miércoles, enero 07, 2009

Regreso a los viejos libros



He procurado siempre que la actualidad no me aleje demasiado de los viejos libros. Por algo los reuní, se supone. Para escribir de vez en cuando sobre ellos, para encajar allí los ojos, con calma, y no tanto ya en la fugacidad informativa. Alguna vez intenté, por ello, sostener el trabajo de escritura diaria con ideas surgidas del contacto con los libros, pero la realidad (sus balazos y sus accidentes y sus elecciones de vértigo) me lo impidió: la gente prefiere lo actual, no lo pasado, pero yo lo prefiero todo, y ahora que tuve algunos días para sacudir y reacomodar saltó el Poema heroico de Diego José Abad. La primera edición, de la UNAM, data de 1974, y la introducción, la versión y el aparato crítico son de Benjamín Fernández Valenzuela, quien realizó en todos los casos un trabajo (y me quedo corto) impresionante. ¿Por qué no son más conocidas y leídas estas titánicas páginas de la investigación literaria mexicana? No sé. Lo que sí sé es que se trata de un trabajo monstruo en hondura filosófica y, más todavía, si eso es posible, en belleza verbal.
Alguna vez, en una encuesta a propósito del día del libro, me preguntaron por las diez obras que me llevaría a la isla desierta en la que habitan todos los que son interrogados sobre libros e islas desiertas. No lo dudé: el Poema heroico fue una de ellas. Su autor, Diego José Abad, nació en La Lagunita, Jiquilpan, el 1 de julio de 1727, y murió el 30 de septiembre de 1779; fue teólogo y poeta. Estudio filosofía en el Colegio de San Ildefonso en Valladolid (hoy Morelia). A edad temprana ingresó en la Compañía de Jesús y llegó a ser director del Colegio de Querétaro. Cuando en 1767 los jesuitas fueron expulsados del país se exilió en Italia. Dejó algunos apuntes de ciencias exactas, tradujo algunas églogas de Virgilio, y en italiano escribió el Tratado del conocimiento de Dios. Después de su muerte se publicó la edición definitiva de su más divulgada obra, De Deo deoque homine heroica, el Poema heroico, singular recopilación teológica en latín escrita en verso.
No me distraigo en referencias biográficas hoy fácilmente localizables. La obra de aquel mexicano genial es lo importante, pues aunque haya sido volcada al castellano por Fernández Valenzuela, conserva una jerarquía estética que, imagino, ha de ser mayor en latín, lo cual no es poco decir. No afecta que el lector, como yo, ande lejos de esos temas o crea poco o nada en seres superiores: el acero de las palabras abadianas es incorruptible y seduce.
Un buen propósito para empezar el año puede ser abandonar el cigarro, hacer ejercicio, ahorrar lo que se pueda; otro, que no estorba, podría ser que los clásicos convivieran más con nuestras pobres almas abandonadas en el mundo de la información chatarra. Porque con palabras como las que cito (Patientia, canto XII, p. 267, fragmento) uno puede darse idea del mundo que pintó Abad; es muy similar, si no es que idéntico o peor, al nuestro:
“¡Qué soberbia locura! Agobiado el orbe con el peso de nuestros delitos, gime y desmaya. Los más de los hombres, con bestial vileza, se revuelcan por tierra a placer y a una dicha, sin memoria del cielo, con olvido de Dios. ¡Cuántos espantables perjurios juntos de la indómita lengua!; ¡cuántos y cuántos destrozos de la loca soberbia!; ¡cuántos daños de la enferma y pálida envidia que con venenoso diente todas las cosas calladamente roe!; ¡cuántos perjuicios de la rabiosa ira, que de un continuo anhela por sus fauces apetitos de sangre! Estas son las tres Furias, las hermanas del Tártaro, las tres fugitivas que a su placer vagan entre nosotros. Todavía resta otra que con más señorío asoma su cabeza infame: la maldita avaricia (…) Arrebato mis ojos a otra parte: guerras horrendas, hombres medio yertos que flotan entre mares de sangre, y cabalgaduras y armas y confusos cadáveres. Aquí va una cabeza; allá un cuerpo sin sonrisa y sin nombre; acá una mano que se ahoga en el manantial de su sangre, una mano sin dueño, pero que aún tiene arrestos para menear el acero…”.