miércoles, julio 16, 2008

Sostiene Muñoz



El personaje principal de Sostiene Pereira (Anagrama, 1994), la famosa novela de Antonio Tabucchi, padece una indeclinable obsesión por las necrológicas. Como responsable de la sección cultural del Lisboa, la vida se le escurre pensando en la obligación de escribir sobre ciertos escritores que, cree, están a punto de morir, eso para que nunca lo fuera a sorprender el cierre de edición del periódico lisboeta. Pereira (encarnado por Marcello Mastroianni en el Sostiene Pereira fílmico) se siente acorralado por una sosegada desdicha, por la agridulce certeza de su finitud en aquel Portugal a donde recalan las noticias más negras de una Europa azotada por los hediondos vientos del nazismo y el fascismo.
Por estos días crueles he recordado a Pereira y sus tercas necrológicas. Quizá no esté mal, vistos los tiempos que corren, poner en práctica ese género notablemente útil en la prensa diaria, dado que la gente literaria siempre ha tenido la mala costumbre de morir sin avisar que va a morir. Como no tengo a nadie que se ponga de modelo, ensayo una autonecrológica: Segundo hijo de Rogelio Muñoz y Catalina Vargas, Jaime Muñoz Vargas (Gómez Palacio, Durango, 1964-Torreón, Coahuila, 2008) fue escritor, periodista, maestro y editor. Sus estudios formales, desde el jardín de niños a la maestría, los sobrellevó con abnegación y malas calificaciones. El descubrimiento de los libros lo hizo prescindir de cualquier fervor por las aulas, y en este aspecto apenas supo reconocer la influencia de dos o tres maestros descubiertos al margen de los planes de estudio. Desde 1982 se convirtió en bibliómano, enfermedad de la mente que consiste en poseer libros para obtener un poco de seguridad ante las acechanzas de la vida. Fue tímido, aunque las obligaciones de la docencia y la literatura lo forzaron con frecuencia a encarar públicos. Durante casi veinte años ejerció sin alegría la profesión de maestro, y de tal trayectoria sólo acostumbraba destacar el contacto que tuvo con prospectos de escritores en talleres literarios. Se enorgullecía de sus amigos, y de todos procuró escribir siempre que pudo; su propósito fue destacar que en La Laguna era posible el nacimiento y la supervivencia de la literatura, aunque la pragmática realidad se obstinara en mostrarle lo contrario. Publicó su primer libro en 1989 (El augurio de la lumbre), cuando tenía 26 años; como quedó algo arrepentido de esa prisa se dedicó a vivir un poco más, a subsistir con periodismo cultural y a no publicar libros. Reincidió en 1997 (Pálpito de la sierra tarahumara), luego en 1998 (El principio del terror), a lo que seguiría una impúdica lista de ocho o nueve títulos más que tal vez sí llegó a querer, pese a que fueran suyos: Juegos de amor y malquerencia, Las manos del tahúr, Ojos en la sombra y Leyenda Morgan… Aun a riesgo de ser considerado cursi o sentimental, escribió varias veces que amaba a su esposa y a sus hijas. Se sabía, sin embargo, imperito para demostrar afectos como lo hace la gente normal. Sus gustos no eran sofisticados; al contrario, recalcó siempre que lo hacía feliz leer, caminar, tomar café o Cocacola, editar libros, conversar, dormir y ver mapas y fotografías. No supo idiomas, pues el español le parecía tan hermoso y difícil que para aprenderlo a medias era necesario dedicarle toda la existencia; de esa manera, se privó del inglés, del francés y de otras lenguas, pero la única que llegó a extrañar fue el latín, pues alguna vez albergó el sueño de leer a Séneca sin intermediarios. Con sinceridad se asumía escritor poco talentoso; escribir lo incomodaba mucho, y a menudo sentía que se había impuesto la tarea literaria sólo como complemento de la otra, más apasionante: la de lector. Aunque lo aparentaba con desenvoltura, la vida le calzó siempre mal. Creía poco en la bondad del ser humano, pero procuraba no decirlo, para no parecer malagradecido con sus escasos lectores. En un rapto de desconfianza a la generosidad póstuma, escribió, no sin pena, su propia necrológica y la publicó el 16 de julio de 2008.