sábado, abril 05, 2008

Un mundo aterrador



Los culpables están en todos lados, son muchísimos y quizá nosotros mismos contribuimos a diario en la reproducción de formas de vida hostiles, violentas, indiferentes, absolutamente inhumanas. Antes lo habitual era que leyéramos esas historias, que supiéramos de ellas gracias a un film (basado en “hechos reales”) o por un programa de televisión sensacionalista. La ubicuidad del mal extremo, digamos, era asunto más o menos remoto, ajeno a nuestras vidas cotidianas, tan distante que nos sentíamos seguros y hasta morbosamente contentos de saber que la desgracia sólo les acontecía a Los Otros, unos Otros que nada tenían que ver con nuestro entorno o con nuestras graníticas certezas.
Hoy, la situación es distinta. Cada vez con más frecuencia, en rinconcitos de la hermosa república mexicana como La Laguna nos enteramos de que El Mal se hace evidente en la ordinariez de las existencias que no habitan lejos de nosotros. Es, pues, un asunto ya próximo, tan estrechamente ligado a nuestros pasos que más vale estar preparados para convivir con él: tarde o temprano nos hará algo, tarde o temprano nos hundirá su garra de la espantosa manera que acostumbra. Cuento un caso.
Dialogo con mi mejor condiscípulo de la carrera, un cuate al que aprecio y respeto por su incapacidad total para el doblez, un tipo inepto para la traición y siempre listo para lo contrario: para la franqueza y la solidaridad. Nos ponemos al corriente de novedades. Le describo mis recientes andanzas por la vida, y él hace lo mismo. Sin pensarlo, comienza a hablarme sobre una amiga de su hermana, a quien asesinaron salvajemente hace unos días. Me da detalles del pavoroso hecho. La hermana de mi amigo y la chica (de cerca de cuarenta años) fueron durante un tiempo compañeras de trabajo. Al tomar rumbos laborales distintos, la chica acostumbraba visitar a la amiga de mi hermano, pues en ella encontraba confianza para contar dificultades. Había tenido y tenía una vida familiar muy emproblemada, pero era una mujer noble, trabajadora, de ésas que no se doblegan pese a nada, como ocurre con tantas mujeres de nuestra lastimada patria. En varias ocasiones, la hermana de mi amigo no estaba en casa y la chica se quedaba a conversar, entonces, con la madre de mi amigo, en quien halló a otra generosa confidente.
Un día, la chica les compartió la emocionada noticia de que estaba por encontrar un nuevo empleo. Era urgente conseguirlo, pues tenía dos hijas y la situación económica apremiaba. Por fin, luego de anhelarlo con tremenda fuerza, la chica obtuvo un puesto de bajo rango en una tienda muy importante de la ciudad, y eso la alegró y le dio confianza. Pasadas algunas semanas, luego de que demostró capacidad y constancia, la chica comenzó a rehacer su ánimo como trabajadora. Todo iba bien, o al menos mejor que antes, y eso lo supieron la hermana de mi amigo y su madre.
Una noche, a las nueve, tras salir de su turno y tomar el camión de regreso a casa, la chica bajó en la esquina de siempre. Debía avanzar luego algunas cuadras y atravesar un inevitable lote baldío. La oscuridad era apretada, la chica caminó unos metros por el terreno cuando abruptamente uno, dos o tres sujetos intentaron robarle el bolso; ella, quizá en defensa de lo poco que guardaba en su monedero, resistió el ataque y pronto fue sometida. El o los sujetos procedieron a ultrajarla y, para elevar a grados infinitos El Mal que los movía, decidieron matarla de una manera atroz: le arrojaron un bloque de concreto a la cabeza.
Ahí quedó esa vida, y no pasará nada. Lo que más me asombra es no haber sabido del caso gracias a una película, a las noticias policíacas (que por lo general eludo) o a la tele. No: me la contó uno de mis mejores amigos, triste porque su hermana y su madre han llorado aquella muerte. Así de cerca, ya, nos ronda El Mal quintaesenciado. ¿Dónde están, quiénes son (lo pregunto sin sentimentalismo) los culpables de este horrible mundo?