados, hasta donde las fechas se enredaban con las hazañas de Carlomagno. Así, dándose a encopetar el árbol genealógico, se aliviaba del hastío de comer tanta almeja, tanta tortuga mal adobada, tanta carne ahumada en las parrillas del calvinista. Su paladar reclamaba el vino con apremio casi doloroso, y cuando la mente se le iba tras de bodegones imaginarios, se le pintaban mesas enormes, cubiertas de perdices, capones, gallipavos, manos de vitela, quesos de grandes ojos, fuentes de escabechados, manjar blanco y miel de Alcarria. Pero no era Juan el único alanguidecido en aquel palenque, donde los negros y los indios, en cambio, librados de mastines ranchadores, se hallaban muy a gusto, en una constante paridera de mujeres y de perras. El judío soñaba con la Judería toledana, donde se vivía apaciblemente, desde hacía muchos años, pudiendo cada cual regocijarse en las bodas de mucha música, o escuchar a los sabios que leían los Tratados, sin que las persecuciones de otros días llenaran las casas de lágrimas y de sangre. Cerrando los ojos, vela el marrano las estrechas calles donde los linterneros y cuchilleros tenían sus talleres, junto a la pastelería de los hojaldres, con sus roscas de almendras y las toronjas alcorzadas. Los padres, conversos por pura forma, seguían el mandato de enseñar a sus hijos algún oficio manual, además de hacerles estudiar la Tora, y así, quien no hacía balanzas, como el primo Mossé, era trabajador en coral y pintor de barajas, como Isaac Alfandari; platero famoso como el otro primo Manahén, o Maestro de Llagas, como el pariente Rabi Yudah. Las judías endecheras cantaban por dinero en los entierros de cristianos, y en las oficinas y comercios sonaba siempre la bella música sorda de las cuentas movidas en el ábaco. Sueña el judío con la Judería, y el barbado sueña con París, de donde se dice oriundo, aunque la verdad es que nació en un arrabal de Rouen, y sólo estuvo ocho días al pie del Châtelet, siendo grumete de una barcaza leñera. Pero le bastaron los ocho días para ver a los farsantes que representaban comedias sobre un puente muy hermoso, meditar acerca de la vanidad de todo al pie de las horcas de Montfaucon, y catar el vino de las tabernas de la Magdalena y de la Mula. Afirma que no hay nada como París, y reniega de estas tierras ruines, llenas de alimañas, donde el hombre, engañado por gente embustera, viene a pasar miserias sin cuento, buscando el oro donde no reluce, siquiera, una buena espiga de trigo. Y habla de hembras rubias, y de la sidra que bulle, y de la oca que suda el zumo sobre un fuego de sarmientos, acabando de alterar los hipocondrios del tamborero, que increpa a Golomón por perezoso, ahora que le ha dado, de tanta oír, por hablar confusamente de un linaje que el hierro candente humilló en su carne. Todos fueron gente de condición, y el negro, que apenas si se acuerda, en cuanto a su nación, de un río muy ancho y muy enturbiado de raudales, a cuya orilla había chozas con paredes de barro embostado, habla de un mundo en que su padre, coronado de plumas, paseaba en carrozas tiradas por caballos blancos —semejante a la que hacían rodar los de Medina Sidonia, por la Alameda de Sevilla, en días de fiesta. Todos sueñan, malhumorados, entre cangrejos que hacen rodar cocos secos, triscando las frutillas moradas de un árbol playero, que medio saben a uva, y remozan apetencias de vino en las bocas hastiadas de cazabe y chicha de maíz. Todos piensan en cosas que poco tuvieron en realidad, aunque las columbraron con apetito adivino, hasta que revientan las lluvias, alzando nuevas plagas. Juan se enfurece, patalea, grita, al verse envuelto por tantas mosquillas negras que zumban en sus oídos, pringándose con su propia sangre al darse de manotazos en las mejillas. Y una mañana despierta todo calofriado, con el rostro de cera, y una brasa atravesada en el pecho. Doña Yolofa y Doña Mandinga van por hierbas al monte —unas que se piden a un Señor de los Bosques que debe ser otro engendro diabólico de estas tierras sin ley ni fundamento. Pero no hay más remedio que aceptar tales tisanas, y mientras se adormece, esperando el alivio, el enfermo tiene un sueño terrible: ante su hamaca se yergue, de pronto, con torres que alcanzan el cielo, la Catedral de Compostela. Tan altas suben en su delirio que los campanarios se le pierden en las nubes, muy por encima de los buitres que se dejan llevar del aire, sin mover las alas, y parecen cruces negras que flotaran como siniestro augurio, en aguas del firmamento. Por sobre el Pórtico de la Gloria, tendido está el camino de Santiago, aunque es mediodía, con tal blancura que el Campo Estrellado parece mantel de la mesa de los ángeles. Juan se ve a sí mismo, hecho otro que él pudiera contemplar desde donde está, acercándose a la santa basílica, solo, extrañamente solo, en ciudad de peregrinos, vistiendo la esclavina de las