jueves, agosto 14, 2008

Con qué cara



Antes, todavía poseso de impetuosa juventud, me resultaba fácil pedir íntimas cuentas al atletismo mexicano cada vez que el mundo celebraba olimpiadas. Ahora, desengañado quevedianamente de la fortuna, metido por los años al feo tambo de la realidad, advierto que no tengo cara, que muchos no tenemos cara para andar exigiendo que nuestro deporte destaque en el contexto mundial. No es fácil. Beijing me ha llevado a reflexionar no tanto en el deporte, sino en todo lo que de positivo hacemos en nuestro país.
Creo que sin necesidad de meterle demasiada neurona podemos notar que los logros científicos, artísticos y deportivos de nuestro país obedecen, por lo regular, a esfuerzos individuales. El orden y la sistematización no son parte de nuestra cultura en ningún rubro, lo que se ve principalmente en el cambio de políticas públicas, arbitrario en la mayoría de los casos tras el cambio de nombres en los puestos de dirigencia. Somos pues rehenes de caprichos sexenales que modifican de raíz, en ciclos breves, lo poco bueno y lo mucho malo que el país produce. Hay una especie de maldición egipcia en nuestra índole: los gobernantes echan abajo los programas de sus predecesores: los malos, porque son inútiles; los buenos, para no dejar huella de lo que hizo el anterior gobierno y empezar de cero la nueva y esplendorosa Era.
Es obvio que la realidad es infinitamente más compleja, que no cabe el simplismo en fenómenos sociales de tamaña amplitud. Pero la intuición ayuda a, por lo menos, fraguar algunas hipótesis, a escudriñar las razones del fracaso. Veamos los tres casos. En el campo de la ciencia y la tecnología, es bien sabido que el foxato agudizó un problema que ya se veía venir desde que la tecnocracia altanera se hizo del poder político en nuestro país: desmantelar los pocos espacios dedicados a la investigación, asfixiar a quienes se dedican a la ciencia en México, como una y otra vez lo han señalado personalidades como René Drucker, uno de los más tenaces críticos de las políticas que parecen encaminadas a convertirnos, ya sin marcha atrás, en un arrabal del desarrollo científico, en un simple adaptador tardío de los avances logrados en el exterior. En esta área, entonces, los pocos científicos que sobrevivían contra la corriente y no se iban del país, ahora emigran como braceros calificados en busca de oportunidades para lograr sus metas. Una cantidad mínima, la que se queda, obtiene resultados más por empuje individual, por talento e imaginación, que por dinámicas sistematizadas desde dentro del Estado.
El mundo de la cultura también permite ver con facilidad que los éxitos no pasan por la creación de espacios o corrientes socializados para la formación artística. Es tanto el desorden, tan flaca la formación de los niños y los jóvenes mexicanos que en todas las disciplinas lo único que podemos encontrar es logro personal. Hay presencias destacadas, voces que sobresalen, pero son ínsulas, pues el poder ha apostado por la dádiva (de becas, por ejemplo) y ha dedicado poca atención al trabajo formativo que cree públicos y despierte vocaciones.
El deporte, por supuesto, es el más visible de los tres universos que aquí palpo. Extrañamente, aunque es motor de inspiración patriótica nunca ha sido tratado a conciencia por las autoridades. Al contrario, es continua fuente de escándalos, de fraudes, de zancadillas. La grilla es el condimento en los tratos de la dirigencia, y al parecer nunca veremos la creación de una Secretaría del Deporte que ponga en orden a ese pandemonio retacado de vivales. Las víctimas son los jóvenes que, en la soledad de sus cuerpos nadan, brincan, corren, entrenan y logran marcas que les permiten ir a los olímpicos en calidad de testigos, sin protagonismo real en las justas deportivas. Por eso digo: con qué cara les pedimos medallas a esos atletas si no hacemos nada por señalar a los nefastos dirigentes del deporte nacional.