miércoles, agosto 27, 2008

Manita del diablo



Estamos ya en el futuro del que hace algunos pocos años fue el futuro. Especialistas de todas las corrientes advertían que si el foxismo no frenaba el tsunami de la delincuencia, México se las iba a ver horribles. Pues bien, ese pronóstico se hizo bueno, tanto que ya estamos más allá del pronóstico, peor de lo que algunos imaginaron. Si los agoreros del desastre pensaban en una especie de “colombización” de la realidad mexicana, los estragos del crimen dan para pensar que el reino de Pablo Escobar Gaviria fue una película de Heidi comparado con lo que nos está pasando: poderosos bandos del narco a todo trapo, autoridades judiciales corrompidas hasta el tuétano, impunidad sin orillas, clanes diversificados hacia el secuestro, fuerzas del orden sin planes coordinados, políticos con alma de avestruz y ciudadanos azorrillados, impotentes ante el acribillamiento que padece el estado de derecho.
Fui quizá de los pocos que, modestia al margen, encendí no una vela, sino un fugaz cerillo para pedir desde mi pobre estatura de laico que la reunión del Consejo Nacional de Seguridad dejara algo bueno en medio de la barbarie que vivimos. No soy ingenuo, sin embargo. Desde hace 44 años, los que tengo, sé que el país avanza con paso firme hacia el desastre. He tenido un par de pequeñas esperanzas de cambio en 1988 y en 2006, pero por razones que todos conocemos esa promesa de alternancia fue abortada de manera tajante con dos fraudes: uno burdo y otro más sutil o al menos merecedor de suspicacias. Y digo “pequeñas esperanzas” porque en México, y tal vez en muchas otras partes, no hay que creer del todo a los redentores. Simplemente digo que en aquellos proyectos que fueron víctimas de un legrado electoral no sólo vi una posibilidad de que cambiaran las siglas y los apellidos, sino la política económica que devino lo que actualmente somos: un país con una clase dirigente terca, poco solidaria y rapaz; una clase media agarrada con las uñas a lo poco que ha pepenado en el camino; una clase trabajadora que vive al día y una legión de parias que sólo tienen las salidas del vicio y del delito.
El futuro, pues, ya nos alcanzó, y resulta que al parecer nos ha rebasado. En eso muchos están de acuerdo. Tanto es así que las instituciones se han debilitado y provocan el escepticismo generalizado. ¿Quién cree en su juicio que el aparato gobernante acabará con el escenario cataclísmico que campea hoy en el país? Pocos, lamentablemente. Son tan pocos que, tras los acuerdos de la cumbre nacional sobre seguridad, los analistas coinciden en dudar que sean cumplidas las metas firmadas con plazo perentorio. Y más: las críticas se han enderezado a pensar en el castigo que merecerán nuestras autoridades en caso de que no cuajen las medidas de choque contra la delincuencia organizada. ¿Cuál será la pena que recibirán los gobiernos en caso de que no funcionen los lindos propósitos del acuerdo? Ninguna, en apariencia, pues por legítima que sea la petición de que renuncien quienes no puedan, es inoperante así como se oye, dado que la única institución que funciona perfectamente en el país es la impunidad del gobernante inepto y mafioso. Como todos tienen una inmensa cola para ser pisada, se cuidan las espaldas, mientras el ciudadano observa con impotencia que la devastación “cada día asciende a más”, como reza tautológicamente una canción norteña.
No hay puerta, entonces. Por eso, agarrado de ese clavo ardiente, fui, y soy aún, de los pocos que, aunque suene candoroso, suspendí por un rato mi escepticismo para que avancemos unos milímetros con las astillas de institucionalidad que todavía nos quedan. Dudo que ocurra, pero no queda de otra sopa aunque sea como pedirle al diablo que nos eche una manita.