conchas, afincando el bordón en la piedra gris del andén. Pero cerradas le están las puertas. Quiere entrar y no puede. Llama y no le oyen. Juan Romero se prosterna, reza, gime, araña la santa madera, se retuerce en el suelo como un exorcizado, implorando que le dejen entrar. «¡Santiago! solloza—. ¡Santiago!» Al atorarse de agua salada, se ve a la orilla del mar y ruega que le dejen embarcar en una urca fondeada donde sólo ven los demás un tronco podrido. Tanto llora, que Golomón tiene que atarlo con unas lianas, dentro de su hamaca, dejándolo como muerto. Y cuando abre los ojos al atardecer, hay un gran alboroto en el palenque. Una nave en derrota, desmantelada por las Bermudas, ha venido a vararse en un cayo, frente a la costa. Traídas por la brisa, se oyen las voces de los marineros pidiendo ayuda. Golomón y el barbado empujan la canoa hasta el agua, mientras el marrano carga con los remos.
IX
En aquel amanecer la sombra del Teide se ha pintado en el cielo como una enorme montaña de niebla azul. El barbado, que viaja como cristiano, dándoselas de borgoñón pasado a las Indias con licencia del Rey (y se ha comprometido a demostrarlo a la llegada), sabe que sus andanzas terminarán muy pronto. Como la Gran Canaria tiene comercio con gentes de Inglaterra y de Flandes, y más de un capitán calvinista o luterano descarga allí su mercancía, sin que le pregunten si cree en la predestinación, ayuna en cuaresma o quiere bulas a buen precio, sabe que le será fácil perderse en la ciudad, viendo luego cómo escapar de la isla y pasarse a Francia. Dirige a Juan una mirada entendida, por no hablar de lo que saben ambos. Por lo pronto, hay ya el contento de haber vuelto a encontrar, en la lenteja y el salpicón, el queso y la salmuera, sabores que se añoraban demasiado, allá en el palenque donde quedaron, más llorosas por despecho que por duelo, la Doña Yolofa y la Doña Mandinga, que casi se tenían por damas castellanas ante las otras negras, al saberse las mancebas del hijo de algo tan grande como debía serlo un Escudero. El enfermo donde lo esperaban las sandalias y el bordón del peregrino, que las promesas eran promesas, y por no cumplir la suya le habían llovido las malandanzas. Y ahora, tan cerca de pisar tierra de la buena y verdadera, después de largas semanas de mar, se siente alegre como recordaba haberlo estado, cierta tarde, luego de bañarse con el agua del Hospital de Bayona. Piensa, de pronto, que al haber estado allá, en las Indias, le hace indiano. Así, cuando desembarque, será Juan el Indiano. Oye entonces un alboroto de marineros en el castillo de popa, y creyendo que se regocijan por la pronta llegada, corre a verlos, seguido del barbado. Pero lo que allí ocurre no es cosa de risa: los hombres rodean al cristiano nuevo, zarandeándolo a empellones. Uno lo tira al suelo de una zancadilla, y levantándolo por la piel del cogote lo hace arrodillarse: «¡El Padrenuestro!» —le grita en la cara. «¡El Padrenuestro y luego el Avemaría!» Y Juan se entera de que los marineros espiaban al cristiano nuevo desde hacía varios días, al saber, por boca del cocinero que, con la treta de servirle de marmitón, había robado alguna harina para hornearse un pan sin levadura. Y hoy, que era sábado, lo habían visto bañarse temprano y ponerse ropa limpia. «¡El Padrenuestro!», aúllan todos ahora, dándole de puntapiés. El marrano, atolondrado, gime súplicas que nadie escucha, y al recibir el latigazo de una soga de nudos, empieza a murmurar algo que no es Padrenuestro ni Avemaría, sino el Salmo de David que recitaba en el palenque, tres veces al día: «Clemente y misericordioso Jehová, lento para la ira y grande para el perdón...» No termina de decirlo, cuando todos se le echan encima, pateándolo, mientras uno corre por los grillos. Y ya lo tienen aherrojado, escupiendo los dientes que le desprendieron de un garrotazo, cuando se vuelven todos hacia el barbado, a quien acosan de repente contra una borda, llamándolo corsario luterano. El otro, haciendo frente, protesta con tal firmeza, amenazando con elevar una queja al Consejo, que el patrón, indeciso, acaba por pedir sosiego. Por las dudas, decide que lo más cuerdo es entregar al fingido borgoñón a la justicia de Las Palmas, la cual proveerá a poner en claro el caso de la tal licencia para pasar a las Indias. Lívido, el barbado se ve remachar un par de hierros en los tobillos, mientras se llevan al marrano, entre insultos, arrojándole baldes de agua sucia a la cara. Va tan lastimado que deja un rastro de sangre por donde pasa. Mira Juan cómo lo tiran escala abajo, y cierran una escotilla sobre su última queja. Acaba de saber que, después de haber sido isla de paz para moros y conversos, y de vista muy gorda para marinos y mercaderes luteranos, la Gran Canaria se ha erigido en atalaya mayor del Campeón del Catolicismo, representado por el ministerio de un tremebundo inquisidor que ha