sábado, abril 26, 2008

T-shirt del cardenal



Como lo comuniqué en su momento, fui a la Feria Internacional del Libro 2007 y al final mis hijas, mi mujer y yo nos dimos una escapadita turística por Guadalajara. Desayunamos unas delicias mantecosas en la fonda “Las hermanas Coraje” y después, en plan de chacharear, caminamos hasta dar con un parquecito coyoacanoide, un lugar donde se reúne buena parte de la fauna tapatía para vender cualquier cantidad de baratijas artesanales. Un tipo como yo (amante improvisado, ordinario, con la ropa y la apariencia más convencionales que uno pueda imaginar), se veía, supongo, desconcertante entre los seres que pululaban en aquel sitio: darketos, emos, metaleros, punketos, jipitecas. Mis hijas, mi esposa y yo recorrimos los tenderetes para ver qué comprábamos. Pocos objetos eran de nuestro gusto, pues todos los locales ofrecían productos de estilo ad hoc al pedo según esto underground: llaveros de monitos como de brujería, playeras con motivos satánicos, prendas de piel con incrustaciones cromadas, cadenas y correas para el rollo bondage, coloridas boinas de jamaiquino, botas con tacón kissesco, morrales folklorosos, accesorios jotolones leather, velas y esencias para alcanzar relajaciones bien acá, etcétera. En una de las tienditas me detuve a ver playeras impresas en el pecho con frases e iconos pretenciosamente insolentes, de esas que ostentan ingenio literario de mozalbete que se cree méndigo. Me retuvo la atención una de tela negra, sin texto, sólo aderezada con el rostro de Juan Sandoval Íñiguez. Las dudas me asaltaron: como después de todo la estaba viendo en territorio cristero, pensé que podía tratarse de un homenaje. Pero no, era difícil que en una tienda de esa índole alguien fuera a celebrar la figura de ese sujeto mochilón, el más importante vestigio del medievo en México. Más bien, pensé, el potencial usuario de esa prenda iba a ser algún joven cábula que, al portarla, se ganaría varios deseados insultos de sus amigos, burlas que lo colocarían como falaz estandarte de un religioso polémico a causa de su censura a todo lo que se aparte aunque sea dos milímetros del dogma ultramontano. La imagen de esa playera sobrevivió en mi memoria porque en el fondo no dejé de pensar que se trataba de una hermosa contradicción: entre T-shirts obscenas, demoníacas, albureras, el rostro de Sandoval Íñiguez parecía fuera de sitio, decolocado, ajeno al contexto como un ornitorrinco entre perros chihuahueños. En definitiva, ése no parecía el lugar de un cardenal.
Pasados algunos meses, estremeció a México la noticia de que Emilio González Márquez, hoy conocido como el “góber piadoso”, donaría una buena billetiza del erario jalisciense a la edificación de un santuario en loor de los mártires cristeros. Lejos de amilanarse ante las críticas que lo ubicaron como torcido favorecedor de la iglesia en la que cree y de uno de los religiosos más macizos del país, el ejecutivo estatal toreó el bochinche mediático con la elegancia de un clown de rodeo, es decir, a grotescas maromas. El colmo del cinismo y/o la impreparación política del ensotanado de clóset que hoy ocupa la gubernatura de Jalisco se dio cuando hace algunas horas, nomás porque se le hincharon sus reverendos tejocotes, mandó a chingar a su madre a quienes lo critican por su falta de escrúpulos en el manejo de los dineros públicos, declaración que merecería el Premio Polo-Polo a la desfachatez verbal, pero que ha sido usada para solaz y esparcimiento de la prensa sin oídos castos.
El amasiato Estado-Iglesia en Jalisco es una realidad endemoniada y evidencia cuán sucio es el proceder de algunos políticos empanizados que con una mano se golpean el pecho y con la otra amasan marranadas de todo linaje. Después de todo, concluí ayer, la playerita con el rostro de Sandoval Íñiguez no estaba tan fuera de sitio. Convivía sin desentonar con otras estampadas a lo maldito, con calaveras y chamucos y barbajanadas.