plantado, en La Palma, la Cruz Verde del Santo Oficio, apresando tripulaciones enteras por sospechosas. Sus calabozos están llenos de patrones holandeses, de capitanes anglicanos, prestos a ser entregados al Brazo Secular. Golomón, agazapado al pie del trinquete, tiembla como un afiebrado, temiendo que le pregunten por qué, cuando rezaba ante Nuestro Señor Jesucristo, en la hacienda del amo cuya marca se le clarea en el pellejo, no llamaba al Redentor por su nombre, sino que lo alababa en su lengua, luego de colgarse muchos abalorios al cuello. Juan trata de aquietarlo, como a perro bueno, con palmadas en los hombros, sin poderle decir —por temor a quien pudiera oírlo —que en días de Tablado Mayor no gastaba leña la Inquisición en quemar negros, sino más bien doctores demasiado conocedores del árabe, teólogos de oreja puntiaguda, gente protestante, o difundidores de un librejo hereje, muy perseguido en los puertos donde anclaban las naves holandesas, que tenía por título «Alabanza de la Locura», o «Elogio de los Locos», o algo semejante. Y como ya se acerca el día de la Trinidad, y la Trinidad es fiesta buena para los autos, Juan el Indiano ve ya al marrano de sambenito negro, mientras el barbado se le figura vistiendo uno amarillo, con la cruz de San Andrés bordada en rojo, delante y detrás. Luego de recibir la bendición al pie del Estandarte, montarían los dos en sus burros, en medio de la gritería y el escarnio de los que hubiesen venido de muy lejos para ganarse los cuarenta días de indulgencia, y serán arreados hacia el brasero, con otros muchos herejes, llevándose en alto los retratos de quienes, por fugitivos, quedarían ardidos en efigie.
X
Un día de feria, al cabo de una calle ciega, está Juan el Indiano pregonando, a gritos, dos caimanes rellenos de paja que da por traídos del Cuzco, cuando lo cierto es que los compró a un prestamista de Toledo. Lleva un mono en el hombro y un papagayo posado en la mano. Sopla en un gran caracol rosado, y de una caja encarnada sale Golomón, como Lucifer de auto sacramental, ofreciendo collares de perlas melladas, piedras para quitar el dolor de cabeza, fajas de lana de vicuña, zarcillos de oropel, y otras buhonerías del Potosí. Al reír muestra el negro los diente, tallados en punta y las mejillas marcadas a cuchillo, de tres incisiones, a usanza de su pueblo, y, agarrando unas sonajas, se entrega al baile, moviendo la cintura con tal desencaje que hasta la vieja de los mondongos y las panzas se aparta de su tenducho arrimado al Arco de Santa María, para venir a mirarle. Como en Burgos se gusta ya de la zarabanda, el guineo y la chacona, muchos lo celebran, pidiendo otra novedad del Nuevo Mundo. Pero en eso empieza a llover, corre cada cual a resguardarse bajo los aleros, y Juan el Indiano se encuentra en la sala de un mesón, con un romero llamado Juan, que andaba por la feria, con su esclavina cosida de conchas —venido de Flandes para cumplir un voto hecho a Santiago, en días de tremenda peste. Juan el Indiano, que desembarcó en Sanlúcar, llevando el bordón y la calabaza de los peregrinos en cumplimiento de promesa, largó el hábito en Ciudad Real, un día que Golomón, armándose de un mono y un papagayo para ayudarse a revender baratijas de feriantes, le demostrara que pregonando novedades de Indias se ganaba lo suficiente, en dos jornadas propicias, para holgarse con vino y mozas durante una semana. El negro se desvive por catar la carne blanca que gusta de su buen rejo; el indiano, en cambio, pierde el tino cuando le pasa una lora por delante, de las que tienen la grupa sobrealzada como sillar de coro. Ahora, Golomón seca el mono con un pañuelo, mientras el papagayo se dispone a echar un sueño, posado en el aro de un tonel. Pide vino el indiano, y comienza a contar embustes al romero llamado Juan. Habla de una fuente de aguas milagrosas, donde los ancianos más encorvados y tullidos no hacen sino entrar, y al salirles la cabeza del agua se la ve cubierta de pelos lustrososo, las arrugas borradas, la salud devuelta, los huesos desentumecidos, y unos arrestos como para empreñar una armada de Amazonas. Habla del ámbar de la Florida, de las estatuas de gigantes vistas por Francisco Pizarro en Puerto Viejo, y de las calaveras con dientes de tres dedos de gordo, que tenían una oreja sola, y esa, en medio del colodrillo. Pero Juan el Romero, achispado por el vino bebido, dice a Juan el Indiano que tales portentos están ya muy rumiados por la gente que viene de Indias, hasta el extremo de que nadie cree ya en ellos. En Fuentes de la Eterna Juventud no confiaba nadie ya, como tampoco parecía fundamentarse en verdades el romance de la Arpía Americana que los ciegos vendían, por ahí, en pliego suelto. Lo que ahora interesaba era la ciudad de Manoa, en el Reino de los Omeguas, donde quedaba más oro por tomar que el que las flotas traían de la Nueva España y del Perú. Las comarcas que se extendían entre la Bogotá de los ensalmos, el Potosí —milagro mayor de la naturaleza— y las bocas del Marañón, estaban colmadas de prodigios mucho mayores que los conocidos, con islas de perlas, tierras de Jauja, y aquel Paraíso Terrenal que el Gran Almirante afirmaba haber divisado en algún paraje— y todos le conocían ahora la carta escrita antaño al Rey Fernando— con su monte en forma de teta. Se hablaba de un alemán, muerto con el secreto de un reino donde las bacías de los barberos, las cazuelas y peroles, el calce de las carrozas, los candiles, eran de metal precioso. Seguían templándose las cajas para salir a nuevas empresas... Pero aquí corta Juan el Indiano el discurso de Juan el Romero, diciéndole que las conquistas a lo Pizarro, yéndose en armada, no eran ya lo que mejor aprovechaba. Lo que ahora pagaba en las Indias era el olfato aguzado, la brújula del entendimiento, el saltar por sobre los demás, sin reparar mucho en ordenanza de Reales Cédulas, reconvenciones de bachilleres, ni griterías de Obispos, allí donde la misma Inquisición tenía la mano blanda, calentándose más jícaras de chocolates en los braseros, que came de herejes... Las cajas que acá se templaban no conducían a la riqueza. Las cajas que debían escucharse eran las que sonaban allá, pues eran las que llamaban a las nuevas entradas donde los hombres se hacían de haciendas portentosas, guerreando menos que antes y llevando médicos de una pasmosa ciencia en lo de pegar huesos rotos y curar mordeduras de alimañas con las propias plantas de los indios.
XI
Al día siguiente, luego de haber regalado las veneras de su esclavina a la moza con quien pasara la noche, toma Juan el Romero el camino de Sevilla, olvidándose del Camino de Santiago. Le sigue Juan el Indiano, tosiendo y garraspeando, pues se ha resfriado con el viento que baja de las sierras. Cuando tirita en el camastro de una venta, añora el calor que Doña Yolofa y Doña Mandinga llevaban dentro de la piel demasiado dura. Mira el cielo aneblado, rogando por el sol, pero le contesta la lluvia, cayendo sobre la meseta de piedras grises y piedras de azufre, donde las merinas mojadas se apretujan en el verdor de un ojo de agua, hundiendo las uñas en la greda. Golomón viene detrás, descalzo, con el mono y el papagayo arrebozados en la capa, embistiendo, con el sombrero pajizo, un aire que le hiela. En Valladolid los recibe el hedor de un brasero, donde queman la mujer de uno que fue consejero del Emperador, en cuya casa se reunían luteranos a oficiar. Acá todo huele a carne chamuscada, ardeduras de sambenito, parrilladas de herejes. De Holanda, de Francia, bajan los gritos de los emparedados, el llanto de las enterradas vivas, el tumulto de las degollinas, la acusación, en horribles vagidos, de los nonatos atravesados por el hierro en la matriz de sus madres. Unos dicen que empiezan tiempos nuevos, en la sangre y en las lágrimas; otros claman que roto es el Sexto Sello, y pondráse el sol negro como un saco de cilicio, y los reyes de la tierra, y los príncipes, y los ricos, y los capitanes, y los fuertes, y todo siervo y todo libre, se esconderán en las cuevas y los montes. Pero, más allá de Ciudad Real, algo cambia en las gentes. Poco hablan ya de lo que ocurre en Flandes, viviendo con los oídos atentos a Sevilla, por donde llegan noticias de hijos ausentes, del tío que mudó la herrería a Cartagena, del otro que tiene buena posada en Lima. Hay pueblos de donde han marchado familias enteras; canteros con sus oficiales, hidalgos pobres con el caballo y los criados. Juan el Indiano y Juan el Romero aligeran el paso, al ver alzarse la primera huerta de naranjos, entre el morado de las berenjenas y el cobre de los melones, burelados por un campo de sandías. Reaparecen las tabernas de vino blanco, las negras loras o de color de pera cocha, con las nalgas sobrealzadas como sillar de coro. En brisas de salmuera, de brea, de madera resinosa, ármase el alboroto de los puertos de embarque. Y cuando los Juanes llegan a la Casa de la Contratación, tienen ambos —con el negro que carga sus collares— tal facha de pícaros, que la Virgen de los Mareantes frunce el ceño al verlos arrodillarse ante su altar.
—Dejadlos, Señora —dice Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé, pensando en las cien ciudades nuevas que debe a semejantes truhanes—. Dejadlos, que con ir allá me cumplen.
Y como Belcebú siempre se pasa de listo, he aquí que se disfraza de ciego, vistiendo andrajos, poniendo un gran sombrero negro sobre sus cuernos, y, viendo que ha dejado de llover en Burgos, se sube a un banco, en un callejón de la feria, y canta, bordoneando en la vihuela con sus larguísimas uñas:
—¡Ánimo, pues caballeros
Ánimo, pobres hidalgos,
Miserables, buenas nuevas,
Albricias, todo cuitado.
Que el que quiere partirse,
A ver este nuevo pasmo,
Diez naves salen juntas,
De Sevilla este año...!

Arriba, es el Campo Estrellado, blanco de galaxias.

miércoles, abril 29, 2009

Virus con música de Tiburón



Luego de la sobredosis de influenzología a la que hemos sido sometidos, cualquier pelagatos es especialista en el tema; por eso, porque sólo sé que no sé nada, mejor me abstengo de opinar sobre el maldito virus marranil que nos está haciendo pensar en el hollywoodesco fin del mundo. Tengo, eso sí, dos opiniones que tal vez puedan ser útiles en estos tiempos bipolares de zozobra ante la contingencia y de alegría por el asueto obligado que nos mantiene secretamente felices en el rascamiento de salva y apestosa sea la parte.
En los días recientes he recibido de todo sobre influenza porcina. Mi bandeja de entrada, como la de cualquiera, es la prueba irrefutable de que se ha creado una sicosis especial en torno a esa cochinada mortífera. Tengo mails científicos y muy confiables, es cierto, pero no falta que lleguen otros jalados de los pelos, como la misteriosa oración milenarista que ayer hizo las delicias de mi volteriano escepticismo. Este problema de salud pública da también para calibrar el estado de tensión que vive actualmente nuestra sociedad, un estado que está en espera de cualquier chispazo para derramarse en rumores que arrastran a su paso con las migajas de tranquilidad que aún nos quedan.
Los medios, es cierto, han informado e informan puntualmente sobre los estragos de la influenza, sobre las medidas del gobierno y sobre las indicaciones para evitar el contagio. Lo malo es que, como pasa sobre todo con la televisión, han espectacularizado sus mensajes, lo que añade desasosiego innecesario en este momento excepcional. Por ejemplo, he visto al menos cuatro programas donde las llamadas “cortinillas” de entrada y salida a comerciales muestran escenas de ciudadanos con tapabocas (el fetiche-símbolo de la crisis), hospitales, funcionarios de salud y, como fondo musical de toda esa capirotada, algo así como la temible parte inicial de la banda sonora compuesta por John Williams para la película Tiburón. Así la comunicación, no es de extrañar que cunda la inquietud entre los ciudadanos que cada vez sienten más cerca las mandíbulas del escualo influenzoso. La calma debe empezar por los medios, y poco abonan (hace mucho que tenía ganas de usar este verbo, “abonar”, pues con él se llenan la boca los políticos de hoy) a la tranquilidad quienes programan imágenes y sonidos de terror para así hacerse de más teleadictos morbosos/temerosos.
Otro detalle que, fuera de guasas, no deja de servir en este extraño instante de la vida nacional, es la noticia sobre el origen del virus. Según los especialistas, la cochinada proviene de granjas porcícolas trasnacionales ubicadas en Perote, Veracruz, de donde se diseminó toda la mecambrea que infecta a inocentes y nos tiene atados a la incertidumbre. Se ha dicho que las condiciones de trabajo con los cerdos no son las más adecuadas, lo que provoca caldos de cultivo ideales para mutaciones y surgimiento de nuevas cepas, todo ante la complaciencia/complicidad de las autoridades sanitarias. Cierto o no en el caso de la actual crisis, la verdad es que una y otra vez, por todos los medios al alcance de los grupos ambientalistas y de los científicos vinculados a la alimentación, se nos ha advertido que las granjas para pollos, vacas, cerdos y otros animales comestibles son laboratorios de la crueldad y campos de experimentación para la obtención de productos dirigidos a un mercado voraz y muy mal educado en materia alimenticia. Tarde o temprano, por esas carambolas de la asombrosa vida microscópica, los malos hábitos gastronómicos tienen un castigo.
Tal vez ese cíclico castigo está amagando por estos días. El mal, como siempre en casos de epidemia, azota a las capas más desfavorecidas. Ojalá esta porquería no dure mucho y, luego de la amenaza bíblica, hallemos una forma de recapacitar, pues detrás de esto también hay cultura y política: las que se necesitan para castigar a muchos porcinos productores de alimentos.

domingo, abril 26, 2009

México a través del Canaca



Considero que Alfredo Máynez y Renata Chapa son profesionistas con gran intuición antropológica. Sin ánimo de apantallar aunque suene apantallador, entiendo eso como la capacidad para interpretar un comportamiento humano a la luz del contexto cultural que lo produjo. Traté con los dos, sin acuerdo, un mismo tema, y coincidieron en el valor sintético de las declaraciones del Canaca luego de que lo detiene la policía y lo entrevistan para un noticiero amarillista. Espontáneo, el hoy celebérrimo Canaca dio una lección de mexicanidad, es decir, involuntariamente nos mostró por qué estamos como estamos, como si su reacción fuera un mosaico en el que, desde unas pocas torpes y alcoholizadas palabras, se fundieran algunos importantes rasgos del mexicano estándar: prepotencia, influyentismo, soberbia, ingenuidad, ignorancia, cantinflismo, evasión de la realidad. Todo México parecer estar allí, condensado en ese minuto y doce segundos de cultura nacional.
Como sabemos, el video muestra a Guillermo López Langarica, alias el Canaca, recién detenido por la chota tapatía. Con su playerita del Atlas y su bigote zapatista, se nota que trae muy buena cantidad de tragos en el alma. El reportero, que como ocurre en ese tipo de programas llega con una actitud marcadamente moralista, lo cuestiona sobre el alcohol y le advierte que puede provocar un accidente. Eso era todo. Bastaba un “sí, es cierto”, de parte del entrevistado, pero como excelente y espontáneo discípulo de Mario Moreno se revuelve en una serie de respuestas que va lo ridículo a lo ridículo sin hacer escala nunca en lo sublime. Lo he escuchado varias veces, y es cierto que hay en él, como digo, una radiografía de país. Pero mejor traigo aquel diálogo:
Reportero. Señor, ¿así venía conduciendo?
Canaca: ¡Claro!
R. Está usted tomado, ebrio.
C. ¿Y qué, no he chocado?
R. Pero puede chocar…
C. ¿Y mis 50 mil peso qué? Traía cien billetes de a 500, ¿on tan?
R. ¿A qué se dedica usted, qué hace?
C. Soy comerciante, soy de Promotora Mexicana Gaytán, calle 6630 6713333, soy hijo del papá…
R. ¿De quién?
C. O sea, soy hijo del dueño, de Miguel Ángel Gaytán Uribe, presidente de la Canaca.
R. ¿Qué es eso?
C. De la… ¡Canaca!… Centrales de Abastos de la República Mexicana…
R. Pero usted puede matar a una persona así como anda, se puede matar usted…
C. Ire (indica al camarógrafo que haga tomas), y a mí esto qué (se levanta un poco el pantalón y muestra su tobillo derecho), ¿eh? Ire (luego muestra su muñeca derecha), ahí véale, apúntele bien, ¡me amarraron como puerco! Ire, pero la otra vez… ¿y mis 50 mil pesos qué? Ire, ire, ¡apúntale pa’llá! (indica al camarógrafo que ahora haga tomas del coche).
Es, como podrá notarse, una lección de vida. ¿Dónde aprendimos a manejar así la realidad, a torear los hechos, a escurrirnos por tangentes con tan cómica maestría? Vayamos por secciones. La primera pregunta fue respondida con seguridad, como para dejar ver que lo que sobra es aplomo en momentos de crisis:
Reportero. Señor, ¿así venía conduciendo?
Canaca: ¡Claro!
La segunda respuesta se escuda en una falacia: todavía no hay consecuencias ante las conductas graves, por tanto la conducta grave no lo es:
R. Está usted tomado, ebrio.
C. ¿Y qué, no he chocado?
El reportero le hace ver que las probabilidades de que se dé un choque aumentan en relación con el consumo de alcohol. El Canaca ya no tiene respuesta por esa ruta, así que agarra otra. En apariencia sólo desvía la plática, pero no: en la respuesta está implícito que culpa de robo a quienes lo culpan de conducir borracho:
R. Pero puede chocar…
C. ¿Y mis 50 mil peso qué? Traía cien billetes de a 500, ¿on tan?
Más allá de los disparates, la tercera respuesta le permite lucir la heráldica, pues todos en México tenemos siempre un pariente o un compadre que nos arropa ante los problemas:
R. ¿A qué se dedica usted, qué hace?
C. Soy comerciante, soy de Promotora Mexicana Gaytán, calle 6630 6713333, soy hijo del papá…
Al responder la cuarta luce sus mejores armas: su padre (real o supuesto) es un ser poderoso, un papá de los pollitos:
R. ¿De quién?
C. O sea, soy hijo del dueño, de Miguel Ángel Gaytán Uribe, presidente de la Canaca.
Casi en el cierre, se pierde en su maraña de mentiras, pero cree que sale airoso al explicar la sigla del emporio comandado por padre:
R. ¿Qué es eso?
C. De la… ¡Canaca!… Centrales de Abastos de la República Mexicana…
Al final muestra las huellas de los abusos policiales y aspira a terminar como víctima, llevando su alegato al terreno que mejor le cuadra: los otros, siempre los otros, son los que la riegan, no uno:
R. Pero usted puede matar a una persona así como anda, se puede matar usted…
C. Ire (indica al camarógrafo que haga tomas), y a mí esto qué, ¿eh? Ire, ahí véale, apúntele bien, ¡me amarraron como puerco! Ire, pero la otra vez… ¿y mis 50 mil pesos qué? Ire, ire, ¡apúntale pa’llá!
México es un país que ante la evidencia de sus errores tiende una telaraña de palabras; en ella se pierde, se enreda la verdad. El Canaca nos ha resumido en poco más de un minuto. Sin saberlo, fue un genio de la síntesis.

sábado, abril 25, 2009

Idea de Giardinelli



Acaban de preguntarme en una entrevista que por qué la gente no lee. Trato de que mi respuesta no sea ingenua: por muchos factores perfectamente combinados, como pueden ser el desdén de los medios electrónicos, el atractivo de lo audiovisual, la desorientación de los maestros, el desapego de los padres y etcétera. Todo eso y más, junto, hace un coctel lesivo para la lectura, de suerte que todo intento por alentarla suele quedar corto ante la magnitud del problema. Esa reflexión me trajo el recuerdo de un artículo leído hace algunos meses: “La gran movida de la lectura”, escrito por Guillermo Saccomanno y publicado en Página 12 (24, 8, 08). Allí, el autor de La lengua del malón da sus impresiones sobre el Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura que organiza Mempo Giardinelli en Resistencia, Provincia del Chaco, Argentina. Pensé que así como el problema es multiforme, la solución también debe serlo: tan amplio es ya el lío que el Estado no puede solo. En otras palabras, todos podríamos cooperar para que el libro y la lectura alcancen el estatus que merecen como dinamos de la imaginación y de la inteligencia. Todo sirve, desde organizar una feria hasta leer frente a los hijos.
En la crónica de Saccomanno queda dicho que la obra de Giardinelli es un portento. No nos exijamos tanto, pero algo debemos aportar, aunque sea poquito, para que la cosa cambie; yo, a mi modo pobre y provinciano, no dejo de reseñar libros ni de regalarlos, y con eso hago algo. ¿Pero qué maravilla hace Giardinelli? Veamos lo que explica Saccomano, y de allí saquemos conclusiones:
“Noé Jitrik, hace unos años, me había contado con entusiasmo: ‘Lo de Mempo es un auténtico fenómeno’. Angélica Gorodischer también me lo había anticipado: ‘Te va a sorprender el Foro de Mempo’. Eduardo Belgrano Rawson fue más gráfico: ‘Te vas a caer de culo, hermano’. Y era, es así nomás la impresión que causa el Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura. Ahora, en el decimotercero, una semana atrás, cuando la poeta Alejandra Correa debió comenzar su intervención en una mesa redonda, levantó la vista y parpadeó enceguecida por las luces. El auditorio en semipenumbra desbordaba el Domo del Centenario. Más de dos mil personas, se calculaba. ‘Me siento en el Luna Park’, dijo Alejandra. Y no era una metáfora. La misma impresión asaltaría a cada uno de los escritores, ensayistas, investigadores y docentes invitados al Foro ante la masividad y participación de los concurrentes venidos de todas las provincias del país hasta Resistencia, Chaco, uno de los territorios más estragados del país. Ninguno de los que allí estuvimos nunca antes había expuesto en vivo sus ideas ante una audiencia tan numerosa. Lo que venía a sugerir que aun cuando nuestro país atraviesa una fuerte crisis educacional, tal vez no todo esté perdido en materia de lectura y lectores.
El Foro tiene su historia. Empezó a formarse a mediados de los ’90, poco después de que el escritor Mempo Giardinelli debiera cerrar, acuciado por los aprietes económicos de la década, la revista Puro Cuento, a cuyo amparo se habían abierto numerosas bibliotecas en el Nordeste y realizado la primera Encuesta Nacional de Lectura en 1991. Inspirada en la mexicana El Cuento, Puro Cuento había alcanzado una difusión enorme en el país. La prueba es que en los lugares más remotos del interior, en los poblados más distantes de los centros culturales, nunca falta una maestra, un lector, una biblioteca que conservan como una reliquia esa publicación que difundía tanto a Rulfo como a Maupassant, a Cortázar como a Kafka. En esos años ’90 de entrega, de corrupción y frivolidad, Puro Cuento debió cerrar y entonces Giardinelli empezó a darle vueltas a la idea de generar otra clase de movida. O, mejor dicho, una movida de clase: con recursos mínimos, pidiendo colaboración a diferentes instituciones, creó una ONG dedicada al fomento de la lectura. El hecho fue una auténtica patriada si se repara que esto sucedía en una de las provincias más pobres y atrasadas de Argentina. Había también una lección ética en sus orígenes: además de donar su biblioteca personal, Mempo invertía en la movida lo ganado con el Premio Rómulo Gallegos. Así nacía la fundación que lleva su nombre y es el motor del Foro. Desde entonces (entonces era 1995) el Foro se fue afirmando con su rigor intelectual y conquistó prestigiosas distinciones internacionales (Naciones Unidas, la Organización de Estados Iberoamericanos, Unesco, por citar algunas).
En la actualidad la Fundación está conformada por un consejo de administración, un consejo asesor, un consejo académico y un staff permanente, además de 300 voluntarios. Además, dos Divisiones Académicas: Centro de Estudios Literarios y Sociales Chaco e Instituto de Investigaciones Literarias y Sociales Juan Filloy. Uno de los hallazgos de esta movida es el programa Abuelas Cuentacuentos, más de 200 abuelas y abuelos en todo el país leen en cada semana para miles de chicos en escuelas, centros comunitarios y hospitales.
Sin contar la lista enorme de editores, pedagogos y periodistas que participaron en estos trece años en el Foro, la lista de escritores supera los 400. Por citar sólo algunos nombres de los cuarenta invitados que estuvieron este año, nombraré a Noé Jitrik, Tununa Mercado, Angela Pradelli, Miguel Molfino, Pedro Mairal, Luis Pescetti, Esther Andrade, Carlos Silveyra, Patricia Sagastizábal, Orlando van Bredam, Oscar Collazos (Colombia), Laura Antillano (Venezuela), Rui Zink (Portugal), Sealtiel Alatriste (México). Importante: la participación de Carolina Alvarez, directora de Monte Avila, la editorial estatal venezolana, que publica alrededor de doscientos títulos anuales, un auténtico proyecto bolivariano que incluye la mejor literatura latinoamericana. A lo largo de cuatro días, el Foro desplegó seis mesas de debate y veintidós talleres. Algunos de los temas desarrollados fueron: ‘La práctica de la lectura en América latina’, ‘La lectura como derecho’, ‘Los niños y los jóvenes como destinatarios del fomento de la lectura’, ‘Las nuevas tecnologías de lectura’, ‘La lectura de la Historia y la escritura de ficción’, ‘La prensa y la lectura’. Sin duda, la cantidad inabarcable de actividades del Foro deparó unas cuantas anécdotas. Con Mairal comentamos la sorpresa que significaba para nosotros, escritores, visitar colegios y mantener una conversación de horas con alumnos que leyeron nuestras ficciones. Como situación especial, la tertulia final que cierra el Foro: todos los invitados leyendo un texto, ficción o poesía, ante ese auditorio tan vasto como atento. Tununa Mercado, con un conmovedor relato familiar de su infancia titulado ‘Sarmientina’ y Noé Jitrik fueron los últimos lectores. Jitrik, con un humor filoso, leyó fragmentos de un diccionario de su autoría que no le va en zaga al Diccionario del diablo de Ambrose Bierce. Uno de sus vocablos más insignes es ‘alacranear’, que deriva de la filosofía del francés Jacques Lacran.
Más acá de la emoción y el deslumbramiento que produce haber participado en el 13er. Foro, en un país con un panorama de lectura calamitoso, donde muchos maestros no saben escribir porque no saben leer, lo que vale subrayar es la coherencia entre la concepción y puesta en acción de la idea original de Mempo: Somos lo que hemos leído. La ausencia o escasez de lectura es un camino seguro hacia la ignorancia, y aunque ésa pueda ser una condena individual gravísima, lo es mucho más cuando deviene colectiva. Una sociedad que no lee, que no cuida sus libros y sus medios, que no cultiva su memoria y no alienta el desarrollo del conocimiento, es una sociedad culturalmente suicida.
Una impresión personal, compartida por quienes estuvimos esta vez en Resistencia, es que con cinco Foros de esta naturaleza que se desarrollen en cinco lugares estratégicos de nuestro país, la educación lograría una profunda transformación. No se trata, en efecto, de una feria del libro que redunda en beneficio comercial de una elite capitalista. Se trata de la defensa de la lectura y la protección del libro en función social y no en términos de la depredadora economía de libre mercado. En síntesis: el objetivo no es la ganancia de unos pocos sino la concientización de todos sobre la necesidad de una sociedad más justa".

viernes, abril 24, 2009

Felipe Solís, in memoriam



Recibo la noticia de que ayer murió Felipe Solís. Lo conocí el 12 de noviembre de 2008, cuando vino a dar una conferencia a Torreón con motivo del Festival Artístico Coahuila. Fui su anfitrión por razones laborales. Como preámbulo a su presentación, leí estas palabras preparadas ex profeso para dar la bienvenida al conferenciante frente al público. Creo que no son inoportunas:
“Tuve hoy en la mañana la oportunidad de cruzar algunas palabras con el maestro Felipe Solís, director del Museo Nacional de Antropología. La impresión que me causó fue, es muy grata. Lejos de cualquier pose, el maestro Solís sonríe, conversa, informa, pregunta. En una palabra, de inmediato entra en diálogo con el otro, siempre con esa inquietud que tienen los hombres ávidos de saber. Me informó que si bien mantiene una relación de trabajo muy estrecha con nuestro común amigo Javier Villarreal Lozano, director del Museo Vito Alesio Robles, de Saltillo, a Torreón no había venido desde hace dos décadas, cuando junto con el maestro Luis Abeleyra colaboró en la configuración del espacio que hoy nos acoge. No poco, pues, dada la importancia actual de este museo, le debemos al maestro Solís, así que, tarde y todo, pero muy sinceramente, le damos las gracias por aquel emprendimiento que tuvo como resultado el Mueso que hoy dirige también nuestra común amiga Ana Sofía García Camil.
Al currículum del maestro Solís no le queda grande el adjetivo ‘impresionante’. Es, la suya, una carrera llena de frutos. En su área no hay, prácticamente, nada que no haya hecho con buenos resultados. Y es lógico. No se puede ser director de uno de los museos más importantes del país (algunos dirán que el más importante, y no andarán errados) sin apuntalar ese cargo en méritos de toda índole. Resumo, avanzo a salto de mata por algunos de sus logros: en sus 43 años de actividad profesional, el maestro Solís se ha desempeñado como profesor-investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia con el puesto de curador responsable de las Colecciones Mexicas del Museo Nacional de Antropología, y como subdirector de arqueología de dicha institución.
Catedrático de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, de la Escuela Nacional de Restauración y de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en el Posgrado de Estudios Mesoamericanos. Ha sido profesor huésped de la Universidad de Extremadura, en España, y de la Universidad Técnica de Dresde, en Alemania. Ha participado en más de 50 exposiciones nacionales y en el extranjero generadas por el Conaculta a través del INAH y el Museo Nacional de Antropología; entre otras, Aztecs, presentada en Londres en 2002-2003; Tesori degli Azteki, en Roma en 2004; The Aztec Empire, en el Guggenhaim Museum de New York en 2004-2005, y El imperio Azteca, en el Museo Guggenhaim de Bilbao en 2005.
Como autor ha publicado medio centenar de libros de manera individual y en coautoría; entre otros, El Calendario Azteca y otros monumentos solares, junto con Eduardo Matos Moctezuma y Roberto Velasco Alonso, y La gran pirámide de Cholula, en colaboración con Roberto Velasco y Verónica Velázquez. Está en proceso de edición su última publicación: Sociedad y cultura mexicas, editadas por Cartón y Papel de México.
Autor también de más de 250 artículos de investigación y difusión, es miembro de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y es expresidente del Colegio de Arqueólogos de México. Fue el curador de la exposición Arte y esplendor de Teotihuacan, presentada en 2008 en Monterrey, Nuevo León…”.
De muy lejos, este modesto tributo a la memoria del maestro Solís.

jueves, abril 23, 2009

Aplauso para 12 hombres



Es una producción de Jorge Ortiz de Pinedo, pero afortunadamente ese comediante no actúa en la obra. Me refiero a 12 hombres en pugna (Twelve angry men), de Reginald Rose. Es, de entrada, una pieza tan inteligente que, sin renunciar a la crudeza de su asunto central, no descarta la pincelada humorística. Debajo de todo este trabajo late el gran tema de la justicia, por lo cual vale esbozar, desde ya, el argumento: doce ciudadanos comunes y corrientes, de diferentes edades y oficios, son convocados para fungir como jurados en un juicio gringo a un joven de 16 años acusado de matar a su padre. La obra comienza cuando las pruebas, las acusaciones, los testigos y la defensa ya han pasado, de manera que acompañamos a los doce jurados en la sala aislada donde deliberarán sobre la culpabilidad o la inocencia del presunto asesino. Lo primero que hacen, para ahorrar tiempo, es votar: si los doce coinciden que es culpable, el joven irá, sin remedio, a la silla eléctrica; al principio, once votan por la culpabilidad, y uno, no. Desde ese momento comienza un largo y complicado debate entre los doce hasta llegar al imprevisible desenlace.
Como son doce presencias ininterrumpidas en escena y un solo cuadro escenográfico, 12 hombres… amenaza con ser una catástrofe llena de aburrimiento. Los jurados hablarán y hablarán para discutir la inocencia o la culpabilidad de un pandillero al que ni conocen. No sé otros espectadores, pero yo presentí que la obra estaba condenada al precipicio del aburrimiento. Y no, pues con pasmosa maestría los doce actores sacan adelante, con lujo de histrionismo, las personalidades de los jurados. Y cómo no, si sobre el escenario calculé que había como 300 años de experiencia actoral, sumadas las trayectorias de López Tarso, Aarón Hernán, Julio Alemán, Patricio Castillo y compañía. Fue de veras impresionante ver cómo una buena obra (aunque pudo ser cualquiera, hasta una mala) era despachada por esa brutal suma de capacidades actorales. Acostumbrados como estamos al teatro deefeño que aprovecha inercias telenoveleras para hacer agostos en provincia, 12 hombres… es, sin duda, un producto literario muy estimable, pero más los es, estoy seguro, la solvencia con la que doce actores mexicanos hicieron de las suyas sobre el escenario. Todos están bien colocados en sus personajes, todos se apropiaron de sus papeles, pero es innegable que en esos grados de profesionalismo también se puede notar la diferencia entre los consagrados y los que pueden estar en vías de serlo. Ignacio López Tarso, que de alguna manera es pilar en el argumento general, actúa con una naturalidad y un desparpajo que hace parecer sencillo ese trabajo. Igual Aarón Hernán, Julio Alemán, Patricio Castillo, Salvador Pineda, José Elías Moreno y me atrevo a sumar a Odiseo Bichir (por cierto, el único Bichir que no me parece tan Bichir). Los demás están muy bien, excelentemente bien, pero sospecho que todavía ocupan un peldaño atrás.
Un detalle importante de la obra, y allí tiene mucho que ver la dirección de José Solé, es su capacidad para mantener la tensión en un centro de diálogo sin que los actores que no participan parezcan maniquíes. En efecto, 12 hombres… hace discutir en torno de una mesa a los doce jurados, pero hay ratos en los que, por exigencias del realismo, algunos diálogos son mantenidos por dos o más personajes al margen de la mesa, de pie, junto a la ventana o en el baño adjunto. Mientras eso sucede, sin embargo, no se deja sentir el artificio de que los demás guarden silencio, pues con absoluta naturalidad se mueven en el escenario como quien toma aire, se estira de brazos o simplemente mira a la calle desde las ventanas. Todo vale en esta obra, sin duda, y las actuaciones están más allá de lo admirable. López Tarso y compañía son un ejemplo de plenitud actoral.